La loca de las deportivas
Me había refrescado y tumbado sobre la cama, dispuesta a descansar todo lo que el torso desnudo del agente de la ley, que invadía una y otra vez mi cabeza, me permitiese. Acababa de enviarle un mensaje a Virginia para informarla de que había llegado bien cuando oí que llamaban a la puerta. El timbre repetía su estridente pitido una y otra vez. Apenas habían transcurrido quince minutos desde la partida de Eric, por lo que pensé que una de dos: o la compra había sido rápida, o había olvidado algo.
Abrí convencida de que era él. Pero se trataba de una joven menuda, con el cabello rubio rojizo recogido en una coleta y el rostro salpicado de cobrizas pecas. Vestía unas mallas azul marino, una camiseta fucsia y deportivas. Me miró de arriba abajo con cierta hostilidad.
—Fuera de aquí ahora mismo —exigió con un tono nada amigable.
—¿Perdón?
—Que te largues ahora mismo de esta casa —insistió dando un paso hacia mí, que sostenía la puerta—. ¿Dónde está el coche? ¿Hay alguien más dentro?
—¿Con qué derecho me habla de ese modo? ¿Quién es usted?
—Soy la que te va a sacar de esta casa a ostias si hace falta —dijo agarrándome del brazo con violencia, tratando de tirar de mí hacia fuera.
—¡Suéltame ahora mismo! —grité, y entonces me agarró con las dos manos, intentando sacarme al patio delantero. Como me resistía, me hizo una especie de llave retorciéndome el brazo a la espalda. ¡Cómo dolía! No entendía nada—. ¡Suéltame, loca! ¡Socorro!
—No grites o será peor.
—¡Socorro! ¡Socorro, que me secuestran! —chillé de nuevo y ella aumentó la presión sobre mi muñeca contra la escápula.
Si no hacía algo iba a partirme el brazo, la muy desgraciada. Así que le propiné un talonazo con las botas militares, en el tobillo, con toda mi fuerza. No se esperaba aquella reacción por mi parte y se dobló de dolor, relajando la presión con que me tenía sujeta, momento que aproveché para liberarme y escapar. Salí corriendo y me encerré dentro.
La loca de las deportivas comenzó a aporrear la puerta con rabia. No daba crédito a lo que estaba sucediéndome. Recién llegada a Mallorca y tenía que toparme con una demente asaltacasas huida de algún psiquiátrico.
—¡Abre la puerta de una vez, jodida hippie! —gritaba a la vez que golpeaba la madera. Sin comerlo ni beberlo ya pertenecía a una tribu urbana más: grunge, punk, gótica, hippie…
Sentí auténtico miedo. ¿Por qué Eric tenía que haberse marchado en aquel preciso momento?
Pero de pronto oí un coche aparcando en el exterior. «Que sea Eric, por Dios, que sea Eric», rogué nerviosa, masajeándome el hombro lastimado por la postura forzada.
¿Y si la loca de las deportivas lo atacaba?
Eric era mucho más fuerte que ella, obviamente, pero si le golpeaba por la espalda podía lastimarlo, o si le atacaba con algo punzante…
Cogí un paraguas del paragüero metálico situado junto a la entrada, por si necesitaba intervenir, y aguardé con el oído pegado a la puerta, maldiciendo la ausencia de una mirilla. Escuché que se abría la puerta del coche y Eric hablaba con aquella loca. Pero no hubo gritos, no oía forcejeo ni lucha…
Paraguas en mano, abrí dispuesta a atizarle en aquella cabecita rubia rojiza en caso necesario.
Y entonces los descubrí conversando tan ricamente junto a la cancela de la entrada, Eric y la energúmena. Comenzaron a caminar hacia mí. Yo alcé el paraguas, amenazadora, a medida que aquella mujer se acercaba.
—Baja el arma, Carla. Tranquila, ella es Raquel, una amiga.
—Lo lamento muchísimo —aseguró la tal Raquel, la quebrantahuesos, ofreciéndome su mano, esa que era capaz de retorcer extremidades hasta puntos insospechados.
