10

Una y mil veces

Casa Pepe era un restaurante de comida típica madrileña. Tenía una coqueta fachada de ladrillo rojizo emparchado, con grandes escaparates a la calle y un par de macetones de barro cocido con rojos geranios a ambos lados de la puerta principal. Junto a esta se hallaba uno de los típicos cocineros de cartón piedra de mofletes henchidos que, pizarra en mano, nos informaba de que servían menús diarios.

—Mira, hay menús —sugerí a mi espigado acompañante.

—Tengo veintiún años, vivo con mis padres y mi madre se queda con casi todo mi sueldo, pero no te invitaré a un menú, eso seguro —afirmó cercano, terriblemente divertido, mientras empujaba la puerta del establecimiento y el aire acondicionado del interior nos refrescaba la cara.

Nos adentramos en el restaurante, decorado al estilo de las típicas tabernas de tapas: mesas pequeñas y redondas, sillas cuadradas con asientos de enea y jamones serranos pendiendo sobre la barra esmaltada. Había bastante clientela.

Víctor hizo un gesto al camarero, que nos distinguió desde la barra. Nos sentamos a una de las escasas mesas libres, junto a la entrada.

Un par de minutos después el camarero nos tomó el pedido y desapareció en dirección a la cocina mientras nosotros departíamos acerca de mi trabajo. Le interesaban cuestiones tan poco llamativas para el común de los mortales como cuánto tardaba en ilustrar uno de mis cómics por completo, cuál era el modo de entintado que utilizaba Fantaji, si conocía personalmente a otros dibujantes…

Era un joven simpático y parecía buen chico, pero no me atraía, no como hombre, ni lo más mínimo. Le veía como lo que era, un chaval agradable en el trato, un joven con los problemas y las disyuntivas típicas de su edad.

Aquel inesperado almuerzo estaba resultando entretenido, ayudándome a espantar de la cabeza todos los comecocos tipo Elisabetta, Ítalo, Alzheimer, sueños con fantasmas… Por un momento, llegué a sentirme como se suponía que debía hacerlo una chica de veinte años.

Víctor me hacía reír con sus comentarios acerca de mi afición por Gladiator’s Choice, sobre la cantidad de venas que podía tener el cuerpo de un gladiador creado por la pluma de Akira, o de si habría alguno de sus seguidores que leyese sus textos en lugar de quedar embelesado por las ilustraciones.

—Si a veces hasta temo que me salpique algo raro mientras estoy sellándole el precio… —decía divertido, entre risas, mientras terminábamos el segundo plato.

—Qué exagerado eres… —Reí—. Akira es un maestro del hiperrealismo, a mí me encanta su estilo, pienso que es uno de los mejores hoy día —dije, convencida.

Un hombre moreno, alto y atlético, y una joven rubia y menuda pasaron a nuestro lado hacia la barra. Él se apoyó sobre esta dejando su chaqueta de cuero negro sobre un taburete, mientras la mujer iba al baño.

El corazón me dio un vuelvo. Estábamos lo bastante cerca como para que en cuanto se volviese se percatara de mi presencia.

Víctor trataba de convencerme entusiasmado de por qué no eran necesarias tantas páginas sexuales en los cómics de Akira, pero yo no podía atenderle. Incómoda, bebí un sorbo de cola para mojar mi garganta, que se me había quedado seca. Dudé entre agachar la cabeza y pretender que no le había visto, o mirarlo directamente.

Tal como me temía, se volvió después de que el camarero tomase nota de su pedido, oteando en derredor.

Y entonces me vio.

En medio del gentío, de los comensales que conversaban animados, que se movían y cruzaban entre él y yo, Eric Serra me miró con tal intensidad que sentí cómo sus grandes ojos negros me atravesaban, penetrando en mi piel, viendo a través de mí. Mis rodillas comenzaron a temblar bajo la mesa, convertidas en auténtica gelatina.

Hacía un par de semanas que no lo veía, desde que abandonase mi apartamento tras advertirme que debía luchar, que no era la única que había tenido una vida difícil…

Y ahora estaba allí, frente a mí. Deleitándome con la imagen de su seductor rostro masculino enmarcado por el cabello oscuro algo despeinado, observándome a escasos nueve metros y un mundo de distancia.

