21

Señorita sonrojos

—¿Cómo se llama el antro en que trabaja ahora Antonio? —preguntó Eric poniendo el coche en marcha.

—No es un antro. Es un club. Club X-perience.

—¿El X-perience? ¿Ese tipo trabaja ahora en el X-perience?

—Sí, eso me ha dicho el barman. Dice que Antonio ha cambiado mucho… ¿Qué pasa con ese club?

—Es un local de striptease masculino. El más famoso de toda la isla, el local de moda entre las extranjeras del norte de Europa de entre veinte y sesenta años que vienen a la isla buscando… bueno, ya te lo puedes imaginar.

—¿Sexo? —Podía decirlo, aquella palabra no estaba prohibida.

—Lujuria, sería más exacto.

—Bueno, pues qué le vamos a hacer… Si te soy sincera, preferiría que ese Antonio estuviese trabajando de camarero en un bar de jubilados, pero si está en un club de striptease, pues tendremos que ir. Le busco e intento hablar con él…

—No estoy seguro de que dejen entrar hombres en el X-perience.

—Bueno, eso es un problema. A ver, déjame pensar… A hombres heteros probablemente no, pero si finges un poco de pluma

—¿Un poco de qué? ¿Qué acabas de insinuar exactamente, Carla?

—Pues sí, no te asustes tanto, no es nada malo. Imagino que alguna vez habrás tenido que infiltrarte para uno de tus casos, meterte en algún personaje o algo… Yo podría delinearte los ojos con kohl negro, y tú pues no sé, te mueves o hablas como…

—Hagámonos la cuenta de que esta parte de la conversación no se ha producido, desde el principio, ¿de acuerdo? —dijo muy serio, molesto con mi sugerencia—. Vamos al X-perience y ya veremos si me dejan pasar o no.

—¿Sin kohl?

—Sin kohl.

Solo diez minutos por carretera nos separaban del, al parecer famosísimo en toda Europa, Club X-perience, situado en la cercana localidad de Magalluf.

Era un recinto grande, de una sola planta, con una amplia fachada blanca sin ventanas sobre la que resplandecían coloridas letras de neón rosas y azules en las que se leía: «X-perience, enjoy and shut up» (algo así como «disfruta y calla»). Estaba situado en una zona excepcional, sobre un pequeño acantilado desde el que se divisaba el mar. Toda la explanada estaba rodeada por un muro de metro y medio de altura que se cerraba con una puerta corredera, una puerta que permanecía abierta entonces.

Aparcamos junto a una de las varias hileras de coches. Sin embargo, la puerta del local estaba vacía, a excepción de un par de grupos de chicas que fumaban en el exterior. Eran bastante jóvenes y atractivas. Me pregunté qué las llevaría a pagar por ver a hombres desnudarse.

Al abrir la puerta de vidrio nos encontramos con un joven de cabello castaño, que solo llevaba una pajarita y un pantalón negro.

Good night

—En español, por favor —le interrumpió Eric con un gesto mucho más serio que de costumbre.

—Ah, españoles… Buenas noches, señores, bienvenidos al Club X-perience, donde todo es posible —repitió como una manida cantinela sin borrar la amplia sonrisa que dividía en dos su rostro lampiño—. El espectáculo ha comenzado, pero aún quedan muchas actuaciones. Así que si lo desean…

—Lo deseamos, ¿verdad? —dije mirando a mi acompañante, que no podía estar un ápice más serio y hosco. Asintió, sin decir palabra.

—¿Desean cenar también?

—No, no, ya hemos cenado.

—Bien, entonces, la señora pagará veinte euros, y el caballero cincuenta.

—¿Cincuenta? ¿Y eso por qué? —protestó Eric.

—Y además debe dejar en depósito su DNI, que le devolveremos a la salida, por supuesto. El Club X-perience es un local innovador, en el que admitimos a todo tipo de público, hombres y mujeres, aunque nuestros shows en principio están dirigidos al público femenino, y este es nuestro modo de asegurarnos de que los caballeros vienen a ver el espectáculo y no a montar uno —dijo sin borrar la sonrisa estática que resplandecía en su rostro de posadolescente. A saber los centenares de veces que habría repetido aquella cantinela.

Eric me dedicó una mirada cargada de furor antes de sacar la cartera y pagar, entregando su documento con tan poca determinación, que el recepcionista prácticamente tuvo que arrancárselo de las manos.

