Lo conocí en el tranvía entre Buda y Pest aquella primavera en que las catalpas florecieron demasiado pronto y el mes de abril se presentó tan caluroso que uno deseaba no seguir en la ciudad cuando llegase el verano. Fue el último en hacerse un hueco en el vagón, que ya estaba en movimiento. Se me quedó la mirada prendida de la camisa con estampado de cachemira, solo un loco se sube al tranvía descalzo, pensé al verlo en actitud indo lente, apoyando la cadera contra la barra cromada, mientras son reía y bebía agua con gas directamente de la botella. ¿Por qué sonreía? ¿Por nada en particular…? ¿Una sonrisa, sin más? Encendió un cigarrillo imaginario y, de repente, se me ocurrió que era yo quien lo había hecho sonreír. Me pasé la mano discretamente por los labios, por si me había quedado alrededor de la boca algún resto del relleno del pimiento cuando crucé la calle corriendo desde el mercado hacia la parada del tranvía.
Nada se asemeja a la luz del mes de abril, al menos, no en esta ciudad: en abril, Budapest es como un espejo de esos que mienten y nos dicen que estamos más guapos de lo que somos. Entramos directamente en la luz intensa al cruzar las aguas del Duna. Lo último que atisbé antes de que el campo de visión quedase anegado de luz blanca fue una gota de agua que le corría por la barbilla suave y bronceada. Me habría gustado atraparla con la lengua mientras lo cegaba la luz, pero ya había dejado de deslumbrarnos.
Lo primero que pude distinguir cuando se atenuó la luz fue la mano. Un animal, seguramente un perro, se la había desfigurado. Aún quedaban restos de las articulaciones allí donde debían estar los dedos, pero la mano aparecía totalmente retorcida hasta el punto de no merecer ya tal nombre. Se la pasó descuidadamente por el pelo, yo no podía apartar la vista, me preguntaba cómo sería que te tocaran con una mano así, si aún tendría sensibilidad, si podría percibir sensaciones. Tal vez la mano no hubiese olvidado la vida antes del accidente, cómo era sentir los detalles más delicados con las yemas de los dedos.
Busqué alguna otra cosa en la que fijar la vista. Llevaba una corbata con el nudo flojo y una imagen del Taj Mahal en relieve de terciopelo. Jamás había visto a un hombre tan guapo que tuviese tan mal gusto vistiendo. Podía estar equivocada, pero era como si tuviese algo ardiéndole por dentro, desde la mano hasta aquella mirada tan intensa.
El tranvía nos llevaba describiendo un amplio arco por la ciudad. La ciudad de Lukas. Yo intentaba imaginármelo en las esquinas, pero no lo conseguía, no encajaba allí. Finalmente, cruzamos de nuevo el río de regreso y, cuando llegamos a la última parada, de repente, era otoño. O al menos, esa impresión me dio, hacía fresco y el aire anunciaba lluvia. Íbamos él y yo y todo un rebaño de niños de distintos tamaños camino del colegio con los uniformes recién planchados. Los niños tomaron una dirección, él tomó otra; yo, la misma.
El olor a lilas en la estación equivocada me molestaba y me tuvo desconcertada hasta que vi la fábrica de jabón. Él caminaba despacio, como para que yo lo alcanzara, dejó atrás el edificio de la fábrica a cuya sombra se alzaban los bloques de pisos hacia los que se dirigía. Atajamos por los jardines desiertos de la zona residencial y cuando llegamos al otro lado se acabaron abruptamente las edificaciones. Campos llanos cubiertos de una clase de maleza distinta de la de mi país se extendían hacia la autopista que discurría a lo lejos.
¿Adónde se encaminaba? El marcador entró en la zona roja. No sigas nunca a nadie que pretenda que lo sigas. Pero yo no había desarrollado aún la capacidad de tener miedo a los desconocidos. Entonces empezó a caer una lluvia tan fina que apenas se notaba, tan solo una delicada película de humedad en la frente y en las mejillas. Encogió los hombros, aterido con aquella camisa tan fina, apremió el paso y en un campo plagado de cardos que parecía estar en barbecho, se detuvo de improviso y se dio media vuelta:
«What do you want?»
