Bosques desconocidos

Me habían advertido de los riesgos que entrañaban los bosques desconocidos cuyos peligros me son ajenos, es importante mantenerse en el lugar al que uno pertenece y donde sabe lo que hay. Jamás seguí ese consejo. En cuanto un lugar empieza a parecerse a mi hogar, me marcho. Las cosas son tan extrañas. Las personas también, cuanto más las conoces. Las vistas de una ciudad desconocida desde una habitación alquilada por una noche me tranquilizan. Cuanto menos en casa estoy, más en casa me siento. No donde están mis cosas, no donde están aquellos a quienes quiero. Puedo hallarme en cualquier ciudad del mundo y sentir la misma soledad. Nostalgia de un lugar que no existe. El hogar es un sitio donde tu olor no se distingue del de los demás, no existe un lugar así para mí.

Viajo sin rumbo, pero todos los viajes tienen destinos secretos de los que el viajero no es consciente, es algo que leí en alguna parte. Abril, el más cruel de todos los meses, no hay gafas de sol lo bastante oscuras para la luz primaveral por las calles de Kazimierz. Miro directamente al sol sin preocuparme por el hecho de que mis ojos absorban a alguien y lo reduzcan a cenizas.

Hay aquí tantos perros callejeros como domésticos, los domésticos van con el rabo tieso, siempre alerta. Los callejeros son tranquilos, no se fijan en las personas. Los perros dormitan a la luz de las primeras horas de la tarde. Hace un día precioso. Las horas están contadas, alguien o algo se acerca, un viento sopla a ras del suelo, los perros mueven las pupilas en sueños. Los chuchos vagabundos no son más que una parte ocasional de la imagen, sometidos como están a impulsos de huida súbita y de deseo.

Dormirse como alguien que ha olvidado quién es y despertarse como otra persona, con un rostro nuevo; salir a comprar un par de botas nuevas y tirar las viejas, es lo que hago el tercer día. De color granate con flores bordadas en la caña. Siento una dentera en la punta de la lengua, como un mensaje secreto. Un buen día. Lo presiento. Un buen día, una buena primavera.

El nuevo calzado se hace notar a cada paso que doy, la piel, rígida, mantiene las pantorrillas sujetas con una dureza agradable. Experimento un nuevo nivel de conciencia en la vigilia, inquietante y cosquilleante al mismo tiempo, mientras, de buena mañana, camino por la orilla río abajo.

Las mujeres de esta ciudad tienen tantos rostros. Los más hermosos son los de la mañana, desnudos, introvertidos y tranquilos como aves durmientes cuando caminan por la orilla del río aguardando la llegada de los perros machos, que tienen que marcar los límites de su territorio todos los días. Huellas de amores nocturnos en cuellos desnudos, elipses de azul tornasolado que no se dejan lavar sino que deben maquillar antes de subir al trolebús o al tranvía para acudir al trabajo. Yo quería convertirme en una de ellas, y ahora lo soy. Aprendo a mantener el ritmo parejo al del lento fluir del agua, sigo las costumbres y los movimientos de las mujeres, me fundo con el entorno. Lo único que nos diferencia es la lengua, pero en los silenciosos paseos matinales por la orilla del río no se nota. Esta ciudad está cambiándome, lo siento, la luz, los hombres, las mujeres.

Me siento un rato junto al río a descansar los pies, doloridos por las botas nuevas. A la orilla del río veo a un hombre que lleva una bolsa de plástico llena de comida y la reparte entre los perros vagabundos. Todo un espectáculo, cómo intenta dirigir a la manada para que los más audaces no se lo lleven todo y los de menor rango se queden sin nada. Me grita algo y me sonríe. Yo le devuelvo la sonrisa y, con un ademán, le indico que no lo he entendido, y lo único que consigo es que repita la frase, pero más alto, como si eso me ayudara a comprender. Luego intenta apartar a los cuadrúpedos y se acerca con la mitad de la jauría rondándole las piernas.

Me levanto, son muchos y parecen más salvajes que dóciles. «Nie mówie o polsku», le advierto. «That was perfect Polish», observa el hombre. Claro, solo que «no hablo polaco» es lo único que sé decir en polaco. «English is okay», me sonríe. «And I really like your boots».

