22

Bruno

La moto de Bruno se deslizaba por las silenciosas calles mallorquinas. Rugía y atronaba a cada empuje del acelerador. El joven médium (es lo que éramos ambos y al fin me atrevía a ponerle un nombre), parecía no tener miedo a la muerte, y esquivaba los coches de modo brusco, saltándose los semáforos en rojo como si toda la isla fuese de su propiedad.

Yo me agarré con fuerza a su cintura, desoyendo a mis pudores, a mis reservas, a que por obra del viento contra mi falda me estuviesen viendo las bragas incluso desde Ibiza.

Las lágrimas corrían por mis mejillas fruto de la velocidad, pero no hacía el menor intento de limpiarlas, no pensaba soltarme de la cintura de aquel chico bajo ningún concepto hasta que se detuviese.

Cerré los ojos y cuando los abrí circulábamos por una oscura carretera solitaria entre árboles. El faro de la moto centelleaba en la calzada con los vaivenes del asfalto irregular. Hacía frío.

Volví a cerrarlos, hasta que percibí que reducía la velocidad. Enfilamos un camino de tierra. Bruno tuvo que apoyar los pies en el suelo en un par de ocasiones para mantener el equilibrio. Yo daba botes en mi asiento asida a su cuerpo.

Descendimos una empinada pendiente entre acantilados hasta alcanzar una recóndita cala solitaria frente al mar. Al llegar a la playa, Bruno paró y apagó el motor, posando ambos pies sobre la arena.

Miré en derredor curiosa, una inmensa media luna resplandecía en mitad del horizonte. El mar alcanzaba calmo la orilla, pero las olas se estrellaban contra las rocas del acantilado que delimitaban la pequeña cala a ambos lados, produciendo un particular murmullo.

—Baja —pidió.

Obedecí. El paseo en moto había ayudado a despejarme la cabeza.

Se dirigió a la orilla, pasando por mi lado en silencio, buscando algo en los bolsillos de su cazadora de algodón. Tabaco; esta vez sí olía a auténtico tabaco cuando lo prendió, antes de sentarse sobre la arena seca, con las piernas cruzadas por las rodillas, en silencio.

Yo me senté a su lado, me ofreció el cigarrillo y volví a rechazarlo. Bruno continuó mirando el horizonte con la mirada perdida, como si estuviese viendo una película en su cabeza, completamente ensimismado.

—Es tan bello… —dijo, y yo asentí. Estábamos en un paraje espectacular aun en la oscuridad que nos rodeaba—. Fue hace cuatro años, ¿vale? Hace cuatro años estaba muy perdido, le daba a la coca, al speed y a lo que se terciase. Mi padre es un alto ejecutivo en España de una importante multinacional de bebidas alcohólicas y no me faltaba el dinero, ni en qué gastarlo. Por las mañanas iba a la facultad con tal de no escuchar a mis viejos en casa y por las tardes me ponía hasta los ojos de lo primero que pillaba… Me sentía infeliz, ninguneado por mi familia; según ellos, estaba desperdiciando mi vida. Siempre andaban con reproches, haz esto, haz aquello, mira a tu hermano, mira a tu hermana… Nada era suficiente para ellos y yo tampoco es que me esforzase demasiado por cambiar de actitud. Y un día sencillamente me pasaron una droga demasiado pura y mi madre me encontró en mi habitación tirado en el suelo, con convulsiones, echando espumarajos por la boca… —contó muy serio, y dio una honda calada al cigarrillo—. Y morí, sentí cómo comenzaba a flotar, ascendiendo hacia una especie de luz cegadora en el techo… No sé cuánto tiempo duró aquello, según los sanitarios un par de minutos, pero para mí fue como si durase mucho más… Era una sensación tan placentera, tan cómoda, que no me sentía mal en absoluto, aun sabiendo que había muerto. Era consciente de que aquel que veía a mis pies, inmóvil en el suelo, era yo mismo. —Contaba tomándose el tiempo necesario para dar largas caladas. Yo le oía alucinada, no podía dar crédito a lo que estaba relatándome—. Pasé dos semanas en coma, mi cuerpo se negaba a reaccionar, estaba demasiado cansado de la vida que yo le daba. De ese período no recuerdo nada, absolutamente nada. Lo que sí sé es que después de aquello, después de despertar del coma, comenzaron los sueños. Soñaba con personas que me pedían ayuda, con accidentes, con suicidios. Gente que había muerto con algo que decir a sus seres queridos, algo tan sencillo como «te quiero» o «perdón»… Cuando comenté en casa el tema de los sueños, mi madre pensó que el coma me había afectado al cerebro. Me obligaron a visitar a un psiquiatra que comenzó a medicarme, en realidad todos pensaban que estaba volviéndome loco. Incluso yo lo pensaba… Hasta que un día me armé de valor y llamé al teléfono que me repetía uno de los tipos con los que soñaba, y a la señora que contestó le dije exactamente las palabras que me había pedido que le transmitiese el que me decía que era su esposo. La mujer se quedó conmocionada y rompió a llorar. Me dio las gracias una y otra vez. Al parecer, la documentación cuyo lugar yo le había revelado evitó que ella y sus hijos perdiesen su casa a manos del banco… A partir de entonces mentí a todo el mundo, dije que había dejado de soñar con muertos, fingí que aquellos sueños habían cesado, y me dediqué a transmitir los mensajes que poco a poco me llegaban. Ahora puedo verles sin necesidad de dormir. Todo el tiempo. Hay algunos cuya presencia es mucho más inadvertida y otros que no puedes dejar de oír, de ver, de percibir… Como en el caso de las muertes violentas.

