Es Molí de s’Estany
—Sube al coche, chica hippie —dijo abriendo la verja que daba acceso a la calle, cediéndome el paso hacia el flamante vehículo aparcado junto a la acera.
—¿Me dejas conducirlo?
—¿Estás loca? Ninguna mujer ha osado poner las manos encima a mi coche, ni siquiera la que me lo vendió —advirtió meciendo las llaves en la mano. En un impulso las cogí en el aire, arrebatándoselas, y eché a correr hacia el coche—. Carla, no… Te lo digo en serio…
—Vamos, déjame conducirlo, nunca he llevado uno de estos —dije rodeando el vehículo, interponiéndolo entre ambos. Eric negó con la cabeza—. Por favor, solo a la ida. Si me dejas conducirlo te contaré un secreto, uno muy gordo, algo que no me había atrevido a revelarte… Lo prometo.
—¿Un secreto de la investigación?
—Y de vital importancia —dije asintiendo, y entonces Eric se resignó y abrió la puerta del copiloto.
Sonreí satisfecha: había conseguido mi propósito de conducir aquella maravilla.
Me situé al volante y le di al contacto. Arrancó a la primera. Me apoderé entonces de la palanca de cambios y el vehículo carraspeó un poco.
—El embrague, Carla, por favor, apriétalo más —pidió llevándose una mano a la cara, pasándola por los ojos cerrados como si prefiriese no ver aquello, arrepintiéndose hasta la médula de haber cedido a mi capricho. Apreté mi pequeño pie en el embrague y metí la primera. El coche se me caló, cimbreándonos a ambos—. Carla, creo que vamos a dejarlo…
—Tranquilo, hace tiempo que no conduzco, pero es como montar en bicicleta. —Al oír aquello, su faz pasó por toda una gama de colores, desde el rojo más intenso hasta el blanco más pálido—. Tranquilo —le dije, y por fin logré arrancar el vehículo con normalidad. Encendí la radio para tratar de relajar el ambiente, y por los altavoces comenzó a sonar música clásica. Lo miré de reojo—. ¿Qué es esto? ¿Música de iglesia? ¿Escuchas música de iglesia cuando conduces?
—Es Beethoven, Sonata para piano n.º 14, el adagio sostenido. No es un avemaría, ni un aleluya ni un coro celestial…
—¿Te suenan de algo Evanescence, Green Day, Thirty seconds to Mars…? Música de este milenio, ¿sabes?
—Sé quiénes son los Green Day, pero prefiero Beethoven o, si me pides a alguien de este milenio, a Sabina, por ejemplo. Me gusta la música que dice cosas, a ser posible sin gritar. Y no me puedo creer que no conozcas a Beethoven.
—Sé quién era Beethoven —protesté, liberando el embrague y poniéndonos en marcha—. Un tipo sordo al que le cortaron una oreja…
—Menuda patada acabas de darle a la historia… El de la oreja era Vincent van Gogh.
—Van Gogh, ¿eso no es un grupo de música? —dije muy seria, y sus ojos se abrieron como platos ante mi escandalosa ignorancia, pero entonces eché a reír, mostrándole que bromeaba—. Que sí, listillo, que sé quién era Beethoven, y que Van Gogh pintaba girasoles. Hice hasta segundo de bachillerato, ¿sabes? O casi… —Reflexioné un instante: el último curso no es que asistiese demasiado a clase por mis obligaciones familiares, la creciente necesidad de atención de mi madre no me permitió terminar el curso—. Pero para conducir prefiero escuchar algo que no me haga quedarme dormida.
—Tú conduces, tú eliges.
Sonreí sintiéndome vencedora de aquella batalla musical y busqué una emisora de mi agrado.
—Es una delicia verte sonreír, lástima que no suceda más a menudo —dijo con naturalidad, con el brazo derecho apoyado contra la puerta. Su comentario me desarmó por completo. Apreté los labios tratando de calmarme, de controlar el nerviosismo resultante de aquellas palabras.
