Tu amiga la alemana
Lloviznaba y las gotitas sombreaban pequeños círculos sobre el asfalto, una tras otra, moteando toda la calle Juan Duque. La iluminación nocturna aún permanecía encendida, envolviendo la ciudad en aquel ambiente ambarino que tanto contrastaba con las luces fosforescentes del comercio chino que acababa de levantar la persiana a dos metros de mi portal. La circulación era tranquila, la gente caminaba arriba y abajo enfundada en gruesos abrigos.
Hacía mucho más frío que el día anterior, que los días anteriores, o quizás es que hacía demasiado tiempo que no me asomaba a la calle tan temprano por la mañana. El primero de los coches que en caravana recorrían la calle frenó en un cruce y esta se llenó de brillantes luces escarlata.
Me ceñí la chaqueta vaquera negra al cuerpo. Internet me había advertido de que en Palma la temperatura rondaba los treinta grados y había adecuado mi ropa de viaje a un tiempo primaveral.
Pensé en Ítalo de nuevo y apreté la mandíbula conteniendo la emoción. No había vertido una sola lágrima por nuestra discusión, aunque estaba segura de que él sí lo había hecho, porque me quería. Al menos tanto como yo a él. Y quizá por ese motivo él estaría sintiendo también el nudo que me atenazaba la garganta desde mi marcha de su dormitorio, ante los ojos desconcertados de Perico y su primo Simão, que acababa de regresar de su trabajo.
Con el piercing de la lengua me rasqué el paladar tratando de aliviar mi malestar, pero no lo conseguí. Nunca se iba, al menos tan rápido, debían transcurrir varios días para que aquel llanto enquistado bajase hasta el estómago y pudiese digerirlo al fin. Solía ocurrir así.
Era la primera vez que discutía con Ítalo de aquel modo tan exaltado, casi violento. Y ni siquiera podía explicarme cómo habíamos llegado a aquel punto, quizá debí marcharme en cuanto la conversación comenzó a subir de tono. Jamás debí haberle llamado imbécil. Pero él no tenía derecho a decirme que yo no había amado a nadie, y que no podía entenderle, y mucho menos a llamarme niñata.
Ni yo misma sabía si podría perdonarle por aquello. O si él me perdonaría por insultarlo, o por insultar a su idolatrada Elisabetta.
Virginia dormía en mi habitación, después de preguntarme si podía utilizar mi cama en mi ausencia. Accedí a ello, aunque prohibiéndole expresamente que tocase ni un boceto de mi mesa de trabajo. Al parecer por las escuetas explicaciones que no le había pedido, su conflicto iba para largo.
Por supuesto también ella se había sorprendido de mi inesperada partida junto a aquel «joven desconocido». Obviamente confiaba en mi buen juicio, debía de conocer muy bien a mi acompañante para marcharme sin más todo un fin de semana. Su única recomendación había consistido en: «Pásatelo bien y desmelénate tú que puedes».
Si hubiera sabido con quién me marchaba y cuál era el propósito del viaje, habría padecido uno de sus apocalípticos sermones sobre cómo no buscarse problemas innecesarios.
Había telefoneado a la residencia de mi madre, había dejado ordenado mi apartamento y mi trabajo estaba al día… Entonces ¿por qué sentía que olvidaba algo?
¿Qué olvidaba?
¿Acaso mi previsibilidad?
Apenas había dormido, un par de cabezadas en el sofá, atiborrada de café y Coca-Cola. No podía dejar de pensar en Ítalo y su mirada de desprecio, en aquel viaje, en que volvería a soñar con la horrible muerte de Ilke Bressan. Pero por muchos excitantes que tomase jamás conseguiría permanecer despierta hasta la eternidad, y al final caí rendida sobre los cojines granates de mi sofá de cuero.
Y de nuevo volví a soñar con Ilke. Con la persecución, con el secuestro, con la agonía… Pero al tratarse de una secuencia de imágenes ya vistas, por decirlo de algún modo, el impacto fue mucho menor que la primera vez. No por ello resultó menos desagradable y desconcertante, sobre todo porque aquel nuevo sueño confirmaba mis predicciones de que el fantasma de aquella muchacha no dejaría de atormentarme hasta que la ayudase a descansar en paz. O lo que es lo mismo, hasta que hiciese algo para ayudar a detener a su verdadero asesino.
