13

La hija del embajador

Desperté empapada en sudor en mi cama, atrapada en una maraña de sábanas revueltas. El reloj despertador indicaba las siete de la mañana con su fosforescencia. Sentía en el pecho la agonía de la muerte que acababa de vivir, un intenso dolor martilleaba mi cabeza y en la garganta seca se ahogaban los gritos de aquella joven desconocida con cuyo asesinato acababa de soñar. Otra vez, otra vez había sucedido, otra vez.

Sentí ganas de llorar, de nuevo había soñado con un asesinato, con la muerte brutal de una joven. Una visión atroz, vívida, espeluznante. No se había acabado, los fantasmas no habían dejado de acudir a mis sueños.

La luz de la habitación se encendió de pronto.

—Lulú, ¿estás bien? —preguntó una Virginia adormilada, observando cómo me revolvía en la cama, destapándome a duras penas.

—Asentí, tomando conciencia de dónde estaba, a salvo, en mi cama, en mi casa, muy lejos de dondequiera que hubiese sucedido aquel terrible crimen.

—Sí… Tranquila, estoy bien… Ha sido solo una pesadilla.

—Gritabas «no la mates, no la mates»…

—Soñé con la chica muerta del río —mentí. Con que hubiese dos personas en el mundo convencidas de mis habilidades para ver asesinatos en sueños, Ítalo y Serra, tenía más que suficiente. No quería alimentar las dudas de Virginia de si me faltaba un tornillo.

—Qué desagradable… Suerte que despertaste —dijo ella, sentándose a mi lado en la cama antes de contener un bostezo.

Traté de fingir normalidad, aun a pesar de lo difícil que se me hacía con el pulso todavía acelerado.

¿Y si era cierto? ¿Y si había sido solo un sueño?

La vivencia había resultado tan real como la del crimen de Maite Mendoza. Mi esperanza de que mi papel como «visionaria» de vidas malogradas hubiese concluido comenzaba a desvanecerse.

Acababa de presenciar, de vivir, un nuevo asesinato, uno terrible. Alguien clamaba justicia, y me la clamaba a mí. A mí, que pretendía continuar con mi ya de por sí convulsa existencia.

O quizá no, quizá ciertamente fuese solo una pesadilla.

Solo había un modo de averiguarlo.

Y pasaba por volver a hablar con el subinspector de los besos castos.

Virginia dio un ronquido, sobresaltándome: se había dormido recostada sobre mi hombro. Me aparté, dejándola caer suavemente sobre el lecho y la tapé.

Volví a mirar el reloj. Eran casi las siete y media de la mañana. Habían asesinado a una chica, a una bella joven de aspecto nórdico cerca de una playa, no sabía dónde ni cuándo, ni quién lo había hecho. ¿Qué podía hacer?

Me levanté, posando los pies desnudos sobre la mullida alfombra gris de mi dormitorio.

No podía hacer nada por ella, ya estaba muerta. Y no sabía su nombre, ni de dónde era, ni cuándo había sucedido. Carecía de cualquier dato que pudiese ayudarme a identificarla, a excepción del tatuaje, aquel escorpión en su pálida espalda.

El corazón aún me latía demasiado rápido. Apagué la luz y salí de la habitación. Por un instante pensé en telefonear a Ítalo y contarle mi sueño, pero el orgullo me dijo que no debía hacerlo. Al fin y al cabo, él no había tratado de ponerse en contacto conmigo, desde el día siguiente a mi caída al Manzanares debía de andar muy ocupado con su propia vida, junto a su víbora particular.

Me senté en el sofá y me abracé las rodillas contra el pecho. Podía callarme, fingir que nunca había soñado con aquella chica, que no había presenciado su muerte, sus últimas horas. Pretender que se había tratado de un sueño, sin más.

Pero ¿por cuánto tiempo?

Probablemente con eso solo conseguiría que continuase visitándome cada noche, cada vez que cerrase los ojos e intentase dormir.

Me incorporé y caminé descalza sobre el frío suelo de terrazo hasta el baño, abrí la ducha y, en cuanto el agua estuvo en su punto, demasiado caliente para cualquiera, me introduje bajo la alcachofa y enjaboné mi cabello. Aquella era mi particular forma de aclarar mis pensamientos, meterme bajo la cortina de agua y diluir en ella mis comecocos, demasiados últimamente.

