Love is gone
—What are we supposed to do, after all that we’ve been through, when everything that felt so right is wrong, now that the love is gone. («Qué se supone que haremos, después de todo por lo que hemos pasado, cuando lo que sentíamos correcto está equivocado, ahora que el amor se ha ido»).
Un joven delgado de rasgos africanos cantaba en el escenario a viva voz, reproduciéndose en el sinfín de gigantescos altavoces de una discoteca. Las luces de colores invadían el recinto, varios láseres trazaban dibujos en el aire y el ambiente estaba completamente lleno de humo.
Había gente, mucha gente, tanta que apenas podía moverme entre ellos. Todos, chicos y chicas, botaban y botaban frenéticos al ritmo de la música ensordecedora.
El contenido de los cubatas volaba por encima de sus cabezas sin que importase lo más mínimo. Solo importaba la música, bailar y saltar con los brazos alzados.
El calor era asfixiante, mi cuerpo estaba pegado al de un centenar de desconocidos que saltaban convertidos en una marea humana que me arrastraba arriba y abajo sin remedio.
En el horizonte, sobre el escenario, un ángel de alas blancas resplandecía bajo un cañón de luz. Un ángel de escote vertiginoso vestida únicamente con un top y unos shorts cortísimos de vinilo blanco, subida a unas altas botas de plataforma, bailaba sobre una estructura metálica en mitad de toda aquella locura de música, luces y humo. Un ángel de largo cabello rubio que se contoneaba al ritmo de la música con una elegancia casi sobrenatural.
En el cuello resplandecía el colgante de un escorpión plateado que se bamboleaba al ritmo de la música. Era ella, era Ilke, no había duda. Se volvió, regalando al público la seductora panorámica de su retaguardia y el tatuaje del escorpión en la espalda.
En el escenario, el cantante se entregaba a su público mientras un discjockey rubio daba saltos inmerso en la música, sin apartar las manos de los platos de la mesa de mezclas.
La canción terminó y el cantante se arrojó al público, que lo balanceó de un lado a otro. Todos querían tocarle y yo temí que iban a asfixiarme en el intento.
Necesitaba salir de allí como fuera, sentía el halo predecesor de una de mis crisis de ansiedad burbujeándome en las venas. Así que comencé a empujar con apremio a un grupo de chicos que cedieron a la presión de mi cuerpo, apartándose sin siquiera dedicarme una mirada de interés. A empujones logré alcanzar una de las paredes del recinto y traté de tranquilizarme. Inspirando lentamente, con la espalda pegada a la pared como una salamandra.
Distinguí entonces que el bello ángel rubio descendía del pódium donde resplandecía en gruesas letras plateadas el nombre de la discoteca, pero no podía leerlas con claridad, las luces brillaban demasiado sobre ellas. Ilke caminaba sobre el escenario, por detrás del cantante y su discjockey, cruzándose con otras dos chicas, ataviadas con llamativas boas de plumas de diversos colores que fosforecían bajo la luz ultravioleta, quienes acudían a relevar a la joven gogó.
Un chorro de humo cayó del techo a un par de metros frente a mí, dándome un susto de muerte. La música continuaba mientras me debatía entre intentar comprobar hacia dónde se dirigía Ilke o quedarme cosida a la pared, a salvo del contacto de aquella muchedumbre enfervorecida.
Entonces el ángel rubio miró en mi dirección, una mirada que me heló el alma, estremeciéndome, una mirada con la que parecía suplicarme que la siguiese, antes de continuar descendiendo la escalinata metálica hacia la zona trasera de los escenarios.
«Vamos, Carla, esto es un sueño», me repetía, en un esfuerzo desesperado por calmarme. Tenía que ir hacia allí, Ilke me lo estaba pidiendo y yo no tenía opción.
Me abrí paso a empujones entre la multitud hasta que logré alcanzar la zona de la escalinata.
Había un fornido portero protegiendo una puerta blanca que daba acceso al área VIP. Temí que no iba a permitirme pasar, pero entonces la propia Ilke, liberada de las alas pero ataviada con el mismo conjunto de top y falda minimalistas (por llamarlos de algún modo), salió cruzando por mi lado.
—¡Ilke! —la llamé, pero no me oyó.
