14

Niñata

Perico, el estudiante de Químicas que compartía ático con mi amigo y su primo Simão, me abrió la puerta, analizándome con sus pequeños ojos castaños.

—Adelante, Ítalo está en su habitación —dijo medio sonriendo.

Perico trataba de hacerse el simpático conmigo, siempre lo hacía, fascinado con la relación que manteníamos el maestro capoerista y una servidora. Contemplar cómo abandonaba el dormitorio de mi amigo por la tarde, y que después Ítalo saliese por la noche y quizá trajese algún ligue a casa, sobre el cual después podíamos hablar con absoluta normalidad, le parecía poco menos que el Nirvana sexual. «Tío, eres mi ídolo, eres Dios», le había dicho en más de una ocasión, según me había contado el propio Ítalo divertido.

A mí me traía sin el menor cuidado lo que opinase Perico de mi relación con el mulato de ojos tostados. Lo que opinasen Perico, Simão y la vecina del quinto. Actuaba conforme a mis necesidades, y si estas me decían que la compañía de Ítalo, la de Aníbal o la de Perico de los Palotes era buena para mí, sencillamente ponía el mecanismo en marcha. Siempre y cuando intuyese en ellos la posibilidad de una respuesta positiva. La cual no parecía factible en el caso de Eric Serra.

Ítalo estaba haciendo abdominales con los pies trabados bajo la cama.

El sol se colaba por la ventana, resplandeciendo sobre las gotitas de sudor que perlaban su piel de chocolate con leche, resbalando veloces por sus músculos pectorales y sus omóplatos a cada movimiento.

A punto estuve de saltarme a la torera mi determinación de cortar nuestros encuentros íntimos hasta que el huracán Elisabetta no terminase de arrasarle de nuevo. Estaba segura de que lo haría. Desconocía cuánto tardaría, pero lo utilizaría y después le dejaría hecho pedazos. Y eso que Ítalo era un hombre fuerte. Había vivido mucho, se había hecho a sí mismo y salido adelante por sus propios medios desde muy pequeño, pero su talón de Aquiles, su punto flaco, era Elisabetta, y ella lo sabía.

—Me quedan solo cincuenta, me ducho y vemos una peli. ¿Ok? —preguntó sin detenerse, dedicándome una mirada tierna, con la voz ligeramente acelerada por la actividad física.

Ligeramente acelerada para él, un auténtico atleta. De haber sido yo la encargada de hablar mientras hacía abdominales, se me habría salido el corazón por la boca a la primera palabra articulada.

—Tranquilo —dije tomando asiento en la cama, a su lado.

Un tintineo me indicó que acababa de recibir un correo en mi iPhone. Lo abrí, era de Hiraoka, y su mensaje estaba rebosante de emoticonos sonrientes, le hacía feliz todo el trabajo adelantado. Al gran jefazo, el señor Katô, le encantaban los últimos dibujos. Casi parecía, después de tantos elogios, que estuviese a punto de pedirme en matrimonio. Sonreí para mí. Iba a guardar mi teléfono cuando comenzó a sonar.

—¿Sí?

—Empiezo a odiar que siempre tengas razón —me dijo Eric Serra con un punto de complicidad—. Haz las maletas.

—¿Las maletas? ¿Para qué?

—Mañana a las siete y media de la mañana te recogeré en un taxi en el portal de tu casa.

—¿A mí? ¿Para qué? —pregunté, y vi que Ítalo prestaba un indisimulado interés en la conversación.

—Han encontrado el colgante del escorpión. Envié a un compañero a comprobarlo y lo han encontrado en un nido de roedores, justo donde indicaste. Aún falta por verificar su pertenencia por medio del ADN, pero yo no necesito eso para saber que es así, ya no —afirmó.

Oír aquellas palabras de sus labios hizo que una bomba de auténtica satisfacción estallase en mi interior. Me creía. ¡Al fin! Me creía por encima de todo, de las dudas, de lo irreal, de lo inverosímil de todo aquello. Eric Serra, subinspector de la policía judicial, creía en mis sueños «visionarios».

—Gracias.