Segundos después nos acompañó al interior del local. La música era ensordecedora, pero más aún lo eran las mujeres que fuera de sí gritaban y saltaban, piropeando como auténticas camioneras, imaginaba por su actitud, pues no entendía el idioma en que vociferaban, a un chico que se desnudaba sobre el escenario deshaciéndose de un mono azul de obrero.

Por un momento temí que alguna de ellas se volviese hacia nosotros, descubriese a Eric como único espécimen masculino a su alcance y le devorasen entre todas como una bandada de buitres leonados. Pero pronto distinguí a otro par de hombres en el local, rondando la cincuentena, encorbatados, muy elegantes, cenando sentados a una mesa, acompañados por dos señoras de aproximadamente su edad e igualmente engalanadas para la ocasión.

—Pueden pedir bailes privados, individuales o en pareja. Allí, en los reservados —dijo el joven de la pajarita señalando unas cortinas que ocultaban la entrada a las salas privadas, a ambos lados del escenario—. El precio es desde cuarenta euros por canción y está prohibido tocar a los chicos. Que disfruten su estancia en el Club X-perience —nos deseó antes de regresar a la entrada.

—De veras que no sé cómo has podido convencerme de venir aquí —bufó Eric—. Espero no encontrarme con ninguna conocida…

—No protestes más, ya estamos dentro y es lo que importa. Y además, mira, no eres el único —advertí indicando hacia las dos parejas que cenaban mientras el espectáculo proseguía.

—Sí, claro, eso me deja mucho más tranquilo.

—Voy a preguntarles a los camareros si conocen a Antonio.

Jamás había estado en un local de striptease, pero aquel era un recinto muy amplio. El escenario se hallaba al fondo, los strippers salían por un lateral y se marchaban por el otro después de hacer su espectáculo, recibiendo los billetes con que les agasajaban por el camino. Un locutor, desde la cabina del disc-jockey, se encargaba de presentar a cada uno de los bailarines, así como de narrar lo que hacían a las desenfrenadas voluntarias que subían al escenario. En una zona más alejada a media altura había varias mesas a las que camareros escasamente uniformados servían platos de contenido erótico, según pude ver en sus bandejas al pasar por su lado.

Había una chica que debía de estar en su despedida de soltera, con el característico velo con pene de peluche incorporado, a la que el«obrero» le estaba abrillantando el departamento trasero. Parecía que las mallas verdes saldrían ardiendo en cualquier instante por la fricción.

Lo cierto es que me producía bastante bochorno contemplar todo aquello, sobre todo contemplarlo junto a Eric, quien, aunque trataba de fingir naturalidad, profesionalidad y temple, parecía inmerso en un tanque de medusas, visiblemente incómodo.

Yo oteaba en derredor en busca de Antonio. Miraba a todos y cada uno de los camareros pero no le distinguía. No era sencillo distinguir rostros entre los juegos de luces y tanta fémina inquieta e hiperexcitada.

Detuve a uno que llevaba un plato con una enorme salchicha con dos bolas de puré de patatas en su bandeja plateada.

—Disculpa, ¿Antonio está por aquí? —le pregunté.

—¿Quién es Antonio?

—¿No hay un camarero que se llama Antonio?

El joven negó con la cabeza y yo sentí ganas de patalear de rabia como una niña pequeña. Pero ¿acaso aquel rubio platino de la discoteca se había burlado de mí? ¿Me había visto cara de amargada y había decidido alegrarme la noche enviándome a aquel club? ¿O era que a Antonio le duraban los trabajos menos que a sus compañeros la ropa?

—No conoce a ningún Antonio —dije a Eric, dispuesta a rendirme cuando el presentador comenzaba a destacar las cualidades de un nuevo stripper que muy pronto ocuparía el escenario, mientras el «obrero», nuevamente vestido con casco incluido, descendía del escenario por una de las dos escaleras laterales.

Observé cómo la chica del velo de novia se le aproximaba de nuevo y le decía algo al oído. Después ambos entraron en uno de los reservados, separados únicamente del salón principal por cortinillas de PVC con purpurinas de colores.

—Es sexy, es un caballero, es el que os trae a todas locas —decía el presentador en inglés y después en lo que debía ser alemán y por último en español—. Es nuestro gentleman… ¡¡Es… Tony!!

