El primero que me mire

Mucho llevo ya en camino. Por todas partes, por ninguna, en busca de los desiertos europeos, dicen que hay siete, aún no he visto ninguno. Viajo barato y despacio, mejor por la noche, en los trenes que tanto sueño transportan de un lado a otro, entre ciudades y países. Pero mi madre no hace ese tipo de preguntas —dónde he estado o adónde voy—, sencillamente, no lo pregunta jamás. En cambio: si me he cortado el pelo, si el coche funciona como debe, si tengo dinero suficiente, si me alimento como es debido. Siempre las mismas preguntas, las mismas respuestas. Sí, mamá, como bien, mucho y con poca frecuencia, así se ahorra tiempo. Tengo dinero suficiente y, si no lo tengo, lo busco, trabajos temporales, trabajos alimenticios, artimañas. No tienes de qué preocuparte. Gasto poco y menos aun cuando viajo.

A veces le cuento, aunque no pregunte. Le hablo de la niña de Berlín, a la que vi patinando con un solo patín en el andén. Solo tenía una pierna, debía de ser físicamente imposible, pero ella lo hacía, se deslizaba de un lado a otro como la burbuja de un nivel. Del museo de marionetas de Núremberg. Un vigilante me miró, me acompañó por las distintas salas, me llevó al almacén donde podíamos estar solos, cálido y polvoriento lleno de muñecas sin cabeza colgadas por todas partes. Después pensé: nunca más… me vi obligada a salir al centro y comprar un nuevo par de medias, negras con la costura roja. Aquella noche soñé otra vez con la niña de una sola pierna. Con cómo retaba a la ley de la gravedad y las demás leyes naturales de la calamidad que lo rige todo.

Trabajar duro, vivir parcamente, viajar ligero. Bohemia, lo llama mi madre, en francés suena mejor, la vida sencilla. Por poco equipaje que lleve, siempre incluyo la carta, pero el momento de abrirla no se presenta nunca.

Vi una mariposa girando como un envoltorio de chicle negro y brillante en el aire caliente que flotaba por encima del tráfico intenso de Varsovia. Luego me asomé a la ventanilla abierta del tren y percibí la misma mezcla de olores que en la niñez, plantas de comino y col silvestre, humo de fábricas, frutos podridos, el olor de las hogueras en los campos. En la estación de Copenhague me ladró un perro, pero no de forma rutinaria, como hacen los perros cuando le ladran a los extraños, este ladraba como si de verdad tuviera algo personal contra mí. En Malmö conocí a una turista, una joven francesa que se reía de la ciudad. Tenía algo que ella encontraba cómico. Quizá patético. Repetía la palabra mégalomanie, como si no estuviera segura de su significado. ¿Delirios de grandeza? Sí, Malmö es una ciudad pequeña y megalómana. Que las vías del tren terminan allí como en las grandes estaciones del mundo. Por otro lado: vacaciones en Malmö, en el mes de enero… la mujer debía de estar algo loca, Malmö es una ciudad para personas, no para mariposas, ¿no lo decía en la guía de viaje que llevaba? Dónde se meten las mariposas cuando no se las ve, por la noche, en invierno, cuando el humo neblinoso de los coches y el aguanieve se ciernen sobre todas las cosas como una resaca. No es posible que giren siempre arremolinándose sobre las calles de las grandes ciudades, sobre los campos de la infancia, las vías ardientes que se alejan de la ciudad, existe también una realidad, una cotidianidad para todas las personas de todos los lugares, la vida no es más que un collar de cuentas de instantes sublimes, así es como se nos presenta después, cuando ya hemos guardado las mejores imágenes y una vez eliminada la realidad que existe entre ellas.

* * *

Cuando los dioses quieren castigarnos, atienden nuestras súplicas. Si supieras cuántas veces le he deseado la muerte, me dice.

Ahora lleva tres semanas muerto, me dice cuando la llamo a casa. Su punto flaco era el corazón. Yo espero sentada en el borde de la cama mientras mi madre llora.

Hace ya tiempo que no vive con ella en la casa, desde que el infarto que le sobrevino cuando la tormenta arrasó el arboreto y él intentó salvar la secuoya. Alerta de tormenta, aquel árbol ni siquiera tenía nada de especial, salvo que a él le gustaba, aunque como todos los demás. Lo ingresaron en el hospital y ya no volvió a levantarse, no regresó, no como el que era antes. Ahora ha sufrido otro infarto, el punto flaco de Björn… El llanto de mi madre termina apagándose hasta extinguirse. ¿El entierro? ¿Me lo he perdido? No, todavía no. Pasado mañana, Lo: ¿vendrás? En este mundo no puedes estar tan lejos que no llegues a casa para pasado mañana, si lo intentas de verdad. ¿Viene papá?, le pregunto. Claro que viene. Todos vienen. «Yo no», le digo. «Haz lo que quieras». «Sí». Guarda silencio en el auricular. «Mamá, te quiero». «Lo sé».

Nos quedamos unos minutos calladas, como solo puedo hacer con ella. Hay un frescor matutino en la habitación, me pongo la camisa blanca sujetando el teléfono entre la oreja y el hombro, me enjuago la cara con aquella agua tan clorada. Nunca se me dieron bien los entierros y, decididamente, este no es uno que se me hubiera dado bien.