Su mirada se desvió hacia mi acompañante.

Enarcó una de sus cejas con aire escéptico antes de regresar a mis ojos y dedicarme una sonrisa ladeada que llenó sus mejillas, a modo de saludo. Pero una vez más me sentí incapaz de sostener su intensísima mirada, mucho menos de responder a su saludo, así que bajé el rostro, amedrentada.

Alcé la vista para comprobar si continuaba mirándome y, en efecto, lo hacía, claro que lo hacía. Inspiré tratando de calmarme, tarea harto difícil cuando casi podía percibir el roce de sus pestañas sobre mi piel. La agente Gil regresó del baño, caminando entre las mesas hasta alcanzar su lado en la barra. Pero ella no parecía ver a nadie más, solo tenía ojos para su superior.

Y no era la única.

A su espalda, una pareja de chicas que tomaban cerveza y patatas al alioli no cesaban de hacerse gestos acerca del seductor caballero de chaqueta de cuero que acababa de aterrizar en el local. También lo hacía la camarera que atendía tras el mostrador de madera, acercándole su bebida con una sonrisa embelesada en los labios.

Eric parecía la única criatura ajena al terrible interés que despertaba entre el público femenino. A las inquietudes que producía en las mujeres situadas a su alrededor, quienes ante su mera presencia comenzaban a agitarse nerviosas como zánganos ante la llegada de la abeja reina. Y lo peor era que yo podía entenderlas, a la perfección.

La agente Gil se puso a hablarle con aquella sonrisa bobalicona que parecía grabada a fuego en sus labios.

—… y como te decía, prefiero los intercambios con particulares porque no todas las tiendas de cómics son igual de puntuales a la hora de… ¿Carla? ¿Me estás escuchando? —llamó mi atención Víctor, tocándome el antebrazo. Reaccioné apartándome, y sin querer volqué una de las copas de agua, cuyo contenido se derramó sobre la mesa. No podía evitar responder de modo brusco cuando alguien me tocaba sin previo aviso.

En ninguna circunstancia.

Incluso en la intimidad. Sobre todo en la intimidad. Debía sentirme lo suficientemente segura junto a mi compañero, a mi amante, para poder dejarme llevar hasta el infinito y más allá. Para que fuesen mis instintos y no mi cabeza quienes tomasen el control. Si confiaba en mi pareja, todo podía resultar de un modo sencillo, espontáneo y casi natural. Así al menos había sucedido con Ítalo, el único hombre con el que había compartido mi lecho después del… del «incidente».

—No me agarres, por favor… —pedí angustiada, para desconcierto de mi acompañante, quien se apresuró a amontonar servilletas de papel sobre el agua derramada.

—Lo siento, perdóname.

Es posible que fuera el nerviosismo que me producía tener a Eric Serra a unos pocos metros de mí lo que había influido en mi desmedida respuesta.

Traté de tranquilizarme inspirando lentamente, pero mis ojos volvieron a buscarle y allí estaba. Contemplándome por detrás de su compañera, de la que solo alcanzaba a ver su espalda huesuda bajo una camiseta de punto, atento a mis movimientos como si fuese la protagonista del último estreno cinematográfico: Carla y sus inexplicables prontos. Mi reacción no le había pasado inadvertida mientras comía avellanas con su vaso de cerveza en la mano.

Víctor continuaba mirándome con lo que parecía un profundo desconcierto, sin dejar de empapar servilletas para que el agua no se propagase por toda la superficie de cristal y acabase por mojarnos.

—Perdóname, Víctor, pero es que no soporto que me agarren, debí advertírtelo…

—Tranquila, perdóname tú —repuso afectuoso y comprensivo.

—Voy al baño —dije, incorporándome nerviosa. Mucho más que cuando hube de declarar en la comisaría por el descubrimiento del cadáver de Maite Mendoza.

Crucé decidida junto a la pareja de policías que conversaban en la barra (ella animada, él con interés de circunstancia en su interlocutora), fingiendo no haberles visto para evitar saludarlos. La agente Gil continuaba de espaldas a mí, pero estaba segura de que el subinspector Serra, apoyado de lado contra la barra, me observaría caminar hacia el pasillo lateral donde, con blancas letras sobre un letrero de madera, se anunciaban los baños.

