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Policía

Cuando al fin volví a recuperar la conciencia estaba en un hospital. No es difícil reconocer una habitación de hospital: tan blanca, tan vacía, con ese inconfundible olor a desinfectante…

Un agudo dolor martilleaba mi cabeza, como si una taladradora se afanase contra mi lóbulo frontal, tanto que a duras penas podía mantener los ojos abiertos. Hasta donde alcanzaba a recordar, había sido rescatada de morir ahogada, no sabía si de un río, una piscina o quizás un estanque… pero había estado a punto de morir.

En la habitación, sentado en una butaca a los pies de la cama a mi izquierda y oculto tras un periódico desplegado, había alguien. Alguien que, a juzgar por sus mocasines negros y la complexión de sus piernas bajo el vaquero, era un hombre.

Supuse que se trataba de algún familiar de mi compañera de habitación, lo que me provocó cierta envidia. No sabía quién era ni por qué estaba hospitalizada, pero al menos tenía quien la acompañara en un momento tan delicado.

Y no es que me sintiese como un perro abandonado o algo parecido. También yo tenía familia… O para ser más exactos, lo que quedaba de ella. Pero los miembros a quienes pudiese importarles que me hallase en un hospital se encontraban muy lejos de Madrid.

Traté de incorporarme, sentándome en el lecho para buscar algún timbre con el que avisar a las enfermeras. Cuanto antes supieran que había despertado, antes podría salir de allí. No quería permanecer en el hospital un solo segundo más. La cama crujió, delatando mi movimiento, y el periódico bajó, permitiéndome descubrir el rostro de la persona que se hallaba detrás.

Se trataba de un hombre joven, treinta años como máximo, de complexión fuerte. Su cabello era negro brillante, un poco largo aunque sin alcanzar los hombros. Tenía un mentón cuadrado, nariz recta, labios ligeramente voluminosos, sobre todo el inferior, y unos ojos grandes y oscuros, intensos, insondables. Era atractivo, muy atractivo. En realidad, la ocupante de la cama de al lado debería dar gracias al cielo por que semejante espécimen masculino la acompañase.

Vestía una camiseta blanca con un estampado grunge de los Rolling Stones, la característica lengua, y unos vaqueros muy gastados. Y me miraba fijamente.

—Hola —dije, comprobando que aun después de haber tragado una considerable cantidad de agua conservaba mi voz intacta. Incluso mi leve matiz ronco.

—Buenas tardes —respondió con una voz profunda, grave. Se levantó de su asiento y en un par de pasos decididos alcanzó el borde de mi cama. Recorrí con los ojos la habitación: la cama contigua ni siquiera tenía sábanas—. Me llamo Eric Serra, soy quien te reanimó.

—Oh, gracias… Yo soy Carla.

Así que aquel escultural moreno era, además del sueño lascivo de cualquier mujer, mi salvador. Por un instante temí que intentara darme un par de besos, pero no lo hizo. Mejor así; no podía evitar sentirme incómoda ante el contacto físico social. Los saludos, los abrazos, los besos de circunstancia, todo eso me producía una considerable inquietud.

—Carla ¿qué más? ¿Cuál es su apellido, señorita?

—Carla y-punto… ¿Para qué quiere saber mi apellido?

—Señorita, permita que me presente adecuadamente. Soy el subinspector de policía Eric Serra. —Y, extrayendo del bolsillo trasero de sus vaqueros una pequeña cartera de piel negra, me enseñó su placa—. Me he pasado las últimas tres horas esperando a que despertara para saber por qué se arrojó usted al río Manzanares.

—Así que es poli… Ya me sonaba raro tanto interés —dije desinflada. Por eso, porque era su trabajo, había estado aguardando a que recuperase la conciencia, no porque hubiese caído fulminado bajo el embrujo de mi espectacular atractivo.

—Sí, lo soy.

No tenía nada en contra de los policías. En absoluto. Al menos contra la policía en general. Sí tenía algo en contra de algún policía en particular: Miguel Nájara, mi padrastro.

Ese malnacido…

Mi madre y él se casaron cuando yo acababa de cumplir los catorce años. Miguel era un cincuentón viudo bien situado económicamente, padre de dos chicos mayores que yo: David, de diecisiete años, y Aníbal, de dieciséis, que vivían en la apacible Guadalajara, en un coqueto chalet familiar con jardín.

