20

Las hermanas Zapatilla

Volví a mirarme en el espejo antes de abandonar la habitación. Ningún portero de discoteca se atrevería a dejar fuera a aquella joven de incendiarios labios rojos y ojos delineados de un negro intensísimo. Estaba segura de ello. Sonreí y bajé las escaleras en busca de mi acompañante.

Eric estaba ordenando ensimismado varios documentos esparcidos sobre la mesa del comedor. En cuanto me oyó, se volvió y se quedó observándome como hipnotizado. Era justo la reacción que esperaba.

Me había embutido en un ajustadísimo corpiño rojo forrado de un elaborado encaje negro y escote en forma de corazón que realzaba mi voluminoso pecho, cortando tanto mi respiración como la de cualquier posible interlocutor masculino. Había elegido una coqueta minifalda de frondoso tul negro y recogido mi cabello en un moño alto. En los pies relucían, limpias y lustrosas, mis botas militares anudadas hasta arriba.

—¿Crees que me permitirán la entrada? —A Eric se le cayeron los documentos de las manos, se agachó para recogerlos sin dejar de mirarme y al incorporarse se golpeó en la cabeza con el tablero de la mesa—. Supongo que eso es un sí —dije pagada de mí misma—. ¿Nos vamos o pedimos comida? No pienso salir con el estómago vacío, a no ser que pretendas emborracharme con intenciones deshonestas.

—Comemos fuera —dijo cabeceando, masajeándose la zona occipital derecha, lugar del golpe con la mesa, tratando de disimular lo impresionado que estaba por mi aspecto. Jamás podría imaginarse cuánto me complacía que fuese así, que me mirase como un hombre mira a una mujer.

Sin embargo, al contrario de lo que cualquier mente humana con un mínimo de lógica hubiese esperado, Eric apenas cruzó dos palabras conmigo. Ni volvió a mirarme siquiera durante el trayecto en coche hasta el cercano pueblo de Palmanova, donde aparcamos frente a una freiduría, a excepción de un par de furtivos vistazos a mis muslos desnudos bajo la escueta falda mientras acomodaba el espejo retrovisor.

Sentí que me ignoraba, que me rehuía, como si tuviese la lepra. Y no podía entenderlo. ¿Cómo? ¿Cómo podía pasar en diez minutos de mirarme hipnotizado a ignorarme con la vista perdida en el infinito mientras conducía, fingiendo que no estaba allí, sentada a su lado?

Algún alma caritativa tendría que proporcionarme un manual sobre cómo entender el comportamiento masculino, porque andaba más perdida que un piojo en una peluca.

No es que me hubiese abalanzado a sus brazos, enredado a su cuello o tratado de seducirle con mis impías armas de mujer. Bueno, quizá solo un poco, pero con disimulo. Pero aquel cambio en su actitud había terminado de descolocarme por completo.

Eric estaba serio, distante, parecía incluso enfadado. Y así fue cómo cenamos: como dos frailes en pleno voto de silencio, sin mediar palabra. Mi acompañante permanecía inmerso en una especie de catarsis interior, de reencuentro consigo mismo. Y su actitud no podía incomodarme más.

¿Acaso Eric y el subinspector Serra eran mi versión del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, quien en una tarde pasaba de divertirse conmigo, burlándose de mis conocimientos musicales y mis «patadas a la historia», de pedirme que cantara con la única intención de reírse de mí, a ignorarme por completo?

Y como, según dicen, las penas con pan son menos, me consolé dando buena cuenta de mi plato de rabas de calamar y dorada al horno con patatas. Estaban deliciosas y no tenían la culpa de que mi compañero de mantel anduviese por el mundo desconcertando a jóvenes médiums punks con sus inexplicables cambios de humor.

Yo no le había hecho nada para que estuviese enfadado conmigo, si es que lo estaba, y sin embargo carecía del arrojo suficiente para preguntárselo a la cara.

En cuanto terminé con mi pescado, me levanté de mi asiento, dejando la servilleta sobre la mesa.

—Ahora mismo vuelvo —le dije.

Él me miró un instante, y regresó a su plato sin decir nada. Fui al baño y de regreso pagué la cuenta en la barra.

—En cuanto termines nos vamos, ya he pagado.

