Ninfómana
Llegué a casa aún con el corazón acelerado. Cada vez que cerraba los ojos regresaban a mi mente aquellos labios carnosos, entreabiertos, anhelantes. Recordaba el aroma de su perfume, su aliento cálido acariciando mi piel. Y su mirada, aquella mirada intensa, penetrante, turbadora… Toda aquella peripecia del encuentro clandestino en el baño había agitado mi libido con frenesí. Sentirle tan cerca, tan al alcance de mi mano, había revolucionado mis maltrechas hormonas, que saltaban aquí y allá protestando eufóricas en mi interior. Debía apartarle de mi cabeza… borrar la huella invisible de sus labios en mi frente.
Madre mía, si me excitaba solo con pensar en él. Patético.
Me hice una infusión de tila para calmar el temblequeo nervioso de mis extremidades y después encendí la televisión a ver si lograba distraerme.
«Eres tonta, tonta, tonta». No podía dejar de repetírmelo.
Eric Serra me perturbaba, me seducía, me gustaba más que comer con los dedos, no podía engañarme al respecto después de lo que había sentido ante el mero contacto de su piel contra la mía. Después de sentir mi rostro atrapado entre sus fuertes manos. Solo recordarlo me hacía estremecer.
Dios santo, ¿cómo podía gustarme tanto?
Si hubiese llovido en el camino de la parada del bus a casa habría evaporado el agua, estaba segura de ello.
En ese momento sonó el teléfono. Era mi amiga Virginia. Intenté calmarme antes de descolgarlo, con intención de evitar que mi agitación interior alterase mi voz y ella pudiera percibirlo. Hablamos unos minutos sobre nuevos patrocinadores afines a la filosofía de Fantaji para mi página web y no me deleitó con ninguno de sus chismes de oficina. Sin embargo, el mero hecho de conversar con ella me ayudó a tranquilizarme.
Después envié un nuevo e-mail a Hiraoka con mis últimos dibujos recién escaneados, metí los originales en un sobre y telefoneé a la empresa de mensajería encargada de llevarlos a su oficina en pleno centro financiero de la ciudad.
Invertí el resto de mi tiempo y energías en tender un par de lavadoras y recoger la casa. No esperaba visitas, pero si recibía alguna al menos no tendría que volver a sentirme avergonzada por el estado de mi salón.
Cuando hube dado por concluidas mis obligaciones laborales y hogareñas hacía rato que pasaba de la medianoche y decidí bajar al McDonald’s de la esquina, el único establecimiento abierto a aquellas horas un día entre semana, y pedir una hamburguesa para llevar con la que digerir el sentimiento de soledad que comenzaba a apoderarse de mí.
Me duché y me cambié de ropa. Me detuve un instante ante el espejo, observé mi cabello oscuro con mechas rojas y cómo el agobio se había materializado en forma de sonrosado rubor en mis mejillas. Ese era todo mi maquillaje.
Sentía ganas de llorar para liberar de una vez por todas la olla a presión de emociones que se cocían en mi pecho, pero algo me decía que no tenía derecho a hacerlo.
Después de todo lo sucedido los últimos días, si podía sacar en claro algo era que al menos continuaba con vida. Puede que sola y hecha una auténtica pena, pero viva. La jovencísima Maite Mendoza habría ansiado mi lugar, con un corazón latiendo, puede que desbocado y confundido, pero vivo. Mi vida podía mejorar, cabía aquella remota posibilidad, mientras que ella jamás tendría esa oportunidad. Al menos había podido ayudarla a descansar en paz. Al menos su «aparición» en mis sueños me había llevado a conocer a Eric Serra…
Eric.
Uff.
¿Cuándo exactamente había dejado de ser el subinspector Serra?
Aquella tarde, en mi salón, cuando lloré como hacía tiempo que no lo hacía, ante su mirada desconcertada. Justo entonces.
Crucé un par de pasos de peatones en rojo y me adentré en el establecimiento de comida rápida, apretando diez euros en el bolsillo de mi minifalda.
El local estaba relativamente concurrido. Una fila de cinco personas aguardaba frente al mostrador.
—Buenas noches, ¿lo mismo de siempre? —me preguntó Barry, el dependiente, observándome con sus grandes ojos azules en su sonrosado rostro de digno heredero de las Highlands.