Yo no quería mirarle la mano, la deforme, pero era imposible evitarlo, como si susurrara: «… eh tú… sí, tú… Mírame. No tengas miedo».
Uno debe ser capaz de pasar veinticuatro horas o incluso una semana entera en una ciudad extranjera sin acostarse con alguien. Desde un punto de vista puramente teórico, sé que es posible, pero hombres solitarios en el vestíbulo de tránsitos del aeropuerto, hombres recién duchados en el comedor del desayuno, una nuca bonita en la cola del mostrador de facturación, un perfil en el espejo del ascensor, un olor por la acera o en el tranvía, no hace falta más.
Hombres con sueños grandiosos. Hombres con perros. Hombres jóvenes que beben demasiado deprisa, hombres mayores de ojos como islas desiertas. Los que disparan desde las caderas. Softhearted killers. Hombres en estado de excepción. Hombres con estilo. Hombres sin. Hombres que no saben ni lo que quieren ni por qué. Y hombres que lo saben perfectamente. No es que todos ellos anden por ahí esperando que los seduzcan, pero si se presenta la ocasión, no sé qué podría impedírselo.
«Haces el amor con calma y duermes con violencia», me dijo uno.
«Tu risa es como una balanza, me marea como si viajara en barco», me dijo otro.
«Ven», me pidió el merodeador negro. Y yo lo seguí.
Pasamos el resto de aquel fin de semana en su casa de veraneo, a las afueras de Pest. Asando en la hornilla de leña las castañas del año anterior en latas de conserva tiznadas y comiéndolas con sal, humeantes y directamente de la cáscara, bebiendo un aguardiente tan fuerte que habría podido tumbar a un jabalí. No era un perro el culpable del destrozo de la mano de Miklós, sino una máquina de la fábrica de jabón. Al tocarme, me tranquilizaba. Aquella mano no provocaba rechazo, solo la sentía diferente, más blanda que la de un niño.
También había algo blando en el tacto de la boca, como cuando muerdes una ciruela y te chorrea el jugo rojizo y salado de los labios generosos, cada vez más rojos. La boca susurraba: «¡muerde!». Y yo mordí. Las sombras se deslizaban veloces por el papel pintado de la casa, las nubes pasaron de largo. «Los esquimales, ¿sabes?», dijo de repente cuando estábamos en la cama, después de habernos comido todas las castañas, incluso las que estaban casi carbonizadas, para aplacar el hambre de la noche; no nos faltaba comida, pero sí la sensación de saciedad. «Para aumentar la fuerza y la resistencia de los perros de tiro solían atar a una perra y la dejaban amarrada para que los lobos se apareasen con ella», explicó. Yo me quedé inmóvil encima de él. Al otro lado del cristal de la puerta se había extendido la noche sobre el jardín, solo se veían las huellas de las manos marcadas en la cara interior del cristal sucio. Montones de huellas de manos, como si alguien hubiese estado luchando por salir de allí. «Y dejaban que el frío se llevase a las niñas», prosiguió. «Las tendían a la entrada del iglú, donde no tardaban en morir congeladas. Dos de cada tres recién nacidas. Aunque solo en tiempos de escasez. En verano construían una pequeña tumba de piedra y dejaban allí a la niña hasta que moría. En primavera y en otoño, la asfixiaban con una piel de foca. Algunas vidas había que sacrificar para que los demás sobrevivieran: siempre las niñas, puesto que ellas no iban a convertirse en cazadores».
Las manos seguían siendo blandas, y los ojos y la voz también, pero algo había cambiado. Algo dentro de mí.