—¿Y por qué lo has hecho? —refunfuñó.

Comenzaba a cansarme de aquella actitud sin el menor sentido.

—Porque no soy una mantenida, ¿vale? No lo he sido en mi vida y no voy a comenzar ahora. Tú has pagado el avión y has puesto la casa, así que yo pago esta noche, ¿estamos?

Eric sonrió, sorprendiéndome. Esperaba que protestase y al fin mencionara aquello que estaba disgustándole de mi parte.

—Yo no pagué el avión, lo hizo mi jefe.

—Pues recuérdame que le lleve una ensaimada de regalo —bufé molesta, cruzándome de brazos y ansiando que diese por concluida su cena, como así hizo.

En apenas cinco minutos llegamos a la discoteca BM. Durante el trayecto en coche las cosas se relajaron un poco, él me miró fugazmente y sonrió en un par de ocasiones mientras yo fingía estar molesta por su actitud. Aunque en realidad no lo estaba, o no lo suficiente como para enfadarme.

La Beat Mallorca era un recinto inmenso, una gigantesca nave industrial reconvertida en centro de ocio. Con paredes de bloques de hormigón pintados de gris oscuro y grandes letras de metal plateado en su fachada. Eric aparcó con facilidad en el amplio estacionamiento de la parcela contigua. Miré mi teléfono: la una de la madrugada y dos whatsapps de Virginia sobre su jornada de orgasmos cósmicos: «Lulú, espero que estés bien, a mí me están sacando brillo en el sótano» y «Oh, Dios santo, este chico tiene pilas alcalinas». Y un e-mail de Hiraoka deseándome un productivo fin de semana, como cada viernes.

Cuando regresé a la realidad desde mi iPhone, Eric me aguardaba junto a la puerta del coche, impaciente. Caminé a su lado hasta la entrada de la discoteca. Había una considerable cola, chicos y chicas frente a un portero alto y fornido vestido con una camiseta negra con el emblema de la discoteca en grandes letras blancas. Mi subinspector de policía particular estaba dispuesto a ponerse al final de la cola, pero yo me dirigí directamente hacia el portero.

El corpulento caballero me miró a los ojos, analizándome de pies a cabeza, y entonces desplegué para él mi más encantadora sonrisa, giñándole un ojo. Se apartó, devolviéndome la sonrisa y permitiéndome pasar al interior seguida de mi acompañante, dejando atrás una lluvia de protestas que mi entrada arbitraria acababa de producir.

Suspiré aliviada al cruzar el umbral de la puerta. Había visto a Virginia hacer aquello cien veces y siempre había resultado bien, pero era la primera vez que lo intentaba yo, así que desconocía si mi sonrisa y mi guiño surtirían efecto. Por lo visto, sí. Resoplé, orgullosa de mi misma.

La música nos envolvió, así como el aire viciado y caliente proveniente del interior. Las paredes eran negras y reflejaban multitud de rayos multicolores. Más de un centenar de jóvenes ocupaban la sala, danzando eufóricos en la concurrida pista de baile.

—¿Qué ha sido eso? ¿Le conocías o qué?

—No lo sé. Es la tríada infalible de mi amiga Virginia: escotazo, sonrisa de labios rojos y guiño. Dice que nunca falla y al parecer es cierto… —le dije casi al oído para que pudiese oírme, sin poder evitar inspirar el embriagador perfume masculino que impregnaba su piel.

Me aparté de su cuerpo como si hubiese sido repelida por un imán y comencé a deslizarme entre la multitud. Divisé la barra en la pared opuesta del recinto y decidí que lo más fácil sería acercarme al barman y preguntarle por un camarero llamado Antonio. Y como la distancia más corta entre dos puntos es la línea recta, me dispuse a atravesar la pista de baile que me separaba de mi objetivo.

La música atronaba a todo volumen a través de los altavoces, a pesar de que en aquella ocasión no se trataba de un espectáculo en directo y la pista se hallaba mucho menos concurrida que en mi sueño.

Reconocí el escenario: la pista central grande, con la tarima alta desde la que un disc-jockey pinchaba música, la puerta blanca que daba paso a la escalerilla de acceso privado a la zona VIP y la barra al fondo. Salvo leves cambios de decorado, era idéntico al escenario de mi visión. Incluso había dos gogós dándolo todo subidas a sus respectivos podios con las letras BM estampadas en la base.