Podía arriesgarme a preguntarle a Virginia qué hacer, pero sabía cuál sería su respuesta: «No digas nada a la policía, cada cual que se apañe con sus asuntos». No obstante, ese «cada cual» podía llevar horas muerta, incluso días o años.

¿Y por qué aquel espíritu tuvo que acudir a mí?

¿Es que Maite Mendoza, satisfecha con mis servicios, había colgado una especie de cartel con mi foto en el Más Allá? Algún tipo de letrero luminoso de advertencia: ATENCIÓN, ¿VEIS AQUELLA CHICA DE NEGRO? PUES SI OS METÉIS EN SUS SUEÑOS Y LA JODÉIS UN POCO OS AYUDARÁ A RESOLVER VUESTROS ASESINATOS.

No hay nada como un cliente satisfecho.

Salí de la ducha envuelta en una esponjosa toalla de algodón y busqué en el aparador la tarjeta que había dejado allí semanas atrás. Cogí el teléfono inalámbrico y volví a encerrarme en el baño dispuesta a hablar con Eric Serra.

Había decidido contarle todo lo que sabía, cada detalle, como una ametralladora, sin permitirle un solo comentario de índole personal. Sin espacio para un solo sarcasmo, para una sola burla, y que después él hiciese lo que considerase conveniente. Si es que hacía algo.

Marqué los dígitos carcomida por el nerviosismo que chisporroteaba en mi estómago como una marabunta de hormigas rojas.

—¿Sí? —contestó con su inconfundible voz.

—Buenos días. ¿Subinspector Serra?

—Sí, ¿quién es?

—Soy… soy Carla Monzón.

Hubo un profundo silencio tras mis palabras y le oí carraspear antes de hablar.

—Hola, Carla, ¿cómo estás?

—Necesito hablar con usted.

—Espera un momento… —pidió, y yo apoyé un codo en mi rodilla derecha, que temblequeaba presa de la inquietud—. Sí, las toallas están ahí… abajo, en el mueble, Teresa. —Al oír aquel nombre algo se me revolvió por dentro. Sentí ganas de estrellar el teléfono contra la pared, de mandarlo a la mierda. Hacerme esperar mientras la «poli-goteras» buscaba toallas. Oí su graznido de fondo junto con el sonido de la ducha al abrirse. Después oí pasos—. Perdona, Carla, dime.

—¿Qué pasa? ¿No les enseñas a tus huéspedes dónde guardas las toallas?

—¿Qué quieres, Carla? Estoy seguro de que no me has llamado para comprobar mis virtudes como anfitrión.

—No, por supuesto que no —dije, y reprimí un par de exabruptos que al fin y al cabo hice bien en callar. ¿Aquel era el mismo hombre que me había dicho que se arrojaría al Manzanares una y mil veces para salvarme? No lo parecía—. He vuelto a tener un sueño… He soñado con alguien a quien creo que han… ya sabes…, He visto algo atroz y no sé a quién más puedo contárselo.

Él permaneció en silencio unos instantes en los que temí que hubiese colgado.

—¿Dónde podemos hablar? —preguntó al fin.

Aceptó venir a verme aquella misma tarde en el único lugar donde me sentía segura, mi casa, en cuanto concluyese su jornada en la comisaría. Dejé el teléfono sobre el aparador aún sintiendo el malestar que me había producido oír a la agente Gil en su casa, en su baño, en su ducha…

¿Habrían pasado la noche juntos?

No tenía modo de saberlo.

Y su respuesta: «¿No creo que me hayas llamado para comprobar mis virtudes como anfitrión?»

¿Se podía ser más antipático? Sin embargo, tenía razón. Sus virtudes como anfitrión no eran de mi incumbencia. Pero me comportaba como si lo fueran. Me sentí furiosa conmigo misma por pazguata, por ñoña…

Nos veríamos aquella misma tarde, así que me esperaba toda una mañana de nerviosismo contenido.

