«Dos semanas fuera del tiempo y del espacio y de todo lo demás a lo que estaba acostumbrada», me cuenta mamá. Dos semanas no son nada, dos semanas lo son todo. Llévalo hasta que se te pase, le había dicho Björn. Pero no se le pasó.
Le gustaba estar a solas con él en la casa nueva mientras esperaban a que los demás llegasen con la mudanza. Por lo que a ella se refería, podían tardar cuanto quisieran. Quizá le gustara demasiado, aquella luz nueva le otorgó a Björn un aspecto diferente, un olor diferente, más fuerte. También ella estaba diferente allí, se lo vio en los ojos.
Björn le había enseñado a cortar leña. Ella tenía una energía que debía gastar de algún modo razonable, solía decirle, y aprendió pronto, como aprendemos algo que, en realidad, ya sabemos hacer.
Lo que más le gustaba era estar con él sin hacer nada, eso era algo que jamás habían puesto en práctica con anterioridad: en casa siempre andaban haciendo algo. La casa nueva era perfecta, no era preciso reparar nada, no les exigía nada. De modo que se dedicaron a coger caracoles en el arboreto, gordos y brillantes en tono verde plata. Le habían dicho que eran comestibles, al menos en Francia, y donde se encontraban, en el sur, estaban a medio camino de allí, era una lástima dejar que se estropearan: ¿se cuecen o qué? ¿Mantequilla? ¿Sal? Mi madre no tenía ni idea, pero hicieron una prueba. Resultó pegamento. Estuvieron riéndose de ello toda la noche. Verlo reír era un espectáculo insólito que ella apreciaba muchísimo.
Después de enseñarle a reír, quiso enseñarle a nadar, pero eso a él no le interesaba. «Solo nadan los animales», protestó. «Anda ya, venga». Ella se adelantó para mostrarle cómo hacerlo. Al agua, hasta la cintura. Se dio media vuelta. «Mírame: no es peligroso». Pero Björn parecía pensar que vaya si era peligroso mirarla. «¿Tienes miedo?» Ante semejante pregunta, no tuvo otro remedio que adentrarse en las aguas oscuras. Aquella palabra era una trampa que ya lo había atrapado. «Échate hacia atrás, yo te sujeto. Tienes que relajarte, si no, te hundirás».
Björn se hundió. Pesado como la madera de abedul empapada. Tenso como un macho.
Pero ella lo sostuvo.
Era fuerte y gracias al agua, más fuerte todavía.
Todo el peso del cuerpo descansaba en sus brazos. La camiseta blanca se le llenó de agua de tal modo que parecía una Ofelia ahogándose, y ella no pudo por menos de reírse: con tantas ocasiones como lo había visto más o menos desnudo en la antigua casa, donde vivían tan apretados, aquella timidez repentina pese a la ropa era algo de lo que no podía sino reírse.
Era imposible que ocurriera nada. Que existiese la posibilidad no significaba que existiese de verdad. Y no porque Björn fuese como un padre para ella, nada más ajeno a él que ser paternal, pero Idun sí fue siempre como una madre, incluso más que la propia. Y aquello sí debía sobrellevarlo, se le pasara o no.
Dos semanas después ya no estaban solos, gente en todas las habitaciones. Karenina se convirtió otra vez en Katarina y Björn volvió a ser el de siempre, más lejos de la risa y otras vacuidades. Tendría que olvidar las brazadas que dio con ella y contentarse con contemplar el lago a distancia. El lago, que, según él, con un poco de buena voluntad, podría considerarse parte de su propiedad, al igual que los campos de cereales e incluso el arco plateado del ferrocarril, que con tanta naturalidad cruzaba el paisaje con la promesa de que el mundo no se acababa nunca.