Mercedes, mi madre, en aquella época era capaz de valerse por sí misma, una mujer muy guapa con unos hermosos ojos azules, que tuvo el detalle de dejarme en herencia, y una seductora melena negra azabache. Acababa de recuperarse de su terrible adicción al alcohol, tras la muerte de mis abuelos.

Y entonces conoció a Miguel.

Y todo se fue a la mierda…

Sin embargo, el subinspector Serra no se le parecía en nada, al menos físicamente. Miguel era un hombre de mediana estatura, moreno de tez y delgaducho, aunque su prominente barriga le hiciese parecer de una constitución mayor. Tenía el rostro afilado y los ojos hundidos y secos de un pescado. Eric Serra, en cambio, era alto, fuerte y corpulento. Y aquellos vaqueros desgastados y rotos en la rodilla le hacían parecer cualquier cosa menos un policía. Sus ojos negros de mirada intensa y penetrante parecían capaces de radiografiarte de pies a cabeza. Y así, visto de cerca, resultaba incluso más atractivo. Pero la prepotencia con que estaba dirigiéndose a mí no me agradaba en absoluto.

—¿Le supone algún problema que sea policía, señorita? —preguntó, devolviéndome a la realidad desde el pozo en que nadaban mis miserias vividas.

—No tiene aspecto de policía…

—¿Y qué aspecto debería tener un policía, según usted?

En realidad no supe qué responder.

—Cualquiera que no incluya pantalones rotos. —Mi comentario le produjo una sonrisa cínica, como si le divirtiese mi actitud esquiva—. No me supone ningún problema que sea policía, pero lo que no entiendo es por qué sigue aún aquí, al pie de mi cama… ¿Es que quiere una medalla? Pues no me quedan.

Sin importarme la respuesta que pudiese darme, me dispuse a bajar de aquella cama para marcharme.

—No, en absoluto. Lo que quiero son respuestas —contestó visiblemente irritado, enderezando su postura, estirando toda su corpulencia ante mis ojos.

Sin duda no esperaba aquella actitud de mi parte. No era el comportamiento lógico de alguien a quien acabas de rescatar del Manzanares. Pero en mi vida jamás había imperado la lógica. Yo no era una persona corriente, nunca lo había sido. No imaginaba entonces, tras aquel incidente, hasta qué punto me alejaría de serlo por el resto de mis días.

Me deshice de la sábana y ante la imagen de mis piernas y brazos desnudos, me di cuenta de que mi única vestimenta era un escueto camisón de hospital. Mis manos se veían más pálidas que el habitual tono blanquecino de mi piel y el tatuaje que decoraba mi antebrazo izquierdo, una mariposa Morpho de negras alas atacada por un dragón rojo de brillante ojo esmeralda con las fauces abiertas, parecía aún más oscuro en contraste.

—¿Dónde está mi ropa?

—Aquí está tu café, Eric… —dijo una joven rubia adentrándose en la habitación con total naturalidad, entregándole un humeante vaso de porexpan blanco. Alta y muy delgada, llevaba el cabello recogido en una coleta repeinada. Debía rondar los veinticinco y era bastante guapa—. Vaya, por fin la bella durmiente ha despertado…

No me gustó en absoluto el tono con que se refirió a mí, y mucho menos el aire de superioridad con que me observaba.

—¿Y quién eres tú, la bruja de la película?

Apretó la mandíbula, molesta por mi comentario. Ella sí tenía pinta de policía, con su coleta, aquella camisa celeste y sus pantalones beis de pata de elefante.

—Señorita Monzón, le presento a la agente Teresa Gil —terció el subinspector Serra, que por lo visto conocía mi apellido, antes de beber un sorbo del café que su compañera le había entregado—. Si me dice la verdad ahorraremos tiempo, no es que me sobre demasiado, más aún cuando me he pasado la tarde aquí sentado… Así que trató usted de suicidarse, ¿verdad?

—No, claro que no intenté suicidarme. Jamás haría algo así… ¿Por qué están ustedes aquí? ¿Qué quieren de mí?

—Se llama usted Carla Monzón Alsina, y su madre, Mercedes Alsina Fernández, sufre de Alzheimer precoz desde hace dos años y vive recluida en una residencia asistencial en Guadalajara —detalló de improviso la agente Gil, dejándome de piedra.