La seguí, tratando del alcanzarla entre la multitud. La joven rubia, sorteando un centenar de jóvenes sobrehormonados que la piropeaban y baboseaban a su paso, a los que respondía con una sonrisa, entregada a su trabajo, alcanzó un pasillo lateral de la sala al que se accedía por la puerta blanca. Me colé tras ella.
Al final del pasillo había una escalera metálica a través de cuyos peldaños enrejados podía verse aquella especie de nave industrial convertida en macrodiscoteca. Era el acceso a la zona VIP. Una sala pequeña con su correspondiente pista de baile, en un lateral del área del escenario, protegidos de la vista del público, pero con una panorámica perfecta del espectáculo. Los vasos eran de cristal y había media docena de doradas botellas de champán Perrier Jouet sobre las mesas.
Varios danzarines, diez, quizá doce, se afanaban dando rienda suelta a sus frenéticos bailes en aquella zona privilegiada, tan entregados o más que el populacho.
Ilke comenzó a menearse entre ellos y la rodearon de inmediato. Ella sonreía, reía, bailando para aquellos chicos cuyas babas eran del mismo color que las de la planta inferior.
Parecía que lo estaba pasando bien. Que disfrutaba con su trabajo de gogó. Yo permanecía de pie junto a una fila de sillones, observándoles sin que nadie me prestase la menor atención.
Un camarero entró en la sala, un chico joven, de cabello castaño, bastante atractivo, portando una bandeja repleta de más bebidas alcohólicas.
Uno de los zánganos que rodeaba a la abeja reina tomó una botella de champán y la empinó directamente, bebiendo del gollete, y luego la pasó a sus compañeros, que saltaban y bebían con la misma devoción.
Pero no eran los únicos que miraban a Ilke extasiados. El camarero la observaba contonearse completamente embelesado. Tanto fue así que una de las botellas de Perrier Jouet que portaba en su bandeja cayó al suelo, haciéndose añicos y salpicándolo de champán.
Uno de los chicos, un niñato rubio con un tupé puntiagudo, se volvió hacia él y le insultó, increpándole por su torpeza. El joven camarero se acuclilló, tratando de recoger los pedazos de cristal. Entonces el rubio le empujó la rodilla con el pie haciéndole caer hacia atrás. Al apoyarse en el suelo, uno de los vidrios hirió su mano. Lo que al parecer era muy divertido, porque todos prorrumpieron en carcajadas.
Ilke se sacudió a los moscardones de encima y comenzó a regañarles en alemán. Los jóvenes le dieron la espalda, regresando al espectáculo del escenario, ignorándola. Ella fue hasta el joven camarero, preocupándose por su mano herida.
Se había clavado una astilla de cristal en la palma. Ambos se alejaron hacia la entrada en busca de luz, mientras el rubio de la cresta y compañía daban buena cuenta del resto de bebidas.
—Tienes que ir a que te lo vea un médico, Antonio —dijo Ilke, permitiéndome escuchar por primera vez su voz con claridad, dulce y melódica, una voz casi infantil.
—No es nada, es solo una astilla, ahora me la saco en el baño.
—Menudos gilipollas…
—Ilke, termino en una hora. Vámonos juntos —le propuso Antonio de improviso, al parecer reuniendo por primera vez el valor necesario para una invitación como aquella. La joven pareció sorprendida por su osadía.
—No puedo, he quedado con ya-sabes-quién.
El modo en que lo miraba, con algo parecido a la ternura, me transmitió que jamás se habría ido con él. Antonio, a pesar de ser bastante atractivo, no era su tipo. El rostro de la muchacha había perdido la jovialidad, estaba seria y se mordisqueaba el labio inferior, nerviosa.
—Está bien —se resignó el joven, colocándose la bandeja plateada bajo el brazo—. Pero… ¿por qué no te olvidas de ese tío de una vez? Mereces a alguien que te trate como a una princesa, los tíos casados solo dan problemas… Te lo digo en serio, dame una oportunidad y te aseguro que no te arrepentirás.
—Tú eres demasiado bueno para mí, Antonio —respondió ella con su acento germano, acariciando suavemente su mejilla, antes de soltar un hondo suspiro y regresar junto al grupo de danzarines que quedaban en pie, pues el alcohol comenzaba a menguar su número.