Y es lo que estaba haciendo. O al menos lo que iba a intentar.
Un taxi se detuvo junto a mi portal, abrí la puerta de cristal y tiré de mi bolso de viaje. Eric bajó de él sin paraguas para ayudarme con mi maleta. La lluvia moteó su chaqueta de cuero negra, su camiseta beis, su cabeza morena y su pantalón verde lavado cuando corrió hacia mí. Nos encontramos a medio camino en la escalinata. Mi equipaje pesaba muy poco, era un antiguo bolso de asas de cuero marrón, al fin y al cabo solo llevaba camisetas, un top negro, unos vaqueros y un par de faldas. Me dirigí directa hacia el vehículo en marcha, abrí la puerta y me metí dentro. Eric subió detrás de mí, quizá pensando que se había mojado para nada.
—Buenos días.
—Buenos días —repetí, apartándome el cabello húmedo de la cara tras dejar mi bolso a los pies.
—Vamos —dijo Eric al taxista, que arrancó. Él también se limpiaba el agua que corría por su cabello hacia la frente, escurriéndose por su nariz recta y proporcionada—. ¿Has dormido bien? —Era su modo de preguntarme si había vuelto a soñar con Ilke.
—Bueno, si llamas dormir bien a soñar con tu amiga alemana…
—Austriaca.
—Lo que sea.
—¿Algo nuevo?
—No.
—Espero que este viaje sirva para algo —suspiró cansado, acomodando su espalda en el asiento.
—¿Y tú? ¿Has dormido bien?
—Me duele la espalda, llevo dos noches durmiendo en un sofá. Espero que pronto arreglen las goteras en casa de mi compañera o acabaré en el quiropráctico —dijo con una de sus seductoras sonrisas ladeadas, resolviendo mis dudas sobre si la agente Gil y él habían pasado la noche juntos. Pude sentir cómo se suavizaba el ambiente en el minúsculo habitáculo que nos conducía al aeropuerto.
—¿Por dónde vives?
—Vivo en Chueca —dijo, y entonces no pude evitar reírme. Un hombre tan masculino, tan terriblemente sexy, sería como un dulce a las puertas de un colegio.
—Eh, ¿qué pasa? Encontré una ganga de apartamento, justo sobre la pizzería Verga…
—Yo no he dicho nada.
—Pero esa sonrisita… ¿Es que crees que no hay heteros en Chueca?
—Sí, uno. Tú.
—Bueno, y Damián, mi compañero de piso, ya somos dos… Estás muy guapa cuando sonríes, deberías hacerlo más a menudo —dijo de improviso, sin borrar la inmaculada sonrisa de anuncio de dentífrico de su rostro.
Eric no podía imaginarse cuánto me desconcertaba no saber a qué estaba jugando conmigo. Se movía entre el ying y el yang a una velocidad pasmosa. Un minuto era capaz de dirigirse a mí con empatía y naturalidad y al siguiente se parapetaba tras su papel de poli serio y profesional, como si de una barrera infranqueable se tratase.
Quizá solo trataba de ser amable, aunque mis hormonas revoltosas se empeñasen en convencerme de lo contrario. Pero aquella mirada intensa, aquellos ojos cristalinos de un negro abisal, aquellos labios gruesos, impregnados de diminutas gotitas, húmedos por la lluvia, entreabiertos, parecían gritarme: ¡Bésame, vamos, bésame de una vez!
Y yo me moría de ganas de hacerlo.
Demasiadas.
Parecía estar aguardando mi reacción, a que moviese ficha. ¿Qué debía hacer? ¿Cerrar los ojos, lanzarme a besarlo y comprobar cuál era su respuesta?:
a) Paraba el taxi y volvía a salir huyendo, esta vez por las calles de Madrid.
b) Me hacía la cobra y yo caía fulminada de bochorno.
c) Correspondía a mi beso, haciendo que se me derritiese hasta el esmalte de uñas y que aquel viaje pasase a convertirse en un muestrario del Kamasutra en lugar de la búsqueda de pistas sobre el asesinato de una joven austriaca llamada Ilke Bressan.