Aquello no tenía sentido, ni siquiera aunque hubiese tratado de suicidarme. Nadie investiga las familias de los suicidas, ¿por qué habrían de hacerlo? ¿Es que había algo más, algo que yo desconocía? ¿Había arrastrado en mi caída algún tipo de pato o de especie acuática protegida y pretendían hacérmelo pagar? No lograba entenderlo. La cabeza me iba a estallar.

Iba a responderle a aquella esquelética rubia que mi madre no vivía recluida, sino atendida conforme a su gran necesidad, en un geriátrico para cuyo pago el Estado no dejaba de darme evasivas para concederme un solo céntimo, al ser menor de sesenta y cinco años. Cuidados que debía pagar mensualmente de mi propio bolsillo, pues tras una vida que rozaba la tragedia solo percibía 324 míseros euros como subsidio por una dependencia total, física y psíquica. Pero ¿qué podía saber ella, si parecía hija de la Preysler; con su bronceado de rayos uva, aquellos pendientes con el osito de Tous y un grueso anillo de Yves Saint Laurent pendiendo del dedo anular? Y más aún, ¿qué podía importarle mi vida, o la de mi madre?

—¿Lulú? —dudó una voz familiar que se adentraba en la habitación. Una voz inconfundible, una voz que anunciaba la llegada de mi salvación, el séptimo de caballería, mi amiga Virginia. Su timbre meloso y dulzón era único. No pude evitar sonreír al verla cruzar el umbral de la puerta, acelerada, buscándome con sus hermosos ojos castaños. Traía la tragedia pintada en el rostro, sin duda preocupada por mí. Suspiró aliviada al hallarme sana y salva. Llevaba el largo cabello rojizo recogido en una coleta baja y vestía su habitual ropa laboral, traje chaqueta de minifalda. Y es que Virginia Ayala trabajaba para uno de los bufetes más prestigiosos de la capital y, además de mi mejor amiga, era mi abogada.

Ella era la encargada de gestionar todos mis asuntos legales, que no eran pocos dada mi profesión, desde que la había conocido hacía un par de años cuando acudí a su bufete en busca de asesoramiento antes de firmar mi primer contrato como mangaka, pues desconocía si la empresa japonesa que se disponía a convertir mis sueños en realidad me ofrecía un acuerdo justo o, por el contrario, trataba de beneficiarse de mi inexperiencia.

Al descubrir a aquella abogada tan alta, tan pelirroja, tan exuberante y con aquellos brillantes labios escarlata, pensé que me había topado con una engreída sabelotodo. Sin embargo, era una joven natural y simpática, que me habló de un modo claro, todo un mérito cuando se trata de juristas, explicándome con nitidez cuáles eran mis opciones y qué cláusulas podían mejorarse.

Después de toda una tarde de conversación acabé invitándola a unas cervezas en un bar de copas bajo su bufete. Tras las cuales acabaría confesándome su gran afición por el género manga, y que su película favorita no era otra que El viaje de Chihiro. El film de Hayao Miyazaki era mi preferido desde la infancia, lo había visto un centenar de veces, haciéndome soñar con llegar a ser mangaka algún día. Tras una revelación semejante Virginia Ayala, sin saberlo, se había ganado mi amistad de por vida. Por ello y por no cobrarme un solo céntimo tras el sinfín de consejos que me ofreció, en una época en que mi economía andaba más ajustada que el corsé de Scarlett O’Hara.

A cambio, dos meses después, recibió en su bufete un ejemplar firmado de mi primer cómic publicado en Japón: Araku, la flor roja. En él aparecía como personaje secundario una impresionante pelirroja de piernas largas como trenes y labios incendiarios que le hizo una ilusión considerable.

Virginia me abrazó con fuerza sin prestar atención a la pareja de acompañantes. No solía permitir que me abrazaran, y ella lo sabía, pero dejé que me estrechase con dulzura, consciente de su preocupación por mí.

—¿Cómo estás? ¿Estás bien? ¿Cómo ha sido? Vamos, dime algo… —exigió sin darme tiempo para contestar. La letrada Ayala era capaz de recitar medio Código Penal sin detenerse a tomar aire. Al menos pude asentir con la cabeza—. ¿Y ustedes quiénes son? ¿Son médicos? ¿Cómo está? —preguntó dividiendo su atención entre el subinspector Serra y la agente Gil, sin dar tregua.

—Son polis.

