Mi madre con conchas de cauri en las orejas, sin maquillar, con el cuerpo esbelto en movimiento constante, brillos de sudor bajo los brazos, delgada de cintura, el trasero ancho, los vaqueros Lee acampanados, zapatillas de tiras y plataforma. La quería como se quiere a un viento que viene y va a su antojo. Fue Rikard quien me enseñó a montar en bicicleta; Marina, a decir palabrotas; Lukas a nadar y a liar cigarrillos; Katja, a besar y a escupir lejos; la abuela Idun, a pintarme los labios y a chasquear los dedos al ritmo de My Funny Valentine. Mi madre no me enseñó nada. Ni siquiera a ser cauta con todo aquello de lo que ella tenía miedo.
No me rechazaba, simplemente, se encontraba en todo momento fuera de mi alcance, incluso cuando estábamos juntas. Una madre normal y corriente, salvo por el hecho de que fumaba Silk Cut, que casi solo se podía comprar en los transbordadores de Dinamarca. Mi padre también era de lo más normal, solo que era capaz de caminar sobre las aguas, por delgada que fuese la capa de hielo.
Juntos constituyeron un círculo completo formado por cuatro: Idun y Björn, Anna y Aron. Crecieron juntos, vivieron siempre juntos, antes de tener hijos, con los hijos, cuando quemaban brea, en la siega, en el bosque, en la mina, en las vías del tren. También cuando mis padres y sus hermanos fueron algo mayores y a mi abuelo paterno se le ocurrió la idea de mudarse tan al sur, se trasladaron juntas las dos familias. Embalaron cuanto poseían tal y como vivían: todo mezclado y revuelto, arropados y arrebujados.
Compraron el lugar sin verlo: aquella casa próxima a los campos ondulantes de Escania, la más grande que encontraron más o menos asequible. La vivienda costaba el doble que en el norte, lo que el abuelo Björn tomó como una señal de que el sur era, en verdad, una tierra prometida. Nada barata, pero prometida.
Y así sucedió que, de repente, habían invertido todos sus ahorros en una propiedad que ni siquiera habían visto. Por si fuera poco, se vieron obligados a pedir un préstamo tan cuantioso que el abuelo Aron era incapaz de dormir por las noches. Jamás se había endeudado con nadie hasta entonces, lo habían educado en que no debía endeudarse y lo consideraba casi un pecado. Comprar una casa sin verla era de locos… De locos, según la abuela Idun. Normalmente, era ella quien tomaba las decisiones, pero no esta vez; de lo contrario, aquello no habría ocurrido jamás. La idea de mudarse fue de Björn, el hombre al que ella quería por sus ideas, aunque nunca las llevase a cabo: en esta ocasión fue diferente, el futuro de los niños, dijo el abuelo Björn.
Antes de embalar los enseres de la mudanza y de emprender el camino de las más de doscientas millas hacia el sur, alguien de la familia debía adelantarse a examinar la casa. Necesitaba una reforma, pero ignoraban la envergadura de la misma. Ninguno de los hijos consiguió sacar tiempo para acompañar al abuelo Björn, así que se ofreció Katarina, mi madre. Björn se mostró indeciso, pero la abuela Idun lo convenció. Katarina era tan fuerte como los hijos varones y, además, era la que tenía un sentido práctico más acusado, no tenía más que ponerla a trabajar, estaba acostumbrada a echar el resto en el tajo.
Así habló Idun. Y así ocurrió.
El tren tardó un día y una noche en cruzar el país hacia el sur. Ni el abuelo ni mi madre habían viajado tan lejos con anterioridad. Él había trabajado en la construcción del ferrocarril, pero en realidad, jamás había ido a ninguna parte. Y ninguno de ellos se había imaginado ni en sueños que el lugar al que iban a mudarse se encontraba tan infinitamente lejos. A él le habría gustado ir solo. ¿Por qué habría insistido Idun? Guardaron silencio durante todo el trayecto hasta la frontera con la región de Västerbotten; luego, gracias a Dios, mi madre se durmió. Con la frente apoyada en su hombro, cosa que lo incomodaba un poco, pero, de todos modos, se sentía aliviado porque el silencio que mediaba entre ellos tenía ahora una explicación natural.