«El psicópata suele tener encanto, suele tener éxito entre el sexo opuesto». Voy repasando en la memoria. Perros… ¿Les gustan los perros? ¿Les gusta dar de comer a los perros vagabundos? Para experimentar un ápice de poder… no, no lo recuerdo. El hombre se acerca, camina como si fuera el propietario de la distancia decreciente que nos separa. Me tiende la mano y, al ver que dudo, se limpia los restos de la comida de los perros en la pernera, antes de volver a ofrecérmela. «El psicópata suele tener hijos con varias mujeres. El psicópata rara vez se quita la vida, ya que no abriga ningún sentimiento de arrepentimiento ni de fracaso». ¿Por qué debería ser el psicópata siempre un hombre? ¿Y por qué iba a acercárseme siempre a mí, precisamente? ¿Qué me pasa con los locos? ¿En qué radica mi poder de atracción a sus ojos? Quiero saberlo… para poder hacer algo al respecto. ¿Es el color del lápiz de labios o la costumbre que tengo de mirar a la gente con demasiado descaro, de apartar la mirada siempre un segundo tarde, un segundo fatal?

«I’m Jiri», se presenta espantando a los perros. «Lo». «¿Qué significa?» «Gato salvaje». «¿En qué idioma?» «En el mío». «Ajá, en tu idioma. ¿Tienes una lengua propia? Wildcat-language?»

Él, por su parte, tiene un aspecto lobuno. Dientes de depredador, ojos ambarinos, traje gris. El traje, ¿es una ironía? Tiene que serlo. Si se lo ha puesto con deportivas. Tal vez pertenezca a la categoría de locos inteligentes, psicópatas atractivos, proyectos traicioneros de alto riesgo. «Tienes mucho éxito», le digo señalando a los perros que menean la cola en torno a sus pies. «Sí, los he mimado demasiado o, mejor dicho… he comprado su amor. Algo que no es posible hacer con el tuyo, ¿no?», pregunta al tiempo que saca un cigarrillo.

La tarde avanza con señales de imprudencia. Demasiado vodka en un bar penumbroso junto al río. Demasiada oscuridad, demasiado río, demasiado Jiri, demasiados amigos de Jiri, demasiados extraños, demasiados hombres, demasiadas copas. Demasiadas lenguas: inglés, alemán, ruso; que, cuando ya estamos borrachos, se convierten en polaco, sueco, eslovaco. Al final, nadie es capaz de hablar su propia lengua siquiera, al final solo reímos y nos comprendemos por primera vez en toda la tarde.

Cuando intento ralentizar el ritmo, me sonríe. El hombre que dice que se llama Jiri, pero al que los amigos llaman de otro modo. Tres copas se puede uno tomar fácilmente, asegura, tres antes, tres durante, tres después. Tiene una cantidad endemoniada de créditos universitarios, de modo que puedo confiar en él. «¿Antes, durante y después de qué?» «Ni idea, no es más que un dicho», replica entre risas. He oído decir que aquí también se utiliza el vodka como anticonceptivo… pero no antes, ni durante ni después, sino en lugar de. Esto no le hace gracia. Se puede bromear sobre el alcohol casi en todas partes, pero no sobre la religión ni sobre el sexo y, desde luego, no al mismo tiempo. ¿Por qué no aprendo? Conozco bien a los de su clase, aquellos que se toman a sí mismos demasiado en serio bajo la fina máscara de ironía inteligente. Incluso tengo cierta debilidad por ellos, y eso me irrita. Un quinqui sofisticado, sexy pero pudibundo, con un gusto irónico en el vestir y con un gran corazón para los perros vagabundos y hambrientos, ¿qué promesa encierra? Aún no lo sé, quizá nos acostemos antes de que acabe la noche, pero una cosa es segura: no haremos bromas sobre ello.

Y tampoco podremos quitarnos de encima a sus amigos, me digo; pero, de repente, ya está. Jiri se las arregla para que nos quedemos solos, para en la calle a un coche destartalado y le paga al joven conductor para que nos lleve a la habitación alquilada en el otro extremo de la ciudad. Estamos demasiado borrachos, dormimos primero y luego hacemos el amor, lo que hace que nos sintamos menos como desconocidos. Como si hubiéramos estado allí juntos con anterioridad, pero no, me habría acordado de él, se mueve al ritmo de un ventilador, la velocidad más sensual.