—¿Cuánto tiempo llevas… padeciendo esto, Bruno?

—Ya te lo he dicho, cuatro años. Tenía veinte años cuando empezó.

—Igual que yo. ¿Es una casualidad?

—No lo sé. Hay muchas cosas que no sé, Carla.

—¿Y por qué tú? ¿Por qué yo? Todas las personas que vuelven de la muerte no sufren de estos sueños…

—¿Por qué? Porque tienes los ojos claros. O porque tienes tatuajes… Quién sabe… —dijo mirándome por primera vez a los ojos desde que bajáramos de la moto—. Conozco a muy pocas personas que puedan experimentar lo que tú y yo, muy muy pocas… Investigué mucho en internet cuando al fin acepté esta especie de… don. El noventa y nueve por ciento de quienes se anuncian como médiums son fraudes. Yo he comenzado a vivir de esto, no me anuncio en ninguna parte, pero las personas a las que ayudo hablan con otras personas, esas personas con otras, y hay mucha gente que acude en busca de mi ayuda. En ocasiones son sus familiares espirituales quienes me ponen en contacto con sus seres queridos.

—¿Les cobras?

—Le dedico veinticuatro horas al día. ¿De qué viviría si no les cobrara? —repuso mirándome con sus ojos almendrados—. Mi tarifa depende de la economía familiar, desde gratis hasta los treinta mil euros que cobré hace un par de días por averiguar dónde se hallaba una documentación para una gran multinacional. —Apagó la colilla en la arena.

Comenzaba a hacer frío, la brisa del mar me erizó la piel. Bruno me miró, percibiendo mi malestar, y se desabrochó la cazadora de algodón. Debajo llevaba una camiseta blanca sin mangas, en sus brazos había varios tatuajes grabados. Posó suavemente la chaqueta sobre mis hombros, estaba caliente por el calor de su cuerpo.

—Gracias —dije, acomodándome en la prenda. En otras circunstancias la habría rechazado, habría negado tener frío a pesar de que resultaba evidente. Pero no lo hice, me sentía inusualmente cómoda conversando con aquel joven desconocido—. ¿Por qué dijiste que sabías que yo estaría allí, en aquel aparcamiento, esta noche?

—Porque anoche soñé contigo, con tu historia, con tus sueños, con que estarías precisamente en ese lugar exacto junto al club de striptease… Soñé con esta cala en penumbras, con esta conversación… En los sueños hay cosas a las que no podrás hallar explicación, quizás hasta que no estés suficientemente preparada. En otras jamás podrás hallarla… En ocasiones verás con tus propios ojos lo que ellos han sentido, ni siquiera lo que realmente vieron; si por ejemplo un espíritu fue atacado por alguien que para él era tan malvado como el mismísimo demonio, tú verás en tu sueño que es atacado por el demonio, sin que realmente fuese así. —Eso otorgaba sentido a la máscara con que Maite Mendoza veía a su padre en mis sueños, la máscara de las películas que tanto la aterrorizaban, reflexioné—. Es complicado, pero te acostumbrarás.