El miedo es como un animal. En el miedo nos transformamos en un ser de cuatro patas, sentimos el frío bajo las pezuñas. «Ven», me susurraba él. «Márchate», me decía yo. Confía en el miedo que sientes. Márchate ya. Márchate.
* * *
El olor de la habitación había cambiado de ganas a desgana, lo recordaba de algo, de la infancia, de frutos de la tierra podridos bajo la lluvia, un olor dulzón como a orines. «Rápido», me dijo cuando le solté que tenía que salir. Una putada, así, en pleno acto, pensó él, obviamente. Era una mentira medio transparente, pero no había tiempo para ponerse a pensar. Me había dicho que el viejo váter de la casa estaba estropeado, así que había que ir al hueco que quedaba entre la fachada lateral de la casa y el palomar vacío. «Date prisa», repitió, cuando yo solo pensaba en eso, en darme prisa, preocupada por que notase lo frío que se me había quedado el cuerpo, lo blanco, sin sangre, lo rígido, a causa del miedo.
Y luego, como si se hubiera arrepentido de pronto, me retuvo. No con la mano blanda, la mano lesionada que me gustaba, sino con la otra, menos sensible. «Debes de tener la vejiga de un pajarito… por cierto, ¿cómo decías que te llamabas?» Me apretaba la muñeca con los dedos, debió de notar que estaba helada hasta los huesos. Intenté zafarme despacio y le dije mi nombre una vez más. No era tan difícil. Dos letras. No sé por qué no conseguía retenerlo. Ya me había preguntado varias veces, como si no estuviera satisfecho con la respuesta.
Habíamos estado riendo y brindando y yo había perdido la cuenta de cuántos vasos llevaba de aquel aguardiente casero que cada vez marcaba menos decilitros en el bidón de plástico sin ninguna etiqueta. Hasta ahora no había notado el sabor, agudo como un corte en la garganta. ¿Qué me había dado? ¿Líquido insecticida, pesticida para la maleza, lo habría mezclado con matarratas? Alguna de las sustancias tóxicas que siempre están a mano en las casas de campo. «Estás fría», dijo. «Fría como el hielo. ¿Qué te pasa?» «Tengo que…», buscaba en la memoria la palabra alemana, pero se me había borrado… «¡suéltame!». Conseguí liberarme y, en cuanto tuve las manos libres, me puse lo que creí que era mi vestido. Resultó que era su camisa, pero no tenía tiempo de cambiarme, sino que seguí trastabillando en la oscuridad sin comprobar si me seguía. Había perdido la visión periférica, intentaba orientarme y buscar la luz, pero todo estaba igual de oscuro. Fui avanzando tanteando las paredes y no encontré más que puertas cerradas.
Me había tragado su lechaza, había reído la más infantil de mis risas, había seducido y me había dejado seducir como si la vida no me hubiese enseñado nada. Su lengua en mi boca, mi mano en sus pantalones, más alcohol en los vasos, caer de espaldas y él encima, igual de borracho… ¿o estaría fingiendo, estaría sobrio y fresco como el hielo? Claro como el cristal y concentrado, ahora lo tengo detrás de mí: solo quería darme un poco de ventaja para que la cosa le resultara más emocionante.
Me golpeé la cadera contra algo duro, pero no sentí dolor, continué avanzando a tientas. Me pareció oírlo decir mi nombre, pero también pudo ser el viento, había empezado a arreciar y las paredes agrietadas de la casa de madera eran como un instrumento roto a través del cual soplara el viento. Por fin, al fondo de la cocina, encontré una puerta trasera con la llave puesta. El aire de la noche me dio de lleno en la cara, aspiré el oxígeno con la sensación de quien acaba de emerger a la superficie y continué por el jardín donde todo crecía salvaje. Las espinas de los arbustos se me enganchaban en la tela fina de la camisa. Fui vagando en círculos hasta que me tropecé con la valla metálica que delimitaba la parcela, trepé por ella y me adentré corriendo en la oscuridad desconocida.