Un pitido comenzó a sonar en el sofá. Era el móvil de Virginia, perdido entre las mantas que le había dado para pasar la noche, avisándole que debía levantarse para marchar al trabajo. No sabía si mi amiga pensaba ir al bufete o no. Los jueves acostumbraba trabajar solo hasta mediodía. Así que tomé el aparato chirriante y lo llevé al dormitorio.

—Virginia, tu despertador.

Ella arrugó la diminuta naricilla pecosa aún con los ojos cerrados y estiró un brazo hacia mí. Se lo entregué y, sin mirarlo siquiera, lo apagó. El sol ya se colaba a través de las rendijas de la persiana

—Vir, son las ocho menos cuarto —insistí, y entonces abrió los ojos de par en par.

—¿Las ocho menos cuarto? Dios mío, y tengo que pasar por casa para cambiarme… —dijo peinándose el largo cabello cobrizo con los dedos, y se incorporó rápidamente—. ¿Dónde están mis zapatos? En el salón, seguro que están en el salón…

—¿Te vas? ¿No desayunas siquiera?

—No puedo. Tengo que llegar a tiempo al bufete. Hoy se firma el preacuerdo de la famosa fusión de esas dos grandes empresas que traen loco a Gael y debo estar presente… —explicó atropellada mientras buscaba sus zapatillas deportivas, que estaban junto al sofá. Metió los pies dentro sin agacharse siquiera—. Gracias… por todo.

—Ya sabes que esta es tu casa.

—Gracias, Lulú. Espero que después de firmar ese acuerdo arreglemos las cosas Gael y yo. Le juré que hoy hablaríamos, pero si volvemos a discutir volveré aquí esta noche. Puedo, ¿verdad?

—Claro, el tiempo que necesites.

—Gracias otra vez.

Y se marchó presurosa, dejándome de nuevo sola en los confines de mi reino. Así que decidí dedicar la mañana a dibujar con mi uniforme habitual, el pijama. Era lo único que podría distraerme de los terribles hechos que había visto en el interior de mi cabeza.

Y, en efecto, fue una jornada muy productiva. Era como si al tratar de alejarme de aquellas «visiones» que poblaban mi mente hubiese echado a volar mi imaginación de un modo sorprendente. Dibujé una escena tras otra hasta casi completar medio cómic. Hiraoka me haría la ola en cuanto viese aquello, eso sí, en su interior, pues mi jefe no era demasiado expresivo en sus muestras de entusiasmo.

Compartir mi apartamento con Virginia aquella noche había resultado menos traumático de lo esperado, incluso tenerla dormida en mi cama, roncando a pierna suelta. Al contrario, saberla tan cerca, ver su rostro en la puerta de mi dormitorio al despertar de aquella horrible pesadilla había ayudado a sofocar el profundo sentimiento de desamparo que crecía en mi interior. Y a superar la angustia que trepaba feroz por mi garganta apoderándose de todo mi ser, aquella que desde que estuve a punto de morir ahogada me atenazaba cada vez que me detenía a pensar que me hallaba sola en el mundo. Que no tenía padres —mi pobre madre no contaba a tales efectos pues era yo quien debía encargarme de su cuidado y manutención—, abuelos ni nadie que cuidase de mí llegado el momento, pues mi tía gallega a más de quinientos kilómetros no cabía en la ecuación.

Al menos la tenía a ella, a mi amiga Virginia. Y a Ítalo.

Aunque el maestro capoerista continuara desaparecido y yo me hubiese prohibido llamarle, después de descubrir que me ocultaba su renacida relación con Elisabetta. Sin embargo, no le había mencionado a mi amiga una sola palabra sobre mi preocupación al respecto, ella tenía suficiente con sus propios problemas.

Pasaban apenas cinco minutos de las tres de la tarde cuando sonó el timbre de la puerta. Había pedido pizza, así que supuse que se trataría del chico de la chupa roja. Me miré en el largo espejo de pie junto a la entrada, me había cambiado, por una vez no iba a aparecer en pijama. Además, había recogido mi largo cabello negro en una coleta alta.

Abrí sin mirar antes por la mirilla y me topé con los ojos de Eric, que me dieron un buen repaso de pies a cabeza.

