Acude a mí siempre que viajo en tren. Asciende como un gas en la memoria. Se filtra por más que intente sellarlo todo con sueño o con conversaciones. Quizá una visita al vagón restaurante con una copa o dos de vino y un libro que, por lo general, suele hacerme desaparecer de este mundo. Ignoro cómo sabrá cuándo viajo en tren, pero lo sabe y, cuando lo hago, aparece. El ferrocarril cortaba el terreno existente entre nuestras casas, aquellos trenes nocturnos infinitos, lentos mercancías traqueteando al encuentro de la mañana. Siempre que viajo en tren, los recuerdos, la infancia viajan hacia atrás a través de veranos e inviernos, largos de falda, modas de peinado, chicles que han perdido el sabor. Cierro el libro, no vale la pena intentar leer ahora, el cielo arde de amarillo y de un color cuyo nombre desconozco. Viajo lejos de la soledad al interior de la soledad. La soledad no es sino una ausencia de compañía a la que hay que acostumbrarse, hasta que se convierte en una compañía en sí misma.
Viajar en tren de noche es viajar hacia la luz. Los trenes que tanto sueño acarrean por toda Europa. Salgo al alba al estrecho pasillo del tren. Los compartimientos están dispuestos en hilera como secciones pobres de oxígeno para ocho personas. Me encuentro allí con los fumadores matutinos y los viejos de traje arrugado y las viejas de liso vestido sintético que, como yo, se despiertan siempre a la hora del lobo: los trajes, los vestidos de señora y yo, una pequeña congregación somnolienta, trágica.
Me gusta estar sola junto con otras personas, como aquí, en el sofocante compartimiento del tren con plazas para una gran familia o para ocho extraños. Enfrente de mí duerme una niña recién amamantada. No puedo oírla respirar, pero siento el ritmo ligero en el interior de la burbuja de paz que la rodea. Y la madre, que también ha caído vencida por el sueño, sigue cayendo entre pueblos abandonados y claros de bosque, corzos del alba dispersos en la niebla. El campo húngaro, eslovaco, polaco, todo se confunde después de tantas horas en tren, la niña en el asiento, la cara de Lukas, paisajes de coral, barcos hundidos con cascos como tórax vacíos de ballenas gigantes cuyas costillas han dejado raídas grandes bancos de krill argénteo. El esqueleto es fluorescente incluso en las profundidades más tenebrosas. El reflejo de todos aquellos a quienes hemos abandonado alguna vez, con o sin nostalgia.
Si meto la mano en la maraña del recuerdo, lo primero que encuentro es el fuego. El fuego que tal vez se haya propagado más tiempo en la memoria que en la realidad. El fuego, y en medio del fuego, Lukas.
* * *
Es un verano de calor sofocante. En Europa oriental estallan incendios salvajes, se ha desencadenado una tormenta que ha provocado cientos de fuegos condenados a extinguirse sin vigilancia alguna. Tras la primavera más seca que se recuerda en cien años, han quedado zonas inmensas totalmente calcinadas; la falta de lluvia, en combinación con el estallido de tormentas eléctricas, ha creado un infierno de humo.
El pediatra con el que he pasado la noche en una habitación que da a esa calle tan transitada no ha bajado aún al comedor donde se sirve el desayuno. No es que hayamos dormido mucho, seguro que se pasa el día destrozado en la cama. Posturas cuya existencia yo desconocía, trataba de relajarme y de ser dócil sin marearme cada vez que él me daba la vuelta a un lado y a otro. Me sentía como la espuma clara en la superficie de la ola oscura y pujante que tenía debajo. Mi piel resultaba de un blanco casi enfermizo en contraste con la suya, tan oscura. Resonaba de fondo una canción de soul. «That’s how you like it, huh? That’s how I like it, babe». Si la vida fuera siempre así, adaptarse como dos pares de caderas acomodaticias: «huh? yeah…». Igual que nuestras caderas, como forjadas la una según el molde de la otra. Pesaba y, aunque en el fondo siento debilidad por un tipo más infantil, resulta agradable acostarse con alguien cuyo peso se nota.
«¿Sueles acostarte con desconocidos?», me preguntó. «No muy a menudo». «¿Cuántas veces?» Le mostré siete dedos. Respondí tan rápido que se echó a reír. Como si pensara… setecientas.
Ahora, en el altavoz del comedor, suena la voz depravada de Marlene Dietrich, que deben de haberse dejado puesta de la noche anterior, no es música adecuada para el desayuno. Yo no aparto la vista de la puerta, por la que salen y entran huéspedes saciados o hambrientos. ¿Se perdería la conferencia? En fin, lo que sin duda iba a perderse era el desayuno. ¿Debería avisarle? No, no soy su mujer. Me dijo que no tenía, pero que le gustaban las mujeres casadas. Las vírgenes lo ponían triste.
El deseo de hombre y el miedo, quizá no sea dentro de mí donde deba separar los sentimientos, es a los hombres a quienes hay que distinguir, a los unos de los otros. Pero ¿cómo saberlo? ¿Cómo se nota? ¿Señales? No hay que sospechar de nadie sin necesidad, pero un solo descuido puede resultar una catástrofe. Es más fácil con todas las demás cosas de las que me previno mi madre, todas las autopistas son peligrosas, en todos los lagos te puedes ahogar, las serpientes se dividen en venenosas y no venenosas, pero los hombres… sencillamente, no se sabe. Es una inseguridad con la que hay que vivir. Por lo que yo recuerdo, nunca me previno contra los desconocidos o contra el sexo no seguro, como otras madres. Solo contra el amor.