—He hablado con mi jefe, y por la amistad que le une con Herman Bressan ha accedido a que me desplace hasta Palma para verificar el estado de la nueva prueba y si su descubrimiento arroja una nueva luz sobre la investigación. Le he dicho que la hemos hallado gracias a un confidente cuyo nombre no puedo revelarle aún… Me ha concedido tres días, tres días antes de entregar la información oficialmente a la policía judicial de Palma.

—¿Y qué hay de malo en eso?

—Es mi caso, Carla. Además de un asunto personal para mi jefe. Puede que en ese colgante no encuentren otra cosa más que el ADN de Ilke y se acabó, pero tú me has hecho creer que hay otro asesino, y no puedo permitir que quede impune si es así… Y más importante aún, si Mateo Ferreti es inocente no puedo consentir que continúe en la cárcel.

—Pero ¿y qué puedo hacer yo?

—No lo sé, pero según lo poco que he podido averiguar sobre la… videncia —le costaba incluso pronunciar la palabra—, la cercanía con los lugares, con los objetos de la víctima ayuda a que se aclaren las… visiones. —Hablaba en voz baja, podría decir incluso que avergonzado de haber estado investigando sobre… «la videncia».

—Pero yo no soy… Yo no…

—Si no lo haces es posible que el asesino quede impune. Es ahora o nunca.

—Pero… pero…

—Tres días, Carla. Tres días. Te llevaré a los lugares que viste en tu sueño: a la playa, a la puerta del chalet de los Bressan y a cualquier otro lugar que se te ocurra. Y si después no eres capaz de demostrarme con pruebas que Ferreti es inocente, nos olvidaremos del asunto.

—¿A Mallorca? Pero yo… yo no puedo irme así, sin más…

—Pues no vamos, olvídalo y ya está.

—Pero entonces… ¿cómo…? —balbuceé atolondrada, sobrecogida por la perspectiva de aquel inesperado viaje que estaba proponiéndome.

—Entonces, con un noventa y nueve por ciento de probabilidades, todo se quedará tal como está. Como si nunca hubieses soñado nada, como si nunca hubiésemos hablado del tema…

No podía permitir aquello, yo que conocía la verdad de primera mano, en absoluto.

—¿A qué hora?

—A las siete y media, en el portal de tu casa.

—De acuerdo —afirmé sintiendo que algo se me expandía por dentro: el miedo, la angustia ante lo desconocido o quizás ante la certeza de enfrentarme a situaciones fuera de mi control. Ítalo dejó de fingir indiferencia y detuvo sus vaivenes atléticos.

—Debes tener en cuenta que es algo secreto que no puedes hablarlo con nadie, absolutamente con nadie. Hasta mañana.

—Adiós —dije, quedándome inmóvil, petrificada sobre la cama, tratando de digerirlo.

Devolví el teléfono a mi bolsillo, comenzando a planificar todo lo que debía hacer antes de marcharme. Lo principal era preparar mi maleta y llamar a la residencia para avisar que aquel fin de semana no visitaría a mi madre. Era la primera vez que no lo haría desde su ingreso, hacía menos de dos años; esto me producía cierto malestar añadido.

Además debía hablar con Virginia, dejarle las llaves de casa si finalmente necesitaba continuar hospedándose conmigo por un tiempo.

Ítalo me miraba corroído por la curiosidad, y casi podría decir que preocupación por la mueca que constreñía su frente morena. Guardé silencio, mirándome los pies, los botines militares de cuero negro anudados hasta el tobillo.

—¿Te vas? ¿Adónde? ¿Con quién? —preguntó al fin, incorporándose para secarse el sudor con una pequeña toalla morada que había sobre la cama para tal menester.

—Voy a… a pasar el fin de semana con un chico a Palma de Mallorca. —No podía mentirle, odiaba que él me mintiese a mí, éramos amigos por encima de todo, pero tampoco podía decirle la verdad, al menos toda la verdad.

—¿Qué chico?

—Eric Serra, el policía que me rescató del río.

Él asintió.

—¿Para qué?

—¿Cómo que para qué? Porque me gusta…

—Pero si apenas lo conoces. ¿Vas a largarte con un tío al que no conoces?

—Oye, no va a pasarme nada. Eric es policía —traté de aparentar despreocupación. Yo, que tenía la misma capacidad de camuflaje que un papagayo en un desierto de sal.

