«Hasta el último aliento», dijo Lukas. Era septiembre y todo lo más importante que me ha ocurrido en la vida, ha ocurrido en septiembre.
Vivíamos en las afueras, en un lugar que no se llamaba más que las afueras, donde los campos caían como una pendiente escarpada y donde se acababa el mundo. O donde empezaba, eso dependía, al igual que el lago alternaba y cambiaba constantemente. Precisamente en aquel entonces había empezado a adquirir el color de septiembre, septiembre era mi mes y, en esa época del año, el agua tenía mi color. Desde que el recuerdo se ha desdibujado, los colores siguen brillando con claridad. Los ojos de Lukas eran negros como perlas de río, cuando se recrudecía el frío, alternaban con tonos azules, el rosa sucio de la olla arrocera japonesa, la mosquitera, gris a causa de los insectos de tantos veranos.
El aire de finales de verano olía intensamente a angélica. Las moscas, que habían caído en coma durante las semanas de más calor, despertaban ahora a la vida y resultaban insoportablemente entrometidas. Y, muy en particular, revoloteaban alrededor de Lukas. «Hasta el último aliento», dijo, aunque yo no estaba tan segura. «Es peligroso», aventuré con una objeción absurda, una protesta débil. Él se encogió de hombros ante mi advertencia.
No pensaba detenerlo, pero tampoco seguirlo. «Tendrás que hacerlo solo», aseguré. «Vale. De todos modos, nunca te convertirás en un hombre de verdad, eres demasiado cobarde». Con un leve tono de burla en la voz y pensé que quizá, quizá tuviese razón; o quizá no abrigaba yo la desesperación suficiente. Como quiera que fuese, aquellas aguas eran demasiado extensas y demasiado profundas para mí, no tendría nada que hacer, aunque el lago hubiese encogido tanto bajo el calor estival que pudiera abarcarlo a simple vista. Por lo demás, yo no quería convertirme en hombre, quería convertirme en mujer. Eso era lo que pensaba, pero no se lo dije.
Yo me perdía en su sombra, se había disparado creciendo aquel verano y no lo alcanzaba. Llevaba varios días con una erección, me dijo. Era como si algo se hubiese atascado, un mecanismo que se hubiese bloqueado y que no se pudiese soltar. Y se le había ocurrido que le ayudaría cruzar todo el lago buceando, contar cada respiración, centrarse en sobrevivir. Me miró inquisitivo, pero, francamente, yo no tenía ni idea de si aquello iba a funcionar. Quizá fuese beneficioso darle a la sangre otra cosa en qué pensar que seguir causando problemas concentrada en un punto del cuerpo. Pero tenía que hacerlo él solo; yo, con los dos saquillos de pellejo que tenía por pulmones, me hundiría a medio camino como una piedra. Y no iba a pasársele la erección solo porque yo contuviese la respiración, ¿no? Si hubiéramos tenido el mismo sistema circulatorio, pero no lo teníamos. Eso era lo que él quería, que los dos fuésemos uno, pero no lo éramos, al igual que nuestro pueblo no era un pueblo de verdad, ni el lago era un lago de verdad, solo un lugar en que la corriente del agua crecía y el lecho del río se volvía profundo y semejante a un lago.
Yo sabía más o menos cómo funcionaba, aunque no tuviese ninguna. No era nada mecánico, como parecía creer Lukas, lo que hacía que se mantuviera tiesa debajo de los pantalones cortos de color azul. O tal vez un hechizo maligno, en castigo por haberle prestado demasiada atención, no todo mejora cuando se le presta atención: eso solía decirme él. La observé, era como un cachorro enloquecido después de mucho jugar. «No pienses en ella y se te pasará». «No puedo no pensar en ella, lo único que puedo hacer es pensar en ella. Me duele, ¿es que no lo entiendes?» Las moscas le rondaban la boca y tenía algo en la mirada que me inquietaba, que me impulsó a empezar a rascarme viejas picaduras de insecto solo para distraerme de una sensación de impotencia que ni siquiera era mía, sino suya.
Bajé la vista y la dirigí al problema mismo. ¿Le dolía como una herida que se hubiese toqueteado demasiado? Cuando hice la pregunta, Lukas me miró como si me deseara muerta. Extendió el brazo para agarrarme en el preciso momento en que le di la espalda, cerró el puño en el aire, por un segundo. «La única herida que tengo eres tú», me pareció que dijo, pero quizá fueron imaginaciones mías, él solía decir que me imaginaba cosas, y ya había llegado a la casa y había abierto la puerta que colgaba torcida de una única bisagra. La casa del pescador de perlas, nuestro escondite. Un secreto bien guardado envuelto en el denso follaje cercano al lago.
Fue un día desafortunado desde que abrí los ojos y luego, no hizo más que ir a peor. Bochornoso cuando me desperté y con un silencio mortal en la casa, que, por lo general, no dormía nunca. Parloteo, risas, disputas, el trajinar de la abuela en la cocina, mi madre cortando leña, la voz del abuelo, que todo lo penetraba, la música de mis tías, los coches en la explanada, todo lo familiar y, de vez en cuando, algún sonido que no reconocía, que me hacía aguzar el oído y acercarme de puntillas. En cambio, aquella mañana, calma y solo calma. Como cuando un viento pertinaz amaina de pronto y el silencio se vuelve tan evidente que se oye como si fuera un sonido en sí. Tanteé buscando a mi madre y a la tía Marina a uno y otro lado de la cama, aunque sabía que no podían estar allí, puesto que no las oía respirar.