La opción C no parecía tan mala, salvo por el leve detalle de que tendría que volver a dormir algún día y allí estaría la hija del embajador para recordarme que no la había ayudado aún.
Apreté los puños contra la tapicería, conteniendo el impulso de lanzarme a sus labios y besarle. El impulso de quitarle la chaqueta de cuero y arrancarle la camiseta con los dientes.
Pero si existía la remota posibilidad de que Eric Serra deseara un beso de mis labios, como yo lo quería de los suyos, tendría que ser él quien diese el primer paso.
Dejé de mirarle la boca para pasar a mirarme los pies, nerviosa. Suspiré, quebrando el silencio instaurado en el interior del taxi, a excepción del soniquete de la lluvia repiqueteando contra el techo.
El conductor encendió la radio, quizá para otorgarnos mayor intimidad.
—Nos alojaremos en mi casa.
—¿Tienes casa allí?
—Sí, claro, aún la tengo. Con esta jodida crisis no he conseguido venderla… —dijo, mirando por la ventanilla.
Entonces reparé por primera vez en que aquel viaje iba a ser muy duro para él. Debería regresar a la casa que había compartido con su difunta esposa, Natalia.
—Entonces fue en Palma donde conociste a tu actual jefe, qué casualidad…
—No fue casualidad, mi jefe me pidió que me trasladase a Madrid tras aquella investigación, me quería en su equipo. Pero entonces no podía hacerlo, porque allí era… feliz.
Sus palabras destilaban un profundo dolor contenido.
Y no volvió a dirigirme la palabra. No hasta que bajamos del avión en el aeropuerto de Palma. Desconocía si se debía al doloroso sentimiento que le producía regresar al que fuese su hogar, a una hipotética decepción porque no me había atrevido a besarlo, o a si la lluvia le producía mal humor… pero lo cierto es que Eric había vuelto a colocarse la máscara de Mr. Hyde, para mi desaliento.
El vuelo apenas duró un par de horas, en las que el subinspector Serra se dedicó a leer el periódico The Times, así que dominaba el inglés, y tan solo me dedicó una fugaz mirada antes de pedir una lata de Nestea a la azafata y un paquete de patatas que, educado, me ofreció y yo rechacé.
El sol resplandecía regio sobre el cielo de Palma, colándose por las amplias cristaleras del gigantesco techo semicircular de la terminal del aeropuerto. Caminé junto a Eric Serra hacia la zona de recogida de equipajes, con mi bolso al hombro, pues comenzaba a pesar mucho más de lo esperado.
Después de pasar por el área reservada a la policía por motivos de seguridad al llevar encima su arma reglamentaria, varios turistas se me quedaron mirando mientras el subinspector recuperaba su maleta de la cinta transportadora.
Me molestó que un par de sexagenarios llegados de alguna parte del norte de Europa me mirasen de un modo tan descarado. Tan solo vestía unos vaqueros negros y una camiseta rota en el pecho con desgarros horizontales que imitaban la garra de algún animal sobre las palabras Go Hell («vete al infierno»). Aun así, por debajo llevaba una camiseta de tirantes negra, no se me veía nada de piel y ni siquiera me había maquillado los ojos, en previsión de una más que probable corrida de la máscara de pestañas a causa de la lluvia, y llevaba el largo cabello suelto, de lo más corriente.
Sin embargo, ellos sí eran dignos de ser observados con aquellas bermudas floridas casi tan pálidas como sus pieles y sus correspondientes sandalias con calcetines impolutos.
Seguían mirándome abiertamente, así que les saqué la lengua, lo cual los sorprendió terriblemente y se dieron la vuelta, fingiendo no haberme visto.
Quien no fingió no haberme visto fue Eric, que caminaba hacia mí tirando de su trolley metálico con rueditas.
—¿No eres un poco mayor para eso?
—Me miraban con descaro.