Él en cambio parecía sentirse orgulloso de su comentario, o quizá de la reacción que este había producido en mí, y desvió su atención a la calle, parapetando su mirada insondable tras las espejadas gafas de aviador, sin molestarse en disimular una victoriosa sonrisa ladeada.
«¿A qué estás jugando conmigo, Eric Serra? —me pregunté una y otra vez—. Resulta exasperante intentar entenderte. Mentalmente agotador. ¿Qué quieres de mí? ¿Por qué me haces sentir como una auténtica boba?» Y cada tanto lo miraba de reojo mientras subía el volumen de la radio, tratando de llenar con música aquel vacío incómodo que nos separaba.
Llegamos a la Colonia Sant Jordi después de casi una hora de camino por autovía, de la mano de Metallica y su «Creeping Death». Un camino durante el cual el subinspector seguramente hubiese utilizado tapones para los oídos de haberlos tenido a mano. La desgarradora voz de James Hetfield era demasiado para Eric. El amante de la música clásica (y de Sabina) camuflaba su mueca de desagrado a duras penas. En cambio, a mí la música me ayudó a relajarme, a recuperar el ritmo normal de mi respiración, de mi corazón. A fingir que aquel agente de la ley y el orden que me traía por la calle de la amargura jamás me había dicho que era una delicia verme sonreír, que debía hacerlo más a menudo. Ni más ni menos. Tratándose además del segundo comentario que me hacía al respecto.
¿Simple cortesía?
¿Auténtico interés?
¿Compasión o simple disconformidad con mi habitual expresión seria?
Un pequeño muro de piedra vista cobriza nos informó de dónde nos hallábamos, con letras de negra forja en las que se leía el nombre del municipio. Aparte el momento de su observación detenida de mis expresiones faciales, Eric se había portado de un modo bastante aceptable como copiloto. Conteniendo varios impulsos del tipo profesor de autoescuela histérico. Incluido el instante en que estuve a punto de rozar un contenedor metálico de basura con mi espejo retrovisor por una calle estrecha.
Sant Jordi parecía un sitio tranquilo. Un complejo residencial, perteneciente al cercano municipio de Ses Salines, de alrededor de cinco mil habitantes (población que se triplicaba en los meses estivales), aunque de crecimiento emergente, según me informaba el policía a medida que nos adentrábamos en la localidad.
Había varias grúas en sendos edificios en construcción a lo largo de la carretera. Y multitud de chalets en parcelas individuales con sus idílicas explanadas de césped y piscina propia.
No puedo describir la sensación que sentí al divisar con mis propios ojos el hotel Marqués del Palmer. Un edificio de seis plantas de estructura cuadrada y fachada blanca con ladrillos rojizos en las esquinas, con llamativas contraventanas rojas y amplios balcones de baranda metálica. Los colores resultaban mucho más vivaces a la luz del sol, pero era exactamente igual a como lo había visto a través de los ojos de Ilke.
Un estremecimiento me recorrió de pies a cabeza.
Eric me indicó que aparcase unos metros a la derecha de la entrada del hotel entre dos discos de prohibido estacionar. Obedecí sin rechistar. Entonces, raudo cual centella, un botones que fumaba a escondidas tras un macetón junto a la entrada, embutido en su chaqueta verde botella, se acercó a nosotros apremiado.
—Buenas tardes, señores —dijo a través de mi ventanilla bajada, con una sonrisa dibujada en mitad del rostro tostado por el sol—. No pueden aparcar aquí.
Eric ignoró su advertencia y descendió del vehículo con decisión, rodeándolo hasta el empleado, que comenzaba a dudar de que le hubiésemos entendido.
—No tardaremos mucho —dijo, sacando sus credenciales del bolsillo trasero de su pantalón verde. La cara del joven botones cambió al instante. Asintió y sin más se dirigió a su puesto junto a la entrada principal.
