Ojos de chico

Vivíamos a las afueras del pueblo, en una zona que no tenía nombre, donde nacían la belleza y lo salvaje. Los campos ondulantes y el cielo, el bosque de murciélagos y la central energética. Y el lago, que no era tal lago, igual que nuestro pueblo no era tal pueblo, puesto que no tenía nombre siquiera. No era más que una excrecencia o quizá una zona franca con sus propias leyes o sin ley alguna, según se mirase. Vivíamos en un lugar por donde discurrían juntos tres caminos de plata —el río, el ferrocarril, la autovía— donde el mundo empezaba o terminaba, también según se mirase, y últimamente he empezado a pensar que casi todo consiste en eso.

Mejor de lo que jamás había conseguido guardar un secreto hasta ahora, así tenía que mantener el secreto del chico. Nunca supe cuál era el secreto de los secretos, salvo lo que escondí debajo del vestidor de mi madre, donde ella nunca pasaba la aspiradora: una navaja de cazador desgastada, un frasco de Paco Rabanne, las cuerdas de acero que no podía resistir la tentación de quitarle a las guitarras de Rikard, una revista porno entre cuyas páginas guardaba alas de mariposa y envoltorios de chicle. Y ahora, también el cigarrillo, como una reliquia más entre el polvo, con las otras.

Antes podía ir de uno a otro de los trece adultos de la familia y sacarles lo que quería sin que ninguno llegara a cansarse de mí. Pero yo había caído por el agujero del conejo, a un mundo del que no podía hablar. Lukas me había dicho que la noche era un bautizo de fuego. Yo no sabía qué significaba aquello, pero lo dijo como si fuese obvio que yo lo comprendería, y eso era lo único que contaba.

Pocos días después del incendio bajé por el sendero de gravilla hasta su casa, junto al lago. Por entre los árboles de hojas resecas que cambiaban la piel como serpientes lo entreví junto con otra persona que supuse sería su padre. Él estaba encima del tejado, el padre abajo, junto a la escalera. Parecía estar dándole órdenes, aunque no conseguía oír lo que decían. Me acerqué. Tan habituada a provocar la sonrisa de los adultos, que me sentí incómoda ante la indiferencia que reflejaba la mirada de aquel hombre. No dijo nada, era tal el silencio, que podía oír el crujido de la piel de serpiente de las hojas. Lukas me lanzó una mirada fugaz antes de volver la cara. Yo me giré corriendo y me fui a casa loma arriba sin mirar atrás.

La gente de aquí es de otra clase, difícil de comprender, solía decir el abuelo. Y eso no era bueno —ser de otra clase—, lo mejor era ser de la misma. Como nosotros, como nuestra familia. Claro que Lukas me había contado que ellos tampoco eran de aquí, pero procedían de un país extranjero y eran diferentes de otra manera.

Ojos de chico, manos de chico, olor a chico. No tenía miedo de él, la sensación se parecía más a la que suscitaba en mí el lago. No tenía fondo. Tan hondo que jamás sabías si había o no algo bajo los pies. No asustada, directamente, pero sí desconcertada ante el hecho de que, desde el primer día de colegio, se apostara en un rincón del patio vallado y me mirase como si yo tuviese algo que él quisiera conseguir. Y al parecer, no pensaba venir a cogerlo simplemente como los demás chicos mayores, con la violencia justa. Él no. Nada de amenazas, solo miradas. Como si dispusiera de todo el tiempo del mundo para esperar. Con los ojos como ventosas, pero no húmedos y cálidos, más bien reservados y, aun así, insistentes. Yo me mantenía apartada de él, pero él cruzaba el patio con la mirada. Estaba solo, como yo. No, más solo, tan solo que no había ni quien se peleara con él. No parecía mantenerse contra la pared porque temiese una emboscada, simplemente, se había hecho con aquel espacio y se sentaba en el respaldo de uno de los bancos mirando nada en particular. O a mí.

Varias semanas después, cuando le tocó detrás de mí en la cola del comedor, me di cuenta de que aún olía a humo. Ya no podía ser del incendio del ferrocarril, pero yo no había oído hablar de ningún otro desde entonces. A mí me había bañado enseguida la abuela, a fondo y con mano dura, y la ropa la tiró sin encomendarse a nadie, imposible eliminar el olor a azufre incrustado en aquellos andrajos. La abuela solía tirar ropa y comprar nueva, por una fobia contra todo lo que no olía a limpio impecable. Al abuelo Aron solía cepillarlo en agua bien caliente todas las tardes, cuando venía de la curtiduría. Ya tenía preparada en la cama la ropa limpia y después tocaba el afeitado, una costumbre inveterada que traían del norte, donde siempre debía llevar una buena capa de barba sin afeitar para protegerse del crudo frío matinal. Si ibas al trabajo recién afeitado a treinta grados bajo cero, morías congelado enseguida.