—¿Y te sorprende? Es lo que le sucede a las chicas guapas, que los hombres las miran, ¿no?
Busqué sus ojos. ¿Lo decía en serio? Parecía que sí. Continuó caminando hacia la salida sin concederle importancia a su comentario.
¿Y si tenía razón? ¿Y si aquel par de sexagenarios me habían mirado porque me consideraban atractiva en lugar de por mi aspecto punk? Me avergoncé por haberles sacado la lengua.
Desde luego, todo apuntaba a que sería un viaje muy extraño. Más aún teniendo en cuenta que buscábamos la forma de hacer justicia al fantasma de una chica asesinada.
A la salida del aeropuerto el sol nos deslumbró. Hacía un día maravilloso, un día de auténtica primavera. Caminé tras Eric en la acera, hasta que él hizo señas a alguien a quien yo no veía, pero al punto vi cómo ese alguien lo alcanzaba y abrazaba con vehemencia.
Era un policía municipal, debidamente uniformado, y se saludaban con efusividad. Se trataba de un tipo alto y tremendamente fornido, como uno de esos luchadores de lucha libre que salen por la televisión. Tanto era así que su musculatura le impedía mantener pegados los brazos a los costados. Su cabello era castaño claro, o rubio oscuro, y sus ojos de un verde claro. Su compañero, que estaba un poco más atrás junto al coche patrulla, era algo más bajo, moreno, y de una complexión corriente. Eric también le saludó, estrechándole la mano.
—Tío, pero qué bien estás, para ti no pasan los años —decía el inmenso Polineitor, con el brazo sobre el hombro de su amigo.
—Sí que pasan, ya te lo digo yo —repuso Eric con una sonrisa—. Chicos, ella es Carla. Carla, este es mi amigo Chema —me presentó a Musculitos—, y él es Julio, su compañero.
El tal Chema me repasó de pies a cabeza con sus ojos claros y me dedicó una amplia sonrisa que traté de devolver. Entonces se abalanzó sobre mí para darme sendos besos en las mejillas. Di un paso atrás y tropecé con la maleta de Eric, cayéndome de culo sobre ella con mi bolso a cuestas. Sentí una profunda angustia ante aquellos besos inesperados, incluso náuseas por la ansiedad y un enloquecido hormigueo en el estómago. No soportaba aquel tipo de contacto físico con desconocidos. No sin haber tratado de mentalizarme antes al menos.
—Vaya, lo siento mucho… —dijo el Polineitor ofreciéndome su mano para levantarme, pero yo la ignoré. No deseaba volver a tocarlo, ni a él ni a nadie en ese momento. Me sentí objetivo de los ojos de todos los presentes.
—No te preocupes, no me ha pasado nada —aseguré incorporándome, ignorando su manaza abierta.
—¿Estás bien, Carla? —se preocupó Eric.
—Sí, tranquilo, muy bien.
—Vámonos, entonces —dijo Chema mirándome de reojo aún. Debía de estar pensando en lo peculiar que era la amiga de su colega. Abrió el capó del coche patrulla, tomando el trolley de Eric entre las manos.
—¿Vamos a ir en un coche de policía? —pregunté a Eric en voz baja.
—Este loco se ha empeñado en que no puedo coger un taxi. Desde que le dije que venía a Palma a pasar el fin de semana está emperrado en llevarnos él a la casa.
—¿Cómo vas a coger un taxi cuando nosotros estamos por la zona y podemos acercaros tranquilamente? ¿Es que en Madrid os pagan tanto que os sobra el dinero? —bromeó Chema, el Polineitor-besucón, acercándose a mí con intención de coger también mi bolso.
Negué con la cabeza, no pensaba dárselo. Mi bolso viajaría conmigo en el interior del coche.
Subimos en la parte trasera. Eric me miraba con lo que parecía cierto recelo por mi reacción, o quizá por mi actitud en apariencia tan antipática con sus amigos, pero yo no podía evitarlo.
Podrían ser sus amigos del alma, pero para mí solo eran un par de desconocidos. Y me incomodaba en demasía tener que departir con ellos, soportar conversaciones en las que nada tenía que aportar, y mucho más que me tocasen o besasen. Por suerte, el otro joven policía, al ver mi reacción, ni siquiera lo había intentado.