—Buenas tardes.

—Hola, pasa —dije haciéndome a un lado, y el agente de la ley y el orden que había saboreado la piel de mi frente se adentró en mi escueto salón.

Las gafas de sol reposaban en su brillante cabello oscuro y él las retiró, guardándolas en el bolsillo interior de la chaqueta de cuero. Me dedicó una mirada fría como el Polo Norte, mientras apretaba la mandíbula en tensión. Se sentía incómodo a solas conmigo. Podía percibirlo.

Permanecimos uno frente al otro, en silencio.

Al menos no había traído consigo a la «poli-goteras».

¡¡Yujuuu!!

—Has venido solo.

—No sé qué vas a contarme, Carla.

La tensión podía cortarse con un cuchillo. Jamonero.

—Claro —dije, atusándome el cabello, deshaciéndome de la goma del pelo, como acto reflejo ante el tsunami de emociones que recorría mi cuerpo. Volví a bajar la cara, nerviosa, y contemplé mis pies descalzos. Me moría de ganas de saber si había pasado algo entre él y la agente Gil, si habían pasado la noche juntos, si él le había tapado las goteras. Pero no sabía cómo averiguarlo sin traslucir mi interés desmedido—. Espero que descansaras bien anoche porque voy a contarte algo horrible —dije, arrepintiéndome en el acto de ser tan osada, tan atrevida, dada la seriedad con que me miraba.

Enarcó una ceja para después dedicarme una irónica sonrisa ladeada, que hizo surgir unos seductores hoyuelos en sus mejillas, divertido con mi desazón. Eso me hizo sentir del todo incómoda.

—Algo he dormido. Gracias por tu interés.

—También yo tuve un huésped inesperado anoche…

—¿Un huésped?

—Sí, una amiga. Vino de madrugada… ¿Podemos hablar de lo que he soñado? —pregunté inquieta, violentada por mis propias palabras. Haciéndome a un lado, le ofrecí pasar al salón, alejándonos de la puerta.

—Dime qué has visto.

No podía evitar sentirme intimidada con su mera presencia. Pero es que Eric Serra era, tras Aníbal Nájara, el primer hombre que me gustaba de aquel modo. Y estaba convencida de que si no fuese policía, si el día anterior no hubiese huido de mí como de la peste, hubiese tratado de besarlo, de afrontar cara a cara lo que me hacía sentir. En un todo o nada que por fin acabase con mi desazón interior. Si respondía a mi beso aliviaría el intenso deseo sexual que generaba en mí a cada paso, a cada movimiento; en caso contrario, la frustración producida por su rechazo se encargaría de apartarle definitivamente de mis anhelos. Pero lo era, Eric era policía, y su expresión me desconcertaba.

Comencé mi relato y él sacó un bolígrafo y una pequeña libreta de su cazadora para anotar los datos que iba ofreciéndole, sin apenas levantar los ojos. Fue una descripción detallada, sin obviar nada, penetraciones anales incluidas.

Eric me escuchaba en silencio, atento, sentado a mi lado en el sofá, el mismo en que había presenciado una de mis crisis de ansiedad un par de semanas atrás.

Y cuando dije: «Al final de la playa, sobre una especie de altiplano había un hotel de fachada blanca, con esquinas de ladrillos rojizos, y las iniciales HMP grabadas en sus hamacas», la libreta cayó de sus manos al suelo. Me incliné, tomándola de entre sus zapatos de piel para devolvérsela, y al incorporarme le descubrí una terrible cara de estupefacción.

—¿Qué sucede, Eric? —pregunté. Del bolsillo del pantalón sacó su móvil y buscó algo. Unos segundos después me mostró la pantalla.

—¿Este hotel? —Había hallado en internet una instantánea del hotel exacto que yo le había descrito. Asentí, sorprendida por la rapidez con la que lo había encontrado. Él continuó buscando en su móvil antes de mostrármelo de nuevo—. ¿Y la chica es esta? —preguntó nervioso.

Miré la imagen con atención. La foto de una joven aparecía en una página de la policía nacional de acceso reservado. Era ella, sin duda. Sus ojos azules sonreían a la cámara en una fotografía de carnet, estaba tal como la había visto en mi sueño, antes de ser asesinada.