«Tú hablas diferente, ¿de dónde eres?», me preguntó Lukas a última hora la noche del incendio. Él hablaba el dialecto bronco, suave, lento de Escania, que fluía como sirope de arce en la oscuridad que reinaba entre nosotros. Aparte de la familia, yo apenas me había relacionado con nadie hasta que empecé la escuela, pero sabía que había un mundo en casa y otro fuera. En la tienda de comestibles, mi padre fingía comprender lo que le decían al tiempo que me susurraba que no entendía un pimiento y «¿cuánto tiempo había que vivir allí para aprender aquella lengua imposible?». Mi madre no fingía, sino que preguntaba «¿qué?» después de cada frase, hasta que la gente se irritaba con ella y pensaba que le estaba tomando el pelo. Yo tampoco lo entendía todo, pero como no era a mí a quien se dirigían, no importaba.

«De Ripberget», respondí. En realidad, yo nunca había vivido allí, pero de allí era, de todos modos, y aquella era mi lengua. «Dialecto», me corrigió el chico. «Lo que tú hablas no es una lengua, es un dialecto». «Bueno, pero de todos modos, es otro país. A doscientas millas[2] de aquí», dije señalando los campos con un gesto impreciso, puesto que no sabía en qué dirección estaba. «Yo también. Doscientas millas. Pero hacia allá», respondió el chico indicando la dirección opuesta.

Bancos de nieve, calveros azotados por el viento, pantanales de moras, campos incendiados, campos de mineral, monte desnudo, lagos de agua clara. Yo había oído hablar de todo aquello desde que nací: «… lagos de agua clara, si pudiera describírtelos, pero tú sabes apreciar lo hermosos que son por cómo se llaman, ¿verdad, Lo?». Cuando cerraba los ojos sentada en las rodillas de mi padre, los veía con toda claridad, un lago en el interior de cada párpado, un lago cristalino. «Lavareto a la parrilla», decía mi madre, «asado en una hoguera a la orilla del agua. Más sabroso de lo que quien no lo haya probado nunca podría imaginar». Si me concentraba al máximo, podía notar el sabor a tizne. «A veces, en verano, es posible ver osos vagando por las llanuras», recordó el hermano mayor de mi padre. «Solos, por lo general. El oso es un animal solitario». «¿Soliqué?» «Lobos esteparios», me explicó el abuelo. «Como tu abuelo paterno». Yo abrí los ojos de nuevo. «¿Por eso se llama así?» «No, no, le pusieron ese nombre porque a su padre lo mató una osa cuando su madre estaba embarazada de él», aclaró mi abuela paterna. «Y el aguardiente de mirto de Brabante», la interrumpió mi otra abuela sonándose en el pañuelo de papel que siempre llevaba en el puño de la rebeca. «Aguardiente de mirto y del alburno de los abedules que se alzan junto al río», añadió, «ese es mi recuerdo más preciado de nuestro hogar», dijo mostrando el cofre de nudoso abedul en el que conservaba dicho recuerdo. Yo abrí el cofre. «Pero si está vacío». «Lo sé», asintió la abuela sin molestarse en dar más explicaciones. Era típico de la abuela decir cosas extrañas y dejar que cada uno las interpretase como mejor supiera.

«¡El cofre está vacío, el emperador está desnudo y vosotros añoráis todos vuestra tierra!», se oyó de pronto la voz del abuelo desde la hamaca. Confiábamos en que estuviese dormido, pero el abuelo no dormía nunca. Y detestaba que nos anduviésemos con nostalgias. Ripberget y Laxberget no eran más que traducciones románticas de Kiirunavaara y Loussavaara, como las llamaban allí. Nostalgia de la tierra, pertinaz como las hemorroides: para el abuelo, era la causa de todos los males. Pero una cosa era trasladar los enseres y el mobiliario, objetaba la abuela, y otra muy distinta, trasladar las raíces. «¿Y la oscuridad, el frío, el desempleo, los mosquitos? ¿Os habéis olvidado de todo eso de pronto?», preguntó el abuelo. En torno a la mesa de la terraza empezó a difundirse cierto nerviosismo. Mi padre se levantó y se marchó, sus hermanos se limitaron a seguir con la vista clavada en el plato. El abuelo me cernía con la mirada por encima del borde de la hamaca. «No les hagas caso, Lo, lo idealizan todo, somos de una región donde nadie puede quedarse quieto. Te devoran. Las bandadas de mosquitos te chupan la sangre hasta hacerte perder la razón, si es que tenías alguna. Mientras te estés moviendo, sobrevives, pero en el momento en que tienes que pararte a comer, a orinar, a dormir… que Dios te ampare. El único remedio es coger un cubo de latón, encender un fuego con corteza de abedul y luego llenarlo de hierba. Y, en realidad, ni siquiera el más denso humo de la hierba quemada hace apenas mella en esos monstruos chupasangre. No es sitio para gente delicada, Lo, para gente como tú y como yo».