El vehículo policial nos condujo por una autovía hasta la ciudad costera. Desde la avenida principal contemplé el puerto, la playa interminable, el cielo azul, infinito sobre nuestras cabezas. Un sinfín de edificios rectangulares de una decena de plantas daban paso al casco antiguo, donde desde la propia avenida se veía la catedral gótica de Mallorca, bella e inmensa aun a la distancia.
—Aquel es el Palacio Real de la Almudaina —dijo Eric indicando hacia el impresionante alcázar medieval—. Y esa obviamente es la catedral de Santa María o la Seu.
—¿Seu?
—Así es como llamaban a las catedrales en el reino de Aragón. Esta es la catedral con el mayor rosetón del estilo gótico —me informó aquella enciclopedia viviente que no dejaba de sorprenderme. Además de guapo, políglota y culto, menuda joyita—. Podemos acercarnos a verla, si quieres.
—No tengo especial interés en ver catedrales ni rosetones góticos. Pero gracias.
Eric apretó los labios y ahí acabó toda su actuación como operador turístico. No volvió a comentar un solo monumento o edificio. Me lo tenía merecido, por antipática.
—Y dime, Eric, ¿qué tal es tu nuevo jefe? —intervino Chema, quien conducía.
—Bien, es un tipo cabal, bastante recto, pero que escucha a sus subordinados, y eso es algo muy de agradecer. ¿Y a ti cómo te va? ¿Cómo están los pequeños?
—Enormes, están enormes… Yo estoy bien, estamos bien. Han renovado la flota de coches, que ya era hora porque estaban hechos una pena, ¿verdad, Julio? —Su compañero asintió—. Aunque ahora comienza la época complicada con los hurtos en la playa y demás, pero por lo general estamos bien, tranquilos, como siempre. Eres tú el que ha despegado el vuelo marchándote a la capital, el resto seguimos igual por aquí —concluyó con una amplia sonrisa.
Mientras ellos se ponían al día acerca de sus conocidos y los últimos sucesos sociales acaecidos en la isla, continuamos el recorrido por el paseo marítimo, repleto de bares y restaurantes como es de rigor. Había centenares de embarcaciones de diversa envergadura, de aspecto lujoso, atracados en el muelle del Club Náutico, a nuestra izquierda.
Comenzamos a ascender una pendiente hacia el interior de la ciudad, alejándonos del mar. La vivienda del subinspector Serra estaba situada en una urbanización nueva, conformada por doce casas unifamiliares idénticas de dos plantas. Con fachadas de ladrillo rojizo, grandes ventanales y tejado gris abuhardillado, situadas en torno al recinto de una generosa piscina con forma de media luna. A su espalda se extendía un auténtico vergel, un bosque de pinos y vegetación baja. Su casa era la segunda a la derecha y aparcamos junto a la puerta.
—Bueno, tío, sé que solo vienes un par de días en plan… —El Polineitor se contuvo con una sonrisa pícara, haciéndome saber que Eric no le había contado el verdadero motivo de aquel viaje. Yo permanecía de pie junto a la cancela que daba paso al pequeño patio delantero de la casa, sintiéndome incómoda—. Pero si encuentras un hueco para tomar unas cervezas, llámame. Me ha alegrado verte —dijo antes de volver a estrecharle la mano—. Encantado, Carla.
—Igualmente —respondí sin demasiada convicción.
—Claro, por supuesto, a mí también me apetece —admitió Eric con una sonrisa—. Adiós. Y adiós, Julio —se despidió del otro municipal, que no se había apeado.
El sol resplandecía fuerte y me ardía en la espalda bajo la chaqueta vaquera, así que me la saqué y anudé a la cintura mientras Eric abría la portezuela metálica y me ofrecía pasar primero, haciendo gala nuevamente de su caballerosidad. De uno de los dos balcones de madera de la planta superior colgaba medio caído un letrero de SE VENDE, junto al logotipo de una inmobiliaria.