—¿Policías? —Mi amiga pasó automáticamente al modo alerta, envarándose, estirando la espalda como una gata—. Buenas tardes, soy Virginia Ayala, la letrada de la señorita Monzón. —¿Qué había sido de Lulú? (tan solo a ella le permitía llamarme de aquel modo, el seudónimo con que firmaba mis cómics manga)—. ¿Podría decirme por qué están aquí? ¿Hay algún problema? —le preguntó al moreno prepotente de sonrisa de anuncio de dentífrico—. ¿Te han estado interrogando? —Se volvió de nuevo hacia mí. Me encogí de hombros, ¿lo habían hecho?

—Buenas tardes, señorita Ayala —dijo él, molesto, dejando el vaso de café casi intacto sobre la mesita de noche de la cama vacía a su espalda—. No. No he estado interrogando a su cliente. Soy el subinspector Eric Serra de la policía judicial. Rescaté a su cliente del Manzanares hace unas horas. Y ahora necesito que la señorita Monzón me responda a un par de preguntas.

—Como usted comprenderá, agente Serra…

—Subinspector Serra, letrada —la corrigió. Seguro que Virginia le había bajado los galones a propósito para fastidiarlo.

—Subinspector Serra, discúlpeme… Como usted entenderá, en este momento lo más importante es la salud de mi cliente. Necesito conocer cuál es su estado clínico… —aseguró, como si yo no estuviese a su lado sentada en la cama, consciente y alerta. Volviéndose hacia mí, dando la espalda a mi desabrido salvador, me dedicó una sonrisa dulce.

—La han explorado y según parece su estado no reviste gravedad. La señorita Monzón ingresó consciente aunque con una aguda crisis histérica, por lo que tuvo que ser sedada para poder ser asistida —apuntó la estirada agente Gil, dando los pasos que la separaban de los pies de mi cama.

No pude evitar buscar con los ojos al subinspector. ¿Eso era cierto? ¿Histérica? ¿Yo? No recordaba nada de eso.

—¿Histérica?

—Sí —confirmó el poli, con las manos pendiendo de los pulgares asidos en los bolsillos de sus vaqueros gastados, mirándome por un lado de mi amiga Virginia, situada entre ambos como una barrera defensiva—. No paraba de gritar y repetir la misma frase, una y otra vez.

—¿Qué frase? —se adelantó Virginia.

—«La chica está bajo el puente» —dijo la agente Gil, pronunciando las palabras despacio, proporcionándoles un sobreactuado dramatismo, a la espera de mi reacción. Supuse que era el tipo de cosas que les enseñaban en la academia. Pero mi reacción fue nula, no tenía ni idea de qué significaba aquello.

—¿Qué chica? —dudó mi amiga letrada. Me encogí de hombros de nuevo, no recordaba haber dicho una palabra.

Pero entonces una imagen escalofriante inundó mi cabeza. Y supe de qué chica se trataba: la joven del agua, la que había visto en el río, la que me había agarrado del tobillo y casi me había ahogado.

—¿La han encontrado? ¿Está bien? —pregunté para asombro de todos.

—Entonces sabe a quién me refiero… ¿La conocía?

—No la conozco de nada. La vi en el agua, me agarró de la pierna… Me asusté, y entonces comenzó a tirar de mí hacia el fondo, aunque creo que no trataba de ahogarme, sino de salir ella…

—No se atreva a jugar conmigo, señorita Monzón —advirtió enfadado el policía, mirándome con severidad.

Guardé silencio, sin saber qué responder ante semejante actitud o si debía responder siquiera. Se volvió hacia su compañera, que le entregó una antigua fotografía que a su vez él me tendió para que mirara. En ella aparecía una joven de larga melena oscura que enmarcaba un rostro frágil y delicado, en el que destacaban unos brillantes ojos grises y unos labios finos y rosados. Vestía un suéter rojo y posaba para la cámara con una amplia sonrisa. Sin duda era la joven del agua, aunque con mucho mejor aspecto del que yo le había conocido.

—¿Sabe quién es esta chica?

—Es ella. Es la chica que vi en el río, la que me agarró del tobillo.

—No haga las cosas más difíciles… Eso es imposible.

—¿Qué pasa con esa chica? —preguntó Virginia, que nos observaba con el mayor interés, como si contemplase una final del Roland Garrós entre Nadal y Federer. Ella no estaba acostumbrada a andarse por las ramas ni a que le dosificasen la información.