Decido que voy a confiar en él, luego intento verlo bajo esa luz. Sin confianza estamos muertos, o, al menos, daría lo mismo estarlo, pero si confías demasiado también te arriesgas a no vivir mucho tiempo. Hombres incapaces de aceptar un no, hombres que jamás han aceptado un no, o bien hombres que han resuelto no volver a aceptar un no en su vida, que con la próxima chica que les diga no, harán lo que quieran de todos modos.
Las emisiones televisivas de los incendios me llenaron de desasosiego ayer noche. Salí después de oscurecido, fiebre en la ciudad, temporada de caza, tacones altos, escleróticas fosforescentes, cristales rotos. En realidad a mí no me gusta esta agitación, prefiero la luz del día, días corrientes en lugares corrientes, encuentros fortuitos cuando uno menos se lo espera. Pero a veces siento deseos de comportarme como un caballo salvaje con toneladas de colorete en las mejillas. Colarme en un bar persuadida de que habrá alguien esperándome dentro.
Fue agradable hablar con un americano, poder hablar sin pensar. Todo empezó con una copa que fueron dos y luego tres, me olvidé de ser precavida, se abrieron los botones y los secretos salieron en tropel sin hallar resistencia. Quizá porque no parecía escucharme con demasiada atención. No podría corregirme si me contradecía, ni me exigiría explicaciones, escuchar y olvidar, solo eso. Parecía haber oído ya todas las historias del mundo desde su puesto detrás de la barra de un bar del desierto de Arizona, escanciando mescal y escuchando todas las penas del mundo, o eso me imaginaba yo. Y comprendí lo que pensaba de mí…: una pobre mariposa nocturna solitaria, all dressed up and nowhere to go.
Tiene un perfil duro como el de un ave montaraz, como si su sangre fuese una mezcla de todas las minorías, hasta convertirse en todo y nada, libre. Un hombre capaz de montar, pero no de nadar. Un hombre capaz de hacer diana a cualquier distancia por lejana que sea, pero no de distinguir a una mujer de otra ni siquiera a la distancia a la que se puede sentir el aliento. Gran Cañón, Lago de Como, pensé al verlo, Oakland, Idaho. Un hombre típico. Esos no existen y, aun así, allí estaba él. Parecía una de esas personas que solían atascarse en un bucle por las carreteras: solitarias, carreteras solitarias que se extienden hasta el infinito en el Medio Oeste americano. Pediatra, me dijo, en Manhattan, aunque en la actualidad era médico sin fronteras. En el negro reluciente de sus ojos vi la sorpresa de los míos. Había venido a un congreso internacional sobre el Noma que se celebraba aquella semana en la ciudad. «¿El Noma?» «No querrás saber qué es». «Pues sí». «No, créeme». El Noma era la sentencia de dios contra la Humanidad, sobre todo, contra los niños. Pronunciaba la enfermedad con mayúscula y dios con minúscula, tal vez se llegue a ello después de haber visto una cantidad suficiente de sufrimiento. Así que hablamos de los incendios.
La confianza o el alcohol, algo me hizo hablar. Él, en cambio, no bebía, declinó mi invitación cuando le ofrecí una copa. En condiciones normales, no confío en los hombres que no beben; al menos, no cuando están solos en un bar. Pero hay ocasiones en que tenemos que hacer una excepción, este era demasiado guapo para irse y dejarlo allí, sencillamente.
«Soy médico, sé lo que le hace a nuestro cerebro». Yo también, pero a mí no me disuadía saberlo. «Quiero vivir sobrio y morir ebrio». «Yo también, pero ¿cómo saber cuándo ha llegado la hora…? Quiero estar preparada». «¿No eres demasiado joven para pensar en la muerte con tanta urgencia?», me preguntó encendiendo un cigarrillo. «¿No eres tú demasiado mayor para pensar en el rendimiento futuro de tu cerebro?», pregunté a mi vez. Era guapo, pero sobrepasaba seguro los cincuenta. «You little rascal!», exclamó asombrado. Por lo general, no se me dan bien los hombres mayores, nunca sé cómo andármelas con ellos. Son tan vulnerables, siempre piso donde no debo. Pero este me gustaba. «You black marauder», repliqué. Lo oí contener la respiración. Estaba reñida la cosa.
Si él podía llamarme pequeña tunante, bien podía yo llamarlo merodeador negro. Y puesto que era pediatra, debía de estar acostumbrado a ofensas con encanto y, por lo demás, tenía perfecta conciencia de lo guapo que era, seguro que vendimiaba enfermeras como uvas maduras y podría venirle bien un poco de resistencia, alguien que no cayese sin más en sus brazos. «¿Qué es lo que quieres, en realidad?» No parecía resuelto a marcharse aún, pero lo estaba sopesando, bastante en serio. Yo no solía ir tan derecha al grano pero, puesto que me preguntó, le respondí sin ambages.
«Vale», convino el pediatra, «pero primero, charlemos un rato». ¿Hablar? Claro… ningún inconveniente por mi parte. No era yo quien tenía que madrugar para acudir a un congreso al día siguiente. Pidió una taza de té verde, yo una copa de Slivovitz. «Tendrás que pagártelo tú, nunca invito a alcohol a una mujer». ¿Y las vírgenes lo ponían triste? Era un hombre lleno de contradicciones. Así que pagué mi consumición y hablamos de los incendios. Le conté lo que había oído decir de niña, cuánto tiempo seguía ardiendo bajo la tierra por donde había arrasado el fuego, cuánto tiempo seguían ardiendo las raíces sin que se apreciase indicio alguno de que la catástrofe persistía.