Ya no estaban solos, pero la tensión seguía flotando entre ellos silenciosa como un ave rapaz. Que alguien la descubriera, que, de repente, estallase sin que ellos pudieran evitarlo se les antojaba una pesadilla. Tenían que evitarse lo suficiente como para rehuir la catástrofe, pero no de forma tan exagerada que indujese a sospecha.
Con Idun en cabeza, los recién llegados recorrieron la casa, sin palabras, mudos, hasta que los hijos empezaron a discutir por los dormitorios del piso de arriba. El piso de arriba para los niños, el de abajo para los adultos, dos dormitorios preciosos con salida a la terraza. Terraza, estilo americano. No había mesura en nada. Tres baños… Rikard, el más joven, corría con el entusiasmo de un cachorro y fue a orinar en los tres y en los tres tiró de la cadena, de modo que toda la casa resonó como si estuviera cayendo el diluvio. Björn reñía gritando a su hijo, pero Idun se echó a reír simplemente. Hasta entonces habían tenido que arreglárselas con una letrina para todos, aquel era un lujo por el que reír todos los días.
Descargaron los bultos de la mudanza y los llevaron dentro. Resultaban pobres los muebles en aquellas habitaciones tan grandes y luminosas. Era el inconveniente de mejorar de forma tan radical, dijo Björn no sin cierto orgullo, porque la idea de la mudanza era enteramente suya y él había encontrado la casa, coronada por el exótico universo arbóreo que se extendía hasta la linde de los campos.
Los créditos bancarios de ambas familias, mucho más cuantiosos de lo que habían supuesto, eran ahora la materia que los unía a los cuatro. Para siempre. Aparte del vínculo del pasado, claro. Los niños, los recuerdos, los orígenes. Y el hecho de que, ahora, todos se hubiesen convertido en forasteros en aquel lugar nuevo. Björn, Idun, Anna y Aron.
Y el ave rapaz. La que no podía permitirse descender. Condenada a seguir volando en círculos.
«El amor es una folie-à-deux», dice mi madre. Lo que acaba de contarme se desliza flotando por encima, sin encontrar un punto receptor en el que aposentarse, «¿… y entonces papá? ¿Por qué él, precisamente?», le pregunto en un susurro. Permanece totalmente inmóvil al resplandor, vacila un buen rato, tanto que creo que se ha arrepentido y que no quiere hablar más. Hasta que toma impulso: el primero que me mire… eso fue lo que pensó.
* * *
La primera vez que mi madre vio la casa del pescador de perlas se le ocurrió que le recordaba a una habitación decorada para una fiesta que nunca llegó a celebrarse. La sensación de vida abandonada allí dentro. Con una situación de tan difícil acceso, debió de pertenecer a una persona que deseaba evitar el contacto con los demás a cualquier precio. Pese a estar atestada de arriba abajo de objetos procedentes de largos viajes, la casa resonaba vacía, como si todo estuviese hueco por el tiempo y por las termitas, era como entrar en un bosque muerto. El modo en que mi madre describe el lugar revela que no sabe que yo me pasé allí toda la infancia. Como si yo no conociese cada muesca en el suelo de madera cargado de humedad, cada cagada de mosca en la pared del dormitorio, exactamente cómo se filtraba la luz por entre las ramas de los corales, el perfume agrio de los alerces de la parcela y el olor turbio a humo y a sueño secreto.
En el dormitorio, pleno invierno, un frío terrible. Debieron de quedarse con los abrigos puestos. Mi madre dice que está segura de que me concibieron exactamente aquella tarde porque estuvo allí una vez y luego no volvió. Que mi vida surgiera allí dentro, en la cama de hierro donde Lukas y yo solíamos dormir nuestro sueño secreto, se me antoja una irrealidad.