Yo no sabía a quién creer, si la tierra prometida estaba allí o en un lugar completamente distinto. Según el abuelo, estaba donde nos encontrábamos, en la calidez del sur, en aquella tierra fértil, en aquella región de inviernos cortos. Jamás lo oí, como a los demás, expresar añorante el deseo de volver. Yo también me encontraba a gusto, pero, a decir de mi padre, eso se debía a que no había conocido nada más.

No podía ser solo la negrura inagotable del invierno, ni el desempleo ni los mosquitos siquiera, lo que los hizo mudarse, tuvo que haber algo más. Quizá aquella cuyo nombre no podía pronunciarse, la más joven, la que se había ahogado. Si ni siquiera podían mencionar su nombre, ¿cómo iban a seguir viviendo en el lugar en que aconteció? Ver esas aguas a diario y no saber si lo que contemplaban era un lago o una tumba. Todo debió de perder su belleza después de aquello o, al menos, impregnarse de un sentimiento cruel, la crueldad indiferente de la naturaleza.

Después del incendio, no tardó el silencio en adueñarse del pueblo nuevamente. Todos se retiraron a su orilla de los setos sin podar. No era como en casa, apuntaba la abuela, donde no existían las lindes y donde uno iba a casa de la gente cuando le apetecía, entraba sin llamar, se ponía algo de comer y se tumbaba a descansar en el banco de la cocina mientras regresaba el dueño de la casa. Todas las imágenes que yo tenía de lo que mi familia llamaba «su tierra» eran reflejos de descripciones ajenas. Sabía que la perdiz nival era un ave que uno podía cazar con una cuerda entre la fría blancura y que se podía comer, que tenía un sabor salvaje y azulado, pero ignoraba cómo era verla volar o cómo funcionaba lo de la cuerda, en realidad, si atrapaba al animal por el cuello o por la pata, ni sabía qué era peor.

* * *

Le cambian a azules los ojos oscuros cuando hace frío. Pero yo aún no lo sé, la noche del incendio fue un estado de excepción; desde entonces, solo lo he visto de lejos. La diferencia de edad debería bastar para mantenernos separados. Él es casi adulto, al menos, ya no es ningún niño, no a mis ojos.

La primera tarde que vuelvo sola de la escuela, aparece a mi lado montado en aquella bicicleta que le queda grande, tan cerca de mí que me parece notar otra vez el olor a humo. En lugar de apretar el paso, aminoro el ritmo, camino tan despacio que le cuesta mantenerse subido en la bicicleta.

Nada respondo. Tampoco él pregunta nada.

No sé adónde quiere llegar, solo que yo no debería ir con él.

Camino cada vez más despacio y más despacio, hasta que pierde el equilibrio y se estrella contra mí. El manillar me da en la cara, me duele tanto que ni siquiera puedo llorar. El espectáculo de la sangre suele paralizarme, pero en esta ocasión, me aguanto, me levanto a duras penas y echo a andar cojeando. Llueve. Y los cordones de los zapatos, mi falda favorita y la cola de caballo minúscula no tardan en agostarse. Oigo que me sigue en la bicicleta, que ahora emite un chirrido, y que me dice algo de perdón maldita sea no era mi intención y espera. Cuando me alcanza, me agarra por la cintura y me sube sin contemplaciones al cuadro de la bicicleta. «Agárrate», me ordena. Como si me quedara otra opción, ahora que ha empezado a pedalear.

La vida te pasa por la retina cuando mueres, me ha dicho mi padre, a saber cómo se ha enterado él. Mientras pasamos zigzagueando por entre los coches, mi familia y sus voces fluyen por mi conciencia. El chico pedalea el doble de rápido y solo la mitad de firme que mi madre. Cierro los ojos y tomo impulso para dejarme caer mientras rodamos en la bici, pero me detengo en el último segundo, a esa velocidad… me mataría. Al cabo de una eternidad, el chico frena de tal modo que salpica todo de gravilla, quiero abrir los ojos, pero no quiero, no quiero ver adónde me ha llevado y lo que pueda ocurrir allí. No los abro hasta que oigo un sonido familiar, sordo y cortante.

Entraré simplemente y no me chivaré de que ha sido culpa suya, porque si lo hago, pobre de… no oigo si dice «ti» o «mí». Su voz se ahoga en otra voz que grita mi nombre. Mi madre con el hacha. Dando grandes zancadas por el césped y con una expresión en la cara como si se esperase lo peor. «¿… es esa tu madre?», pregunta medio asfixiado, dando un paso atrás.