¡Eh, que estoy aquí completamente sola en el día de mi cumpleaños!, eso me habría gustado gritar; pero ¿a quién?, si parecían haber evacuado la casa. Aguardé hasta que la luz de la mañana se vertió deslizándose sobre los racimos de moras del papel pintado. Cuando la humillación empezó a antojárseme total, me levanté para ver dónde estaban, enfrentarme a ellos, exigir el homenaje que me merecía, la tarta de plátano, restablecer el orden. Fui de una habitación a otra de aquella gran casa sin encontrar una sola alma viviente. Hasta que oí un leve rumor al otro lado de la ventana abierta de la cocina, voces, amortiguadas como si cada uno de ellos hablara dentro de una bolsa de plástico.
En torno a la mesa del jardín reinaba una atmósfera de funeral. Yo jamás había estado en ninguno, pero así debía de ser, con un aire denso de respirar. Le vi a mi madre en la cara que algo andaba mal, nunca se le dio bien ocultar cosas y en esta ocasión ni siquiera lo intentaba. Estaba sentada en el sillón de rejilla, con la cara enrojecida por el llanto. Los demás solo estaban raros, como si no fuese un día alegre, un día en que comer tarta de plátano en el desayuno. No le había visto esa cara a mi madre desde que mi padre se fue. Estaba fumando, aunque lo había dejado hacía mucho: nadie podía olvidar el dramático final en que, para demostrar que el tabaco se había terminado para siempre, tiró a la basura todos los ceniceros de la casa, incluso el de cristal rojo sangre que le había regalado el abuelo. Una exageración y ahora, ¿de qué valía? Se puede fumar sin cenicero, y eso era lo que estaba haciendo ella. El platillo de la taza del té estaba lleno, pese a lo temprano de la hora. Marina, la hermana de mi padre, también había encendido un cigarrillo sin que la abuela protestase, y el hermano de mi madre, Isak, se había sentado en el respaldo del sillón, con las botas sucias en el asiento, a lo que la abuela tampoco opuso ninguna objeción, y murmuró: «Es una mierda. Una mierda, lisa y llanamente…».
Yo estaba sentada en el alféizar de la ventana sin que nadie tomase nota de mi presencia. Un mono de circo desgraciado ante un público abatido que ni me miraba siquiera. Pero ¿y yo qué?, era lo que tenía ganas de gritar. Que hoy es mi cumpleaños… lo normal es que te den tarta de plátano… Pero el espectáculo que ofrecía mi madre me llenaba de aquella desazón correosa que solo ella era capaz de provocar. En lugar de decir nada, di un salto en el aire y aterricé en cuclillas encima de la mesa. Una sorpresa festiva, esa era la idea, pero mi madre ni siquiera levantó la vista. No me di cuenta de cómo reaccionaron los demás, porque yo solo tenía ojos para ella, toda mi atención dirigida a sus ojos medio cerrados y a su boca echando humo. Era el centro del dolor, no cabía interpretarlo de otro modo, y ese hecho me recordaba algo que de ninguna manera quería recordar.
Rikard me echó de la mesa como si fuese otra mosca irritante en el calor de septiembre. Mi madre encendió otro cigarrillo al mismo tiempo que Marina me cogía con un movimiento ágil. Me agarró fuerte y, con la maniobra de una experta, me sentó en su regazo, pese a que yo también había dado un estirón y había crecido mucho aquel verano, era todo brazos y piernas, y apenas cabía ya en sus rodillas. «¿Tiene algo que ver con papá?», le pregunté al oído en un susurro. Marina expulsó el humo hacia otro lado y me acercó los labios al oído: «No, por una vez en la vida, no tiene nada que ver con tu padre. Pero hoy debes dejar tranquila a tu madre». «¿Y la tarta?», pregunté implorante, pero Marina me puso el dedo en los labios, picaba como una ortiga. «Ya lo arreglaremos», dijo en voz baja. «No seas tan niña».
* * *
Lo único que desvelaba que eran seres vivos y no muertos quienes se habían congregado bajo los ciruelos era el humo del cigarrillo de mi madre. De lejos parecía una sesión de espiritismo, de una quietud desagradable, casi helada. Yo lo observaba desde el columpio del abedul pubescente, esperando a que algo pasara. Nadie se preocupaba por mí, había empezado a levantarse viento, el columpio chirriaba: papá tendría que haberlo arreglado, pero hacía ya mucho que se había largado y, desde entonces, no había nadie que arreglase nada, nadie que hiciera que las cosas funcionasen bien y suavemente.
Aquello empezaba a parecerse al jardín de la muerte, solo que yo no sabía quién estaba muerto. Nadie respondía a mis preguntas, como si yo también hablara con una bolsa de plástico en la boca y mis palabras se quedasen allí dentro. Mejor cogía la bicicleta y me largaba; cuando eres invisible, mejor desaparecer. Entré en la casa y recogí lo más preciso, los secretos que guardaba entre el polvo: el cuchillo de caza, las cuerdas de acero, la revista porno, la loción para el afeitado, el cigarrillo, aún sin fumar desde la noche del incendio. Cogí la bicicleta que mi padre se había dejado al marcharse; demasiado grande, tenía que pedalear oblicuamente bajo la barra. Y pese a que todo el camino por el resbaladizo sendero de gravilla era cuesta abajo por entre los campos aún llenos de rastrojo, me costaba un mundo pedalear.