Nadie conocía al pescador de perlas, pero todos sabían quién era y mi madre había decidido encontrar aquella casa abandonada de la que tanto había oído hablar. Cuando por fin dio con ella, su primer pensamiento fue compartir el hallazgo con Björn. Si alguien era capaz de comprenderlo, sería él. Ellos compartían algo que les era ajeno a los demás, lo que quiera que fuese, quizá solo una voluntad: de algo más, nuevo, una aspiración, un sueño, o varios. Y aquella casa la había construido un soñador, posiblemente un tanto loco, pero eso no era seguro. Locura o no, eso se juzga según el éxito que uno cosecha, decía Björn, de modo que, cuando por fin, después de mucho buscar, encontró la casa, fue a llamarlo.
Él era el único a quien quería mostrársela y con quien quería estar allí a solas. Ya apenas tenían ocasión. Y más valía así, seguramente, los sentimientos que él le inspiraba no habían desaparecido, al contrario, habían crecido y se habían enredado en una maraña miserable, contenida, convulsa. Ella había cumplido veintiún años, de modo que no podía considerarse ya un enamoramiento adolescente inofensivo y pasajero. No, ya nada resultaba inofensivo. Ellos nunca abordaban el tema, pero a veces… ocurría que él le lanzaba una mirada desde un extremo de la habitación. Una mirada, no más, pero cuando uno sabe, basta con una mirada.
Hacía un día frío y hermoso. Ella atajó por los campos nevados y lo halló en el arboreto. Allí estaba él con los pantalones de trabajo azules, sin abrigo pero con aquel gorro de piel tan feo que era preciso ser como Björn para salir airoso llevándolo. Allí estaba, trajinando, como tantas veces, ella no sabía con qué, seguramente solo disfrutando. Era lo que a él más le gustaba del arboreto, ya se había dado cuenta: no los árboles en sí, sino los espacios que había entre ellos. El silencio y la calma que también ella añoraba a veces.
Ahora se quedó mirándola expectante mientras ella se acercaba. Más expectante aún cuando la tuvo muy cerca, dándole vueltas a los guantes de Lovika y a aquella pregunta. Björn negó moviendo el gorro de piel cuando ella soltó por fin la pregunta, tan difícil de formular. No, Karenina. No me llames Karenina… Bueno, pero la respuesta es no, dijo. No quería. Sin más explicaciones. No, solo eso. Pese a que era obvio que no tenía nada entre manos. Un cuchillo de tallar en una mano, nada más, como pretexto por si lo sorprendieran ocioso.
No quería. No le interesaba. O quizá muerto de miedo. No estaba segura. ¿Muerto de miedo? Sí… o como se lo quisiera llamar.
Su esperanza se tornó decepción. Una decepción precipitándose rápida, fuerte, en picado. Sin mediar palabra, se dio media vuelta y se marchó de allí.
El primero que me mire, se dijo a sí misma, sin saber exactamente de dónde había surgido aquella idea. Simplemente, se le vino a la cabeza, súbita y poderosa, obvia y no exenta de rebeldía, por no decir insensata pero aun así también… tentadora, sí, una liberación, en cualquier caso, menos imposible que otras ideas que se le habían ocurrido últimamente.
El primero, pensó mientras subía la pendiente hacia la casa, con la sangre y el frío hiriéndole las manos.
Estaban allí todos, los cuatro hijos de Björn, todos en la explanada ocupados cada uno en lo suyo, el primer día de sol en mucho tiempo. Dio la casualidad de que fue Rikard el primero que la miró desde la ventana abierta de la cocina, cuyo aislamiento estaba cambiando en ese momento. Rikard no… era demasiado joven, el más joven de los hermanos, no, Rikard no, pensó un tanto avergonzada. El siguiente en mirarla fue Jon, pero él ya estaba comprometido, sentado en la escalera con la novia, disfrutando del sol del invierno. Y luego Isak, camino de la composta con los cubos de residuos orgánicos del día, pero él no contaba, porque era su hermano. Se acercó entonces a Erik, que tenía la cabeza hundida en el motor del Volvo estropeado, el mayor y aquel de los hijos que más se parecía a Björn. Pero Erik le respondió irritado: ¿No ves que estoy liado?, ¿dónde te has metido, por cierto? Se supone que ibas a bajar con la bicicleta a comprar… leche, carne picada, detergente, tabaco…
Fingió no oírlo. Ya se había vuelto hacia David.