¿De verdad creía que podría dejarme delante de mi casa sin ser visto? Aquí siempre hay alguien que te ve. Mi madre se queda mirando la camiseta ensangrentada, luego, a Lukas, y de nuevo la sangre. Me abraza muy fuerte, como si creyera que así podría detener el fluido rojo que me brota de la boca y que, mezclado con la saliva, resulta más abundante. El abuelo, que ha aparecido a su espalda, me examina la boca con aire decidido. Dice que me he mordido, que me he atravesado el labio con los dientes, sí, pero es solo una mordedura, y que eso significa que los dientes siguen en su sitio. Los niños sangran mucho, como tiene que ser, para que la herida se limpie y no se infecte, explica. Mi madre no lo oye, cierne sobre Lukas una mirada llena de animadversión, como si creyera que es él quien me ha mordido.

«Tranquilidad», la exhorta el abuelo. Y luego, dirigiéndose a Lukas, que ya ha empezado a alejarse: «¡Oye, tú! Eh, ni se te ocurra largarte. Quiero hablar contigo». Pero tiene algo en el modo de desafiar al abuelo, subirse a la bici y marcharse colina abajo mientras el abuelo se queda allí desarmado, sin quitarle los ojos de encima.

Noto una pulsión en la boca, que sangra y tiene un sabor ferruginoso, siento náuseas. No tanto como para tener que vomitar y, aun así, me inclino sobre la hierba quemada de septiembre y me obligo a expulsar parte del almuerzo de la escuela, que salpica los pies del abuelo. El vómito surte el efecto deseado: ya no miran al chico, dejan que se vaya mientras se ocupan de mí. Los hilillos de sangre serpean como gusanos rojos en el lodo gris. Me exprimo hasta soltar también unas lagrimitas, que caen encima del mejunje con precisión fría como el hielo.

Aunque tan fría no me siento yo. Más bien con una sensación de no hacer pie, de haberme adentrado demasiado en el lago en la creencia de que tenía algo bajo las plantas.

Que no y que no.

Mantente lejos de él.

Obedece, obedece simplemente, no es negociable.

Hasta entonces yo había vivido en un amor anárquico. Jamás un no y, de repente, tantos noes como adultos había en la casa. Se me había agotado, de pronto, la libertad de ir de aquí para allá y hacer lo que se me antojase.

No puedo conciliar el sueño por las noches, dolor de crecimiento mental, las ideas van errabundas como moscas hasta que me duermo extenuada. Demonios bajo la superficie, diablos alados, risas ahogadas, los senderos transitados de mi territorio se hallan de repente plagados de agujeros, pero no les tengo miedo, lo que me aterra es la atracción que ejercen sobre mí.

* * *

Que me saque dos cabezas en altura. Que, cuando me da la mano, la mía desaparezca en la suya. Que tenga las muñecas el doble de gruesas. ¿Es ese el problema? Mi madre no me da una buena respuesta. Por otro lado: yo escupo mucho más lejos que él, la tía Katja, mi maestra en técnicas superiores de escupitajos, me ha enseñado a escupir y a besar. Lo de contener la respiración bajo el agua aún está por ver. Y claro, cuando estamos al sol, su sombra me engulle por completo, y él puede orinar mucho más lejos, ahí no tengo nada que hacer, ni cuando echamos un pulso, pero él no le da a eso ninguna importancia. Las diferencias son más numerosas que las similitudes, pero son las diferencias lo que nos gusta. Y es que no debería haberle contado a mi madre esos cuentos prohibidos para niños, enseguida sospecha de dónde han salido. Sobre ruiseñores cuyo canto es más hermoso cuando les han sacado los ojos. Lukas no me trata como a una niña. Él no tiene esas consideraciones.

«Quiero enseñarte una cosa», me dice un día señalando al bosque de los murciélagos, al otro lado del lago. Para mí, ese bosque sigue siendo una silueta negra que se alza más lejos de lo que yo he llegado nunca. Un límite más allá del cual no tengo ni idea de qué me espera. Me mira como si hubiese tendido una trampa allá dentro, o como si hubiese encontrado una tumba secreta o una cría de zorro abandonada a la que pudiéramos domesticar. «Venga, vamos». Yo me resisto con uñas y dientes, pero Lukas no se rinde. «Te gustará, te lo prometo». Yo no me fío mucho de sus promesas, pero al final me dejo convencer. Voy subida en el portaequipajes hasta que la fronda se vuelve impenetrable, luego escondemos la bici detrás de unos matojos de endrina y continuamos a pie. Yo voy siguiendo su camiseta blanca por entre el denso follaje, una guía a través de un terreno impracticable con un aroma acre a cantidades ingentes de comino y mimbres tupidas. Un calor opresivo que te saca los ojos de las órbitas. A veces lo pierdo de vista y me veo obligada a detenerme y a aguzar el oído para ver por dónde va.