Eric me abrió la puerta para que bajase, pues yo esperaba por si tenía que mover el vehículo, sorprendida de que aquella placa nos otorgase la posibilidad de estacionar en cualquier lugar.
—Y bien, ¿cuál es ese secreto tan importante? —preguntó en un susurro cuando me tuvo frente a sí, a veinte centímetros escasos de mi rostro. Así que no lo había olvidado. Eché a andar sin prestarle mucho interés.
—No tengo carnet de conducir.
—¿Cómo? ¡¿Qué?!
—Tranquilo, no lo tengo porque nunca he dispuesto del suficiente dinero para pagarlo, pero sé conducir desde los dieciséis —expliqué, obviando que acababa de cometer un delito contra la seguridad vial en compañía de un policía. Y sin embargo era cierto, Aníbal me había enseñado a conducir con el viejo Citröen AX plateado de su difunta madre. Lo hizo a cambio de que le sacase el bajo a media docena de pantalones vaqueros que se le habían quedado cortos. En la época en que nuestros padres consideraban que comprarnos ropa era un lujo innecesario.
—¿Sabes…? ¿Tienes idea del lío en el que podías…?
—Oh, Eric, no seas melodramático. Ya has visto que sé conducir, no he matado a nadie… Vamos, ¿tú nunca te saltas las normas?
—Pues no, claro que no me salto las normas.
—¿Ni una vez?
—¿Es que tengo que recordarte que soy policía?
—Y un poco cuadriculado…
—¿Qué?
—Sssh —pedí, llevándome el dedo índice a los labios y conteniendo una sonrisa—. Es por aquí —indiqué metiéndome las manos en los bolsillos, y cerré los ojos para orientarme interiormente sobre la dirección a tomar—. Por aquí.
Tras abrirlos, enfilé la amplia acera adoquinada en dirección noreste, hacia donde terminaba el asfalto. Seguida por un subinspector de policía iracundo porque una mujer sin carnet había osado posar las manos en su flamante Audi A6.
—Ellos aparcaron aquí el Seat Ibiza rojo. —Señalé el lugar—. Y después bajaron por aquí.
Comencé descender por la arena a través de una pequeña rampa hasta el lugar donde comenzaba la playa denominada Es Molí de s’Estany. Una playa amplia que se extendía a lo largo de varios kilómetros, delimitada por una abundante vegetación baja y un frondoso pinar hacia el este. Había un chiringuito abierto, aunque poco concurrido. El mismo que había visto en mi sueño y en las fotografías tomadas por Eric.
—¿Tienen cámaras de seguridad? —pregunté. A mi lado y apuntando con la nariz al local, él negó con la cabeza—. Mala suerte.
Continué hacia la zona en que se hallaban clavados al suelo una veintena de parasoles de brezo, con las copas recién hechas, preparadas para soportar la nueva temporada estival. En el horizonte distinguí el pequeño islote en que durante mi sueño brillaban unos focos como potentes luces ambarinas sobre el mar. Eric me seguía en silencio un paso por detrás.
Sobre nuestras cabezas sobrevolaban gaviotas, curiosas, con sus picos anaranjados y sus vientres blancos. La brisa agitaba mi cabello rebelde, con su olor inconfundible a yodo, a salitre, a mar, a auténtica delicia para el alma. Las olas mecían la espuma con su cadente melodía hasta posarla sobre la arena, una y otra vez. Al mismo tiempo, del bosque que delimitaba la playa en toda su extensión provenía el canto de multitud de pájaros, vivaces, frenéticos ante la recién estrenada primavera.
Volví a cerrar los ojos, tratando de concentrarme, de aislarme de la luz solar, del ruidoso vaivén marino, de los escasos turistas que pululaban arriba y abajo por la playa con sus sombreros de palma publicitarios de cualquier establecimiento de la isla.