Que Barry era escocés no era ningún secreto, su cabello pelirrojo brillante, sus ojos claros y su tez sonrosada salpicada de cobrizas pecas lo proclamaban a los cuatro vientos. Como tampoco lo era que en más ocasiones de las saludables yo utilizaba los menús del McDonald’s como cena de emergencia tras un largo día lápiz en mano. Y que después de tantas «buenas noches, ¿qué va a tomar?» para obtener siempre la misma respuesta, el mismo tipo de hamburguesa de pollo, era lógico que Barry el Escocés dedujese que no había motivo para que ahora variase mi menú. Sin embargo, su presuposición me sentó mal, ¿acaso yo era tan previsible?
—Una ensalada —respondí, y él apartó los ojos del teclado para mirarme con una sonrisa acusadora, antes de dispararme media decena de preguntas sobre las variantes de mi ensalada.
Así que, dispuesta a ser impredecible, decidí tomarla allí mismo y me senté a una pequeña mesa junto a una de las paredes de cristal del establecimiento bajo la atenta mirada del pelirrojo, que me observaba con una clara expresión de «sé-que-has-pedido-ensalada-por-llevarme-la-contraria».
Degusté mi bol de ensalada con pollo en silencio, parsimoniosa cual neurocirujana; al fin y al cabo, nadie me esperaba en casa. Ítalo continuaba sin dar señales de vida, con el cerebro inferior ocupado en completar alguna oquedad brasileña, probablemente. Si me atragantaba con alguna hoja de lechuga iceberg no habría nadie a quien avisar.
Bueno, tenía una tía en Galicia a la que había visto una veintena de veces en toda mi vida. Y unas primas con las que mi única comunicación era mediante e-mail.
¿Y a Eric? ¿Le preocuparía si me ahogaba?
«Lo haría mil veces. Una y mil veces saltaría a ese río para salvarte», había susurrado a dos centímetros de mi oído. Recordarlo me llevó a la taquicardia una vez más.
Encontraba seductor incluso su modo pausado y sereno de hablar, la seguridad con que ejecutaba cada movimiento, su sonrisa ladeada, cómo se le marcaban los bíceps bajo la ropa…
«Deja de pensar estupideces calenturientas, o tendrás que ducharte con agua fría al llegar a casa», me reprendí una vez más, mordiendo con fuerza el pedazo de pollo crujiente que colgaba de mi tenedor de plástico.
Mi cabeza siempre inquieta trataba de centrar la atención en el siguiente número de Araku, pero los ojazos de Eric Serra la asaltaban una y otra vez cual horda de hunos. Y cada vez que pensaba en aquel beso, tan casto y puro como una misa de doce, y en su repentina marcha, no podía evitar sonrojarme a la vez que una sonrisa incontrolable acudía a mis labios.
Cuando al fin hube dado buena cuenta de mi cena me marché, desaparecí calle arriba con una extraña y descorazonadora sensación en el pecho: por primera vez en mucho tiempo comenzaba a detestar mi soledad.
Soledad.
Un sentimiento que durante meses me pareció el mejor estado posible, tras abandonar la casa del malnacido Miguel Nájara, después de ingresar a mi madre en aquel centro… Estar sola, conmigo misma, me había parecido una auténtica bendición.
Subí las escaleras ansiando llegar a casa y refugiarme en mi cama, taparme hasta los ojos con el cobertor y tratar de olvidar para siempre que había conocido a Eric Serra.
Él me había dado las gracias por la asombrosa información que le había proporcionado, clave para resolver el caso. Desconocía si tendría que declarar en el juicio o no; si no era así, no habría motivo para volver a verle.
«Pero qué pesadita eres, Carla —me dije—. Deja de pensar en él…»
No había vuelto a sentirme así desde… Aníbal Nájara. Suspiré como una idiota al devolverle de nuevo a mi mente.
Ningún otro hombre había despertado en mí una atracción semejante —visceral, fuera de toda lógica y control— desde que me enamoré hasta la médula de Aníbal.
Aníbal.
Ningún otro hasta entonces.
Hasta que me topé de bruces con… «mi salvador de ojos negros».
Pero la sola idea de volver a pasar por lo mismo —enamorarme, entregarme a otra persona en cuerpo y alma para que a la postre acabase haciéndome daño, aun sin intención— me estremecía. No, desde luego no quería aquello, por supuesto que no.
Aparté esos pensamientos de mi cabeza una vez más. Me aturdían demasiado las preguntas sin respuesta y mi único objetivo era llegar a mi apartamento y permanecer acurrucada bajo la cálida seguridad de mi edredón de plumas hasta que amaneciese un nuevo día. Sin embargo, al llegar a casa, Virginia me aguardaba sentada en el suelo junto al portal.