—Esta chica se llamaba Maite Mendoza y tenía dieciséis años cuando desapareció… hace una década. Ese es el tiempo que llevamos buscándola, y según las primeras conclusiones del forense más o menos el tiempo que lleva muerta. Así que, por favor, señorita Monzón, no me diga que acaba de ver a Maite Mendoza y que la ha agarrado del tobillo…

Aquella revelación me sobrecogió. Me dejó helada, petrificada, con la garganta convertida en un estéril desierto del que era incapaz de hacer brotar una sola palabra. En estado de auténtico shock. El subinspector Serra, que parecía indignado por mi escasa colaboración, recuperó la fotografía, arrebatándomela de las manos para devolverla a su compañera antes de mirarme de nuevo.

—Me hallaba en la zona investigando otro caso cuando la vi precipitarse desde el puente. Se dejó usted caer al agua por encima de la balaustrada, al parecer voluntariamente. Menos mal que el río estaba mucho más crecido que de costumbre, de lo contrario podría haberse desnucado. Cuando vi que se había hundido como el plomo, me lancé en su ayuda, y bueno, el resto ya lo sabe. Pero lo más sorprendente es, señorita Monzón, que gracias a sus palabras durante esa especie de crisis histérica hallamos el cadáver de Maite Mendoza. O lo que quedaba de él, envuelto en un plástico, enredado entre los hierros en los pilares del puente, tal como usted nos indicó.

No estaba preparada para enterarme de algo así. En absoluto.

Para que un apuesto policía con el que había compartido agua del Manzanares, babas y microalgas varias, me revelase que acababa de ver un fantasma.

Que el fantasma de alguien muerto hacía diez años me había agarrado del tobillo con tanta energía que a punto estuvo de llevarme con los suyos.

—No me acuerdo del momento exacto en que caí al agua… Solo recuerdo que creí ver algo brillante en el río. Me asomé a la balaustrada y supongo que me caí… Y recuerdo haber visto a esa chica, en el agua, con el rostro azulado y agarrándome por la pierna antes de hundirse hacia las profundidades.

Virginia tomó mi mano, apretándola con cuidado, probablemente compadeciéndome. Aquello era lo que me faltaba, ver un fantasma, para rellenar los escasos vacíos de mi vida de auténtica friki.

Una mangaka de veinte años, con el cabello sobre los hombros, lacio y negro con mechas rojas, con el antebrazo, nuca, pectoral izquierdo y tobillos repletos de coloridos tatuajes, que cuidaba de la manutención de su madre ex alcohólica enferma de Alzheimer precoz, además de la suya propia, y que, por si fuese poco, había visto al fantasma de una chica desaparecida hacía diez años. ¿Es que acaso mi vida la había escrito Tim Burton?

—¿Está segura de que no conocía usted a Maite Mendoza, señorita Monzón? —insistió el subinspector. Aquella coletilla de «señorita Monzón» estaba comenzando a atragantárseme—. ¿Nos facilitaría una muestra de su ADN?

—¿Está usted intentando acusar a mi cliente de algo, agente Serra?

—Subinspector Serra —volvió a corregir a Virginia, visiblemente molesto por la segunda bajada de galones en menos de dos minutos. Por mi parte, mis nervios aderezados con el hecho de haber visto a un fantasma, y haber estado a punto de morir ahogada, eran una mezcla explosiva, y estaba a punto de hacer ¡BANG!

—No, en absoluto estoy acusando a su cliente de nada, pero una muestra de ADN sería útil para descartarla como sospechosa.

—Si le funciona a usted el cerebro como debe, será consciente de que hace una década mi cliente tenía… diez años.

—No tengo nada que ocultar, subinspector Serra —intervine con una determinación desconocida en mí—. Si quiere puede tomarme esa muestra de ADN, no tengo nada que ocultar.

—Es obvio que usted no pudo asesinar a Maite Mendoza, señorita Monzón, aunque sí podría haber estado presente durante su asesinato o su desaparición, consciente o inconscientemente… Comprenderá que el hecho de que nos haya revelado el lugar exacto donde se encontraban sus restos y, además, afirme haberla visto con vida cuando estos no se hallaban visibles, es cuando menos sospechoso.

—Ignoro por qué dije algo así… y más aún cómo llegó a mi cabeza la imagen de esa chica muerta. Pero lo que le aseguro es que no la conocía de nada y nada tuve que ver con su desaparición.