La casa no se asemejaba lo más mínimo a como él la había imaginado. Si con que «precisa reforma» se referían a aquello, estaba claro que allí tenían una visión totalmente distinta de lo que se consideraba estándar. Sótanos altos como un hombre, en lugar de con la entrada a ras del suelo. Regiamente aislados con material sintético auténtico, no solo con cámaras de aire y serrín. Björn iba de una habitación a otra inhalando la sensación de lo nuevo. Materiales modernos y maderas de aromas diferentes. Y «comedor» era una palabra que saborear: sabía a ponche. Tan amplio que, por primera vez, podrían comer todos al mismo tiempo, si compraban una mesa más grande. Moqueta en los dormitorios, tan numerosos que no tendrían que dormir más que de dos en dos. La planta baja era enorme, como una catedral pequeña. Práctica, de techo alto incluso para Björn, Idun y sus hijos. Grandes ventanales de doble acristalamiento por los que entraba la luz a raudales, y no las ventanas a las que estaban acostumbrados: interiores y provisionales, siempre empañadas en invierno.
Björn abrió las que daban al jardín y sacudió las moscas que, indolentes y cebadas, yacían en el alféizar. Jamás había visto moscas tan rollizas. Y allí estaba: el arboreto, la razón por la que se había encaprichado con aquella casa precisamente. La impresionante colección de árboles exóticos, o al menos, eso eran para él, que había nacido más allá de la frontera de los árboles. Y allí se extendían ante él voluptuosos. Un jardín de las delicias. Paradisíaco.
Katarina, que iba pisándole los talones tan muda como él, se puso a su lado ante la ventana abierta. Él quería… decir algo, pero no tenía palabras. No era propio de Björn ponerse tan blando y sentimental. Quizá fuese porque se había quitado los zapatos y ahora estaba descalzo, como un niño. La primera vez en la vida que tenía la oportunidad de experimentar la sensación de la moqueta entre los dedos de los pies, se quitó ansioso las botas y dejó que las plantas grandes y blancuzcas se hundieran en tan dócil suavidad. Quería decir algo, de verdad. Algo digno de la situación. Pero le era imposible. Y no ayudaba precisamente el hecho de que ella estuviese allí, tan cerca, también descalza, sin las sandalias, con la mano en alto. Aquella mano delgada y morena que parecía una hoja grácil y exótica al moverse como si quisiera rozar a distancia ese arboreto espléndido. Esperaba que fuera consciente de que acababa de poner a sus pies unos dominios dignos de una reina.
Aquello era lo que merecían todos sus hijos. No podía decirse que se hubiesen criado en el lujo y la abundancia, pero el futuro les pertenecía, le aseguró. Por lo que él sabía, habían engendrado a todos los hijos en la calidez de la tahona perfumada de harina próxima a la casa que las dos familias alquilaron durante años. ¿Fue por casualidad, o fue pura megalomanía el que hubiesen elegido nombres regios para sus primogénitos? Pero ¿quién tiene más derecho a soñar que aquel que nada posee? ¿No habían soñado siempre Idun y él con poder darle algo así a Erik, el mayor de sus hijos? Seguro que Anna y Aron habían abrigado la misma esperanza con respecto a su hija Katarina.
Y allí estaba ahora Katarina, como un residuo de lo antiguo en medio de lo nuevo. Tuvo que ser a causa de aquella luz nueva. Algo que la hacía asemejarse ligeramente a una reina mientras oteaba el nuevo paisaje como si dudara de que valiese la pena conquistarlo. Una reina de hielo, fríamente ausente, o quizá solo cansada tras el largo viaje en tren. El aroma a abedul y a nieve derretida que exhalaba. Katarina olía a hogar en medio de aquel entorno extraño. «La reina Katarina», dijo él riendo. Y ella, que no había seguido el curso de sus pensamientos, se sobresaltó al oírlo reír. Lo miró cautelosa, como si creyera que… ¿Que la estaba adulando? O al contrario, que la había sorprendido in fraganti, pecando de soberbia: en efecto, allí estaba, con la mano en alto señalando el espejismo que se materializaba al otro lado de la ventana, como si creyese que ahora todo aquello era suyo y solo suyo. ¿Querría obligarla a poner los pies en el suelo con aquel sarcasmo regio? Katarina bajó la mano, pero él vio con el rabillo del ojo que seguía teniendo el perfil firme y definido como el de una reina. «Me figuro que sabrás por quién te pusieron el nombre, ¿no?», le preguntó. Y no, no lo sabía. Ni siquiera sabía de quién le hablaba, pese a que tenía más años de estudios que él, inútiles por completo. «La regente rusa más destacada de todos los tiempos, Catalina la Grande. Una conquistadora». Katarina murmuró una respuesta inaudible, todavía con la sospecha de que quería burlarse de ella, que habría descubierto su punto flaco, su debilidad, y que pretendía ponerla en su sitio, no fuera a creerse alguien. ¿Conquistadora? ¿Por qué la llamaba así?