Cuando se trata del miedo no tengo ninguna resistencia, se me pasó mientras corría. Me quedé parada en medio del campo desierto. Una huida absurda, sin perseguidor, una presa que se detiene en plena cacería y se pregunta por qué corre. Me sentía vacía, desorientada, un tanto necia. Soplaba un aire frío, me sabía la boca a castañas carbonizadas y al humo de su boca, un regusto a sangre. Sin el miedo, ya nada me dirigía. Me acuclillé en el suelo a recobrar el aliento, me sentía perdida, ya no lo bastante amedrentada para que el miedo anulase el cansancio, quería estar en una cama, la que fuera, la cama caliente del hotel o el colchón nudoso de él. Solo ceder ante la sensación de agotamiento, cerrar los ojos y dormir. La autopista, con su tráfico escaso, se me había representado mientras corría como una salvación en la distancia. Ahora que la tenía allí mismo, no se me antojaba igual de segura. Pudiera ser que me subiera al coche equivocado, podía pararme cualquiera, nada garantizaba que estuviese más segura allí que dentro de la casa, con él.
De todas las cosas malas, él no es la peor, me dije. Vi a lo lejos la casa de veraneo solitaria como un gazapo bajo el alto cielo nocturno. Un humo azul indicaba que aún había fuego en la hornilla de leña donde habíamos asado las castañas, un idilio rural envuelto en la apacible penumbra primaveral. En algún lugar, el ruido de un carro nocturno se oye allá en lontananza. En la distancia todo es hermoso, sencillo.
Me di la vuelta.
Cuando llegué a la linde de la parcela, lo vi esperando al otro lado de la puerta de cristales del dormitorio, desnudo con una toalla alrededor de las caderas y, pese a que abrió la puerta y salió al jardín, no pareció verme. Pasó un buen rato allí mirando con atención, en lugar de gritar mi nombre. ¿Era aquella la zona en la que andaban sueltos los osos, la región donde se acercaban hasta las casas para husmear en las basuras por las noches? Había oído hablar de ello, pensé que debía de ser esa la razón por la que no me llamaba. O tal vez la certeza de que existían murciélagos vampiros gigantescos que… No, eso no era allí, sino más al este, en Transilvania, ¿no? Sería seguramente que había vuelto a olvidar mi nombre. Por eso aguardaba allí callado y vigilante en la oscuridad. Lo distinguía claramente a la débil luz vertida desde el dormitorio y, pese a la distancia, vi cómo el viento se apoderaba súbitamente de la toalla que llevaba enrollada, la levantaba y lo dejaba al descubierto antes de que él lograra taparse. Como si, de hecho, notase que había alguien que pudiese verlo desde la oscuridad circundante.
De pie entre los árboles enhiestos, medio desnudo, en calma, se parecía tanto menos al hombre que yo tenía en mente mientras corría. Aquella sensación tan desagradable en la cama, esa desazón súbita bajo la piel, ¿qué había desencadenado el reflejo del miedo? Estaba allí voluntariamente y disfrutaba en su compañía. No era el lugar, ni la situación, ni él. Era un amante descuidado, pero me gustaba. Y me había atraído la mano de araña, eso fue lo que me hizo fijarme en él y querer averiguar quién era. Cómo sería que te tocasen con una mano así. Pero aquel hombre tenía dos caras, igual de distintas que sus dos manos.
En todas las culturas de todos los tiempos, el mismo patrón: adoramos a un animal al que tememos para concitar su buena disposición. Cuanto más tememos al hombre, al lobo, al murciélago, a la araña, tanto más los adoramos. Hubo un tiempo en que yo sufrí un terror fóbico por las arañas, muy en particular por las peludas de gran tamaño. Se me había metido en la cabeza que su picadura era mortal, pero era una creencia tan supersticiosa como la de que dichas picaduras pudieran curarse con una danza desenfrenada, el ritmo de trance de la tarantela. El veneno era prácticamente inocuo y las mandíbulas de la mayoría de las arañas, demasiado débiles para atravesar la epidermis humana. Pero ¿de qué valía todo eso? Saber todo eso. Ni siquiera el día que leí que las arañas tenían corazón se atenuó el miedo que me inspiraban. El miedo, miedo es, irracional y contumaz. Intenso, manipulador. Actúa con rapidez. En un abrir y cerrar de ojos, nos hace perder el equilibrio. Conservamos el control mientras podemos, luego, lo perdemos por completo, se nos va de las manos como un jabón resbaladizo y, una vez perdido el control, solo el miedo permanece.