Una vez a salvo en el aseo me refresqué el rostro, apoyando ambas manos sobre el lavabo, ante el espejo. Sujetándome con firmeza como si de las columnas de Hércules se tratase. En mis mejillas resplandecía aún el sonrojo que me había producido el reencuentro con el subinspector Serra.

Pero… ¿por qué me había puesto así?

¿Por qué había empezado a temblar, nerviosa como una pazguata, ante su sola mirada? ¿Por qué, tan madura y tan de vuelta de todo que me las daba, había reaccionado de aquel modo?

«Imbécil. ¿Cómo puedes ponerte así? No es más que un madero. Tonta. Es un jodido poli», me reproché ante el espejo.

Pero también era un hombre. Probablemente el más fascinante que había conocido en toda mi vida. Un HOMBRE con todas las letras, en MAYÚSCULAS. Un hombre con las tres «a»: adulto, atlético y atractivo… Pero también prepotente, desabrido, áspero como un membrillo, a excepción de «la tarde de las confesiones» en mi apartamento. Y sin lugar a dudas, el hombre de mirada más cautivadora que jamás había tenido el placer de enfrentar.

Un hombre que me había visto llorar como una tonta.

Que me había llamado «chiquilla».

Que me había aconsejado luchar sin desmayo.

Mis ojos azules refulgían en el espejo. El delineador oscuro que los enmarcaba se había corrido levemente con el agua y tuve que limpiarlo con un trozo de papel.

Quizá podía permanecer en el baño, a salvo, hasta que se marchase. Diez minutos. Una hora. Un par de años.

Pero no estaba sola. Había venido con Víctor y no podía dejarlo allí sentado aguardándome, mientras me escondía como una auténtica cobarde hasta que la pareja de polis decidiese marcharse.

No, no podía hacerlo, debía salir de allí, plantar cara a aquella profunda mirada e incluso devolverle el saludo con una pretendida normalidad. Regresar a mi lugar, que estaba en la mesa con el dependiente de la tienda de cómics, y terminar mi almuerzo.

Y era lo que iba a hacer.

«Vamos, Carla, tú puedes», me animé.

Abrí la puerta del baño decidida y salí al pasillo.

Y allí estaba él.

Él.

Eric.

Con la espalda apoyada en la pared de vetusto empapelado del estrecho pasillo de los aseos, con los brazos cruzados sobre el pecho, esperándome. Por un momento tuve el impulso de regresar al baño y encerrarme, como el avestruz que esconde la cabeza hasta que desaparece el peligro. Pero yo no era una avestruz y Eric Serra no era ningún peligro… ¿o sí?

Di un paso en su dirección, la dirección de la salida.

—Hola —me saludó con aquella voz serena y profunda—. ¿Cómo estás?

—Bien.

—El otro día… —comenzó. Parecía incomodarle rememorar nuestro último encuentro. Dejó caer las manos junto al cuerpo, relajando su postura.

Dentro de mi cabecita revuelta no podía siquiera soñar a un hombre más arrebatador que aquel subinspector, que hacía volar mi imaginación de un modo irremediable…

—Estaba sensible —lo interrumpí. No quería hablar de aquel día, quería olvidar que había existido siquiera. Que me había derrumbado, que había acabado llorando en presencia de un extraño después de hablarle de mi miserable existencia. Él apretó sus labios tentadores, que formaron una línea recta, una línea sensual por la que gozosa habría resbalado hacia mi perdición. «Céntrate, Carla, por Dios, céntrate y deja de mirarle los labios», me conminé.

—Aún no sé cómo lo hiciste, pero de todos modos… gracias por tu ayuda. Ha sido fundamental para cerrar el caso. Después de enfrentarlo a los vídeos, ese malnacido lo confesó todo, cómo mató a su propia hija, de la que llevaba años abusando, después de saber que estaba embarazada y se negaba a abortar. Y la enterró en un lugar apartado en el extenso jardín del chalet que poseen en la sierra. Hasta que hace unos meses, cuando la crisis le llevó a vender la mitad de su parcela, decidió deshacerse de los restos del cadáver arrojándolo al río Manzanares atado con bloques de hormigón… De no ser por tu ayuda, ese desgraciado ni siquiera habría pisado la cárcel —añadió, y yo me miré los pies, apabullada por la fusión nuclear que se cocía en mi interior. Estaba tan cerca que podía inspirar el aroma a canela y almizcle de su perfume masculino, y olía tan bien… Despacio volví a buscar sus ojos.