Aún no era hora de irse a la cama, pero ella ya había desenrollado en el suelo las planchas y los viejos sacos de dormir del ejército que les servirían de cama hasta que llegase la mudanza con los muebles. Y ella había ido a comprar comida para la cena, y velas y un puñado de cervezas en la tienda de ultramarinos, más cercana si cabe de la casa que la letrina del hogar del que venían. Durante la comida, Björn siguió hablando de Catalina la Grande, y Katarina refrenó el impulso de decirle que más valdría que la escuchara a ella. Ella también tenía cosas que decir. Solo que aún no las había formulado ni para sí misma.
Aquella zarina, que tanto lo había impresionado, al parecer, había sometido extensos territorios en nombre de Rusia. Tuvo tres hijos con otros tantos hombres, ninguno de los cuales sería su marido, al que, sencillamente, mandó matar cuando lo coronaron rey para hacerse ella misma con el trono y gobernar su inmenso reino durante otros treinta y tres años, explicó Björn abriendo otra cerveza.
Ellos también habían llegado a una tierra prometida, allí todo sería mejor, les aseguraba mientras, en los sacos de dormir militares, compartían el improvisado campamento nocturno; era como durante la guerra, pero sin guerra. «¿Cómo que “todo”?», preguntó Katarina, que no pensaba que hubiese nada negativo en la vida que llevaban en su lugar de origen. ¿Qué les faltaba, en realidad? «Luz, calor y perspectivas de futuro, Katarina, eso para empezar…» Los inviernos de Escania son breves y suaves como unas vacaciones; sin ese invierno apacible, no hay arboreto. «¿Qué es un arboreto?», preguntó Katarina. «Un universo arbóreo», respondió. «Un universo de árboles». Aquella noche se adentraron en él por primera vez, caminando por entre aquellos troncos tan altos que incluso Björn parecía pequeño, pese a su constitución recia y su elevada estatura.
Se despertaron en un estado de felicidad distinto al que los embargaba cuando se durmieron, aunque aún persistía la sensación de euforia. Se levantó raudo para comprobar que el arboreto seguía allí, al otro lado de la ventana. No era un sueño, los árboles se alzaban donde él esperaba, todas aquellas clases distintas de árboles cuyo nombre él ignoraba y que, desde luego, no había visto en la realidad.
La casa no les exigía ningún trabajo, podían tomarse libre el resto del tiempo y descansar hasta que llegasen los demás que habían quedado en el norte. Lo único que podían hacer era comprar una guadaña para cortar el césped y un buen libro sobre árboles, de modo que pudieran guiar a los demás por sus propiedades, enseñarles el arce azucarero, el álamo negro, la paulonia imperial, todo aquello que ahora les pertenecía. Björn pensaba que habían comprado una casa muy cara, pero resultó que habían adquirido un paraíso por casi nada.
Cogió en volandas a Katarina, que acababa de despertarse, y la levantó feliz en el aire, como si fuera una rama delgada de abedul, y se puso a bailar con ella dando grandes zancadas por la sala.
No pesaba nada. Era delgada de cintura, como Idun antes de los cinco hijos. Habría podido seguir bailando con ella hasta que cayese la noche sobre los fértiles campos de primeros de verano, si no se hubiese mareado tanto y se hubiese derrumbado en el suelo muerta de risa. Una princesa del guisante en un sueño perfumado de ponche, el sueño de una casa decente. La mirada de la joven clara como el agua. De hecho, Björn volvía a sentirse joven, se reía, hacía mucho tiempo que no reía, pero ahora no pudo evitarlo al ver a Katarina allí sentada con las mejillas encendidas. De repente, claramente avergonzada, pese a que, por lo general, era la más intrépida de las cuatro chicas, más parecida a Idun que a su propia madre. Se bajó la falda de color azul, que se le había subido mientras bailaba dando vueltas despreocupada. Qué frivolidad. Algo tenía que tener aquel mundo nuevo que los hacía sentirse así. Una embriaguez que atacaba directamente a los sentidos, sin recalar en la razón en ningún momento. El aire temblaba ya preñado de estiércol y de botón de oro, aunque en casa el invierno apenas había terminado. Si alguien los viera ahora… Pensarían que los botones de oro, el estiércol, el aire renovado, que holgazanear así, dormir como vagabundos hasta bien entrada la mañana, la traslación de invierno tardío a estío temprano se les había subido a la cabeza. La enfermedad del buceador, lisa y llanamente. Peligroso ascender hacia la luz con demasiada rapidez. Vértigo. Deslumbramiento.