—¿Y no hay forma de detenerlo? ¿De pararlo?

—Las drogas alteran tu percepción, un poco de «maría» y alcohol pueden hacer que no sueñes. Pero no hay modo de pararlo si no estás colocado o borracho —aseguró. Recogió un pequeño guijarro y lo arrojó al mar. Yo me abracé las rodillas contra el pecho, aquella chaqueta conservaba su olor, un olor masculino mezclado con algún tipo de perfume amaderado—. Bueno, hay uno: morir del todo. Completar la unión con esa pequeña parte de ti que quedó al otro lado, dejando abierta la puerta de comunicación con el mundo espiritual. Pero me gustaría que entendieses que esto que te está pasando no es una maldición, sino todo lo contrario, es tu oportunidad de ayudar a los demás, a gente que lo necesita; a uno y otro lado de la vida que conocemos. Yo tardé en entenderlo y por eso estuve a punto de acabar en un psiquiátrico. Por eso he venido en moto desde Valencia, por eso no quería perder la oportunidad de estar contigo aquí hoy. Porque me gustaría que alguien lo hubiese hecho por mí, que me hubiese dicho que no era el único, que no estaba loco… Y contarte que desde que me sucedió aquello mi vida ha cambiado para mejor. Fue algo que me sirvió para darme cuenta de que estaba desperdiciándola. Conocer a tantas y tantas personas que perdieron su oportunidad sin remedio me ha hecho querer hacer algo con la mía: ayudar a los demás. Al fin y al cabo, sé que no moriré hasta cumplidos los cincuenta.

—¿Hablas en serio? ¿Sabes cuándo vas a morir?

—Sí, a veces puedes hacerles preguntas, pero debes estar segura de que quieres saber las respuestas. Por cierto, en mi sueño nos enrollábamos aquí, en esta playa —dijo, y me guiñó uno de sus bonitos ojos verdes antes de reírse.

Me miré los pies, las botas militares salpicadas de arena, sonrojada. Por suerte, la oscuridad reinante camufló mi rubor.

—¿Ves? A veces las predicciones fallan —aseguró burlón, incorporándose. Y me ofreció su mano para levantarme. La tomé, notando su tacto helado. Bruno tiró de mí, levantándome muy cerca de su cuerpo. Me observó con detenimiento, sin soltarme la mano, y comenzó a acariciarla con el pulgar arriba y abajo—. Sé que has sufrido mucho… suficiente para esta vida. Pero hay alguien que me ha pedido que te diga que lo estás haciendo muy bien… pequeña Lulú. Una persona que está muy, pero muy orgullosa de ti —dijo, sorprendiéndome.

Aquel joven desconocido sabía cosas de mí que jamás había contado a nadie, cosas que aún dolían mucho. Me sentí emocionalmente desnuda ante él. Tomó entonces mi otra mano y las apretó contra su pecho. Toda la piel se me había erizado con solo oír aquella palabra: Lulú, La pequeña Lulú. Mis dibujos favoritos de la primera infancia, el apelativo cariñoso con que me llamaba la abuela, el que había adoptado como firma para mi carrera de mangaka en un secreto homenaje a ella. Cerré los ojos y la sentí, justo allí, a mi lado. Rompí a llorar, asida a las manos de Bruno, deshecha.

—Dice que no debes mortificarte por haber ingresado a tu madre en ese centro, solo hiciste lo que debías y ella está muy bien atendida. Que debes continuar haciéndolo igual de bien, que eres una mujer muy fuerte, demasiado para tu edad, y que te quiere muchísimo y está muy, pero que muy orgullosa de ti…

—Abuela… —balbuceé tragando las lágrimas que resbalaban por mis mejillas y empapaban mis labios. Abrí los ojos buscándola—. ¿Tú puedes verla? ¿Por qué yo no puedo?