—Usted decide; podemos hacer las cosas fáciles o difíciles… O se pasa por la comisaría central de forma voluntaria para tomarle declaración y nos concede esa muestra de ADN, ayudándonos a agilizar los trámites para así poder dejarla en paz, o lo requeriremos de forma oficial mediante una orden judicial —espetó desplegando las gafas de aviador que colgaban del bolsillo derecho de su pantalón, colocándoselas y provocando que me viese reflejada en ellas. Estaba horrible, despeinada, demacrada, tan pálida que parecía un alma en pena—. Encantado, señorita Monzón… Y en cuanto a usted, letrada Ayala, le aconsejo que en el futuro no albergue duda sobre cómo les funciona la cabeza a los agentes de la ley —apostilló con soberbia—. Si recuerda algo más, no dude en avisarme —pidió entregándome una tarjeta de visita con su número de móvil y e-mail. Y desapareció por la puerta, con aquel porte, aquella espalda de armario empotrado y aquella actitud que transmitía una seguridad en sí mismo que rayaba la insolencia. Seguido de su sombra rubia, delgada e hiperbronceada, sin volver a dedicarnos, a mí y mis pelos de vagabunda, una sola mirada más.

—Menudo gilipollas… Y la próxima vez, letrada Ayala, le aconsejo que… blablablá… ¿Qué se habrá creído? Aunque hay que reconocer que al menos está cañón —admitió Virginia buscando la complicidad de mis ojos. Bajé la mirada, apretando una sonrisa entre los labios—. Y ahora, señorita Monzón, vas a contarme de qué puñetas va todo esto.

—Si lo supiese, lo haría encantada.

—Lulú… ¿qué es eso de que una muerta te agarró del pie? —preguntó, dejando sobre mi mesita de noche su diminuto bolso de charol rojo, a juego con el impoluto traje que se ajustaba como un guante a su menudo cuerpo. Me encogí de hombros, exasperándola.

Yo tan solo quería salir de allí, regresar a mi casa, meterme en la ducha con el agua muy muy caliente y olvidarme de que aquel día había existido siquiera.

—No lo sé. He dicho lo que vi: vi a una chica en el agua, la chica de la foto, y me agarró del tobillo. No sé, quizá lo soñé, o tuve una alucinación mientras me ahogaba… Pero entonces no entiendo por qué la vi a ella, a la chica de la foto… y por qué su cadáver estaba justo bajo el puente…

—Pero Lulú, trata de recordar; quizá viste su foto en algún cartel cuando eras pequeña, o en las noticias, o…

Virginia no se rendía y estaba a punto de iniciar un interrogatorio, tratando de obtener una información de la que yo no disponía. Pero entonces, mi amigo Ítalo entró en la habitación de un modo brusco y casi violento, buscándome desesperado.

—¿Estás bem? —preguntó con su suave acento portugués, observándome con sus ojos castaños rodeados de largas pestañas, muy abiertos; parecía extremadamente preocupado por mí. Virginia se apartó, cediéndole su lugar junto a mi cama.

Ítalo era realmente alto, casi metro noventa, y cuando caminábamos juntos por la calle parecíamos la una y media.

Aunque dudo que nos observasen por eso, mi amigo llamaba la atención por sí mismo.

Era uno de esos hombres a los que tienes que mirar cuando por fortuna te lo cruzas por la calle. Por su altura, por su porte, por su complexión, por su cuerpo esculpido a base de ejercicio, de capoeira, deporte del que era profesor.

Su piel tenía ese tono achocolatado único de Brasil, y en su rostro ovalado destacaban los ojos castaños, así como la nariz recta y ancha, propios de sus genes mestizos.

Lo conocí gracias a la capoeira. Solía acercarme al Retiro en busca de inspiración para ilustrar a los personajes de mi salvoconducto hacia una vida mejor: mi manga Araku, la flor roja, en el que narraba las aventuras y desventuras de una joven guerrera en su lucha contra el mal, a golpe de espada en incontables ocasiones, y de tanga en otras tantas. Y entonces le vi entrenando. La forma en que se movía, en que saltaba, cómo giraba sobre sí mismo en un inimitable despliegue de elegancia a cada movimiento, me cautivó por completo.