No estaba segura de querer estrecharla, aún me dolían el hombro y la escápula derechos, así que no lo hice, la dejé con la mano en el aire, apartándome, dando un paso hacia atrás para que ambos pasaran.
—Me ha hecho daño. Me gano la vida con este brazo, ¿sabes? —dije furiosa a Eric, ignorándola por completo.
—Pensé que eras una okupa… lo siento.
—Raquel es policía, éramos compañeros aquí en Palma —me informó Eric, que se adentraba en la casa transportando dos bolsas de supermercado repletas de comida.
—¿Sí? Pues avísame si alguna vez tu amiga acude a cubrir alguna manifestación antisistema en Madrid, para quedarme en casa.
—Ya te he dicho que lo siento… Cuido de la casa de Eric en su ausencia y no me había avisado de su regreso. Por eso cuando has abierto la puerta y te he visto… en fin, con esos tatuajes y… bueno…
«Y esas pintas», terminé la frase mentalmente, sintiendo que la sangre me hervía.
—¿Qué les pasa a mis tatuajes? ¿Tienes algún problema con ellos? —pregunté mirándola fijamente por primera vez desde que atravesara el umbral. Ella esquivó mi mirada, centrando su atención en su colega.
—Como te decía fuera, Raquel, Carla es una amiga de Madrid. Venimos a pasar el fin de semana.
Y Eric comenzó a sacar alimentos de las bolsas y a disponerlos en la encimera de cuarzo color crema y en el refrigerador. Con sus palabras me hizo saber que tampoco pensaba compartir los auténticos motivos de nuestro viaje con su amiga de confianza, aquella a la que encargaba el cuidado de su casa. Raquel me miraba sin poder ocultar su incredulidad, probablemente no por el hecho de que su amigo comenzara a rehacer su vida, que era lo que acababa de darle a entender, por decirlo de algún modo, sino porque lo hiciese conmigo: una hippie tatuada.
—Voy a terminar de deshacer la maleta —me excusé, dispuesta a no pasar un minuto más cerca de aquella máquina de desmontar articulaciones.
—Cocinaré arroz con marisco, ¿te gusta?
—Me gusta —respondí arisca, con las pupilas clavadas en su amiga, y desaparecí por el pasillo.
Si todos los amigos de Eric resultaban ser como el musculitos besucón y aquella poli con alma de antidisturbios, el viaje se me iba a hacer muuuuy largo.
Subí a la habitación y saqué toda la ropa de mi bolso, distribuyéndola en un par de cajones del tocador blanco situado frente a la cama. No había demasiada, así que acabé pronto.
En el pequeño balcón había una mesita blanca y un par de sillas de forja, parecidas a las que habían turbado a Eric, llevándole a pensar en su esposa, en el patio interior.
Tomé asiento junto a la mesita portando mi inseparable bloc de dibujo y comencé a pintar a carboncillo aquel horizonte azul turquesa, bellísimo. No podía decir que el mar hubiera sido una constante en mi vida, apenas habíamos viajado en un par de ocasiones a Torrevieja, a playas masificadas en las que tenías que pelearte con el resto de veraneantes para colocar la toalla sobre la arena. Sin embargo, aquel mar se mostraba inmenso y solitario, quizá porque estábamos estrenando la primavera aún, y su color era único e inimitable.
Sentí que llamaban suavemente a la puerta de mi habitación.
—Pasa —dije, y terminé de sombrear una lejana nube cumuliforme sobre el horizonte mientras Eric entraba.
—El arroz está listo, cuando quieras… Vaya, qué bien lo haces —dijo, de pie a mi espalda. Cerré mi libreta. No me gustaba que espiasen mi trabajo por encima del hombro—. Siento que Raquel te haya lastimado, y que te haya llamado… hippie.
—Me han llamado cosas peores —repliqué, viendo cómo tomaba asiento en la otra silla de forja, a mi lado.
—Lo digo en serio. Lamento que te haya tratado de ese modo. La culpa es mía por no avisarla de nuestra llegada, pero aun así debería haberte preguntado quién eras antes de tratar de desalojarte por la fuerza…
—Tranquilo, aún puedo dibujar.