Solía imaginarme el lago como un ojo enorme, lo único que se veía de un ser subterráneo más enorme aún. La hermosa, la espantable giganta Hyrrokkin, que un día, para horror de todos nosotros, se levantaría alterando nuestra perspectiva, sacudiéndose de encima bosques, fábricas, gamos, casas y sembrados de cereales, que se irían precipitando al fondo del cráter que había alojado su cuerpo, mientras ella seguía caminando sin más. Hyrrokkin pertenecía a un mundo distinto y mejor, como Lukas y yo; simplemente, se había quedado aquí un tiempo, y al marcharse, dejaría desolación tras de sí.
Fue el abuelo quien me habló de Hyrrokkin. Le interesaban las figuras mitológicas femeninas y en particular las demoníacas que poseían poderes extraordinarios: Jezabel, Lilith, las hermanas Fenja y Menja, responsables de que el mar fuese salado. También le gustaba ver a mi madre cortando leña, con la camisa arremangada y el cabello rizado por el sudor, como el de Medusa, con un cigarrillo en la comisura de los labios cuando creía que nadie estaba mirando. Hyrrokkin significaba humo, me contó mi abuelo, y yo había visto el humo elevándose de la tierra al amanecer sobre el ojo de Hyrrokkin, en especial en invierno, cuando se convertía en hielo. Ahora yacía acostada bajo tierra, invisible salvo por el ojo especular ligeramente reseco. Podías bañarte en él si te atrevías, pero no era cosa para cobardes.
Hyrrokkin dirigía el ojo hacia mí, precisamente, con una mirada absorbente que incluso de lejos me atraía. El cielo oscuro provocaba un resplandor verde metálico en la superficie del agua. El lago, que no era un lago, era lo más hermoso de aquel paisaje, pero casi nunca había nadie bañándose en él. Corrían rumores de gente ahogada, tanto por voluntad propia como por la ajena. Yo era demasiado pequeña para haberlos oído más que de pasada, pero me habían advertido del peligro del lago en muchas ocasiones, al igual que de todo lo demás de lo que mi madre me prevenía, sin que yo me lo tomase demasiado en serio. Lukas. El tren de mercancías. Las mentiras. Las centellas que rodaban por los campos a la caza de un punto en el que estrellarse. No era nada fácil encontrar un punto así en un lugar donde todos se esforzaban por no sobresalir. Si alguna vez comía pollo en casa de alguien, tenía que cortarlo antes hasta el hueso para asegurarme de que estaba bien hecho. Mi madre me enseñó cómo comprobarlo, pero yo me preguntaba en casa de quién iba yo a comer pollo, cuando jamás nos relacionábamos con nadie, solo con nosotros mismos. Trece personas de dos familias, como la familia Taikon, aunque sin lo más divertido, sin los caballos y la música, decía Rikard. Ir a casa de amigos a comer pollo no era, al menos por el momento, más que un sueño.
No vi a Lukas hasta que apareció de pronto entre los arbustos que crecían asilvestrados junto al lago. Al principio no lo reconocí, tenía la misma expresión que mi madre en la cara. «¿Quién se ha muerto?», le pregunté. Tenía que ser alguien a quien Lukas también conociera, a juzgar por lo miserable de su expresión. «¿Que si se ha muerto alguien? Pero ¿qué dices?», respondió con una mueca.
La erección. La erección no podía explicar el ambiente de funeral que imperaba en mi casa, pero sí la expresión atormentada de Lukas. Llevaba días con ella y no era cosa de risa… sonaba más abatido que triunfal, aunque por lo general, no parecía sufrir por esas cosas. Apartó las manos de la entrepierna e hizo un gesto elocuente, como si pensara que no lo creía. «Compruébalo por ti misma». Solo llevaba los pantalones cortos, que presentaban un bulto inquietante. «¿Quieres tocarlo? Es una barbaridad». Yo negué con la cabeza. «Pues pasa si quieres», murmuró. «Puede que no me creas…» Pero sí lo creía, veía la desesperación de sus gestos, tenía diez años y, aunque Lukas tenía dieciséis, sabía más que él de ciertas cosas. A diferencia de Lukas, yo sí tenía a quién preguntar; él, en cambio, tenía que vivir solo todas las experiencias. Aunque la verdad era que a veces daba la impresión de estar fingiendo saber menos de lo que en realidad sabía, solo para que no se notase tanto la diferencia de edad entre los dos.
«¿No es posible vaciarla?», pregunté prudente. Lukas hizo un mohín: «Ya lo he intentado». «No me refiero a eso, quiero decir sacarle la sangre». Me miró con una mezcla de desprecio y estupefacción. Por lo que yo sabía, era la sangre lo que la hacía ponerse así de tiesa, así que quizá la única manera fuese vaciarla. Lukas meneó escéptico la cabeza. «La sangre está toda junta en el cuerpo, es como un único sistema, una única y misma sangre… no es posible desangrar un miembro sin desangrar el resto. Te mueres de golpe y porrazo».
Quizá tuviese razón, pero su táctica sonaba igual de peligrosa: cruzar buceando todo el lago sin salir a respirar una sola vez. Se podía respirar con la mente, decía Lukas, hasta el último aliento, porque siempre había un último aliento, incluso en los pensamientos.