El miedo a las arañas pudo haber intervenido en la cama, deseo y miedo, a veces lo uno se funde de pronto con lo otro, se mezcla, se confunde y se hace imposible distinguirlos. Las niñas esquimales sí que intervinieron, desde luego, las historias que había oído de niña, que tanto insistí en que me contaran…, antes de saber cuántas noches sin sueño me acarrearían. El que, antiguamente, en tiempos de penuria, asfixiaran a las hijas recién nacidas: que tu propia familia fuese capaz de hacer algo así hacía zozobrar todo mi mundo de infantil. No podía dejar de pensar en aquellas niñas, en cómo agitarían las piernecillas gordezuelas hasta dejarlas caer laxas hacia los lados bajo la piel de foca pegada a los labios.
* * *
Cuando llegamos en pleno día a su aislado refugio no vi por allí otras casas habitadas, tan solo algunas abandonadas y desiertas. Habíamos cogido un autobús y luego caminamos un buen rato por un paisaje apacible y solitario, hasta el lugar apartado en el que tenía su residencia de verano. «¿En qué estás pensando?», me preguntó tras un largo silencio. Yo ya no sabía dónde me encontraba ni si tendría la menor posibilidad de encontrar por mí misma el camino de regreso a la ciudad. Él hablaba como a la expectativa, quizá creyese que yo pensaba mal de aquella región apartada que hacía que Budapest y su prosperidad pareciesen remotas. Pero aquel entorno rural resultaba a mis ojos hermoso, a mi pesar, como un paisaje de infancia por el que llevase mucho tiempo sin vagar.
Caminaba por en medio del sendero de grava, ni un solo coche pasaba por allí, ni un solo hombre, estábamos solos el uno con el otro y con un águila ratonera que surcaba los campos en las alturas. La mano deforme se interponía entre nosotros como un recordatorio de todo aquello que aún ignoraba de él.
Se había arrepentido. Se notaba en el modo en que evitaba mirarme. Habría podido ocultarlo, pero no lo hizo. Desde que bajamos del autobús, fue caminando en silencio, pensando tal vez en lo estúpidamente impulsivo de que los dos acudiésemos juntos allí, a su casa de verano, como si ambos hubiéramos olvidado adónde íbamos en realidad tal día como hoy. No sabíamos nada el uno del otro y apenas podíamos comunicarnos de forma rudimentaria. Y no es que el idioma supusiera un problema, él había trabajado en la construcción tanto en Berlín como en Nuremberg, de modo que su alemán era mejor que el mío y con el inglés suplíamos las carencias. Era solo que no teníamos la menor idea de cuál sería nuestro tema de conversación.
No me había hecho una sola pregunta indagando quién era, no deseaba saber nada de mí, salvo el nombre. Y, ¿qué quería yo saber de él, en realidad, salvo la sensación que me produciría aquella mano deforme sobre la piel?
Los pómulos me recordaban a los de Lukas. Una cara que podía pasar rápidamente de la dureza a la fragilidad, me gustaba lo que hacía la luz con la cara de Lukas, pero a él no le habría gustado oírme decir eso, los cumplidos siempre eran exageraciones y las exageraciones lo incomodaban. «Eres guapa», me dijo. Y lo recuerdo porque me lo dijo solo una vez.