En el patio había un vehículo aparcado, cubierto por una tupida lona gris.
—¿Es tu coche?
—Sí. He pensado en llevármelo a Madrid, pero es un Audi A6 nuevo, y aparcado en la calle noche tras noche no tardarían en destrozármelo. Pagar un garaje cuesta un pico y al fin y al cabo vivo lo bastante cerca de la comisaría como para ir dando un paseo en bici cada mañana —explicó caminando hacia la puerta. Yo le entendía: jamás aparcaría un coche tan caro en la calle—. Una vecina tiene llave de la casa, la revisa cada cierto tiempo y arranca el coche para que no se estropee el motor.
—Esos… polis, ¿eran compañeros tuyos aquí?
—No. Ellos son municipales, yo soy policía judicial, no trabajábamos juntos, pero sí coincidíamos en muchas ocasiones. Chema es un gran tío —en eso estábamos de acuerdo, grande era un rato—, somos amigos desde que llegué a Palma. A Julio apenas le conozco, pero también parece un buen tipo. ¿Por qué lo preguntas?
—Por nada, simple curiosidad. —No iba a decirle lo mal que me había sentado que su amigo el Polineitor se abalanzase sobre mí como una anaconda para besarme las mejillas, cuando el problema era únicamente mío y de mi incapacidad para socializar.
Achacaba mi aversión natural a las muestras de afecto al hecho de que mi madre prácticamente se hubiese olvidado de mi existencia tras el abandono de mi padre y su consiguiente caída en el alcohol. Pero en el fondo sabía que no era así, que no era aquel el auténtico motivo…
Pasamos al interior de la vivienda. Olía a cerrado y hacía frío, se percibía que aquella casa no la habitaba nadie desde hacía mucho tiempo.
Eric conectó la electricidad a la entrada, prendió las luces para comprobar que funcionaban y, adentrándose por el vestíbulo, llevó su maleta hasta los pies de un sofá beis de terciopelo en mitad de un amplio salón de suelo de gres y mobiliario oscuro con cierto aire colonial. Había un aparador de madera sobre el que estaba dispuesto un televisor de plasma, con dos altas estanterías repletas de libros y DVD. Y una mesa de comedor de gruesas patas rectas, de líneas sencillas y elegantes. Eric fue hasta un gran ventanal cubierto por una cortina blanca translúcida y subió la persiana, descubriendo las vistas hacia el amplio patio trasero poblado de césped seco por el descuido.
Lo observé mirar absorto a través de la ventana; había una mesa y varias sillas de forja blanca bajo unas pérgolas de madera.
Debía de estar experimentando un tsunami de emociones en su interior.
—¿Estás bien? —me atreví a preguntar, dejando mi amplio bolso sobre el sofá.
—Sí —respondió, como si regresase con brusquedad del interior de su mente—. A ella le encantaban esas sillas, las compró en un anticuario. Y míralas, pudriéndose al sol. —Me mantuve en silencio, no sabía qué decir. Reconocí el patio, aquel era el lugar de la hoguera donde ardía el vestido de novia, pero guardé silencio al respecto, no serviría de nada mencionarlo, salvo para incomodarlo—. Bueno, vamos a instalarnos —dijo dirigiéndose hacia la escalera que conducía a la planta superior. Le seguí por el corredor de habitaciones—. Tiene tres dormitorios pero solo montamos dos, el principal y uno de invitados.
Tras la primera puerta del largo pasillo había una habitación amplia, con lámpara de tulipas ambarinas y cama de matrimonio con cabecero de madera, cubierta por una bonita colcha blanca de ganchillo salpicada de diminutas rosas rojas también de ganchillo, completamente artesanal. La persiana estaba a media altura.
—Puedes dormir aquí, el baño está ahí enfrente. Mi habitación es la siguiente —dijo con gesto cansado, apoyado en el marco de la puerta, dispuesto a dejarme sola en el cuarto—. Son las doce y media, si te parece bien después de comer podríamos visitar la colonia Sant Jordi, donde supuestamente se produjo el asesinato de Ilke.
—Vale —acepté, y Eric desapareció rumbo a su dormitorio.