El fibroso torso al descubierto era mecido a cada movimiento, en un baile tribal de sincronización casi mística. Fue algo espectacular. No pude dejar de dibujarle a carboncillo durante horas. Y de aquella primera tarde nacieron una decena de ilustraciones.

Mi descaro fue tan desmedido que cuando aquel mulato gigantón terminó su entrenamiento se acercó con lentos pasos directo hacia mí que, resguardada entre unos matorrales, escondida a lo Superagente 87, comencé a recoger apresurada mis lápices y cuadernos con intención de marcharme, de salir huyendo, antes de que me alcanzase. Pero Ítalo no pensaba dejarme ir y en un par de zancadas le tuve a mi lado, antes incluso de que terminara de reunir el material desperdigado entre la vegetación en torno a mis pies.

«¿Me lo enseñas?», preguntó.

Y aunque era reacia a mostrar mis dibujos antes de concluirlos, lo hice. Al fin y al cabo, el inesperado modelo había sido él.

Desplegando una amplia sonrisa, me hizo saber que le había gustado. Conversamos sobre mis dibujos y su arte; una mezcla de lucha y danza ancestrales. Y a partir de aquella tarde acudí varios días seguidos a pintarle a carboncillo, esta vez con su permiso, mucho más de cerca, mientras entrenaba con uno de sus alumnos.

Y fue así como nació el malvado aunque bello Osuku, el personaje inspirado en mi amigo que me hizo subir como la espuma en las ventas en Japón.

—¿Seguro que estás bien? —preguntó Ítalo, asiendo mi mano con delicadeza, haciéndome sentir incómoda.

—Que sí, que estoy bien…

—Bueno, voy a hablar con los médicos, necesito saber si vas a quedarte esta noche en el hospital por si tengo que llamar a casa… —dijo Virginia, yendo hacia la puerta, al parecer dispuesta a compartir conmigo una incómoda noche de hospital.

Pero yo no quería eso, no quería que tuviese que telefonear a Gael, su pareja y compañero de bufete, y abandonar la cálida cama en su amplio piso cercano a Atocha por aquella butaca de piel negra raída.

—No, no. Yo me voy ahora mismo. Pídeles que te entreguen mis cosas y nos vamos. Quiero el alta voluntaria… —exigí, pero ella hizo un ademán con su delicada mano, haciéndome saber que no sería yo quien decidiese eso. Abandonó la habitación rumbo al control de enfermería.

—Tendrás que hacer lo que te digan los doctores.

—Tengo que terminar una página completa y mandarla por e-mail o Hiraoka me matará, Ítalo. —Taiga Hiraoka era mi jefe en Madrid. Además de la mano derecha de Yuma Katô, representante europeo de la empresa Fantaji, con sede central en Tokio, para la que trabajaba. Cada viernes enviaba a Taiga un e-mail con mis ilustraciones, y cada último viernes de mes, el cómic completo con texto. Si a las seis de la tarde Hiraoka, un tipo bajito y serio que hablaba un castellano perfecto, no tenía en su correo un e-mail mío, marcaba los dígitos de mi teléfono móvil, y con su educado y seco tono de voz me repetía: «Señorita Monzón, por favor, necesito los dibujos». A lo que yo contestaba: «En un minuto los tiene en su correo». Y ese minuto, si me distraía leyendo, jugando a la Wii o viendo la televisión, podía durar una hora. Sin duda Hiraoka tenía el cielo ganado conmigo.

Ítalo soltó al fin mi mano, consciente de lo violento que resultaba para mí aquella clase de contacto físico. Me conocía lo suficiente para estar al tanto y me proporcionó el espacio vital necesario.

—¿Cómo ocurrió? ¿Cómo te caíste desde el puentecito?

—No es un puentecito. Ya sé que no me caí desde el acueducto de Segovia, pero es un puente que cruza el Manzanares, ¿sabes? Creo que vi algo brillando en el agua, me asomé y debí de marearme, no lo sé. Por suerte había por allí un policía que me rescató. —Me percaté entonces de que Ítalo vestía su ropa de entrenar: pantalón blanco y camiseta verde—. ¿Qué hora es?

—Las cinco y media —dijo tras echar un vistazo al plateado Lotus automático de su muñeca.

—¿No deberías estar en plena clase?

—Sí, claro. Me llama al gimnasio tu amiga Virginia diciéndome que estás en el hospital y voy a continuar con mis clases… muy lógico —respondió, haciéndome sentir avergonzada.