Desde que bajamos del autobús, ya muy lejos de la ciudad, no había oído un mero ladrido ni en la distancia siquiera, ningún indicio de vida en ninguna parte. Como si hubiesen evacuado la zona y la hubiesen abandonado a las aves de rapiña. Y precisamente cuando ya me había acostumbrado al silencio impenetrable que se alzaba entre nosotros, vino su pregunta a quebrantarlo. ¿En qué estaba pensando? En mujeres con la cara transparente por la edad, en eso pensaba, en que tenía la garganta reseca por el polvo del camino, en que por allí, en algún punto de aquel lugar, había nacido Lukas, en que olía intensamente a romero silvestre por aquellos caminos, en su mano deforme, suave con esa piel tan nueva, tan cerca de la mía mientras caminábamos. Pero sobre todo pensaba en serpientes, en que íbamos por el típico terreno donde abundan las serpientes, en que nunca me han gustado las serpientes, ni antes ni después de que me mordiera una cuando era niña, y que seguramente es el único miedo que no puedo ocultar.
Mi escaso alemán no bastaba para explicar todo aquello, de modo que, en lugar de contestar, le pregunté en qué pensaba él. «En que se me ha olvidado tu nombre», respondió sin mirarme. Seguí su mirada y me encontré de nuevo con el ave de rapiña. Se acercaba volando sinuosamente. Los típicos movimientos de rapaz, describiendo círculos despaciosos en las alturas, exactamente el tipo de movimientos que suelen indicar que hay serpientes cerca. La presencia de aquella ave podía significar que la zona abundaba en la comida apropiada, o que la situación estaba bajo control, que por lo menos había alguien que hacía lo posible por mantener a raya las existencias de ofidios. Como quiera que fuese, mi miedo no necesitaba pruebas, tan solo un ave rapaz sobre un terreno como aquel precisamente con ese calor casi estival del mes de abril, cuando suelen salir de las guaridas donde han sobrevivido todo el invierno compartiendo sus residuos de calor. De niña las veía a menudo junto al lago, víboras negras, ¿dónde se metieron luego? Cuando llegué a la adolescencia, desaparecieron. ¿Habría perdido mi olfato para las serpientes?
Lukas aseguraba que daban a luz crías vivas. Yo me lo imaginaba perfectamente, una pesadilla de víboras yaciendo incontroladas y pariendo nuevas víboras totalmente formadas. Algún rollo híbrido se traían, aseguraba Lukas, producían huevos que se les rompían en las entrañas. Las que más miedo me daban eran las que se metían en el agua. Tanto las víboras como las culebras eran buenas nadadoras y solían adentrarse en las aguas del lago para capturar peces pequeños. Tenías que ser más rápido que tu sombra para evitar aquella amenaza. Tenías que tener el miedo justo para ser así de rápido. Yo, por mi parte, siempre me quedaba paralizada.
«¿Nos falta mucho aún?» Deslicé la mirada por el sendero de grava a fin de distinguir meandros sospechosos, sentí un viento frío repentino e inesperado que soplaba en dirección a la ciudad. «Allí», dijo Miklós. Me sobresalté, pero no era una serpiente, sino la casa. Una casita de color turquesa desconchada, con las ventanas cerradas, medio escondida entre arbustos silvestres y saponarias dispersas como maleza por la parcela. «Ven», me animó dando un salto de tijera sobre la pequeña verja oxidada. Me apresuré tras él, aliviada al saber que pronto estaría a salvo.
Se detuvo al pie de la escalinata. A la luz chillona del mediodía, yacía una serpiente en el último peldaño de piedra caldeado por el sol. De una clase que yo no conocía, pero él sí, seguramente, porque sus movimientos cambiaron en un segundo. Empezó a moverse tan despacio que parecía inmóvil. El reptil estaba enroscado sobre sí mismo, acumulando calor, a la espera. Él agarró una rama caída, había hecho lo mismo en otras ocasiones, se notaba. Atrapó a la serpiente con ademán experto y, como un rayo y describiendo un arco amplio, la lanzó sobre la fronda espinosa que crecía junto al lateral de la casa, abrió la puerta con la llave y me invitó a pasar.