Y a esa presentación siguió un considerable griterío femenino. Las mujeres saltaban como las palomitas en una sartén, absolutamente entregadas, y vitoreaban cosas ininteligibles. Cuando al fin el nuevo stripper salió al escenario no pude dar crédito a mis ojos. Tony era Antonio. Antonio era Tony. Los años habían pasado por sus facciones de un modo agradecido, aquel chico de aspecto jovial e incluso tímido que yo había visto apenas unas horas antes en los recuerdos de Ilke se había esfumado. Unas sensuales canas plateaban sus sienes, así como su barba perfectamente perfilada, a pesar de que no aparentaba más de treinta años. Vestía un elegante chaqué negro con sombrero de copa del mismo color.

—Es él.

—¿El stripper? ¿Estás segura?

—Sí, sí, es él, completamente segura —afirmé caminando hacia el escenario, mientras Eric seguía mis pasos.

Antonio o Tony, como se hacía llamar entonces, se deshacía lentamente de la bufanda blanca que llevaba al cuello, con la habilidad y desenvoltura de quien lo ha hecho un millar de veces. Subió a una de las muchas voluntarias que se ofrecían al escenario y danzó para ella en exclusiva, para regocijo de la concurrencia al ritmo de «Strangers in the Night», de Sinatra.

—Esto es una aberración, utilizar a Sinatra para esto —susurró Eric a mi oído con un punto de escándalo en la voz.

Pero para mí lo realmente sorprendente era la expresión de Antonio/Tony. En sus ojos no quedaba un solo rastro del halo de inocencia y pudor que enternecían a Ilke. Tony parecía un hombre seguro de sí mismo, de su gran atractivo, y además tenía allí una legión de seguidoras para reconfirmárselo. Poco a poco las prendas iban desapareciendo y la carne resurgía, haciéndome sentir una auténtica mojigata por lo violenta que me resultaba la escena.

Cuando al fin el espectáculo del supuesto gentleman hubo terminado, este se dispuso a vestirse tras las cortinas antes de bajar las escaleras, como había hecho su predecesor. Me dirigí directa hacia la escalinata.

—¿Se puede saber qué pretendes? —me preguntó Eric alcanzándome.

—Le voy a pedir un baile privado.

—¿Quéee? ¿Te has vuelto loca de remate?

—Sí, por supuesto… ¡¿Cómo pretendes que hable con él si no?!

—No vas a meterte ahí dentro con ese tipo.

—Sí, claro que lo voy a hacer, no hemos venido hasta aquí para nada. Voy a meterme ahí dentro y voy a comprobar si Ilke tiene algo más que enseñarme. No te preocupes, no voy a dejar que se desnude y mucho menos que me toque.

—Pues entraré contigo.

—Ni se te ocurra. No creo que me diga una sola palabra si te ve a mi lado. —La sola idea me ruborizaba. Ya me resultaba suficiente mal trago, con mi consabida alergia al contacto físico, introducirme en aquel habitáculo con un chico desconocido cuya intención inicial sería desvestirse para mí, pero al que pensaba detener en seco, como para además hacerlo en compañía de Eric.

—¿Y si es él? ¿No lo has pensado? ¿Y si Ilke no te ha mostrado su rostro por casualidad? ¿Y si es su asesino? —susurró.

—No lo es.

—¿Cómo puedes asegurarlo?

—Porque Antonio estaba hecho un enclenque cuando Ilke lo conoció, y el tipo que la mató era muy corpulento. Quédate justo al otro lado de la cortina si eso te tranquiliza. Gritaré si trata de hacerme algo —dije mientras Antonio comenzaba a bajar la escalera. Había varias chicas esperándole, pero para quitarme el puesto tendrían que pasar por encima de mi cadáver. Me situé delante de todas ellas a empujones—. Hola, Tony, ¿bailas para mí? —le dije con una sonrisa mostrándole un billete de cincuenta euros, mientras por dentro sentía ganas de echar a correr y no detenerme hasta llegar a casa, a lo Forrest Gump.

Tony sonrió y, tras hacerme un gesto para que le siguiese, se dirigió hacia un reservado. Caminé tras él, dedicando una última mirada a Eric, que se dispuso a seguirnos con disimulo.

Era un habitáculo pequeño, de pocos metros cuadrados, con un sillón rosa fucsia con remates dorados y una mesilla central. Tony, muy caballeroso en su papel, me invitó a pasar primero, mirándome con una sobreactuada lujuria de cartón piedra. Me tranquilizó percibir la silueta de Eric tras la cortina.

—Primero el dinero, nena —dijo mientras se deshacía de nuevo el nudo de la pajarita.

Saqué el billete que apretaba en el bolsillo. No sabía qué me incomodaba más, si estar allí metida con un tipo que pretendía desnudarse para mí o soltar cincuenta euros así porque sí.