—Es muy pronto aún, Carla. Con el tiempo lo conseguirás, podrás verla. Pero solo si ella quiere. Son ellos quienes contactan con nosotros. Ellos eligen el momento y el lugar para acceder a nosotros desde el mundo espiritual.

—Dile que la quiero… Que les quiero…

—Díselo tú misma, puede oírte.

—¡Te quiero abuela! ¡Os quiero a ti y al abuelo! Me hacéis tanta falta… —exclamé al aire calmo de la noche, a la sensación de hormigueo de mi piel, a mis seres queridos al otro lado del abismo. Bruno sonrió y bajó la mirada—. ¿Qué te ha dicho?

—Dice que… —carraspeó—. Y te advierto de que cito literalmente: «Cariño, deja de darte revolcones con el mulato, que no te llevan a ninguna parte. Y busca un novio como Dios manda». —En efecto, ahí estaba el matiz, el tono, la forma de expresarse de la abuela. Lejos de abochornarme, rompí a reír y llorar a la vez. Por la emoción de poder volver a comunicarme con ella, de sentir que no la había perdido, al menos no del todo, y por la ternura que me producía que aún desde el Más Allá ella continuase tratando de enderezar mi maltrecha vida—. Y ahora se despide volviendo a repetir que están muy orgullosos de ti, «Lulú».

—¡Gracias, abuela, te quiero, os quiero!

Bruno me abrazó y sobre su pecho descargué un torrente de lágrimas, de tensiones aliviadas, de mensajes entregados… Hasta que lentamente fui capaz de calmarme y volver a articular palabra. Apartándome, limpié mis mejillas con las palmas de las manos de las lágrimas ennegrecidas por el rímel.

—Muchas gracias, Bruno.

—Carla, piensa en esta sensación. Piensa en lo que estás sintiendo ahora mismo y dime si no serías una egoísta si privases de ella, de esta paz, a quienes te rodean.

—Bruno, pero yo he visto dos asesinatos y es… es horrible…

—Nadie dijo que sería fácil regresar de la muerte con este don, pero ahora lo tenemos y debemos responsabilizarnos de él. En tu mano está lo que hagas con él, solo en tu mano… ¿Nos vamos?

—Sí.

Tardamos treinta minutos en llegar a la urbanización de Eric, a toda velocidad por las calles desiertas a aquella hora de la madrugada. Afortunadamente, Bruno sabía exactamente dónde tenía que llevarme gracias a su GPF (con F de fantasma). Si mi raquítico sentido de la orientación hubiese sido necesario, podríamos haber acabado en la Toscana, atravesando el Mediterráneo. Aparcamos justo frente a la negra cancela de forja de la vivienda del subinspector.

—Gracias por el paseo —dije bajando de la motocicleta, complacida. Me deshice de la gruesa cazadora de algodón, entregándosela. Bruno sonrió mientras se la ponía.

—Hummm, lleva tu olor, un buen aroma para dormir ahora…

Me acerqué y le besé en la mejilla.

—Gracias por todo lo que me has enseñado esta noche, Bruno.

—Ha sido un placer… Tu abuela llevaba dos noches sin permitirme pegar ojo insistiendo en que tenía que conocerte y hablarte de nuestro don.

—Ella es así.

—Llámame, para cualquier cosa que necesites, a cualquier hora, siempre estaré para ti —dijo y acto seguido me dio su número de móvil, que grabé en la agenda de mi práctico iPhone—. Cuídate, disfruta de la vida, y recuerda que, al final, es preferible arrepentirse de lo que has hecho que de lo que no te atreviste a hacer.

Sabio consejo, pensé mientras oía el rugido del motor alejándose.

Empujé la cancela, que cedió, Eric debía de haberla dejado abierta. Crucé el patio y llamé a la puerta con los nudillos, mientras mentalmente me repetía las palabras de Bruno. «Arrepentirse de lo que has hecho, no de lo que no te atreviste a hacer». Sentía una emoción inexplicable palpitando en mitad del pecho. Ansiaba ver a Eric, necesitaba enfrentar sus ojos. Su expresión de desconcierto en el aparcamiento del club acudió a mi mente una vez más.

¿Estaría enfadado conmigo?

Probablemente. Mucho.