* * *
No había en su cara nada que llamase la atención cuando lo vi en el tranvía. Discreta y corriente, siempre he sentido debilidad por las caras corrientes. Y no fue la mano lo que me hizo reparar en él, sino la sonrisa, inquietante como todo lo que se sale del molde cuando se está encerrado entre desconocidos. En primer lugar, la sonrisa; luego, la mano. Retrocedí, no logré ocultarlo. El instinto de lo desagradable. Vi que él veía que se me dilataban las pupilas y que, de pura repulsión, apretaba inconscientemente la espina dorsal contra el respaldo de hule al tiempo que, desconcertada, me llevaba a la boca un trozo de pan demasiado grande. Seguro que estaba acostumbrado a todo tipo de reacciones toscas, pero ¿puede uno acostumbrarse a despertar en los demás una aversión involuntaria? De nuevo se me fue la mirada hacia la mano, esa tarántula carnosa y rosada que él se pasaba por el pelo a fin de aplacar los rizos que le había enmarañado el viento, con una mano como esa tal vez uno se vuelva metódico de más para otros detalles.
Cuando yo era niña, vi a muchos hombres con uno o varios dedos amputados, dedos que habían ido a caer bajo un hacha, un disco de sierra, un rodillo, una cadena, o bajo la ira de una cerda, y que sufrieron gangrena o lesiones por congelación. Pero esta mano no está simplemente mutilada, está deforme hasta lo irreconocible. Aun así… donde hay repulsión también hay deseo, me atraía la mano, atraía algo dentro de mí que jamás antes se había sentido atraído.
Cuando vuelvo a hurtadillas al interior de la casa, él está dormido. O finge estar dormido y finge que se despierta, se da la vuelta en la cama y me llama para que vaya a su lado. Cuando la repulsión se ha fundido con el deseo y los dos se mezclan, resulta difícil discriminarlos. Debería irme, salir de allí, es lo que pienso continuamente mientras me acerco a la cama y cuando, voluntariamente pero en contra de mi voluntad, me meto con él entre las sábanas; y más en contra aún cuando me pone la mano en la espalda. No quiero que note el bulto, la espalda encorvada del reptil del miedo.
Me pregunta suspicaz que dónde había estado… desaparecida durante una eternidad. Le contesto que he debido de perderme. Imposible perderse en un jardín de esas dimensiones y, además, cercado. Mal sentido de la orientación, le respondo yo evasiva, oigo enseguida que suena estúpido y añado algo acerca de pérdida de visión en la oscuridad. Entonces nota bajo las sábanas que tengo los pies llenos de barro. «En mi jardín no hay lodo, has estado corriendo por el campo, ¿verdad?» Yo niego con la cabeza, pero él nota que llevo la camisa rasgada por las espinas de los arbustos y me pregunta si quería irme. Lo niego. «Mientes». No lo contradigo. Me escuecen los arañazos cuando tira para atraerme hacia sí. En la pared, sobre su cabeza, hay fijado con un alfiler un recorte de periódico con una cita: «Nunca olvido una cara, pero contigo estoy dispuesto a hacer una excepción». «Groucho Marx», pienso mientras me penetra.
Ha empezado a clarear, un resplandor frío de musgo azulado se extiende por las paredes de la casa. Me sujeta la cara entre la mano sana y la deforme, me muerde el cuello. Las manos le huelen de un modo que me hace retroceder una vez más, hasta que caigo en la cuenta de qué es, que a lo que huelo es a mí misma. El olor a mí en aquellas manos, de antes, de cuando hicimos el amor.
Siempre somos otro cuando amamos. Otro, lejos de nosotros mismos. Cuando conozco a alguien como él, se despierta en mí el deseo de conocer al otro que hay en él, andro, al hombre. Aquel en que se convierte cuando ama.