—Gracias a ti, por salvarme la vida —dije con absoluta sinceridad, sin poses ni pretensiones. Y me dispuse a continuar mi camino, a abrir la puerta que conectaba el pasillo con el salón para desaparecer de su lado y de su perturbadora influencia para siempre—. Debo irme, me esperan.

—¿Tu novio se impacienta?

—No es mi novio. Al menos no todavía —apostillé, y Eric me dedicó una de sus sugerentes sonrisas ladeadas, con la que me decía que estaba convencido de que entre aquel chico y yo no habría nada, ni ahora ni en un millón de años—. Quizás eres tú quien debería darse prisa, no vaya a ser que se impaciente tu «compi», la «poli-sonrisitas».

—No tiene por qué, esta noche dormirá en mi casa… —me informó pagado de sí mismo, una revelación del todo innecesaria que solo buscaba mi reacción.

Y yo no pude evitarla: sentí rabia, una rabia tremenda, una rabia irracional y descontrolada se apoderó de mí al instante. Así que la «poli-sonrisitas» dormiría en su casa. ¿Es que eran pareja? Los celos me consumían. Tomé aire para decirle un par de cosas al respecto, pero ninguna me pareció oportuna y mi respuesta se limitó a una especie de resoplido que al parecer le resultó divertido al señor agente de la ley, haciéndole reír.

—¿Y a mí qué coño me importa? Que lo disfrutéis… —añadí al pasar por su lado a duras penas. Cogí con inquina el pomo de la puerta, dispuesta a salir de aquel pasillo y de aquella conversación irracional y absurda que estaba provocando sentimientos encontrados en mi maltrecho corazón.

—Espera, Carla… Teresa tiene goteras en su casa y dormirá en mi sofá —explicó él y me agarró la mano para retenerme.

Un nuevo contacto físico inesperado que, unido a mi estado de nerviosismo, produjo que me revolviese con cierta violencia, librándome con brusquedad de su presa justo cuando la puerta se abría de repente. El par de chicas que había visto minutos antes en la barra se dirigían al baño. La puerta me empujó hacia atrás, haciéndome impactar contra Eric, atrapándome entre la hoja de madera y su magnífica anatomía mientras ellas enfilaban el pasillo. Mi pecho se empotró contra su torso de acero ante la mirada curiosa de las jóvenes.

Sin embargo, por algún motivo Eric Serra solo tenía ojos para mí. Y me taladraba, me penetraba con aquella mirada, en silencio, en el más absoluto silencio, con su rostro a un palmo del mío.

Posó una mano en mi cuello, abrasadora, y creí que todo mi cuerpo acabaría ardiendo, como un ninot en fallas, bajo aquella mano robusta que en el acto fue alcanzada por su gemela. Acunó mi cara entre ambas, atravesándome con su mirada mientras sentía en mis mejillas la tibia caricia de su aliento. Entonces cerré los ojos y esperé el beso, sintiendo un hormigueo nervioso en todo el cuerpo. Noté cómo se aproximaba poco a poco hacia mí, como atraído por la fuerza de un imán. Inspiré, ansiando el encuentro de aquellos labios sublimes con los míos.

Y los sentí posarse, ardorosos y febriles al tiempo que suaves como los pétalos de una flor, en mi frente, mientras mi boca notaba su ausencia y se quedaba gélida, vacía y desconcertada. Mi cuerpo temblaba como un flan y un chisporroteo de mariposas agitaba mi estómago.

—Lo haría mil veces, una y mil veces volvería a arrojarme a ese río a por ti —susurró a mi oído. Su tibio aliento acarició mi piel, erizándola.