Ya solo quedaba David, aquel de los hijos que menos se parecía a Björn. David, con una nube de frío en la boca, preparándose para ir al campo a cazar, estaba en la puerta del garaje limpiando la escopeta. «Ven», le dijo. «¿Para qué?» «No preguntes tanto». «Bueno, bueno, ya voy».
Estaban acostumbrados a su carácter caprichoso y claro que David debería haber sospechado cuando le dijo que la acompañase sin más explicación de adónde ni por qué. Pero no tenía nada en contra de acompañarla. De ayudarle con lo que quiera que fuese. Le gustaba, a ella no le costaba gustar, seguramente, él era el único que pensaba así, pero esa circunstancia lo afirmaba más aún en su convicción.
Cuando pasaron por delante del arboreto, Björn se quedó mirándolos. Todo el camino mientras bajaban por la escarcha de las plantaciones, el mismo camino que acababa de recorrer para pedirle a él, a Björn, que la acompañase… ese mismo camino lo recorría ahora con David.
«No sé lo que pensó, de verdad que no sé lo que pensó al verme bajar con su hijo. Y jamás le pregunté».
Ahora al menos ya no estaba nerviosa, no con David. Ni remotamente como lo habría estado si fuese Björn quien se encontrase a su lado. Aquí. Ahora. Alguien. No pedía más. Y no habría sabido explicar lo que sentía, ni lo que hacía ni por qué, pero tampoco habría sido necesario, porque David no preguntaba nada.
Al final fue ella la que preguntó ¿por qué se había llevado la escopeta? Si allí donde iban no iba a necesitarla, porque, como comprendería, ella no lo llevaba de caza, ya estaba cazado. «Nunca se sabe», respondió David, con un exceso de celo. Un exceso le pareció también cuando él propuso disparar contra la cerradura, una vez hubieron llegado a la casa y comprobaron que no podían abrir la puerta. Ella sacó una navaja pequeña y trasteó hasta conseguirlo. Como si no hubiera hecho otra cosa en la vida que entrar por la fuerza donde no debía.
Aquel escondite helado resultó estar lleno de objetos curiosos, pero en lugar de detenerse a observarlos con atención y quizá incluso encender la chimenea, ella lo condujo hasta el dormitorio y lo desarmó.
El arma apoyada en la vieja estufa de gasóleo, junto a la cama. «¿Qué mosca te ha picado?», preguntó David jadeando cuando, aún envuelta en la bufanda y sin haberse quitado los guantes empezó a desabotonarse la rebeca. No llevaba nada debajo. Él la había visto desnuda en muchas ocasiones, pero nunca sí, nunca para él, solo para él.
«Chist…», le susurró ella acurrucándose a su lado en la cama, cuyos muelles chirriaban a cada movimiento. Se la veía totalmente serena y perfectamente convencida, con el gorro de lana y los pechos blancos. Entretanto él parecía infinitamente avergonzado y desconcertado y preocupado por… los demás. ¿Cómo se pensaba ella que podrían mantener aquello en secreto ante el resto de la familia? Porque tendrían que mantenerlo en secreto, ¿verdad? No quería ni imaginar cómo reaccionarían… «Chist», repitió ella.
A David siempre le había gustado Katarina, y ella lo había notado, quizá incluso sintiera por ella cierta admiración. Era un par de años mayor que él y tenía un modo de comportarse que acentuaba la diferencia. Ella era la única que siempre decía lo que pensaba, la que se atrevía incluso a oponerse a Björn, algo que los demás ponían cuidado en evitar, a excepción de Idun.