Entorné la puerta y me miré un instante en el espejo del tocador. Parecía cansada. Bueno, estaba cansada. Recogí mi cabello en una alta coleta y me saqué la chaqueta de la cintura. Había sudado y me sentía incómoda. Abrí mi bolsa de viaje y busqué una camiseta limpia. Hacía demasiado calor para llevar manga larga, así que elegí una bastante holgada y me dirigí al cuarto de baño decidida a asearme.
En el lavabo no había gel ni jabón. Tampoco en la ducha. Dejé la camiseta sobre el toallero y fui a la habitación de Eric para preguntarle dónde guardaba los productos de higiene diaria.
—No hay ja… bón —balbuceé deteniéndome abruptamente en el umbral ante la imagen desplegada ante mis ojos: una efigie griega de músculos pectorales, dorsales, laterales, oblicuos, y algunos otros que quizás aún no hayan sido catalogados por la ciencia.
Eric estaba desnudándose. De cintura para arriba al menos. Sus hombros eran como las patas contorneadas de una mesa de madera rústica. Y su abdomen tableado presentaba un marcado escalón en la unión con las ingles hasta donde permitía ver la cinturilla del vaquero. Un escalón no, un abismo.
—¿Qué? —preguntó cuando terminó de sacarse la camiseta por la cabeza. Sobre el aparador permanecían su arma enfundada y su chaqueta.
—Lo siento —dije reculando para volverme hacia el pasillo.
—No me digas que soy el primer hombre que ves sin camiseta… —se burló pedante y resabido—. No te preocupes, siempre hay una primera vez.
Me produjo una profunda rabia que se riese de mí de aquel modo. Pero era cierto que verle me había trastornado. ¿Cómo podía no hacerlo? Si bajo aquella camiseta hubiese visto una barriga cervecera peluda y grasienta, y no un cuerpo magistralmente esculpido para el regocijo femenino, mi reacción habría sido muy distinta. Traté de calmarme. La temperatura corporal me había subido al menos un par de grados. Por favor, aquello iba a ser una tortura. Tomé fuerzas para enfrentar su torso semidesnudo de nuevo, pero cuando volví a asomar la cabeza por el umbral se hallaba cubierto por una nueva camiseta. Al menos podría concentrarme en sus ojos.
—No eres el primer hombre que veo sin camiseta —protesté, pero mi réplica sonó demasiado infantil y ñoña, tanto que casi podría decir que me faltó sacarle la lengua. Eso lo hizo reír, le divertía mi pudor.
—No, claro que no… Y bien, ¿qué me decías, chica tímida?
—Que no hay jabón en el baño —repuse, pasando por alto su «chica tímida».
—Espera un momento.
Abrió el armario empotrado y extrajo un bote de gel y otro de champú.
—No queda bien para las visitas de la inmobiliaria, prefieren que la casa esté vacía de objetos personales.
Recorrí la habitación con la mirada, percibiendo que no había un solo cuadro, un solo objeto que hiciese pensar que en aquella propiedad había vivido un día una joven pareja de enamorados con trágico final.
—Claro.
Una vez en el baño, me quité las dos camisetas que llevaba y contemplé en el espejo el pequeño tatuaje, del tamaño de una moneda de cincuenta céntimos, que marcaba mi pectoral izquierdo casi a la altura de la clavícula: el Principito subido en su asteroide azul, con su cabello dorado y su bufanda celeste mecidos por el viento estelar. Era un dibujo propio, una copia exacta de la acuarela original de Antoine de Saint Exupéry. También eran de mi autoría el dragón y la mariposa de mi antebrazo izquierdo y el hibisco hawaiano de mi tobillo derecho. Dibujos que había trazado sobre mi piel antes de acudir a un tatuador para que los grabase en mi dermis para siempre. La correa del pantalón se me había clavado bajo el ombligo, después de tantas horas sentada.
—Carla, voy a comprar algo de comida —anunció Eric al otro lado de la puerta.
—De acuerdo —contesté, y pude oír cómo bajaba las escaleras rápidamente, dejándome a solas en su casa.