A mitad de camino tenemos que cruzar por el bosque muerto. Aquí no he puesto yo un pie en mi vida, ni siquiera con él. Y Lukas se para antes de dar el primer paso entre los troncos plateados. La sensación de que la tierra que hay bajo los árboles pelados está envenenada. Me cojo de su camiseta y la agarro fuerte antes de seguir sus pasos. Los olmos desnudos, fantasmagóricos como muertos, serán víctimas fáciles en caso de que estalle una tormenta. Lukas se va apartando ágilmente ante las enormes polillas de color piel que revolotean por entre los árboles, y yo me protejo pegándome a su espalda. No hemos terminado de cruzar el bosque y empiezo a pensar que tenemos que volver antes de que la oscuridad se extienda sobre el lago.

Después del bosque muerto, la flora se adensa de nuevo con un olor a algo salvaje, dulce y difícil de definir. En medio de los arbustos, un gran corral con gallinas de Guinea, olvidadas, nadie parece haber transitado por allí en mucho tiempo. Lukas quiere soltarlas, pero no consigue abrir la verja. Asustadas por nuestra presencia, aletean dando bandazos hasta la red de alambre, en un intento vano de huir. Nos apresuramos a continuar y allí está, tras un camuflaje natural de flora salvaje: la casa que Lukas encontró cuando se escondía de su padre. La casa del pescador de perlas.

Me necesita. Alguien menudo y ágil tiene que entrar por la ventana rota para abrir desde dentro. Yo meneo la cabeza. «Que sí, Lo». «Jamás en la vida. Por nada del mundo». «¿Caramelos?» Vacilo. ¿Existe realmente algo en el mundo que yo no sea capaz de hacer por unos caramelos? Acaba de comenzar la negociación. Lukas me levanta hasta la ventana, lo que se ve allí parece de película de terror. Cortinas enteras de tela de araña, el olor ácido a moho, una oscuridad encerrada desde hace mucho. Me niego.

Allí hay un muerto. Seguro que sí. ¿Cómo, si no, iba a estar la llave puesta por dentro? Lukas no tiene una buena respuesta a esa pregunta, pero saca una bolsa de caramelos Kungen av Danmark, venía preparado por si le creaba problemas. Insisto en el no. No es tan difícil, los Kungen saben a rayos. Lukas saca un chicle del otro bolsillo, yo niego firmemente con la cabeza. Entonces saca un puñado. Nones. Al final, saca la bolsa entera. Yo siento debilidad por el chicle y, ¿por qué no iba él a utilizarla? Por más que insista, mi madre nunca me deja comer, porque siempre acaba pegándoseme en el pelo. En fin, que echo mano a la bolsa y, con la boca llena de pompas, empiezo a deslizarme por la abertura hasta la cual me ha levantado Lukas. Me he arañado la espalda, y me escuece, pero Lukas sigue empujando. Demasiado tarde para arrepentirte, me dice. Yo llevo ya tres chicles rosa en la boca, ahora tengo que cumplir mi parte del trato.

No acabo de poner los pies en el suelo y corro a abrirle para que entre. Las cortinas de telaraña se agitan levemente, yo me mantengo cerca de la puerta abierta. Me quedo ahí, mascando y haciendo pompas nerviosas y finjo estar vigilando mientras Lukas va mirando por allí. No deberíamos tener miedo ni dejar de tenerlo de aquello que desconocemos. Tardamos un rato en comprender que esa porquería extraña que cuelga del techo son murciélagos muertos que jamás despertaron de su letargo invernal.

Allí dentro huele como a otro país. Y no es que hayamos estado nunca en otro país, salvo los vagos recuerdos antiguos de Lukas. Pero así lo imaginamos.

Es una casa pequeña y tenebrosa como el interior de una almeja y lleva tanto tiempo vacía que se han oxidado las bisagras y los insectos se han hecho con ella. La cantidad de polvo que, como una capa gruesa de lluvia radiactiva, descansa sobre los objetos indica que allí no ha puesto nadie un pie en mucho tiempo. Huellas del corretear de los ratones y plumas de lechuza esparcidas por el polvo del suelo. Montoncitos de excrementos, polillas y palomillas y avispas muertas a lo largo de las paredes.