—Toma, y no necesito que te quites nada más.

—¿Cómo?

—Que no necesito que te quites la ropa. Solo quiero hablar…

—Sabes que solo tienes una canción, ¿no? —me recordó, guardando el lazo de la pajarita en uno de los bolsillos de su chaqué.

—Lo sé y es más que suficiente. Antonio… Tony, he venido a decirte que… En fin, alguien me dijo algo sobre ti hace muchos años… Todo este tiempo no he parado de darle vueltas, pensando que deberías saberlo, pero hasta ahora no me había decidido a contártelo… —Lancé el anzuelo y comencé a recoger el sedal, esperando que aquel blackbass de ojos castaños que me observaba perplejo mordiese el señuelo.

—¿Qué? ¿Para contarme qué?

—Me llamo Gemma y soy, bueno, era… amiga de Ilke.

Esperé su reacción al oír aquel nombre, que llegó presta: casi se cae al suelo. Se derrumbó sobre el sillón de estampado fucsia, a mi lado.

—¿Eras amiga de Ilke?

—Sí. Tú también, ¿verdad?

Pensé que si le tocaba quizá podría ver algo en mi cabeza, pero no imaginaba el modo de hacerlo con naturalidad. Así que posé una mano sobre su hombro, como si pretendiese calmarle, con un movimiento absolutamente ortopédico. Y no pude ver nada más allá que sus coquetos ojos castaños antes de retirar la mano como si quemase. Mi gozo en un pozo.

—Pobrecilla… Yo estaba loco por ella.

—Y ella estaba loca por un capullo que la hacía sufrir —aventuré y Antonio asintió con la mirada abstraída—. Nunca me lo presentó…

—A mí tampoco, no le gustaba hablar del tema. El tipo estaba casado y tenía un crío…

—¿Nunca lo viste?

—Nunca. Ni una sola vez.

—Yo tampoco, a pesar de que me moría de curiosidad.

—Dejé de verla cuando se marchó de la discoteca, le ofrecieron mucho más dinero en la que trabajaba el cabrón ese que la mató y ya apenas nos cruzamos un par de veces por Magalluf —dijo con gran pesar. El cabrón que la mató: Mateo Ferreti, o eso creía él—. Parece mentira que vayan a cumplirse cinco años de su muerte… ¿Y dices que ella te dijo algo sobre mí?

Ooops. Mala idea. Muy mala, a ver cómo salía de aquella. Piensa rápido, Carla.

—¿Recuerdas la noche que te cortaste con una botella de champán de mil euros? —pregunté con una sonrisa, y él enarcó una ceja, asintiendo desconcertado. Había averiguado el precio de la botella investigando la marca con mi iPhone durante el silente trayecto hacia la freiduría en la que habíamos cenado, por si me servía de algo saberlo—. Bueno, pues esa noche Ilke y yo hablamos por teléfono, me dijo que sabía que tú estabas loco por ella y que si pudiese elegir enamorarse del hombre perfecto, sin duda ese serías tú —mentí. Menuda trola.

—¿Eso te dijo?

—Sí, sé que ahora no sirve para nada, pero claro, he pensado que si ella era tan importante para ti, te gustaría saberlo aunque fuese después de tantos años…

—Sí, claro que me agrada saberlo.

—Yo lo he sabido todos estos años y me sentía mal por no decírtelo, porque ella siempre decía que tú tratabas de cuidarla, que eras muy dulce… —Vale, Antonio podía pensar que me faltaba un tornillo por ir a verle para contarle algo tan pánfilo como aquello, pero yo había conseguido mi objetivo, que era tocarlo, sin ninguna intención libidinosa, para comprobar si Ilke tenía algo más que decirme a su través. Por desgracia no era así. Y ahora solo deseaba obtener de Antonio, de Tony o de ambos, algún tipo de información útil para el caso.

—Yo me moría por ella, me levantaba y me acostaba pensando en ella. Pero era demasiado bueno…

—Quizá demasiado buen tío para ella, a ella siempre le gustaron los tipos que no le convenían.

—Ojalá pudiese verme ahora. Ojalá tuviese la oportunidad de volver a encontrármela ahora… Sería todo tan distinto… Bueno, Gemma, la canción se termina y tengo que seguir trabajando. Toma —dijo devolviéndome el billete, que regresó a mi bolsillo raudo cual centella—. Ha sido un placer conocerte, gracias por venir. Me ha encantado saber que alguien más aún echa de menos a Ilke, cinco años después.