Enseguida supe que le pasaba algo. Tenía el largo cabello pelirrojo enmarañado, y una expresión desvalida en los ojos castaños hinchados. Había estado llorando.
—Vir… ¿Qué haces aquí? ¿Qué te pasa?
—He discutido con Gael y no sé dónde ir… —balbuceó nerviosa.
—Vamos dentro.
—Perdóname por venir tan tarde y sin avisar…
—Está bien. No seas tonta… ¿Quieres hablar de ello? —pregunté, rogando que no quisiera. Nunca se me había dado demasiado bien consolar a nadie. No tengo ese don, no soy una de esas personas empáticas que saben qué decir, qué hacer o cómo abrazar en el momento preciso para ayudar a la otra persona a sentirse mejor.
—Es un imbécil, Lulú —dijo, haciéndome saber que no tendría tanta suerte.
Tomó asiento en el amplio sillón frente al televisor y yo a su lado. Necesitaba hablar, desahogarse con alguien, con una amiga, y yo debía estar a la altura. Cogí su mano y ella me miró sorprendida por mi actitud cercana, entonces se abalanzó sobre mí y rompió a llorar como una magdalena sobre mi hombro.
Ni Virginia ni nadie podría imaginar nunca cuánto me violentaba aquella situación, aquel efusivo contacto. Lo mucho que me incomodaba que me tocasen, que me abrazasen, que me asfixiasen… Necesitaba, ansiaba, recuperar mi espacio vital.
Ella se apartó y me miró, enjugando sus lágrimas, que cayeron sobre mis manos torpes en su regazo.
—Hemos vuelto a discutir y esta vez ha sido horrible, Lulú. Estoy cansada, harta de tener siempre la misma pelea. Siempre discutimos por lo mismo… por el sexo.
—¿Por el sexo? ¿Es que quiere cosas… raras?
—No, no… Gael es demasiado cuadriculado para eso; del misionero y el perrito no hay quien lo saque —dijo con aire cansado, alzando una de sus delicadas manos para colocarse un mechón rojizo tras la oreja, mientras la imagen de ambos en dichas posturas era repelida por mi subconsciente—. Es porque me hace sentir como si fuese una ninfómana. Siempre tengo que ser yo quien le busque, siempre… Hemos pasado de hacerlo casi a diario a una vez cada diez o quince días, y porque le busco… A mí me gustaría hacerlo por lo menos un día sí y otro no… No soy una ninfómana, ¿verdad? —preguntó esperando mi reacción. Yo estaba descolocada, tanto por su revelación como por su vulnerabilidad.
—No, claro que no eres una ninfómana.
—Esta noche, después de una nueva negativa, le he preguntado si tiene una amante, ¿y sabes qué me ha contestado? —Negué con la cabeza, muda. Sus ojos se empañaron antes de proseguir—. Que no puede quitarse de la cabeza la fusión de Mayer’s and Reynold’s y que cuando llega a casa lo único de lo que tiene ganas es de acostarse y descansar, y que yo soy incapaz de respetarlo en eso. Que soy una egoísta y una inmadura, que está cansado de oírme. Así que me vestí y me largué, pero no sabía adónde ir…
—Por favor, Virginia, sabes que aquí tienes tu casa, puedes quedarte el tiempo que necesites. Aunque solo tengo una cama y…
—Tranquila, dormiré en el sofá, no voy a obligarte a compartir tu cama… ¿Piensas que puede tener una amante? Él me ha jurado por sus padres que no. Dime la verdad, ¿crees que soy una ninfómana? Por favor, no sé qué pensar ya…
—Virginia, no eres una ninfómana, créeme. Si yo tuviese pareja haría el amor cada día —aseguré convencida. Lo había hecho con Aníbal cuando estábamos juntos. Cada noche se deslizaba hasta mi habitación para hacerme tocar el cielo con los dedos. Aníbal…
—He llegado a pensar que es gay. De veras que esto es… una locura.
—Es muy tarde. Acuéstate, mañana verás las cosas con mayor claridad —le aconsejé, incorporándome para acomodarla en el sofá. Aquella Virginia desvalida me enternecía. Busqué en el armario un par de mantas y mi antigua almohada guardada en el altillo.
Virginia fue al baño y después se acostó.
—Si necesitas cualquier cosa no tienes más que cogerla. Me voy a la cama.
—Gracias, Lulú, muchísimas gracias —oí entre penumbras cuando apagué la luz.