Por todas partes aquellos objetos extraños amontonados en repisas polvorientas y abarrotadas. Esqueletos pequeños de animales que no reconocemos, una cajita lacada llena de cuchillos afiladísimos, palillos para comer, bellamente ornamentados. Viejo incienso desmenuzado que, según Lukas, es algún tipo de droga. Lo que no le impide fumarlo como cigarrillos exóticos con un intenso aroma dulzón, sin fuerza, después de llevar decenios allí olvidados, aunque aún conservan parte de su poder embriagador, al menos, la capacidad de hacerlo vomitar en el fregadero.

Hay tantas cosas raras que fumar, tantos lugares extraños que apropiarse. Este es un lugar pensado para retirarse, fuera del alcance de miradas curiosas. A pesar de las momias de murciélago del techo, lo visitamos. A pesar de los grandes corales fantasmagóricos de las ventanas, donde las arañas han tejido nuevas telas sobre las viejas. Y debajo del suelo no, no me atrevo ni a pensar en lo que hay debajo del suelo. Viejos amores desechados del pescador de perlas, asegura Lukas.

Del pescador de perlas hemos oído hablar, nadie parece haberlo conocido, pero todos conocen las historias que se cuentan sobre él. Que viajó a Japón para probar suerte con las perlas de aquellas aguas, para descubrir que los pescadores de perlas japoneses eran todos mujeres, demasiado para la aventura de un macho.

Intentamos hacer de aquel lugar algo nuestro saneándolo. Nos ponemos a barrer y levantamos nubes de polvo, sacamos esas alfombras tan pesadas y las lavamos en el lago; luego, las mantas japonesas enguatadas, que flotan como papel marmóreo en un baño oleoso antes de llenarse de agua y hundirse. Limpiamos lo mejor que podemos el tiro de la chimenea y hacemos una prueba para ver si funciona sin pensar que estamos enviando señales de humo a todo el pueblo desde nuestro refugio secreto.

Hay algo en este lugar que asusta a Lukas, pero él insiste en venir. La casa desierta tiene algo moviéndose en las paredes, algo que se arrastra y respira y, aun así, hasta aquí nos vemos atraídos continuamente. En mi casa siempre hay demasiada gente por todas partes y a Lukas no quieren ni verlo. La lista de objeciones es larga, y la paciencia de mi madre, breve. En cambio la casa de Lukas está tan vacía que resulta imposible esconderse.

Todas las mañanas lo espero en un lugar distinto que hemos acordado la tarde anterior, conforme a un sistema refinado en el que nadie podrá detectar un patrón: como los puntos de las constelaciones, que no se parecen a nada a menos que uno sepa de antemano lo que representan. A veces lo espero en el árbol que no es, en el invernadero, en el palomar, en el garaje que no es, en el rincón oculto del lago que no es. Pero él acaba encontrándome de todos modos. No es tan grande el pueblo.

Al pie de la casa del pescador de perlas podemos bañarnos sin que nos vean, ocultos tras tupidos árboles acuáticos. El terreno alrededor del lago está cuajado de maleza, de mimbres, juncos y angélicas que impiden la visión desde todos los flancos. Mientras no se acerquen demasiado, no nos descubrirán. Solo hemos de procurar no enredarnos en la vegetación subacuática que crece abundante y salvajemente. Las ramas se te aferran a las piernas y te retienen bajo el agua. Los fisgones del agua. Las serpientes acuáticas nadando despacio.

* * *

Mi madre mira por la ventana. Eso ha hecho todo el tiempo que llevamos sentadas en el aula vacía que huele a cola, a polvo de libros, a sudor de madre. «Tiene que tratarse de un malentendido».

«No lo creo», responde la maestra con frialdad.

Yo guardo silencio. Me esfuerzo por quedarme quieta en la silla, pese a que atisbo con el rabillo del ojo que la puerta está entreabierta, una vía de escape, después de todo.

«Un malentendido», repite mi madre en un nuevo intento. «El único malentendido que tenemos aquí es Lo», dice la maestra despacio.

Difícil seguir sentada en el taburete resbaladizo por el sudor, pero al menos procuro no parecer provocadora, porque eso es lo que suele llamarme la maestra y nada la irrita más. Cuando le pregunté a mi padre qué significaba, lo único que comprendí de su explicación fue que se trataba de una actitud que no había que tener: «No a tu edad», me dijo, «ya tendrás tiempo».