—Fue aquí, aquí hicieron el amor —afirmé hincando las rodillas en la arena caliente, en la base de una de las sombrillas—. Justo aquí. Y ahí detrás estaba escondido el asesino, oculto por un montón de hamacas apiladas, toda esta parte estaba repleta de hamacas blancas y azules del hotel. —Abrí los ojos. Eric me observaba anonadado. Estiré la mano, no sin cierto temor a lo que podía encontrarme al hacerlo, y alcancé la sombrilla junto a la que Ilke y Mateo habían hecho el amor aquella noche, esperando no sabía qué. Pero no ocurrió nada, absolutamente nada. Abrí un ojo y después el otro, oteando en derredor con cuidado.
—¿Qué?
—Nada.
No me hacía la menor ilusión volver a revivir en mi cabeza el cruento asesinato de la muchacha, pero si era el único modo de avanzar, de tratar de resolverlo y poder continuar con mi vida, cuanto antes lo hiciese, mejor.
—Bueno, al menos acaba de quedarme claro que no puedo provocar estas… visiones o lo que sea —dije resignada. Eric me ofreció su mano para ayudar a levantarme, pero la ignoré y apoyé ambas sobre la arena para incorporarme, evitando el innecesario contacto físico.
—Aquel es el árbol en que apareció el colgante —indicó él, utilizando la mano que me había ofrecido para señalar un alto pino situado a escasos cinco metros del parasol de brezo bajo el que nos hallábamos. Se acercó al tronco.
—No, no es ese, es aquel —le corregí. Era justo el árbol de al lado, uno de mayor grosor y altura, en el que reconocí la oquedad a media altura—. ¿Es que tratas de ponerme a prueba?
—Sería absurdo a estas alturas, ¿no crees? Mi compañero me envió una fotografía del dichoso árbol, pero son todos iguales.
Me acerqué al pino correcto y posé mis manos sobre la áspera corteza, palpándola, pasando los dedos con suavidad por la rugosa superficie, por el alto agujero que conformaba el nido de roedores donde habían hallado el colgante del escorpión, tratando de concentrarme de nuevo.
—¿Algo?
—Nada.
—Esto es como buscar una aguja en un pajar… —dijo él, doblando las patillas de las gafas de sol para colgarlas del cuello de su camiseta, en mitad del pecho.
—Lo siento… Yo… no sé ni lo que hago… Esto es… tan nuevo para mí que ni siquiera sé si debería estar aquí contigo o antes bien en la consulta de un psiquiatra.
—A pesar de que en algún momento me pueda arrepentir de decirte esto, no creo que estés loca… No sé por qué tienes esas visiones, o esos sueños, ni hasta qué punto es realidad lo que ves en ellos. Pero me has demostrado que no es una invención, ni delirio ni fantasía. De eso estoy seguro. Acabamos de llegar, no vamos a rendirnos tan pronto, ¿verdad?
—No, claro que no.
—Los padres de Ilke vendieron ambas casas y regresaron a Austria tras el juicio contra Mateo, quizás haberles tenido cerca hubiese servido de alguna ayuda para tus «visiones»… En fin, visitemos el lugar donde apareció el cadáver, si te parece buena idea.
—Sí, claro. Cine y palomitas sería un plan mejor, pero supongo que entonces tendría que continuar viendo la misma muerte horrible en mi cabeza una y otra vez —ironicé, molesta conmigo misma, con mi incapacidad para obtener algo más, voluntariamente, de aquellos sueños que me atormentaban. Y comencé a caminar de regreso hacia la carretera.
Me producía una tremenda rabia no haber podido descubrir algún nuevo indicio, alguna pista… Estaba en el lugar de los hechos, en uno de los escenarios, y resultaba lógico suponer que mi «don» (aunque quizá sería más apropiado llamarlo mi «maldición») debería verse intensificado. Pero, al parecer, no funcionaba de aquel modo. Si es que existía algún tipo de patrón, pues comenzaba a dudarlo. Resultaba frustrante. Me dispuse a subir al Audi azul por el lado del conductor, pero Eric me alcanzó, pidiéndome a mano alzada las llaves del vehículo. Estaba serio, muy serio. No iba a permitirme conducir de nuevo, así que se las devolví y, dando un ligero portazo bajo la atenta mirada del botones del hotel, me acomodé en el lugar del copiloto.