—Por tu cara no parece que te haga demasiada ilusión.

—Sí que me hace ilusión, solo que me ha parecido un poco precipitado. Me voy con un chico el fin de semana, tampoco es tan extraño…

—¿Que no es extraño? —Ahora sonó irritado. Le ofuscaba, le molestaba que me marchase con Eric. Y yo comenzaba a preguntarme por qué, cuando él había estado retozando con una jirafa rubia las últimas dos semanas—. Es la primera vez que haces algo así desde que te conozco; largarte con un tío al que acabas de conocer. Y no deberías hacerlo, me parece muy mala idea.

—Pues voy a pasar el fin de semana con él, te parezca lo que te parezca, ¿te enteras? —respondí incorporándome de la cama, enfrentando sus ojos castaños con decisión.

—Eres tan… inmadura —dijo, y casi pude sentir como la sangre empezaba a bullir en mis venas. ¿Cómo podía estar llamándome inmadura, él, precisamente él?

—¿Ah, sí? ¿Es que tú vas a darme lecciones de madurez?

—A lo mejor aprenderías algo.

—¿Algo como volver con una ex novia que te ha denunciado por acoso? ¿Con una furcia que solo pretende sacarte hasta los ojos?

Su expresión mudó del enojo a la estupefacción, para cambiar veloz a la ira.

—¡¿Has estado espiándome?! ¿Cómo has podido facer algo así? ¡Pero ¿quién te crees que eres?!

—Yo no te he espiado, lo descubrí por casualidad. ¿Es que te crees el centro del jodido mundo? ¿Que no tengo mejores cosas que hacer que comprobar dentro de qué bragas te metes?

—¡No intentes controlar mi vida! ¡Estoy hasta los cojones de que todo el mundo trate de decirme lo que debo hacer! —Todo el mundo probablemente acababa en su primo Simão y yo.

—¿Controlar tu vida? Por mí como si vuelves a estrellarte por culpa de esa cerda que lo único que quiere de ti es tu dinero. ¿Cómo puedes estar tan ciego? —Tenía ganas de gritar, de patearle las espinillas para ver si así abría los ojos de una vez. Él estaba acusándome de meterme en su vida, justo lo que acababa de hacer él con la mía.

—No la insultes, Carla, no lo voy a consentir.

—¿Es que no puedes pensar con la cabeza de arriba por una jodida vez? Te comportas como un imbécil.

—¿Alguna vez has querido a alguien de verdad, Carla? ¿Sabes lo que es amar con las tripas? —replicó agarrándome por las muñecas con fuerza, obligándome a enfrentar sus ojos cetrinos, como si no tuviese derecho a hablar.

Obviamente él no lo sabía, jamás le había hablado de Aníbal, de lo que sentí, lo que aún sentía de algún modo por él. Porque me había prohibido a mí misma mostrar mis debilidades hacía mucho, mucho antes de conocer a Ítalo. Cuando tratar de comenzar una nueva vida dejando el pasado atrás era el único modo de continuar adelante. Guardé silencio, con lo cual pareció que le hubiese dado la razón. Ítalo me miró con desprecio, una mirada que se me clavó en el alma.

—No eres más que una niñata que cree que lo sabe todo de la vida, y no sabe nada, nada —espetó taladrándome con sus iris oscuros, apretando la mandíbula con rabia y soltándome por fin las muñecas.

Cuánto me dolió aquello. Hondo, muy hondo en el alma. Él lo sabía. Mi juventud me había cerrado demasiadas puertas: el crédito que solicité al banco de toda la vida de mi madre tratando de subsistir cuando volvimos de Guadalajara, trabajos de responsabilidad, subsidios y ayudas económicas en el INEM. Era demasiado joven para todos ellos, para sus ayudas y sus malditos dineros. Pero me había pasado casi toda la vida apañándomelas sola y eso me había hecho madurar a bofetadas. Él lo sabía, como sabía que llamarme «niñata» era uno de los peores insultos que podía dedicarme.

—¡Vete a la mierda, Ítalo! ¡A la mierda!

Y salí dando un sonoro portazo tras de mí.