«Jamás hemos tenido un alumno de primero que se salte las clases. Pero esta», la maestra hace un movimiento extraño con el torso, en un intento de colocarse bien el sujetador sin que se note, «señorita se las salta como un alumno de instituto experto consumado en esas lides». Mi madre sigue con la vista fija en el vacío, yo observo a la maestra que, a su vez, mira a mi madre. Sus miradas no se cruzan, tanto mejor, seguramente. «Yo creo que Lo no ha entendido en absoluto lo que significa la escolaridad obligatoria. ¿Sabes lo que implica la escolaridad obligatoria sueca?» Me dirige la pregunta a mí, sin apartar la vista de mi madre. Yo niego con la cabeza. «No, claro. Ya me lo temía yo». «Pero, por Dios bendito, si solo tiene siete años», protesta mi madre sin energía. «Pues es lo que yo digo», replica la maestra. «Si empiezas a saltarte las clases a los siete años todo irá cuesta abajo. Hay estadísticas al respecto».

Ojos azules acusadores en el aire insípido del aula. Miro a la maestra, que mira a mi madre, que mira una corneja que se ha posado sobre el balancín. «Será mejor que tu marido y tú informéis a vuestra hija de cuáles son las normas. De lo contrario, no tiene sentido que siga asomando el resto del semestre, su presencia misteriosa no hace sino generar desasosiego entre los alumnos. Puede que en otoño la hagamos repetir». La corneja levanta la cola, caga, lanza un chillido y alza el vuelo antes de alejarse. «En ese caso», dice mi madre, como si aquello fuera una señal. «Entonces nos vamos. Venga, cariño, tengo hora en la peluquería». Pero aquí no se libra nadie así de fácil. La maestra quiere hablar con mi madre a solas. «Lo se queda», insiste mi madre, que no quiere quedarse sola con la maestra. «No, Lo no se queda», aclara la maestra. Y no me queda otro remedio que irme.

El humillado silencio de mi madre indica que ha perdido. Me bajo deslizándome de la silla de plástico sudada que emite un ruido ridículo. Solo pienso en salir del aula, del mal ambiente y de la falta de oxígeno, en ir con Lukas, que andará vagando por ahí como un delincuente. Ahora hablarán de él. Él me ha convertido en una experta en fumarme las clases a tan tierna edad, es lo último que le oigo decir a la maestra antes de echar a correr por el pasillo hacia fuera, hacia la libertad.

Lukas está hecho un ovillo sentado en la valla que separa los patios. Los mayores tienen prohibido el acceso a la zona de los pequeños, así que se ha quedado en la valla, sin tocar con los pies la tierra prohibida. La rueda de tractor huele a goma quemada y yo la hago girar hasta que empieza a crujir. «Ven», me dice. Pero yo acabo de terminar de girar y soy incapaz de mantenerme de pie. Cuando echo la cabeza hacia atrás, las nubes se arremolinan en un torbellino sobre mi cabeza.

Sé que pueden vernos por la ventana. Te van a dar tanto la lata, me digo. Y quizá también lo haya dicho en voz alta porque, de repente, Lukas pone cara de haber recibido una bofetada en la boca, aunque se lo he dicho como un aviso, no como una amenaza.

«¿Quién te ha pegado?», suelo preguntar cuando veo que ha vuelto a ocurrir. Esas cosas no se preguntan, pero yo no soy más que una niña y no lo sé, así que lo pregunto de todos modos. En cambio Lukas es lo bastante mayor para saber que es mejor no contestar. Todo lo que digas se volverá en tu contra. En la escuela, nadie parece tener ni valor ni ganas de tocarlo siquiera, así que no es difícil imaginar el origen de los moratones.

«Lukas te dobla la edad, ¿por qué no te relacionas con tus compañeros de clase?», me había preguntado la maestra mientras esperábamos a mamá, que llegó tarde a la cita. «Porque es que son pequeños», exclamé. «Pero querida, tú también lo eres». Puede, aunque yo nunca lo había visto así. Lo primero que sentí al llegar a la escuela fue un sobresalto: mezclada con niños de mi edad, arrojada en plena jauría de perros salvajes que reñían con uñas y dientes. Comparado con ellos, Lukas se me antojaba más de mi edad y menos aterrador.

Era lo bastante mayor como para estar en séptimo curso, pero lo habían trasladado dos cursos por debajo, un hueso duro de roer, no podían ponerlo en la clase de los problemáticos puesto que no era travieso: si hubiera sido travieso, habría resultado más fácil. Si se hubiera peleado en los recreos, si hubiera sido impertinente con los profesores, si hubiera tenido algún problema evidente, dificultades para quedarse quieto en la silla, por ejemplo, pero no, eso no le supone el menor problema. Lukas se queda inmóvil en el banco, sin pestañear, por desgracia, ni siquiera coge el lápiz y nunca levanta la mano. No es capaz de aprender nada. En casa, quizá, pero lo que aprende en casa no le sirve en la escuela.