Eric Serra, desde su asiento, me dedicó una larga mirada y, al contrario de lo esperado ante la falta de resultados tras mi primer contacto sobre el terreno, sonrió. Parecía complacido con mi malestar.
—¿Por qué sonríes?
—¿Por qué no iba a hacerlo?
—¿Es que no te da rabia que venir hasta aquí no haya servido para nada?
—La experiencia me ha demostrado que las cosas nunca salen como uno esperaba que sucediesen en un principio. La propia Ilke jamás podría haber imaginado que aquel tipo del que se había enamorado acabaría acusado de su asesinato —dijo, arrancando el motor para desandar el camino por donde habíamos llegado.
—Ilke no estaba enamorada de Mateo. Se acostaba con él, pero no creo que albergase un sentimiento más allá del deseo sexual. Al menos es la sensación que me transmite en mi sueño… Ahora me vas a decir que no crees en el sexo sin amor, ¿verdad? Después de lo del amor a primera vista y la música de Beethoven me espero cualquier cosa…
—Claro que creo en el sexo sin amor. Es útil cuando no tienes una pareja estable… Docenas de mujeres con las que apagar el deseo que consume tu cuerpo, mujeres de las que después ni siquiera recuerdas su rostro, y mucho menos su nombre… —profirió serio, concentrado, con la mirada fija en la carretera pero la mente muy lejos de allí.
—Menos docenas, fantasma.
Mi comentario lo sorprendió, devolviéndole al interior del coche, haciéndole reír. Yo, en cambio, no pude evitar pensar en cuántas de aquellas mujeres habrían ansiado que las llamase al día siguiente, que recordase al menos su nombre… Sin duda todas ellas. Mujeres que acudirían prestas a su llamada de macho alfa, en la cima de la cadena evolutiva, con el torso al descubierto vociferando a lo Tarzán, llamando a gritos a su afortunada Jane de turno, con el taparrabos de sombrero… «Tengo que dejar de ver el canal TCM», me dije, apartando la sensual imagen de mi cabeza de un plumazo.
Enseguida disfrutamos con el paisaje de vuelta de las impresionantes salinas de S’Avall. Una de las salinas más antiguas de Europa, datadas del siglo IV a. C., según me informó el propio Eric, a medida que recorríamos la carretera paralela al inmenso salar. Unas aguas oscuras y espesas que se movían con las mareas a lo largo del día.
Abandonamos la Colonia Sant Jordi y tomamos un desvío sin asfaltar durante al menos un par de kilómetros en los que la arena comenzó a llenar la calzada y las pequeñas dunas a un lado del camino cobraban mayor importancia. De pronto detuvo el vehículo y bajamos.
—Es aquí —dijo, dirigiéndose hacia un pequeño muro de piedra de al menos un metro veinte de altura, a nuestra izquierda.
Al frente, lejos, el mar permanecía oculto por la poblada arboleda. Con agilidad felina superó el muro de un salto, ofreciéndome su mano desde el otro lado, pero la rechacé de nuevo. Entonces se volvió y avanzó por la vegetación rastrera. Mi pericia distaba mucho de la suya, pero mi orgullo continuó intacto tras salvar aquel obstáculo trepando cual salamandra, al segundo intento. Eric oteaba extasiado el horizonte, el sol descendía en la lejanía y en su camino dibujaba siluetas anaranjadas sobre el agua estancada.
—Ahí la encontraron al día siguiente, parcialmente sumergida en el agua. Este es un punto poco transitado en esta época del año, debió de ser muy fácil para el asesino traerla hasta aquí y arrojarla sin ser visto cuando aún nadie se había percatado de su desaparición.