Entornó los ojos mientras al aire agitaba levemente su camiseta beis.
—Dice que pateas fuerte. Esta tarde va a ir a urgencias porque se le está inflamando el tobillo —dijo, y ambos nos echamos a reír.
—¿Con quién creía que se metía? Me pegué con la mitad de las chicas de mi instituto…
—¿En serio? No sé, pareces una chica tranquila, con carácter, sin duda, pero tranquila.
—Y lo soy, soy tranquila. Pero no termino de acostumbrarme a que la gente «normal» escrute mi ropa, mi maquillaje y mis tatuajes y con eso les baste para creer que me conocen. Supongo que es cuestión de aceptar el peso de la etiqueta, o cambiar el modo de vestirme y maquillarme, para ser aceptada.
—Pero entonces no serías tú.
—Sería cualquier persona menos yo. Y no pienso cambiar para encajar en el puzzle de la vida de nadie. Me he pasado media existencia intentando ajustarme al de una madre alcohólica depresiva, sin conseguirlo, y no volveré a hacerlo, jamás. Quien me quiera deberá aceptarme tal como soy…
—Nadie que te merezca debería tratar de hacer que cambies, Carla —dijo con aquella voz grave y serena, perforándome las entrañas con sus palabras. O quizá tan solo atravesaba la dura coraza que protegía mi pequeño corazón, tratando de salvaguardarlo de la lluvia de piedras que llevaba azotándolo durante su corta existencia—. Cuando nos enamoramos de alguien lo hacemos de todo su ser, de sus virtudes y sus defectos, y si nos empeñamos en cambiar a la otra persona acabará convirtiéndose en alguien muy distinto a ese de quien nos habíamos enamorado.
—¿Y si te enamoras de la persona equivocada? ¿Cómo puedes saber si es la persona adecuada? —pregunté, sobreponiéndome a mi timidez, con las mejillas encendidas y la mente puesta en Ítalo y su obcecación por Elisabetta.
—Cuando la encuentras, cuando esa persona que es para ti te mira a los ojos… en ese preciso instante, lo sabes… —sentenció con lo que parecía una determinación férrea. Y yo recordé sus ojos negros, mirándome, mientras me reanimaba, devolviéndome a la vida.
—Vamos, Eric… ¿vas a decirme que a estas alturas aún crees en el amor?
—¿Es que tú no? —replicó, dedicándome una tibia sonrisa que incendió mis mejillas.
Bajé la mirada, cobarde, amedrentada. Sentí que ambos éramos como dos jugadores de póquer, fingiendo indiferencia uno con respecto al otro, porque ninguno era capaz de mostrar sus cartas ante el temor a perder la partida.
—El amor solo existe en los cuentos de hadas —sentencié, con mucha más determinación de la que de verdad sentía.
Mi móvil comenzó a sonar y vibrar, a castañetear sobre la mesa de forja, deslizándose hacia el borde, rompiendo la atmósfera de sentimentalismo que nos había envuelto. Eric lo atrapó en el aire, evitando que cayera al suelo, y observó la imagen que se reflejaba en la pantalla. La ancha sonrisa de Ítalo lo puso serio al instante.
—Toma, te espero abajo —dijo entregándome el aparato. Lo miré y colgué—. ¿No contestas?
—No. ¿Comemos?
—Te advierto que la mujer que prueba mi arroz cae fulminada a mis pies…
—¿Tan malo es?
—Peor —afirmó entre risas.
Lo seguí hasta el salón. Eric había dejado la paella en medio de la mesa, junto con los platos, los cubiertos, un par de vasos y una botella de Coca-Cola.
—También he traído un par de zumos y agua, porque no sé qué bebes…
—Normalmente whisky con cola, pero para almorzar solo cola estará bien —bromeé cogiendo uno de los platos. Tomó el cucharón y me sirvió primero.