Al cabo de un rato vino a buscarme a la casa del pescador de perlas, donde yo esperaba tumbada en la cama hasta que se le ocurriera una idea mejor. Que se zambullera para bucear por el ojo de Hyrrokkin me preocupaba mucho más que la erección que, después de todo, no podía durar eternamente.
Vio junto a la cama la bolsa de ante que yo había llenado apresuradamente. «¿Te has fugado de casa? ¿No podías haberte traído algo comestible?», observó mientras revolvía el contenido, hojeaba la revista porno y sacaba al fin el cigarrillo sagrado de nuestro primer encuentro; y antes de que pudiera abrir la boca, cogió un encendedor y lo prendió… el cigarrillo ardió como la yesca. «¿Y qué demonios hacemos ahora?», preguntó echando el humo contra el techo con todas sus fuerzas. Yo me encogí de hombros. «No sé. Hoy es mi cumpleaños, pero ¿para qué molestarse por eso?» «Me refiero a qué hacemos con esto», hizo un gesto forzado señalando la hinchazón pertinaz de la picha; había muchas palabras para llamarla, pero picha era la más fea y la más ridícula y así era como Lukas la llamaba siempre, lo que me daba la sensación de que, en realidad, no le gustaba.
Después de rebuscar un rato entre los libros que había debajo de la cama, di con un viejo volumen de medicina que ya había ojeado muchas veces con anterioridad. Soplé para quitarle el polvo y lo abrí por una página ilustrada que me hizo pensar que andábamos sobre la pista de una solución. Me tumbé boca arriba y leí primero en silencio y para mis adentros, antes de leérselo a él en voz alta: «Disfunción eréctil». Enarqué una ceja con expresión interrogante, pero Lukas pateó impaciente el suelo con cara de no haber oído hablar jamás de tal cosa. «¿Priapismo?», proseguí. «¡Bah! No entiendo una palabra de ese lenguaje estúpido, sigue hasta que des con la explicación». «Casos urológicos agudos», seguí vocalizando; siempre se me había dado bien leer, incluso aquello cuyo significado ignoraba por completo. «Pero sáltate todo eso y ve al grano: más abajo, más abajo…» Pasé la vista por el texto. Lukas empezaba a adoptar una mueca de dolor, como si, en un abrir y cerrar de ojos, su estado se hubiese vuelto definitivamente insoportable.
«Erección prolongada y dolorosa sin apetito venéreo. Un estado cuyas causas pueden ser: leucemia, psicofármacos, esteroides, drogas de evasión como el alcohol y la cocaína, actividad sexual prolongada, desgarro de la arteria del escroto… ¿escroto?» «Yo qué sé. Ni idea», dijo con voz apagada indicándome que continuara. «… picadura de una viuda negra, tumoración, intoxicación por óxido de carbono, por lesión en la médula espinal o por causas no susceptibles de diagnóstico. Las molestias se deben a que la sangre se detiene en los cuerpos cavernosos. Una erección que dura más de cuatro horas se clasifica como un caso clínico agudo».
Lukas había dejado de protestar, simplemente me hizo una seña para que continuara. «Cuatro horas, dice aquí. ¿Cuánto dijiste que llevabas así?» «Varios días, aunque no todo el tiempo», respondió sereno. «¿Varios días?» «Sí, hubo un momento en que estuvo a punto de pasarse, pero enseguida se puso peor». «Mira lo que dice: si no se trata de inmediato, pueden formarse cicatrices que impliquen el riesgo de incapacidad eréctil permanente». Lo observé, tenía las piernas abiertas y un punto de locura en la mirada. «Si no se trata de inmediato», dice. «Lo que quiere decir… ¿hoy?» Recorrí la página con el índice a la caza de una respuesta: «El tratamiento consiste en el drenado de sangre del pene con una aguja que se clava en el tronco». «¡Aaay!», Lukas reaccionó como si se hubiese quemado con algo y quisiera arrojarlo lejos, pero no tenía nada en las manos y el gesto resultó miserable y mecánico.
«La punción se realiza previa anestesia local de la zona; acto seguido, se drena la sangre de…» «¡No, gracias!» «… de los cuerpos cavernosos hasta que baja la inflamación». «¿Quieres callarte?» «Espera, existe una alternativa: puede aplicarse hielo en el perineo, para reducir la inflamación. ¿El perineo? ¿Y eso qué es? Bueno, de todos modos, puedes ponerte hielo ahí». «Puede ser eficaz subir escaleras, ya que es posible que el ejercicio físico derive la sangre a otras partes del cuerpo». «¡Cierra el pico!», bramó acuclillándose en el suelo, pero yo seguí leyendo. «En casos graves, la persistencia del hematoma puede provocar necrosis, muerte espontánea de los tejidos, gangrena. La gangrena avanzada es incurable. En caso de gangrena seca, las partes muertas se desprenden por sí solas. En caso de gangrena húmeda, debe amputarse la zona afectada, es decir, debe seccionarse el pene, lo que se conoce como penectomía».
La cara de Lukas se había vuelto verde pálido. Con las manos en la entrepierna, se puso de pie y salió de la habitación reculando entre lamentos.
Hielo y escaleras: no tenía elección.