«Yo haría lo mismo por él», me dije, tratando de calmar la desazón interior que me producía que alterase sus planes por mi causa. Ítalo había abandonado su trabajo, y con toda probabilidad suspendido el resto de lecciones de la tarde, por acudir a interesarse por mi salud. Como hace un auténtico amigo.

—¿Y a ella quién la avisó?

—Los de emergencias. Ellos fueron quienes me llamaron después de registrar tu móvil. Dijeron que tenían una niñata gótica medio ahogada que se había caído al Manzanares —respondió con un sarcasmo casi violento y cruel la propia Virginia, que en ese momento regresaba a la habitación. Ítalo se envaró, al parecer molesto por que alguien se hubiese referido a mí en esos términos—. Claro que no lo hicieron con esas palabras exactas. Pero es lo que querían decir.

—No soy gótica, soy grunge punk —protesté. No podía evitar sentirme extraña vestida con aquella ropa, y no por su total ausencia de forma, que me hacía parecer un auténtico saco de patatas, sino por el color: blanco con diminutos topos verdes. Hacía años que no vestía de blanco, desde poco después de mi primera comunión. Desde que poco a poco comenzaron los piercings en lengua y ombligo, los tatuajes, el tinte del pelo extravagante y los corpiños ajustados, las mallas y faldas negras o con algún toque de color llamativo. Desde que comencé a exteriorizar con la ropa y mi propio cuerpo cuánta oscuridad se acumulaba en mi interior. Una oscuridad que caía lentamente sobre mí, como posos de café, estratificándose en lo más profundo de mi ser, de mi modo de actuar, de enfrentarme a la vida que me había tocado vivir. Hasta transformarme por completo.

—Lo que sea, pero ponte más escote; si yo tuviese ese par las luciría cada día —aseguró, señalando mi pecho, que se intuía voluminoso aun bajo el amorfo camisón.

Me sonrojé y ella sonrió complacida. Y vaya si la creía, no había conocido jamás a una mujer que aprovechase mejor su atractivo. Y no solo porque tuviese un físico envidiable, que lo tenía, sino por cómo sacaba partido de él; por cómo aceptaba que la invitasen a la copa que tomaba en el bar cuando salíamos alguna tarde sin que después cruzase una sola palabra con el pagafantas de turno. O cómo utilizaba unas escandalosas minifaldas incluso en el trabajo y las reuniones informales con los jueces que debían de desconcertarles por completo. Virginia era una bomba sexual, y ella lo sabía.

Ítalo sonrió por su comentario sobre mi anatomía, dedicándome una mirada cómplice que no correspondí. Entonces Virginia me entregó el sobre que traía.

—Aquí tienes tu informe de alta. El doctor Breno se pasará a verte en un minuto, eso ha dicho. Pero he logrado convencerlo de que me firmase ya el alta, así agilizamos el papeleo. Dice que te realizaron análisis y un tac cerebral y que todo está bien, algo de lo que siempre he tenido mis dudas… Tus pulmones están limpios y solo tendrás que tomar antibióticos una semana para prevenir alguna infección por la suciedad del agua.

—¿Y dónde está mi ropa? ¿Y mi iPhone?

—Tu ropa está en una bolsa de plástico amarilla junto a la puerta, todavía empapada, aunque por suerte parece que soltaste tu bolso antes de precipitarte por el puente y se ha salvado. —Resoplé aliviada; podía soportar estar desnuda bajo aquel camisón, pero no perder mi queridísimo iPhone. Me miré una vez más, ¿cómo iría a casa así vestida?—. Ay, no pongas esa cara de drama, ahora mismo bajo al H&M de enfrente y te traigo algo… Tranquila, preguntaré si les quedan disfraces de Halloween.

—Es un bicho —dije entre risas cuando se marchó, con su minúsculo bolso de Prada balanceándose en su antebrazo como una pulsera más—. Pero jamás he tenido una amiga tan buena como ella. Ni como tú.

—Tienes los amigos que mereces, Carla —aseguró Ítalo con una amplia sonrisa.

Sus palabras me hicieron feliz. ¿De veras? ¿De veras merecía tener amigos como ellos?

Media hora después un amable doctor, el tal Breno, me deslumbraba las pupilas y me auscultaba pecho y espalda antes de permitirme al fin salir de allí.