—Es ella, es la chica del escorpión… ¿Quién es?

—Carla, acabas de relatar con lujo de detalles el asesinato de Ilke Bressan, la hija del embajador austriaco, Herman Bressan —respondió visiblemente impresionado—. Sucedió hace cinco años en Mallorca. Y lo has relatado tal como suponemos que ocurrió, salvo porque Ilke no tenía ningún tatuaje en su cuerpo, ninguno… —aseguró.

Si mi sueño era real, si aquella chica había existido, también su tatuaje. Lo había visto con mis propios ojos.

—Yo lo vi, Eric. Vi el tatuaje, enorme, en su espalda.

—Pero Ilke fue asesinada por el tipo con quien mantuvo relaciones sexuales en la playa, junto al hotel Marqués del Palmer…

—No, aquel chico y ella hicieron el amor, pero fue el tipo de la furgoneta quien la mató.

—El ADN de Mateo Ferreti, que así se llama el chico de la peca junto a la nariz, este de aquí —afirmó, buscando otra imagen en su smartphone que me mostró. Una instantánea similar a las que aparecen en las películas: fichado, con un número debajo de su cara de frente y de perfil—, estaba bajo las uñas de Ilke. Fueron hallados restos de su semen en el ano de la víctima, y su espalda estaba marcada por las uñas de Ilke… Aunque suponemos que debía de tener un cómplice, pues aparecieron un par de vellos púbicos de alguien más en una uña de la joven. Alguien que no fue descubierto y que Mateo Ferreti se negó a delatar.

—Porque Mateo es inocente. Fue Ilke quien le propuso mantener sexo anal, y claro que fue ella quien le arañó la espalda, tuvieron sexo salvaje en aquella playa, muy salvaje —insistí, al límite de mi pudor—. Pero no fue Mateo quien la mató, fue el hombre de la furgoneta blanca.

—¿Cómo puedes estar tan segura? —replicó, exasperado por mi obstinación.

—¡Porque lo vi! Quisiera no haberlo visto, pero lo hice, y puede que me equivoque en lo del tatuaje, pero estoy segura de que ese chico no fue quien la mató. ¿Por qué te pones así conmigo?

—¡Porque Mateo Ferreti lleva cinco años en la cárcel por el asesinato de Ilke Bressan y fui yo quien le encerró, joder! —aseguró, arrebatándome la libreta de las manos y lanzándola contra la pared del salón, furioso. Metió la cabeza entre los brazos, masajeándola nervioso, con los codos apoyados sobre las rodillas. Absolutamente descolocado.

Me acerqué a su lado del sofá, en silencio.

—Él siempre defendió su inocencia —dijo. No alcanzaba a ver su cara gacha—. Pero todo le acusaba: el semen, los arañazos, el ADN en las uñas de Ilke, la gente que les vio juntos aquella noche… Y aún así estaban esos vellos púbicos de un hombre distinto, el único signo de que había alguien más.

—Tú no podías saber que Mateo era inocente…

—Yo no he dicho que crea que Mateo es inocente. A mí no me hablan los muertos, a mí me hablan las pruebas, y las pruebas dicen que Mateo Ferreti es culpable…

Agaché la cabeza amedrentada; sí, era yo la friki punk a la que los muertos le hablaban en sueños, no él. Él era el fantástico policía que encarcelaba malvados.

—Ojalá yo tampoco soñase con ellos… Pero no puedo evitarlo.