* * *
Mi madre me había prevenido contra Lukas desde que se declaró el incendio en el pueblo. No podía venir a nuestra casa y mucho mejor si no se acercaba a mí siquiera. Pero en su casa no había escaleras, ni congelador ni hielo tampoco, así que tuvimos que entrar en nuestra casa sin que nos vieran. Mientras yo comprobaba que teníamos vía libre, él empezó a subir y bajar corriendo la empinada escalera que iba del sótano a la planta de arriba. «Esto es…», Lukas ya parecía dispuesto a dejarse amputar, después de todo, «… una broma sádica», alcancé a oír cuando bajaba. «Pero ¿funciona?», pregunté impaciente.
Nadie confiaba en él, y aun así, allí estaba ahora medio desnudo en nuestra escalera, expuesto a que lo pillaran en cualquier momento, pero o eso o la punción del pene, no tenía más que elegir. Vi desaparecer la espalda bronceada de Lukas escaleras arriba. Una espalda que yo conocía tan bien y que, pese a todo, me parecía a menudo tan extraña, tan cambiante como la cara. Cuando empezó a dispararse creciendo de forma incontrolada la primavera anterior, el cuerpo no tuvo tiempo de ajustar las proporciones. La falta de armonía era total, como si ya no cupiese en su propio cuerpo, como si en lugar de crecer, lo hubieran estirado. Convertido en una larga y escuálida sombra de sí mismo, casi peor que mi padre el último verano, antes de que se marchara.
«¿Qué tal?» «Duele». «Pero ¿está más blanda?», pregunté cuando pasó otra vez por delante del rellano donde yo estaba vigilando. Se metió la mano para comprobarlo. «¡Qué coño va a estar!»
El hielo era ya su única oportunidad. Si lo de la escalera era agotador, el hielo resultaba humillante. Lukas dudaba, pero a falta de cubitos, yo ya había sacado dos bolsas de pies de cabra congelados y estaba en el sótano con una en cada mano, balanceándolas. Lukas se quitó los pantalones y yo le dije que se los volviera a poner, le daría bastante frío aunque no se aplicara la bolsa directamente en la piel. No sería ningún consuelo que se le bajara, si se le congelaba con el tratamiento. «Vale, pero lo hago yo», respondió. Con una mueca de dolor, se sentó de un salto encima del gran congelador y cogió las bolsas de setas.
Seguramente, la sola idea de que le amputaran el pene le ayudó a aguantar: vergüenza y miseria, y luego, el dolor. El frío parecía recrudecer el padecimiento en lugar de aliviarlo. El dolor, con dolor se espanta, era la eterna cantinela de Rikard cuando había que curar alguna herida; durante mucho tiempo, quiso ser boxeador, pero tenía la piel tan fina, sus cejas no aguantaban. Nada sabe el boxeador del dolor del bailarín, y el bailarín no sabe nada de la disciplina del boxeador, decía Rikard, uno tiene que respetar lo que no entiende. Como ahora, cómo se sentía Lukas. Veía que le dolía, que le dolía endemoniadamente, pero quizá fuese una buena señal, si es que de verdad funcionaba la lógica de Rikard. Solo que no teníamos tiempo de reflexionar, lo único que podíamos hacer era probar y ver qué pasaba.
Primero no pasó nada, luego no pasó nada, luego… para acelerar el efecto del tratamiento, Lukas se bajó los pantalones y se aplicó las bolsas de setas congeladas directamente en la entrepierna.
Y entonces llegó Marina.
Allí estaba, de buenas a primeras, en la puerta del sótano, con un montón de cojines de hamaca que acababa de salvar de la lluvia repentina, mirándonos atónita. Con la camiseta de algodón de color amarillo mimosa mojada por la lluvia y transparente, un pecho más grande que el otro, no llevaba nada debajo y, aparte de los pechos se parecía mucho a mi padre, alcancé a pensar. No me había dado cuenta antes, pero ahora, con la media melena húmeda peinada hacia atrás se le parecía tanto que contuve la respiración.
Cuando mi padre se fue, mi madre estaba triste, mientras que Marina estaba enfadada. Cómo le gritaba en la cocina. De todo lo que ocurrió, los gritos de Marina fueron lo más terrible.
Así que ahora arrojó a un lado los cojines con violencia y agarró al buen tuntún algo con lo que golpear. Resultó ser una aspiradora, un viejo modelo cromado, peligrosísimo. La levantó contra Lukas sin mediar palabra, imposible decir si para atacar o para defenderse. A Lukas se le escurrieron de las manos las bolsas de setas congeladas, que cayeron al suelo con un sonido mudo. Con los pantalones cortos aún caídos alrededor de los tobillos, se quedó sentado intentando comprender lo que ocurría, el tubo de metal, la expresión de Marina… Si hubiese podido moverme, se los habría subido yo misma, pero estaba tan paralizada como él.
Toda la energía negativa de la habitación se dirigía contra Lukas, a mí Marina ni me miró, tan solo me hizo una seña vaga para que me alejase de él. Pero no podía. «Yo no he hecho nada», se excusó Lukas. Uno solo se lava las manos cuando las tiene sucias, solían decir en mi familia. Marina… vi el destello del tubo cromado a la luz del fluorescente cuando lo blandió girándolo en el aire para coger velocidad. Se le habían cruzado los cables, no podía ser de otro modo, Hyrrokkin se había levantado entera de pies a cabeza.