—¿Y no hallasteis nada? No sé… ¿huellas de la furgoneta? Porque supongo que la traería hasta aquí en la misma furgoneta blanca —sugerí mientras me palmeaba los muslos, sacudiendo los vaqueros del blanquecino polvo que cubría el muro.
—A la mañana siguiente llovió, recuerdo que llevaba todo el puñetero invierno sin llover y esa mañana cayó un aguacero, por lo que fue inútil buscar huellas de zapatos, de vehículos, de nada… A veces los elementos se alían con el asesino.
—Pues el asesino debía de conocer muy bien esta zona. No es fácil llegar aquí sin perderte por ese laberinto de carriles sin señalizar.
—Debía conocerlo a la perfección para no perderse. Cada vez hay más carriles de este tipo, la mayoría han sido creados por los propios bañistas en su empeño por acortar la distancia hacia la playa cruzando la marisma.
Oteé en derredor en busca de algo, no sabía muy bien qué. El sol en su descenso se reflejaba sobre el agua de las salinas, tintándola de infinitos matices rojizos, coloreando las pequeñas nubes que aguantaban inmóviles su paso en el horizonte. Era un paisaje realmente bello, aunque aquel olor, una mezcla de salitre y algas podridas, me producía náuseas.
Había algo, algo extraño, que no era capaz de definir con palabras. Una sensación particular en el ambiente, en el aire que respiraba, en la vegetación que pisaba. Todo parecía cargado con una especie de energía negativa. Y comencé a sentirme mareada, a sentir que mi cuerpo pesaba como el plomo, que no era capaz de mantenerme en pie por más tiempo. Hasta que de pronto tuve que dejarme caer, consciente de que me desplomaba como un fardo, carente de fuerza alguna.
Eric, con reflejos felinos, me alcanzó rápidamente, agarrándome antes de que mi cuerpo impactase contra el suelo. Aunque no llegué a perder el conocimiento sentí náuseas, unas náuseas terribles, y un severo dolor de cabeza. Los oídos me pitaban de un modo ensordecedor.
—¿Qué te pasa? —preguntó, tumbándome despacio en el suelo arenoso. Me tomó el pulso y comenzó a elevarme las piernas, posando mis tobillos en sus hombros, a fin de aumentar mi presión arterial. De nuevo me demostraba cuán bien se le daban los primeros auxilios.
—Sácame de aquí.
Tenía la sensación de que si permanecía un minuto más en aquel lugar perdería hasta la fuerza necesaria para respirar.
Eric me levantó con sus brazos como si estuviese hecha de papel maché y comenzó a caminar hacia el vehículo, alejándonos de la salina, del olor, de aquella «energía oscura». Me posó con extrema suavidad al otro lado del murete y me sostuvo para incorporarme, cuando me sentí con fuerzas para ponerme en pie.
—¿Estás mejor? ¿Puedes andar?
—Sí, creo que sí.
Pasando uno de sus robustos brazos bajo mi hombro me ayudó a caminar hasta el vehículo. Y allí estaba yo, con mi alergia al contacto físico, en brazos de mi radiante salvador de ojos negros por segunda vez. Solo que en esta ocasión estaba consciente y no acababa de sacarme de un río, sino de una marisma, y al menos mis pulmones se hallaban libres de agua. Un detalle negativo si teníamos en cuenta que esto hacía innecesaria la práctica del boca a boca.
Entre sus brazos no podía evitar inspirar el delicioso perfume que impregnaba su piel, podía contemplarle aún con mayor detenimiento, la suave prominencia de la nuez de Adán en su robusto cuello, la nariz recta y proporcionada, la incipiente barba morena que comenzaba a oscurecer su mentón… Me ayudó a subir al coche con delicadeza, posándome como si lo hiciese sobre la cama de un faquir.
—¿Estás mejor? ¿Seguro? —preguntó acuclillado a mi lado, la puerta del coche abierta, escrutándome con sus insondables iris negros.
—Sí, tranquilo.
—¿Vamos al hospital?