—Lo siento… no pretendía molestarte —masculló entre dientes. No le resultaba sencillo disculparse—. Esto sucedió hace cinco años, Carla. Yo estaba destinado en Palma de Mallorca. Abraham González de Fíes, inspector jefe de la policía judicial de Palma, se dirigió a mí y mi compañero con un caso que le quemaba. El cadáver de Ilke Bressan, la hija de Herman Bressan, embajador austriaco en Madrid con residencia vacacional en la isla, había aparecido sumergido en las marismas de las salinas de los Estanys con evidentes signos de violencia. Fue una investigación relativamente sencilla que se resolvió con rapidez. Mateo era un don nadie, el barman de una de las discotecas más populares de Palma, un ligón, un niñato de clase baja con antecedentes por consumo de cocaína y éxtasis. Ilke era una joven muy atractiva, una niña bien bastante rebelde. Al parecer se conocieron en la discoteca donde él trabajaba y aquella noche acudió a visitarla a la colonia Sant Jordi. Estuvieron de borrachera. Él aseguraba haberla llevado hasta el chalet familiar y haber regresado en su vehículo a Palma. Pero según las cámaras de seguridad del chalet de Ilke, ella nunca llegó a casa. Y había un tramo de horas inexplicables entre el momento en que la había llevado al chalet y cuando fue visto por trabajadores del servicio de limpieza del ayuntamiento de Palma a las ocho de la mañana de camino a su casa. Horas que, según el propio Mateo aseguraba, se había pasado durmiendo la mona en una antigua área de servicio abandonada.

—Ella llegó al chalet, Mateo la llevó hasta la acera frente al portal del chalet, pero nunca consiguió entrar —repetí, pues ya había detallado aquella parte—. El tipo lo sabía, el asesino sabía que había cámaras y las esquivó…

—El embajador no denunció la desaparición de la muchacha hasta la mañana siguiente. Ellos se alojaban en otro apartamento que poseían en Palma e Ilke, que tenía veinte años, les había dicho que pasaría la noche con sus amigas en Sant Jordi. Sin embargo, no se había citado con ninguna de ellas, era falso. Su cadáver apareció al día siguiente. Herman Bressan, el padre de Ilke, era amigo personal de Antonio Solís, uno de los inspectores jefe de la policía judicial más importantes aquí en Madrid, que no dudó en trasladarse hasta la isla para investigar el crimen de primera mano. Y llegamos a la misma conclusión: la diversión entre Ilke y Mateo se había descontrolado. Ella se había negado a mantener relaciones sexuales y él la había forzado, matándola después para que no le delatase. Aunque había varias incógnitas por resolver, como aquellos vellos púbicos, dónde la había encerrado, o por qué Ilke tenía restos de un producto utilizado como abono en su cabello y su boca había sido quemada con combustible para motores… —Aquello explicaba el olor a gasolina de mi sueño, pensé—. Pero eran enigmas que sin la colaboración del asesino jamás podríamos resolver.

Combustible para motores. Fuego en su boca. Eso explicaría tanto dolor.

—El asesino de Ilke sigue en libertad, estoy segura. De no ser así ella jamás me habría visitado anoche, obligándome a ver su cruel muerte. Me da mucha rabia no haber podido ver el rostro del asesino, todo sería mucho más fácil así… Y entonces, ¿qué vas a hacer?

—¿Qué voy a hacer? No puedo hacer nada, no me has demostrado nada.

—¿Te parece poco que sepa tantos detalles del crimen?

—No hay nada que demuestre que ocurrió como cuentas, por lo tanto no tenemos nada. Solo humo.

—Pero es cierto, y hay un hombre inocente en la cárcel…

—Carla, el inspector Antonio Solís es ahora mi jefe, ¿en serio pretendes que le vaya con este cuento y que me tome en serio? Y mucho menos puedo hacer algo a sus espaldas… Por Dios santo, si el tatuaje del que hablas ni siquiera existe, como la máscara de Saw en el caso de Maite Mendoza.

—Puede que me equivocase con lo de la máscara, aún no sé por qué, pero el resto de cosas que te conté sobre Maite resultaron ciertas y tú mismo dijiste que sin mi ayuda aún continuaría sin resolverse. Así que ¿por qué no me crees ahora? Quizá me confunda en lo del tatuaje, pero estoy segura de que lo demás que vi sí fue real. ¿Y qué hay del colgante en el árbol?

—No había ningún colgante, no encontramos ninguno.