En lugar de protegerse el sexo, que aún apuntaba hacia arriba con la misma hinchazón embarazosa, Lukas levantó raudo los brazos para protegerse la cara. Como si creyese de verdad que Marina pensaba golpearlo. Nunca lo haría. Por mucho que se le hubieran cruzado los cables. Marina no… atiné a pensar fugazmente un segundo antes de que lo hiciera. Con fuerza. Le dio a Lukas en plena cara con un ruido desagradable. A mí se me escapó un chillido de ave rapaz. Lukas gimió bajito. Si no hubiese estado tan acostumbrado a protegerse en su casa, aquella acometida lo habría tumbado. El golpe del metal resonó mudo y terriblemente doloroso contra las costillas.
Mientras Marina volvía a la carga con el tubo, Lukas pareció haber tomado conciencia de la gravedad, bajó del congelador de un salto, se subió enseguida los pantalones y se encaminó agazapado hacia la puerta, abierta al jardín y a la libertad. El diluvio que caía fuera casi ahogó la voz de Lukas que salmodiaba lo que sonó como una mezcla de acusación y arrepentimiento. Marina se interpuso en su camino. «Déjalo ir», pensé, «déjalo ir sin más…», temerosa de lo que haría Lukas si no le despejaba el paso. Pero Marina parecía más furiosa que asustada, le bloqueó la salida, blandió de nuevo contra él el tubo cromado. Dispuesta a cualquier cosa, se diría, como si de verdad fuese otra persona.
Cuando Lukas, con la rapidez de un perro de pelea, agarró el tubo de la aspiradora, vi el miedo en los ojos de Marina. Ella no se había visto envuelta en ninguna trifulca hasta entonces, Lukas estaba acostumbrado. Una vez desaparecido el efecto sorpresa, Marina no tardaría en perder la ventaja que le había otorgado aquel ataque.
Katja, la hermana de mi madre, me había hablado de los cañones de salvas que utilizaban para dispersar a las multitudes en los disturbios, que eran tan eficaces como los cañones de agua, así que me planté encima del congelador y lancé un grito con la intención de pinchar tan amenazadora situación. Lukas acababa de arrancarle a Marina el tubo de las manos y ahora la amenazaba con él, con la idea de abrirse paso hacia la puerta, cuando Erik, hermano de mi padre, apareció en el umbral con Katja pisándole los talones. Sin averiguar siquiera qué había ocurrido, los dos redujeron a Lukas. De repente, todo se convirtió en una película completamente irreal: Lukas arrodillado en el suelo de cemento con Erik encima, con la dura rótula contra la columna vertebral, era horrible y totalmente innecesario, puesto que Lukas estaba tumbado sin moverse en absoluto. «¿Estás bien?» Marina asintió a la pregunta de Erik. Yo quería decir que en realidad había sido ella la que lo había golpeado a él, aunque en aquel momento diese la casualidad de que era Lukas quien sostenía el arma cuando entraron, pero no me atreví a abrir la boca, me sentía fatal de repente. Cuando se hizo la calma, empezó a difundirse un olor rancio a setas a medio descongelar, mezclado con el de las manzanas de invierno medio podridas y la lejía del lavadero contiguo.
La del tubo cromado era una faceta que Marina jamás había mostrado con anterioridad. «Llévalo a la cocina», ordenó. Y sin exigir la menor explicación, Katja y Erik obedecieron. Lukas no opuso resistencia mientras lo sacaban de allí a empellones.
Marina recobraba el resuello con la rabadilla apoyada en el congelador. Se diría que trataba de encontrarse a sí misma de nuevo, después de haber estado perdida, o quizá transformada realmente por unos minutos en otra persona. Una extraña se había adueñado de su cuerpo, tuvo que ser eso lo que ocurrió. «Lo…», comenzó, aunque se interrumpió enseguida y empezó a acomodarse la camiseta, tan amarilla que incluso olía a mimosa. La llevaba irremediablemente torcida y no conseguía colocarla bien, Lukas le había estado tirando de ella cuando intentó desarmarla. Se le había descosido una costura y tenía la huella de su mano precisamente entre los dos pechos. «Tú te vienes conmigo. ¡Ahora mismo!», me ordenó al tiempo que me arrastraba escaleras arriba.
Mi madre dormía. Había que andar de puntillas y no era momento de efectuar ningún interrogatorio a voces en la cocina. «¿Qué le pasa a mamá? ¿Quién se ha muerto?», pregunté. «Jean Seberg», dijo Erik. ¿Quién? ¿Alguien que nosotros conocíamos? Pero Erik no me oía, estaba junto a la encimera de la cocina, agarraba a Lukas con rudeza y dijo que irían a su casa a hablar con su padre. Dando a entender que eso sería solo el principio.
No, el padre de Lukas no, Gábriel no, involucrarlo a él… mi familia no entendía nada.
* * *
Existía otro lugar en el que me encontraba como en casa, un lugar en el que podía esconderme cuando quisiera. Un reino de nieve lejano, inmenso, grandioso, silencioso, desierto, salvaje. Un paisaje donde solo se daba una estación, con un breve intervalo para un verano que pasaba veloz. Totalmente distinto de esto, de este lugar que parecía extenderse sobre el pasado aniquilándolo con su importuno aroma a vegetación, su calor estático, las moscas, el ojo color jade del lago que nos miraba fija e ininterrumpidamente.