—Lo mismo digo, Antonio, un placer.

Un camino a ninguna parte, eso había sido aquella incursión en la noche mallorquina. Conversar con Antonio no había añadido nada a lo que ya sabía. Excepto una cosa: que aquel tipo, su asesino, además de estar casado tenía un hijo. Seguí los pasos del stripper fuera del reservado sintiendo cómo la sensación de fracaso absoluto caía plomiza sobre mis hombros.

Eric me miraba con atención. Negué con la cabeza, haciéndole saber que mi conversación con el gentleman no había servido para nada.

Caminamos hacia la salida mientras todos los empleados y asistentes del local se hallaban inmersos en el gran baile que daba inicio a la segunda parte del espectáculo. El recepcionista no se hallaba en su puesto en el atril.

—¿Algo nuevo?

—Prácticamente nada. Solo que el tipo, además de estar casado, tenía un hijo, pero nada más… Me duelen los pies, estoy cansada. Te espero fuera, en el coche, ¿vale?

—Está bien, voy a ver si localizo al tipo ese para que me devuelva el DNI y enseguida estoy ahí.

Y salí fuera, percibiendo el aire fresco de la noche como un auténtico bálsamo. Estaba agotada, había sido un día demasiado largo. Habíamos visitado una playa, unas salinas, una discoteca y un club de striptease; había salido más desde que llegué a Palma que en los últimos seis meses.

Si algún día contaba algo de aquello a Virginia jamás me creería, yo, la «señorita sonrojos», como me llamaba, viendo a hombres despelotarse ante mis ojos, no era propio de mí. Y entrar con uno de ellos en un reservado… eso la haría llevarse las manos a la cabeza escandalizada.

Comprobaba la hora en mi iPhone, las dos y media de la mañana, junto al vehículo, cuando alguien me agarró del brazo. Me volví zafándome con brusquedad, y vi que se trataba de un chico joven, de piel tostada. Apenas distinguía su rostro pues llevaba una gorra azul eléctrico, cubierta a su vez por la capucha de la chaqueta de un chándal de marca con cremallera.

—Buenas noches, Carla.

—¿Cómo sabes mi nombre?

—Sé muchas cosas de ti —dijo alzando levemente el rostro, permitiéndome ver sus ojos, de un verde intenso, casi sobrenaturales, a la leve luz del alumbrado exterior del aparcamiento—. Me las han contado ellos.

—¿Qué? ¿Ellos…? ¿Quiénes?

—Ven —pidió, y comenzó a caminar entre los coches. Yo sentí un escalofrío, seguido de un impulso irrefrenable de seguir sus pasos. Un impulso irracional que fui incapaz de contener.

El chico se movía deprisa, yo caminaba entre los coches tras él, tratando de darle alcance, de no perderlo de vista. Había cubos de basura y coches de empresa con la publicidad del club. Un par de altas farolas iluminaban lo suficiente como para no tropezar. Y allí, con la espalda apoyada en la pared estaba el chico de la gorra azul, encendiendo un cigarrillo.

Al acercarme, el olor me dijo que no se trataba de un cigarrillo corriente, sino de un porro. Me lo ofreció en silencio. Yo nunca había dado una calada a un porro, pero creía tener suficiente droga en el cuerpo con las sobredosis de hormonas de las que me había impregnado en aquel club.

El ascua del pitillo resplandecía rojiza entre sus labios.

—¿Cómo sabes mi nombre?

—Ya te lo he dicho, me lo han contado ellos.

—¿Quiénes son ellos?

—Los espíritus —dijo, convirtiéndome en una estatua de hielo a su lado. Tuve que apoyarme contra la pared para no caer redonda—. Me dijeron que esta noche estarías aquí y he venido a conocerte —aseguró bajando la capucha hacia atrás, sacándose la gorra para que pudiese verle la cara—. Me llamo Bruno.

Bruno tenía los ojos almendrados, sus labios eran gruesos, su nariz fina y ligeramente respingona y llevaba el cabello castaño muy corto. Volvió a colocarse la gorra y a dar otra calada al porro.

—¿Tú puedes verlos?

—Sí, claro. Los veo y oigo todo el tiempo. Esto hace que se callen un poco —afirmó mostrándome el porro entre sus dedos—. A veces molestan, otras no tanto, te acostumbrarás.

—Yo no quiero acostumbrarme… Yo quiero que desaparezcan de mi vida.