—Compruébalo, haz que lo comprueben, que registren ese árbol… Quizás aún esté ahí dentro, esperando a que alguien lo encuentre. Hazlo, y si tengo razón en eso significará que todo lo que te he dicho sucedió tal y como te lo he contado. Si ese colgante está aún en el árbol tendrás que creer que Mateo es inocente. Ella va a seguir visitándome, ¿sabes? Tienes que hacer algo o acabaré por perder la poca cordura que me queda —exigí, como si tuviese algún derecho—. Por favor…

—Tengo que marcharme. Te llamaré, Carla —dijo, y fue hacia la puerta sin necesidad de que lo acompañase. Me dedicó una última mirada de desconcierto antes de desaparecer rápidamente por el rellano de la escalera.

Me quedé con una sensación agridulce tras su precipitada marcha.

No sabía qué pensar, si Eric había tomado en serio mi visión, si haría algo respecto a mi sueño. A juzgar por la furia con que había arrojado su libreta contra la pared, al menos me creía. Como para que no lo hiciese: le había dado muchos más detalles del asesinato de Ilke Bressan de los que podía recordar de mi primera comunión.

Algo en mi interior me decía que debía confiar en él, en su sentido de la responsabilidad. Bajo aquella fachada fría e imperturbable estaba segura de que Eric Serra era un hombre íntegro, un hombre con principios… que debía de estar pensando que estaba como una regadera.

Me tapé la cara con uno de los cojines granates de patchwork de mi sofá. Cuánto me abochornaba aquello, que el primer espécimen masculino que me atraía de verdad después de un siglo de ostracismo libidinoso pensase en mí en semejantes términos.

Cuánta rabia me daba ruborizarme al pensar aquello. Mucha.

Sonó el timbre y me eché a temblar ante la posibilidad de que Eric hubiese regresado, pero en esta ocasión sí se trataba del repartidor de pizzas. Respiré aliviada. Aliviada y secretamente decepcionada.

Después de comer lo que un estómago aún efervescente de nerviosismo me permitió, cogí mi bolso y salí del apartamento. Tomé un café con nata en un Starbucks y luego caminé un buen rato sin rumbo cierto, tratando de distraerme, de ocupar mi mente con el bullicio urbano.

Telefoneé al centro residencial y me informaron de que mi madre había comido muy bien el puré del mediodía y el yogur, pero que continuaba igual que siempre, es decir, muda, inmóvil, prisionera de su propio mundo interior. Mundo que yo desconocía si sería mejor que el real. Y me despedí hasta el día siguiente, cuando como cada viernes me acercaría a visitarla para pasar el fin de semana entero en Guadalajara.

Necesitaba correr, gastar aquella energía acumulada en mi cuerpo, aquella especie de sobredosis de adrenalina resultante de soñar con el asesinato de Ilke Bressan. Me sentía extraña, como si viviese dentro de una película sobre la que carecía de control alguno. Ilke Bressan, el encuentro con Eric, su reacción ante mi relato… Eran demasiadas emociones para un día, demasiadas para una década…

Pasadas las siete de la tarde, recorriendo el Paseo de la Castellana al azar, mi móvil comenzó a vibrar al ritmo de «Zombie», de los Cramberries. La canción no podía ser más apropiada. La inmaculada sonrisa de Ítalo resplandecía en la pantalla de mi iPhone. Deslicé el pulgar por el vidrio, descolgándolo.

—Buenas tardes.

—Buenas, ya puedes quitar el cartel.

—¿Qué cartel?

—El de «desaparecido». Sigo vivo… —dijo con su habitual tono jovial—. ¿Nos vemos?

—¿Para qué? —pregunté, más hosca que de costumbre. Llevaba dos semanas sin saber de mí, ¿a qué tanta prisa entonces?

—¿Estás enfadada porque llevo unos días sin llamarte? Estuve muy ocupado…

—Sí, trabajando como pocero…

—¿Cómo?

—Que no pasa nada, tranquilo…

—Acabo de llegar del gym, ¿me ducho y me paso por tu casa?

—No quiero sexo —dije, reanudando mi paso por la transitada avenida. Mi franqueza le sorprendió, dejándole mudo. No estaba dispuesta a compartir fluidos corporales con la Barbie-pechugas-de-plástico, por muy fornido y bien proporcionado que estuviese aquel Ken mulato.

—Bueno… podemos ver una película, hablar…

—Mejor me acerco yo a tu apartamento, no estoy en casa —decidí, metiéndome en la siguiente boca de metro.