—No, no; estoy bien. No sé qué me ha pasado, ese lugar es… ese lugar me produce escalofríos, miedo, vértigo, angustia… No me preguntes por qué lo sé, porque no tengo modo de demostrarlo, pero ese lugar está rebosante de mala energía. Y… hay algo en la cabeza, un dolor muy fuerte en la cabeza… Ella estaba recién muerta cuando llegó aquí, creo que su espíritu debió de llegar hasta aquí unido al cuerpo…
—Según el informe forense, después de que Ilke fuese agredida sexualmente y golpeada en la cabeza con extrema violencia, contra una superficie lo bastante dura como para destrozarle el cráneo, calculan que trascurrió un escaso margen de tiempo, quizás una hora, antes de que fuese arrojada a la salina.
—¿Podemos irnos, por favor?
Ansiaba alejarme de aquel lugar cuanto antes. Un lugar quizá tan apacible para los ojos de cualquier veraneante como terriblemente siniestro para mí. Eric se sentó al volante dispuesto a cumplir mi deseo.
—Pensaba acercarme a la comisaría para ver el colgante, pero mejor te llevo a casa y hablaré con mi antiguo jefe por teléfono… —dijo, mirando por el retrovisor mientras daba marcha atrás para luego girar y regresar por donde habíamos venido.
—Eric, puedes pasar a ver a tu antiguo jefe, yo me encuentro bien. Solo necesito descansar un poco. Déjame en tu casa.
—¿Seguro que estás bien? Podemos pasar primero por el centro de salud de…
—No, no, en serio, estoy bien. Habrá sido una bajada de tensión, ha sido un día muy largo… y hace calor…
—Está bien. Necesito hablar con el inspector Florida con calma sobre el descubrimiento del colgante. Aún no sé cómo voy a explicarle cómo averigüé dónde se encontraba, es casi tan reacio a cualquier tema sobrenatural como lo era yo… antes de conocerte.
Bueno, al menos si moría en uno de aquellos arrebatos místicos que me acaecían en el último tiempo, me quedaría el consuelo de haber convertido en «creyente» al menos a un miembro de la Policía Nacional.
El reloj de la radio del automóvil indicaba casi las siete y media de la tarde cuando alcanzamos la entrada de la urbanización. Eric se detuvo justo frente a la cancela de forja de su casa, con el propósito de que no caminase un solo paso innecesario.
—¿Estás segura de que te encuentras bien? —volvió a preguntarme antes de que me apease.
—Sí, tranquilo, de verdad. Puedes marcharte.
—Si vuelves a sentirte mal, llámame, ¿de acuerdo?
—Vale, tranquilo.
Bajé, apretando en la mano el par de llaves que me había entregado. Abrí la cancela mientras él rodeaba la rotonda y regresaba por el camino privado de la urbanización de vuelta a la ciudad. Cerré la puerta principal a mi espalda y me dirigí al salón. Encendí la televisión y llamé por teléfono a Virginia. No respondió a mi llamada y poco después recibí un mensaje suyo: «Estoy trinchando el pavo…», lo que básicamente significaba que ella y Gael habían hecho al fin las paces y estaban recuperando el tiempo perdido. Me alegré por ella. Le respondí que lo pasase genial y me senté en el amplio sofá color canela de aquel coqueto salón colonial.
Me sentía bien, algo entumecida por las horas de viaje pero nada que un buen descanso no pudiese solucionar. Lo que era todo un problema pues desde el día anterior solo había podido dormir a trompicones. Estiré ambas piernas en el sofá.
Me deshice de las botas militares y me solté el pelo. Posé los pies desnudos sobre el sofá y me dispuse a relajarme al menos hasta el regreso de Eric, pero después del primer bostezo no pude evitar dormirme. Eran demasiadas las horas de desvelo desde que comenzase a soñar con la infortunada Ilke Bressan, y finalmente me rendí, entregándome decidida a los brazos de Morfeo.