Avancé entre la entregada concurrencia, y me volví un instante para indicarle al policía que seguía mis pasos que me dirigía a la barra, en la parte trasera. Pero entonces vi que el subinspector, que supuestamente seguía mis pasos, había sido interceptado. Unas sólidas barreras le impedían continuar.

Una barrera rubia y otra morena. Altas y delgadas, encorsetadas en unos vestidos de licra del tamaño del tanga de un chihuahua.

Coqueteaban con él, bailando al ritmo de la música, restregándose contra su cuerpo. Bromeaban entre ellas, cogiéndose de las manos, impidiéndole el paso, susurrándole al oído solo Dios sabe qué.

Busqué sus ojos con furor. No teníamos tiempo para tonterías. Pero Eric se echó a reír, alzando ambas manos en señal de resignación, tratando de demostrarme que no era él quien se adhería a las chicas como si fuese un papel mojado, sino a la inversa. Intentó dar un paso hacia delante y la rubia pegó su retaguardia inquieta a la pelvis del policía —quien parecía incapaz de mostrarse con ellas la mitad de hosco que conmigo— y realizó un contoneo circular que habría hecho revivir a un muerto.

Podía entenderlo, sí, claro. Eran dos chicas atractivas y él, el subinspector Eric Serra, el tipo del sexo sin amor con «docenas de mujeres» no estaba hecho de piedra, ni mucho menos. Pero no era el momento ni el lugar.

Y mucho menos en presencia de alguien que en secreto moría por ser quien se enroscase a su magnífico cuerpo como una boa constrictor. O sea, en mi presencia.

La morena lo abrazó efusivamente al ritmo de la música electrónica, fuera de sí, dándole indiscriminados «pechugazos» eufóricos mientras él se partía de la risa ante la inesperada situación. Pero cuando aquella mujer recorrió con su naricilla el cuello de Eric, inhalando su aroma, la sangre empezó a burbujearme en las venas como un comprimido efervescente; seguro que en cualquier momento empezaría a echar humo por las orejas.

Con un par de empujones desconsiderados a la danzarina clientela, recorrí los escasos cinco pasos que me separaban de aquella orgía en ciernes. Detecté no poca alarma en la mirada del subinspector, que me miró como si, en lugar de una joven de veinte años y metro sesenta y cinco, la que enfilaba hacia él fuese una suelta completa de los San Fermines de Pamplona.

—¡Eh, vosotras, Zipa y Zapa! ¿¡Queréis dejar de restregaros contra mi novio de una jodida vez!? —grité agarrando a la rubia del brazo y apartándola con brusquedad de la zona pubiana del subinspector.

La chica me miró desconcertada, era mayor que yo, un par de años quizá, y de un tirón se soltó de mi mano.

—¿Qué coño pasa contigo, niñata? —me espetó la morena.

Pobre ignorante, desconocía que acababa de pronunciar la palabra mágica, sacando automáticamente todas las papeletas para la torta que flotaba en el aire. La gente comenzó a apartarse intuyendo el inminente inicio de una pelea.

—Que ahora mismo os estáis buscando a otro al que dar cera, ¿está claro? Que este es mi novio, ¿o es que no os da la neurona para entender eso? —Estaba dispuesta a bajarles la calentura a sopapos, en caso necesario, pero Eric se abrió paso y medió entre una servidora y las hermanas Zapatilla.

—Se acabó —dijo agarrándome del codo y sacándome de allí con paso decidido entre el hueco abierto por el resto de danzarines que al parecer, por esta vez, iban a quedarse sin espectáculo. Se detuvo a unos metros de la barra, en una zona donde la música sonaba a mucho menor volumen, permitiendo al menos una comunicación medianamente razonable—. ¿Se puede saber qué ha sido eso? ¿Ibas a pegarte con esas chicas? ¿Por qué? ¿Porque estaban bailando conmigo?