No estaba acostumbrado. Quizá solo fuese por eso. Nunca había estado solo con ninguna de las chicas y ahora eran casi adultas, sobre todo Katarina, que era la mayor, con sus diecisiete años. En condiciones normales siempre eran tantos en casa que nunca se daba aquel silencio, aquella atención concentrada que la muchacha dirigía ahora hacia su persona. Como si esperase que él supiera todo lo que iba a suceder. Ahora. Mañana. Al minuto siguiente. Él no tenía ni idea.
Cuando Idun no estaba, Katarina se le parecía más aún. Una Idun joven, alta, fuerte, de un rubio transparente, con aquella piel suya casi de abedul. Brazos tenaces como. Cuello fuerte como. Ojos fríos como. Agua de la mañana, pensó. La sensación de espabilar en cuanto te remojabas en su mirada. Y de hecho, nunca había sucedido que no saliese de la embriaguez en cuanto miraba los ojos de Idun. Sin embargo, los ojos de Katarina no surtían en él el mismo efecto; más que espabilarlo, lo desconcertaban.
Idun seguía igual que siempre, aunque no tan transparente, y su fuerza se había alterado hasta convertirse en una suerte de pesantez. No mentía al decir que la había ido queriendo más por cada hijo. Aunque de modo diferente. Porque Idun había ido cambiando, como si cada hijo hubiera sido una experiencia totalmente nueva. Eso le parecía a él; para él, en cambio, era más de lo mismo.
Había días en que le habría gustado acordarse. Le preguntaba: «¿Lo recuerdas?», e Idun le sonreía con aquella sonrisa suya medio torcida y le decía que cómo iba ella a olvidarlo. Y a él le daba demasiada vergüenza pedirle que compartiera con él ese recuerdo, porque por más que se esforzaba, era incapaz de reavivar en la memoria cómo se conocieron: el momento decisivo. Tal vez no hubiese existido tal momento, pero él se imaginaba algo así, bueno, a contraluz en un campo de moras boreales.
Él la recordaba de siempre. Idun había existido siempre, como la respiración, igual de obvia, aunque uno no fuera consciente de su existencia, no podría sobrevivir sin ella. A pesar de todo, él deseaba a veces poder recordar cómo fue el momento en que se enamoró de ella, había días en que le habría hecho falta ese recuerdo.
¿Por qué me cuentas todo esto?, se preguntaba Katarina, aunque lo dejó continuar, los botones de oro, el estiércol, el aire renovado, la luz: algo había que lo impulsaba a verla de un modo diferente, lo presentía, sí, el simple hecho de que la mirase constituía una diferencia. El que le hablase. Era algo que, en realidad, nunca había hecho antes. Katarina tenía la sensación de que recorría las numerosas habitaciones de la casa buscándola en cuanto la perdía de vista. Y cuando él se adentraba en el arboreto y permanecía allí perdido demasiado tiempo, era ella quien lo buscaba, se adentraba por entre los árboles gritando su nombre, como si de verdad lo echase de menos.
Mientras permanecieron solos a la espera de que llegasen las dos familias, la casa se les antojó inconmensurable. Para no sentirse totalmente ociosos, perfeccionaron el sueño para preparar la llegada de los demás, hicieron alguna que otra reparación menor que, en realidad, era innecesaria, recibieron un porte con enseres de la mudanza que habían enviado previamente. Se sentaban en el porche por las noches a disfrutar de la calma que precede a la tormenta, de la ausencia de mosquitos y de la presencia mutua, de los aromas insólitos del arboreto, aroma de álamo balsámico y de árbol del catarro.
«Si tienes un amor no correspondido», dijo ella una noche, cuando ya habían desenrollado los sacos del ejército y se disponían a dormir. Fue cautelosa, elevando la voz hacia el final para formar una pregunta con sus palabras. Él la miró extrañado. ¿Qué podía ella creer que él supiera de esas cosas? Ella guardó silencio y sopló las velas que tenían en botellas de cerveza, la única fuente de luz de que disponían allí, donde, a diferencia del lugar del que procedían, las noches previas al verano eran oscuras. «Bueno, en ese caso, adopta uno el nombre de Karenina, como si estuviera en una novela rusa sobre amores imposibles… y luego lleva ese nombre… hasta que se le pase», me respondió.
¿Llevar ese nombre hasta que se pase? ¿Eso era cuanto tenía que decirle?
«Lleva ese nombre hasta que se le pase…»
¿Es que no entendía nada? ¿De verdad era ese el único consejo que podía darle? Él no sabía nada de novelas rusas, simplemente, había visto por casualidad la Anna Karénina que ella leía por las tardes y se quedó con el nombre que aparecía en el lomo del libro. Él no sabía nada acerca de nada. Incluidos los amores desgraciados.