Un pequeño tatuaje casero en forma de estrella en un hombro, recién hecho, nada bonito, descubrió cuando lo desnudaba. Ignoraba que hubiera cosas de él que ella ignorase: era un comienzo, aunque no tenía planeado darle ninguna continuación. Aquí. Ahora. Él. Era lo único que pretendía, no podía explicarlo con más detalle. David se enfundó de nuevo el jersey, no le permitió que lo desnudara. Nada de piel desnuda, quizá hiciera demasiado frío para ello, también ella se dejó puesta la mayor parte de la ropa. David tenía los labios oscurecidos por el frío, las pupilas contraídas, no sabía por qué, ¿excitación, desconcierto, deslumbramiento, todo a la vez?
Las fundas de edredón tenían un estampado de flores extrañas cuyo nombre ella desconocía. Y la mirada de David tenía algo que tampoco sabía… ¿malestar mezclado con deseo rayano en el terror? Probablemente él era virgen. Ella no. Aunque tampoco tan experta como intentaba aparentar.
David contra Björn era como la lucha de David contra Goliat. A su lado, David no era más que un niño, pero la hacía sentirse como una mujer. Del techo abuhardillado del dormitorio, encima de la cabeza de David, colgaban las siluetas de dos dragones japoneses recortados con tijeras de bordar, ella solo los vio aquella vez, jamás los olvidó. Resultaba imposible distinguir en qué tipo de lucha se hallaban enfrascados, si amaban o combatían. Pero podrían seguir así la vida perdurable, tan igualadas estaban sus fuerzas.
Si mi madre hubiera podido verme ahora, me habría preguntado qué me pasaba, por qué tenía los ojos… No podría contestarle, pero me gustaría que preguntara. El amor del que mi madre solía prevenirme…, siempre me pregunté a quién habría querido ella con esa clase de amor. Nunca encontré el momento adecuado para preguntar. «Lo, yo quiero a tu padre pero no soporto en absoluto pensar en él», me respondió el día que lo intenté. Lo dijo con un tono de voz que no invitaba a insistir indagando. Me los figuré como dos animales de fortaleza equiparable e igualmente heridos que se evitaban para no verse abocados a despedazarse.
* * *
Cuando mi madre oye el sonido familiar del encendedor, saca la mano automáticamente. En la postura para coger el cigarrillo. Sus ojos, que nada ven, parecen aguzarse pese a todo. Presta entonces atención al ruido del papel. Una sombra de preocupación le vela el rostro. El ruido de un papel al rasgarse. «¿Qué es eso?», me pregunta con interés, «¿es para mí?». Le doy el cigarrillo encendido. No, mamá, es para mí. Ahora es cuando voy a abrirla.
La carta de Lukas es tan breve como ilegible. Me quedo mirándola y no comprendo nada de lo que veo. Signos ininteligibles enredados entre sí. Se nota lo mucho que se ha esforzado, lo importante que debió de ser para él, lo imposible. Su caligrafía solía dar la impresión de que hubiese escrito al revés y con la mano izquierda, y nunca conseguía organizar las letras de una forma más o menos ordenada.
Lo único que soy capaz de sentir es alivio. Una alivio increíble.
Nada de acusaciones, al menos, no identificables: no existe la menor posibilidad de que logre descifrar aquello. Ignoraba que se pudiera ser tan disléxico, toda una página llena de garabatos. En cualquier caso, ya he hecho lo que he podido, me he tomado la molestia de buscar la carta, la he encontrado, la he llevado conmigo por todo el mundo a la espera de encontrar un lugar donde abrirla y, finalmente, la he abierto y la he leído o, al menos, lo he intentado. Solo para comprender que era imposible.
El avetoro lleva ya tiempo silbándome sordamente en la cabeza y, en el instante preciso en que termino de ojear la carta, lo veo deslizarse sobrevolando el lago. En un silencio mortal y un poco en picado. Y me siento la cabeza vacía, ligera y en paz.