Su arroz con marisco tenía muy buen aspecto y mejor sabor aún. Estaba delicioso. En realidad hacía demasiado tiempo que no probaba un arroz como aquel, en su punto, exquisito. Lo cierto es que no lo hacía desde… desde la muerte de la abuela Remedios.
Mi madre odiaba la paella, igual que el pollo al ajillo y cualquier otra comida que pudiese haber gustado a mi padre, así que ni siquiera cuando estuvo curada de su alcoholismo las preparaba. Pero la abuela guisaba un arroz exquisito, cada domingo. Unas veces con pollo, otras con marisco cuando la economía lo permitía. Yo me chupaba los dedos y ella siempre repetía: «Carla, las señoritas deben comer sin que se les note el hambre».
Mi abuela.
Mis ojos se empañaron al pensar en ella. Cuánto la añoraba. Cuánto la había necesitado a lo largo de aquellos últimos años. Eric me miró, percatándose de mi emoción.
—Sé que no es una maravilla, pero tampoco como para ponerse a llorar.
—Está muy bueno. Es que acabo de acordarme de mi abuela Remedios —dije, y tragué el arroz junto con las lágrimas—. Ella también hacía un arroz delicioso.
—¿Estabais muy unidas?
—Mi abuela fue mi verdadera madre, fue la única que ejerció como debe hacerlo una madre. Ella y mi abuelo me cuidaron mientras mi madre se pasaba las horas durmiendo la mona. Me compraba la ropa, me llevaba al colegio, en fin… todo lo que debería hacer una madre.
—Debió de ser duro.
—Aprendes a vivir sin ella, sin ellos… no queda otra solución. Y aprendes a apañártelas sola, a estar sola, a convertirte en una roca, por fuera y por dentro.
Ni yo misma daba crédito al modo en que se me había soltado la lengua con un subinspector de policía, hablándole de mis intimidades más oscuras, de las capas más profundas de mis sentimientos. Aquellas que incluso había evitado comentar con mis mejores amigos, Ítalo y Virginia. Pero, al contrario de lo esperado, me sentía bien al hacerlo.
—No creo que seas una roca. Creo que finges ser una roca para protegerte, como yo finjo seguir adelante con mi vida para que mi familia deje de preguntarme si estoy bien… Pero, en el fondo, sé que continuo añorando mi antigua vida, esta casa, esta ausencia que no tiene solución —dijo muy serio, aunque sin traslucir emoción en sus palabras. Al parecer, aquel era el día de las confesiones, parecíamos un par de invitados al programa Desnude su alma a las tres.
—Y aquí estamos, dos despojos humanos tratando de hacer justicia a la memoria de una alemana asesinada, ¿no resulta divertido?
—Yo no me considero un despojo humano —protestó Eric. Entonces me eché a reír con ganas, con los ojos aún llenos de lágrimas, demostrándole que no hablaba en serio—. Y te repito que Ilke era austriaca. Vamos, termina, tenemos mucho por hacer, chica hippie.
Eric se incorporó y llevó su plato hasta la cocina. Le observé desaparecer por el pasillo, con sus andares elegantes y equilibrados, sin poder evitar preguntarme por el sabor de la piel de su cuello… Uff, qué duro iba a resultar tenerle tan cerca.
Debía dejar de mirarlo de aquel modo, con semejante deseo. No era bueno que centrase mi completa atención en él, no para mí. Porque el deseo podría pasar a convertirse en algo más, en una emoción mucho más compleja de manejar que no podía permitirme. Debía protegerme de volver a pasar por ello a toda costa.
Me concentré en terminar mi almuerzo, por mi propio bien.
Pensé en Ítalo. No había insistido en su llamada, pero al menos había dado el primer paso hacia nuestra reconciliación, o eso esperaba. No obstante, restaba mucho para que pudiese olvidar que me había llamado «niñata».
Él, mi mejor amigo, alguien a quien apreciaba mucho, me había demostrado que la pécora Elisabetta pesaba bastante más en su balanza que nuestra amistad. Y una revelación como aquella dolía dentro, muy dentro, marcaba un punto de inflexión en nuestra relación, irreversiblemente.