Cuando mi madre sale por fin, lleva puesta la camiseta de felpa color curry, está sudorosa y trae la migraña en la mirada. Coge de la bandolera un paquete de tabaco aún sin abrir, aunque hace mucho tiempo que dejó de fumar. Me ordena que me acerque de una simple ojeada. Lukas se ha esfumado entre las sombras y ya no se lo ve. Mi madre no dice ni una palabra mientras pedaleamos camino a casa, ella delante, balanceando de un lado a otro el trasero de los vaqueros, puesto que la bici está ajustada a la altura de la abuela. Mamá es alta, pero la abuela lo es más. Y yo soy pequeña y, en estos momentos, intento hacerme más pequeña todavía. Me mantendré en mi sitio en lo sucesivo, haré lo que me digan, ni más ni menos, no daré lugar a más reuniones vergonzosas. La próxima vez, al director, me había advertido la maestra.

Asamblea de crisis en la cocina, todos pueden asistir, menos yo. Arriba, ante la puerta cerrada, estoy yo aullando y dando patadas hasta que Rikard, el hermano de mi padre, el que suele estar de mi parte, sale y me levanta con ambos brazos, me saca de allí y me deja caer en el sofá delante del televisor. «¡Quieta!», masculla, como si ahora, además, me hubiese convertido en un perro. Si es eso lo que quiere, me digo tomando impulso para atizarle un mordisco en la mano, pero Rikard me da un empujón, como si yo no pesara ni un gramo. «No te atrevas a moverte ni un milímetro», me advierte. «Y no quiero volver a oír el nombre de ese tal Lukas nunca más». Jamás lo había visto así antes, de modo que me quedo paralizada de puro asombro, notando cómo la sangre me bombea en los oídos.

Mi madre también está cambiada. Otro tono. Como la diferencia entre una bola floja y una lanzada con fuerza. «Te quiero, Lo, es solo que no me gusta que mientas». «¡Pero si no miento!» «He dicho que no me gusta que mientas». Me castiga con lo peor, retirándome su amor. No me consuela cuando empiezo a llorar. «Ándate con cuidado con las mentiras, son peligrosas. A las larvas que mienten nunca les salen alas». «¡Yo no soy ninguna larva!» «Nada de alas, Lo. Piénsatelo».

* * *

Lukas había llegado al pueblo un año antes de nacer yo. Del tiempo inmediatamente anterior a aquello apenas recuerda nada, y lo que yo había hecho antes de conocerlo era una parte de mi vida que se me había borrado por completo de la memoria.

«¿Por qué eres tan morena, cuando todos los demás son mucho más rubios?», me preguntó. «¿De dónde eres, en realidad?» Lukas piensa que es injusto que sea a él a quien llaman «cabeza negra», inmigrante, cuando yo soy la más morena de los dos. En verano se le aclara el pelo, que adquiere un tono casi rubio, pero es por el nombre y por los ojos y por aquello de que todos saben que es extranjero. Mis orígenes eran tan lejanos como los suyos, pero solo en el mapa. No es del todo cierto que los demás sean rubios, en todas las aulas hay hijos de inmigrantes griegos, con nombres tan largos como los trenes nocturnos de mercancías. Pero esos niños se tienen los unos a los otros. Son claros, forman un grupo, funcionan unidos como un grupo.

Nuestro sitio no está aquí, pero lo fundamental es que exista. Es una convicción que nos ayudamos a mantener viva. Puesto que ninguno de los dos sabe cómo es en realidad el lugar al que pertenece, cada uno puede imaginarlo como quiera. A menudo, ambos lugares se funden en uno solo. Yo nunca he estado en la región de la que procede mi familia y Lukas no conserva recuerdos del lugar en el que nació, una barriada de Budapest, tan solo algunos detalles difusos fuera de contexto. Un guante azul, pan caliente, un zorro en una trampa, sangre en la nieve, unas palabras desgajadas de alguna cancioncilla infantil o de una maldición, no está seguro. Instantes entremezclados, inútiles, una sensación en el estómago, en la boca, en la nariz, no exactamente como un olor o un sabor, tan solo una vaga noción.

En su casa nunca hablan de lo que dejaron atrás. No existe ninguna lengua común. Su padre habla un sueco muy limitado y Lukas, un húngaro más limitado aún, compuesto tan solo por las frases más sencillas. Es tal el silencio que reina entre ellos cuando se sientan a la mesa, no hablan nunca, apenas se conocen: padre e hijo, dos desiertos.

Lukas no se acerca a mi casa, sabe que no es bienvenido. Por él no tardo en llenar mis días de mentiras.

Ten cuidado, me dice mi madre. Ojos de chico, manos de chico, olor a chico. El amor y las demás mentiras. Sobre todo, el amor, tiene un veneno como de serpiente, va derecho al corazón y apenas ha llegado a hacer daño cuando, de repente, estás perdido. Siempre me pregunté a quién habría querido mi madre con esa clase de amor.