—No te equivoques Eric, iba a grabarles mis huellas dactilares en la cara por llamarme «niñata». Pero no intentes dártelas de maduro conmigo, porque tú eres el culpable de esto. Que yo sepa, hemos venido aquí para tratar de averiguar algo. Si lo que te apetece es echar un polvo con cualquier calenturienta, me parece bien, genial, pero me avisas y me quedo en la casa… —Y con un movimiento brusco me liberé de la presión de su mano sobre mi codo.

—Estás… ¿celosa?

Su pregunta me sorprendió, descolocándome. Por suerte, la iluminación camufló perfectamente mi súbito sonrojo.

—¿Yo? ¿Celosa? ¿De ti? Serás engreído. He dicho «apartaos de mi novio» para que te dejasen en paz, porque me urge encontrar al tal Antonio y hablar con él, porque quiero que todo esto termine de una vez… No te confundas, Eric.

Y, volviéndome, enfilé raudamente el que era nuestro mutuo objetivo sin dedicarle una sola mirada, temerosa de su reacción. ¡Ja! Preguntarme si estaba celosa… ¿acaso le importaría que lo estuviese?

Cuando llegué a la barra sentí el peso de una aplastante desilusión: ninguno de los dos bármanes eran el tal Antonio. Decepcionada, me volví hacia Eric.

—No es ninguno de ellos, ¿verdad? —Al parecer comenzaba a descifrar con maestría mis expresiones faciales.

—No, por desgracia. Pero de todos modos me acercaré y les preguntaré, quizás está recogiendo copas…

—Está bien, te espero ahí al lado —dijo indicando una columna forrada de espejos situada a un par de metros—. Si vamos en pareja preguntando por el tipo puede parecerles sospechoso.

—OK.

Y decidida me acomodé en uno de los numerosos taburetes. Eric se apostó en su puesto y no me quitó el ojo de encima.

Uno de los dos bármanes se acercó, era moreno, mientras el otro tenía el cabello teñido de rubio platino. Me dedicó una mirada al escote antes de preguntarme nada.

—¿Qué te pongo?

—Hola, estoy buscando a alguien que trabaja aquí.

—¿A quién?

—A Antonio… No sé su apellido, pero trabajaba aquí de camarero hace unos años, tiene pelo castaño y es bastante alto…

—Lo siento, pero no me suena de nada —dijo encogiéndose de hombros. Otros clientes le llamaban, ansiosos por calmar su sed alcohólica. Y aunque trataba de ser amable, su atención para conmigo estaba a punto de esfumarse.

—¿De verdad no te suena de nada? Es que me apetecería mucho verle… hace años que no sé nada de él… —añadí con mi sonrisa más seductora.

—Espera un momento, voy a preguntarle a Nico, él lleva más tiempo trabajando aquí que yo. —Se acercó a su compañero, el teñido de rubio platino, que me miró un instante y después se acercó a mí.

—Hola, soy Nico. Dice Álex que buscas a Antonio —dijo, repasándome de pies a cabeza.

—Hola, sí. Me llamo Gemma. Le conocí aquí hace unos años y no he vuelto a verle, ahora estoy de nuevo en la isla y, bueno… me apetecería un montón verle. ¿Tú le conoces?

—Sí, estuvimos trabajando juntos hace mucho tiempo. Pero hace por lo menos cuatro años que se fue.

—¿Se fue?

—Sí, se largó. Esto se le quedó pequeño. Al parecer tenía otros planes más importantes para el futuro. —Sus palabras contenían un punto de ironía.

—¿Y no sabes dónde trabaja ahora o dónde puedo localizarle?

Enarcó una ceja, como decidiendo si me respondía o no.

—Si hace años que no le ves… te advierto que ha cambiado mucho.

—No me importa, mientras no se haya convertido en tía —bromeé haciéndole reír.

—No, tranquila, el cambio no ha sido precisamente en ese sentido… Ahora trabaja en el Club X-perience.

—Ah, tomo nota. Club X-perience. Muchas gracias, Nico, de veras. Y ese club, ¿estará abierto hoy?

—Sí, claro. Abre todos los fines de semana.

—Gracias otra vez.

—De nada, guapa, y… suerte. —Se despidió guiñándome un ojo, antes de volver a su trabajo.

Regresé junto a Eric.

—Vámonos. Tenemos que ir a otro local, Antonio hace años que no trabaja aquí, pero uno de los bármanes le conocía y me ha dicho dónde trabaja ahora.