Guiados por Erik y Marina, hermanos de mi padre, bajamos en silencio sepulcral por el sendero de gravilla que conducía a la casa de Lukas. El sol camino de ponerse sobre los campos de final del estío, aquel día que nunca llegó a ser de cumpleaños. En todo momento pensé que Lukas intentaría huir, puesto que Erik ya no lo llevaba agarrado, pero tarde o temprano tendría que llegar a su casa de todos modos, así que, ¿de qué le valdría?
La que decían que estaba muerta —yo no dejaba de pensar en ella—, la única que habría podido salvarnos de aquello. Si, como mi madre, los demás se hubiesen preocupado un poco más de su muerte y menos de Lukas y de mí, nos habríamos librado. Y no habrían tenido energía suficiente para armar aquel alboroto, como si hubiese acontecido una catástrofe en nuestra despensa del sótano.
Nadie de mi familia, salvo yo, había pisado antes la casa de Lukas y Gábriel. Traté de decirles que era inútil hablar con el padre de Lukas, porque no sabía sueco, pero creyeron que intentaba ayudar a Lukas por miedo. Y así era, de hecho; aunque no por miedo a Lukas, sino por miedo a lo que pudiera sucederle. «Todo lo que digas puede usarse en tu contra». Lukas debía de ir dándole vueltas a esa sentencia, porque no había pronunciado una sola palabra en su defensa. «¡Di algo!», le susurré. «Ya pasó», me dijo con gestos, señalando con la cabeza hacia la entrepierna. «Eso no, otra cosa. Diles algo a ellos. Lukas… por favor…» Pero él meneó la cabeza. No valía la pena, ¿quién iba a creerse aquella historia?
Cierto que aquella erección pertinaz había pasado, pero ¿de qué servía, si un problema daba paso al siguiente? Pillarlo en flagrante delito, una prueba instantánea, eso era lo que mi familia esperaba. La prueba de que Lukas era todo menos un amigo inocente, que aquello que se manifestaba como algo más o menos sano cuando tenía trece años, había crecido hasta convertirse en un peligro, ahora que había cumplido los dieciséis. Nos vigilaban constantemente sus miradas suspicaces, no podíamos relajarnos, nuestros juegos de niños empezaron a convertirse en teatro y eso nos quitaba las ganas de todo, el juego perdía su natural travesura infantil. Si ninguno de los dos se retiraba, nos hundiríamos juntos. Hasta el último aliento, ahora recordé la frase, era de una película que terminaba con que el uno traicionaba al otro, aunque nunca alcancé a comprender por qué.
Gábriel estaba en la puerta y nos vio llegar. «Me gustaría vivir en México. Todo el mundo dice que es precioso», le susurré para aligerar la tensión. Lukas soltó una risita. Una risita breve y reseca. Erik le dio un empujón, como para marcar que no tardaría en dejar de reírse, eso era seguro.
La única noticia que se tenía del padre de Lukas eran los cardenales que este lucía en todo el cuerpo; por lo demás, apenas se lo veía. A veces, cuando iba al trabajo en la bici, o cuando volvía, o cuando se ponía a reparar la casa donde vivían, podrida por la humedad; se hallaba tan cerca del agua que los suelos siempre estaban húmedos, exactamente igual que la casa del pescador de perlas. En alguna que otra ocasión, se lo veía sentado en el porche de madera contemplando los milanos o ponía la radio en longitudes de onda que nosotros no comprendíamos.
«Soy asqueroso», me susurró Lukas hablando por la comisura del labio mientras nos acercábamos despacio a su casa. «¿Qué significa asqueroso?», le susurré yo a mi vez. Volvió a reírse y se ganó otro empellón airado, de Marina, en esta ocasión: «Que no te rías, joder, ¿me oyes?», le bufó entre dientes.
En la escena final de Hasta el último aliento, el chico va corriendo con un tiro en la espalda y una mancha de sangre que va creciéndole en la camisa blanca, hasta que cae. Con ella detrás: la que lo ha entregado a la policía, a pesar del amor. Se hace un silencio total cuando cae, solo se ve la mirada de ella que, inclinada sobre él, lo ve morir en la calle. «Soy asqueroso», dice él con una mueca, antes de cerrarse los ojos con una mano y exhalar el último aliento. «¿Qué ha dicho?», le pregunta entonces la joven al policía que acaba de dispararle. «Ha dicho: “es usted asquerosa”», responde el policía. Luego, la mirada huera de ella en la cámara: «¿Qué significa asquerosa?». Se da media vuelta, fundido en negro.
De qué iba en realidad aquel final era algo que yo no entendía. Lealtad, culpa, pero cuál era la relación entre ellos dos… En cualquier caso, ahora me sentía como ella, traidor y verdugo todo en uno, como si fuese yo quien condujese a Lukas escaleras arriba hacia la puerta de rejilla que Gábriel acababa de abrir y desde donde le lanzaba a su hijo una mirada intimidatoria. ¿Con qué unidad de medida se mide el silencio? Era tanto el que allí reinaba que se oían las nubes deslizándose sobre nuestras cabezas. Hasta que Gábriel dijo algo en su lengua. Lukas se llevó la mano bruscamente al bolsillo en busca del tabaco, como siempre que se sentía presionado, pero llevaba aquellos pantalones cortos deshilachados. Parecía que tuviese frío, con los brazos pegados al cuerpo. «¿Qué ha dicho?», le pregunté en voz baja. «No lo sé, siempre dice lo mismo cuando se enfada», musitó Lukas en voz tan baja que solo yo pudiera oírlo.