Tuve la tentación de alzarme de puntillas y buscar sus labios. Pero cuando abrí los ojos Eric Serra había desaparecido. Miré en derredor, buscándole, tiritando como un pajarillo, ansiando todavía ese beso que no se había producido. Pero él se había ido sin más, dejándome sola en un pasillo mal iluminado, con la puerta aún meciéndose tras su partida. No pude creerlo.

Pero ¿qué acababa de suceder?

Necesité un momento para reponerme y recapacitar sobre lo ocurrido, antes de decidirme a abandonar aquel diminuto pasillo donde el mundo parecía haberse detenido y aún me ardía en la frente el calor de sus labios. Aquellos labios que tanto me habían hechizado y que había sentido presionados contra mi… frente. Carraspeé, inspiré hondo y, comenzando a sentirme una auténtica idiota, salí de allí.

En mi camino de regreso, el subinspector fingió no prestarme atención, conversando animado con su subordinada, sin volver a dirigirme la mirada mientras pasaba de nuevo junto a ambos, rumbo a la mesa en que Víctor me aguardaba al borde de la desesperación.

La agente Gil se veía tan enfrascada en la conversación con su superior que ya podría haber pasado el desfile de las fuerzas armadas por su lado que no se habría percatado lo más mínimo.

—¿Estás bien, Carla? —preguntó el joven dependiente cuando me senté a la mesa—. Estaba empezando a preocuparme…

—No demasiado, Víctor. Creo que me ha sentado mal la ensalada. ¿Nos vamos?

—Sí, por supuesto, nos vamos —dijo, incorporándose para ir a la barra a pagar.

No me sentía con ánimo para permanecer un solo minuto más en aquel restaurante. Mientras, Eric fingía estar revelándole el secreto de la alquimia a la agente Gil. Eso o cualquier otra cosa lo bastante importante como para obviar mi presencia allí, frente a él, y que hacía solo dos minutos había sostenido mi rostro entre sus manos para regalarme un cálido beso en la frente.

No obstante, me miró de reojo cuando Víctor regresó de la barra, sin dejar de asentir a la cháchara de su compañera la «poli-goteras».

«¿Goteras…? Seguro que esta noche intenta que se las tapen», farfullé dentro de mi cabeza, rabiosa.

Víctor tenía cara de preocupación.

—¿Te acompaño a casa?

—No hace falta, gracias.

—¿Te pido un taxi?

—No, en serio, no te preocupes.

—Vaya mala suerte. Lamento que te hayas indispuesto.

—Tranquilo, Víctor, he estado muy a gusto contigo… Podemos quedar otro día.

Antes de irme dediqué una última mirada al hombre que me había llevado a inspirar los albores de un beso que haría temblar las paredes del Vaticano. Y que, sin embargo, ahora me ignoraba como a una minúscula mosca del vino que sobrevolara el local.

Me agarré del brazo de mi acompañante. Sé que estuvo mal, muy mal, mostrar afecto o cercanía hacia Víctor con la única intención de molestar a Eric, pero lo hice, y mentiría si dijese que me arrepiento. Sin embargo, el policía se volvió en la barra y, dándome la espalda, continuó hablando con su compañera.

¿Qué le pasaba?

¿Qué narices le pasaba?

¿Por qué se comportaba así?

¿Por qué me había buscado en el baño?

¿Por qué me había besado en la frente?

Aquello nada tenía que ver con la investigación sobre la muerte de Maite Mendoza. Aquello era algo entre él y yo. ¿O no?

¿Es que se sentía atraído por mí? ¿O acaso le producía pena, por mi traumática existencia o por mi juventud… y aquel era su modo de demostrármelo?

¿Y entonces?

¿Por qué había reaccionado de aquel modo, por qué se había marchado, casi huido de mi lado?

Ya no sabía qué pensar.

Todas aquellas dudas me mantenían absorta mientras aguardaba el bus sentada junto a Víctor en la marquesina. Él había insistido en acompañarme y yo no podía evitar sentirme mal conmigo misma por cómo había finalizado nuestra primera y probablemente última cita.

El dependiente había resultado un chico atento y cortés en las distancias cortas, y sin embargo era el encuentro con Eric en los aseos lo que no podía quitarme de la cabeza un solo segundo.