Nadie tiene por qué tenerlo todo, pero todos deben tener algo. Aunque solo sea un aroma jamás antes percibido. Hermosas facciones eslavas. Una nuca bonita. Zapatos desgastados con aspecto de haber caminado mucho. Humor negro. Una cara extraordinariamente abierta. Una extraordinariamente cerrada. Una fotografía de los niños cerca del corazón. Algo que contar. Un punto sensible. Un defecto. No estoy muy segura de qué posee él de todo eso, pero lo que me atrae de él es precisamente el hecho de no ser capaz de señalar qué es lo que me atrae.

«Insertamos la muerte en la mancha ciega que hay entre los ojos», dice marcándome el punto en la frente con dos dedos, como si quisiera bendecirme o ejecutarme o las dos cosas a la vez. «El cuerpo cae pesado», murmura. «Es una carnicería». No estoy segura de qué habla, aunque su inglés es bueno, no comprendo lo que quiere decir. La humedad chorrea por las paredes del estudio débilmente iluminado como por el interior de una cúpula de cristal. Es una habitación paupérrima para pertenecer a alguien que trabaja en la universidad, según dice que es su caso, demasiado vacía de libros, además. Las minas de sal, la fundición, pienso al observar sus manos. Está más guapo sin traje, debajo de la ropa se abre un mundo de… me gustaría saber cómo se llama en su lengua: placer. Recorro con la mano la red de pequeños músculos duros de la espalda. Músculos de gañán, dice. En cuanto se queda libre, tiene que ir a casa de sus padres y ayudarles con el trabajo de la granja, su padre empieza a hacerse mayor y solo tiene un hijo. Cinco hijas y un solo hijo que, además, no quiere hacerse cargo de la finca a su muerte. Una catástrofe de orden menor. «Podría prestarles ayuda económica en lugar de ir a pasarlas canutas en el campo fangoso. Pero no es cuestión de dinero, ¿comprendes?» Lo comprendo perfectamente. Se da la vuelta, se pone boca arriba y me coloca sobre él, asegura que he estado murmurando no sé qué nombre mientras dormía, ¿es que estoy casada? Sin aguardar respuesta, como si no fuese tan importante, o al menos, no más importante que el hambre, se levanta inquieto de la cama y desaparece por el pasillo. Vuelve de la cocina, común para toda la planta, con las manos llenas de pan, manteca, pepinillos ácidos y cerveza.

La mayoría de las personas juegan sus mejores cartas al principio, luego es mejor que los caminos se aparten con la ilusión intacta. Una ilusión no es exactamente una mentira, es la verdad de sí misma por un segundo, mientras queda oxígeno en la burbuja flotante. Un hombre que es agradable una noche es agradable de verdad allí y entonces, aunque en su vida normal sea un cerdo, aunque antes y después de aquella noche siempre haya sido y siempre siga siendo un cerdo. Muestra su mejor faceta —para mí—, antes de que el olor a sudor se imponga al de loción para después del afeitado. Y de vez en cuando, sucede que eso es lo que yo prefiero.

El sexo es cuánto hay que pagar a veces por la satisfacción de seducir a un hombre. Unas veces más, otras veces menos. Conseguir que caiga, preferiblemente tan despacio que podamos ver cómo sucede. ¿Venus no tenía nunca miedo cuando atraía a los hombres? Claro que ella no era una mujer normal, no estaba sujeta a las leyes normales. Se dedicaba a atraer a los hombres a la cima de su monte para seducirlos. El monte de Venus: esa parte saliente y cubierta de vello en el pubis de la mujer. En tan peligroso lugar era donde caían como víctimas todos los hombres de Venus.

En cuanto veo que Jiri duerme profundamente, me levanto con cuidado y me marcho a la habitación del hotel.

Lo último que veo antes de caer rendida en la cama es una creciente nube negra al otro lado de la ventana, como si, sobre el tejado puntiagudo del hotel, hubiesen vaciado un saco gigantesco con miles de murciélagos. Luego, todo se vuelve negro. No con una negrura a la que los ojos puedan habituarse, no, negro como las fábricas cerradas por la noche, como el lago del lugar donde vivo, su punto más profundo.