—No desaparecerán, Carla, jamás lo harán. Al contrario, los sueños irán incrementándose día a día. Tú eres su única posibilidad de hallar la paz y no dejarán de acudir a ti, nunca… Imagina que tu familia está sufriendo por tu muerte y tienes algún modo de aliviar su sufrimiento, ¿no lo harías?, ¿no acudirías en busca de quien pueda ayudarte?

—Supongo —asentí atormentada, entendiendo que tenía razón, toda la razón—. Pero ¿por qué los veo?, ¿por qué puedes verlos tú?

—Moriste. Un río, ¿cierto? —dijo mirándome fijamente, y di un paso más hacia él. Hablaba en voz baja, el hormigón de la pared retumbaba con la música del interior del club.

—Estuve a punto de morir. ¿Cómo puedes saberlo?

—Me lo han dicho ellos, ¿es que no me escuchas? Moriste. Cruzaste al otro lado, viste la luz, sentiste la paz… Pero alguien te trajo de vuelta en el momento preciso. Yo morí de una sobredosis de cocaína, estuve dos minutos muerto hasta que un puto desfibrilador me reanimó. Desde entonces mi vida no ha sido la misma. Al igual que en tu caso, primero comenzaron los sueños, sueltos al principio, y después fueron intensificándose, hasta parecer prácticamente reales, y posteriormente llegaron las visiones…

—¿Visiones?

—Sí, con los ojos abiertos. Y ahora puedo verlos a nuestro alrededor —aseguró, lo que me hizo otear espeluznada en derredor—. Tienes mucho que aprender, yo tuve que apañármelas solo… Mañana vuelvo a Valencia pero estoy dispuesto a contarte todo lo que sé, todo, ahora —añadió dando el paso que nos separaba, alzando una mano hacia mí. Yo di un paso hacia atrás, desconfiada—. Tranquila, déjame mostrarte algo —pidió posando su mano en mi frente, despacio.

Y entonces comenzaron a pasar por mi cabeza imágenes, cientos de ellas, flashes en los que aparecía Bruno. Sueños, pesadillas, similares a los míos, pero también familias que le abrazaban, que le agradecían su ayuda. Visiones, apariciones, invocaciones…

Alguien se acercaba corriendo. Oímos sus pasos sobre la grava. Bruno se apartó de mí, regresando a su lugar apoyado en la pared, dando caladas a su porro sin importarle quién pudiese llegar.

Era Eric, agitado, nervioso. Irrumpió entre los contenedores metálicos como un elefante en una cacharrería. Sus ojos reflejaron un profundo alivio al encontrarme.

—Estás aquí, ¡joder! ¡He llegado al coche y ya no estabas, no puedes desaparecer así!

—Tranquilo, estoy bien.

—Vámonos —pidió Bruno, arrojando al suelo la colilla, que rebotó contra el neumático de un vehículo, y echó a andar hacia una motocicleta de carreras que había aparcada tras los coches. Eric se apartó de mí para distinguir quién me hablaba, sus ojos lo escrutaron y sus entrenadas pituitarias dieron buena cuenta del inconfundible aroma que nos envolvía.

—¿Quién es ese tipo?

—Tranquilo…

—Carla, ¿vienes o te quedas? —preguntó Bruno arrancando la moto, y yo comencé a caminar hacia él de espaldas.

—Eric, tranquilo…

—¿Le conoces?

—No. Bueno… es complicado, confía en mí —pedí, y me volví dándole la espalda, pero él me alcanzó y me retuvo por el brazo.

—¿Vas a largarte con un tío drogado al que no conoces?

—Tengo que ir con él, Eric, no va a pasarme nada malo, te lo aseguro —dije, pero él no parecía dispuesto a permitir que me marchara con aquel joven—. Suéltame, Eric.

—¿Estás loca? No lo consentiré.

—¡Suéltame! Suéltame o gritaré, Eric. ¿Es que te crees mi dueño? Quiero ir con él y no tienes ningún derecho a impedírmelo, no soy una niña —le espeté, tratando de zafarme de su presa.

La moto de Bruno rugió ansiosa de kilómetros, los que debían alejarnos de aquel lugar. Entonces Eric me obedeció. Sus manos me liberaron como si dejasen caer un peso muerto sobre un acantilado.

Pero mi mayor temor era que Bruno desapareciese junto con las respuestas que yo necesitaba. Así que eché a correr y monté de un salto en la motocicleta. Un estupefacto subinspector de policía se quedó inmóvil entre los contenedores de basura de un club de striptease, mientras desaparecíamos a toda velocidad.