* * *
—¿Te has acostado con muchos chicos?
—No con muchos.
—¿Con cuántos?
Le muestro siete dedos.
—¿Y tú?
—¿Yo? —Lukas parece sorprendido de que le pregunte siquiera.
Dibuja rápido en el aire con la mano… veintidós.
La escena del dormitorio de Hasta el último aliento es mi favorita. Lo mejor sería representarla también con el sombrero y el cigarrillo. El viejo Stetson del abuelo tendría que valer. Jean Seberg se probaba con gesto juguetón el sombrero de gángster de Jean-Paul Belmondo, mientras que él fumaba tumbado en la cama. Lukas me dijo que yo tenía al reír los mismos hoyuelos que Jean Seberg. Y las mismas cejas. Y algo en la mirada. «La juventud rebelde de los sesenta», anunciaba la carátula del vídeo. Sin saber muy bien qué quería decir, Lukas y yo lo representábamos con tanta verosimilitud como podíamos. El papel de Lukas era el del antihéroe, decía la carátula, y esa idea le gustaba, un héroe anti todo.
«“Me gustaría vivir en México. Todo el mundo dice que es precioso”. Cuando yo era pequeña, mi padre me respondía siempre: “Pues vamos este sábado”, pero siempre se le olvidaba», repetía yo. «Pues yo no me creo que México sea tan bonito. La gente miente», replicó Lukas. «Es como con Estocolmo (Stocolm, dijo imitando a Jean-Paul Belmondo). Todos los que han estado allí dicen: “Las suecas son estupendas, me he tirado a tres diarias”. Pero estuve allí y no es verdad —no son como cuando están aquí, en el sur— y son igual de feas que las parisinas». «Las suecas son muy guapas», me opongo yo entonces. «No, no, puede que algunas, pero no todas. Las únicas ciudades donde todas las muchachas son guapas —sin ser fantásticas, pero con encanto, como tú—, la única donde quince de cada veinte tienen ese algo, no es ni Roma, ni París ni Río de Janeiro, sino Lausana y Ginebra».
Ahora la recordaba, a Jean Seberg, la actriz favorita de mamá, era ella quien había muerto. En una calle de París. Sin sangre, sin público. De verdad. Lukas y yo habíamos tomado prestada Hasta el último aliento de la colección de mi madre, que tenía un puñado de películas, y la habíamos visto en casa de Lukas en un reproductor. La habíamos visto tantas veces cuando su padre tenía turno en la fábrica que no pudimos evitar aprendernos los diálogos de memoria. «¿Te has acostado con muchos chicos? No con muchos. ¿Con cuántos?»… En una ocasión, yo quise cambiar y hacer la parte de Lukas, pero a él no le apetecía nada.
Y resultó que habían encontrado a Jean Seberg, tras una sobredosis de somníferos, muerta en el asiento trasero de su coche, después de once días desaparecida de su apartamento. Once días. El coche había estado aparcado en todo momento en una transitada calle parisina, sin que nadie se hubiese percatado de que ella estaba dentro: ¿cómo era posible tal cosa? ¿Cómo se puede vivir en una ciudad así, existían siquiera ciudades tan grandes que alguien pudiese pasar casi dos semanas muerto en un coche aparcado, sin que le extrañase a ningún viandante que pasara por allí? ¿Es que nadie la había visto, o acaso a todo el mundo le daba igual?
Mi madre había oído hablar de su muerte en la radio sueca la misma mañana en que yo cumplía diez años, de modo que el ambiente de funeral que percibí en la casa no eran figuraciones mías.
Un hijo. La carta de despedida iba dirigida solo a él. A ninguno de sus maridos, por muchos que fueran, muchos, seguro, tanto daba, la carta iba dirigida a su hijo: «Diego, my dear son, pardon me, I can’t live any longer. Understand me, I know that you can, and you know that I love you. Your mother who knows you. Jean». Yo sabía exactamente el inglés necesario para comprender la despedida que leyeron. «Perdón» y «compréndeme» y «te quiero» no era lo más importante, sino las últimas palabras que… «Your mother who knows you». Era tan insufrible pensar en él, daba tanta pena y, al mismo tiempo… un punto de envidia, porque pensé que mi madre jamás me habría escrito algo así.
Casi cualquier cosa puede parecer un delito si se la considera de un modo determinado. Un cuerpo de mujer muerto en un asiento trasero, Lukas y yo en la penumbra del sótano, lo condenaron sin juicio, le prohibieron en el acto que se me acercara. Estuvimos dos días sin vernos, no me permitían escabullirme, Erik, el hermano de mi padre, debía vigilar cada uno de mis pasos, decía, y también cada uno de los pasos de Lukas, aunque a saber cómo, si le había prohibido dejarse ver siquiera en las proximidades de la casa. Cuando a Erik lo cambiaron de nuevo al turno de día, no tuvo ya la menor posibilidad de cumplir su misión. Yo lograría salir y Lukas vendría a buscarme otra vez y…, por más que me presionaran, yo no tenía intención de traicionarlo como Jean Seberg traicionaba a Jean-Paul Belmondo en Hasta el último aliento.