No encuentro las bragas, ni el monedero, donde tengo los analgésicos para el dolor de cabeza. Es una habitación muy pequeña —solo tú podrías perder algo en una habitación tan pequeña, me habría dicho mi madre si me viera en estos momentos— y por un instante… cuando me pregunta dónde estoy, ni yo misma lo sé. Tengo que dar el medio paso que hay entre el lavabo y la ventana y descorrer la cortina calada. No recuerdo el nombre de la calle pero aquí es primavera, los abedules del jardín trasero del hotel están floreciendo. Al abuelo le habría gustado esta ciudad, llena de árboles, el aire huele como los cigarrillos rusos de la posguerra. «Lublin». «¿Dublín?» «No, “Lublin”, Polonia y Ucrania. Lublin, con “L”…»

«Lo», dice mi madre, «ven a casa». Y pienso ir, pero no antes del entierro. Cuando te despiertes estaré allí, mamá. «Pues estoy deseando despertarme», dice como si se sintiera así desde hace mucho tiempo.

No estará sola, acudirán todos de todos los puntos cardinales, en particular desde el norte. Y mi padre. Largo tiempo ha pasado desde la última vez que se vieron. Él regresó allí hace mucho, con los demás. Verdaderamente, nunca se me han dado bien los entierros y este tendrían que superarlo sin mí: mamá y papá, cada uno a un lado del pasillo central del templo, ¿con cuál de los dos me sentaría yo? Mi padre ha perdido a su padre, mi madre ha perdido… en fin, ¿quién comprendió nunca aquello, en realidad? Temo que mamá empiece a llorar durante la ceremonia, no como los demás, no, llorará como un perro, entre dientes. Como lloraba por teléfono hace un momento cuando me contó que estaba muerto.

* * *

No quiero llegar demasiado pronto. Describo un bucle innecesario vía Estocolmo, cojo el coche y conduzco directamente al sur, cuando por fin llego a mi destino, es tan tarde que ya se ha hecho de día. Cojo la llave de la caseta del jardín y entro por la puerta del sótano, subo sigilosa la fría escalera. También mi antigua habitación juvenil está helada, mi madre ha olvidado encender el radiador, o quizá pensó que no vendría, a pesar de todo.

Subo aterida al desván en busca de un par de mantas de las muchas que siempre ha habido apiladas encima del depósito de agua. El olor a juegos estivales y a humo de leña de abedul me recuerda a cómo solíamos subir aquí a escondidas a jugar a la princesa del guisante, un juego cuyo interés Lukas no pareció comprender nunca del todo, pero claro, él tenía un papel secundario: el del sirviente que metía el guisante entre los colchones. Yo tenía madera de princesa auténtica, me retorcía tumbada sobre el pobre guisante, más ojerosa a medida que pasaba las noches durmiendo en aquella cama miserable. Lukas me ayudaba a pintarme las ojeras con hollín según me iba sintiendo más agotada por la falta de confort.

En una ocasión fingió que era el príncipe in spe, entraba a hurtadillas en la alcoba para buscar el calor de la princesa: y no era para menos, pues había tenido mucho tiempo de aburrirse sentado en la semipenumbra, aguardando mientras yo me revolvía en el lecho, entre dramáticos lamentos provocados por el insomnio. Ahora bien, una princesa que no es capaz de dormir con un guisante amarillo debajo, tampoco soportará sesenta kilos de príncipe encima. Me entró el pánico, intenté reducirlo y ponerlo de rodillas, tal y como él me había enseñado que hiciera para defenderme, fracasé pero logré agarrar una herramienta afilada y oxidada, lo golpeé con todas mis fuerzas en plena frente. Él cayó sobre mí sin emitir un sonido. De no ser porque la sangre se veía de lo más real, habría pensado que estaba de broma. Pero le brotaba de forma más que verosímil de una muesca profunda como un abismo, así que me vi obligada a liberarme de su peso, quitarme el vestido y anudarlo cubriendo la fuente de sangre antes de bajar corriendo en busca de los adultos, en bragas.

Trasladaron del desván los despojos del príncipe inconsciente, lo condujeron al hospital y lo cosieron. Lo soltaron luego en casa de Gábriel, con la amenaza de denunciarlo a la policía. Ignoro lo que Gábriel haría con él después, pero le prohibió las salidas hasta que le creciera en el cuerpo moho negro.

Y yo: largos interrogatorios hasta que me dormía de pie de puro cansancio. Solo tenía que confesar algo y podría irme a la cama. ¿De verdad que no había ocurrido nada? Que lo meditara bien. Si lo meditaba verdaderamente bien. La abuela me preparó chocolate caliente y bollos hasta que casi vomito. Llegó a tocarte, llegó a tocarte… seguro que sí: ¿por qué, si no, le has dado ese golpe? No sería propio de ti. Mis tías paternas y maternas clavaron todas en mí los ojos azules hasta que les dije lo ocurrido, que Lukas se había tumbado encima de mí de improviso, que me estaba asfixiando, que di con aquel chisme que… «¿Chisme? ¿Qué chisme?», preguntó mi madre horrorizada. «Sí, ¿cómo se llama? Esa cosa dura que…» Todos me miraban perplejos. «Ese chisme oxidado. Con el que lo golpeé. No era mi intención».

No fue culpa tuya, Lo, él es el único responsable, aseguraban todos.

Y luego, la cicatriz en la frente. En forma de L, con unos puntos de sutura que enrojecieron al principio para luego palidecer al sol. Cada vez que se miraba en el espejo, vería la inicial de nuestros nombres.

Me duermo helada de frío y vestida bajo la manta doble. Al cabo de unas horas, me despierta un jadeo. Yo nunca sé dónde estoy al despertar. Me veo arrojada del sueño a toda velocidad, con la sensación de estrellarme contra algo duro: ¿otro nuevo día? Y enseguida me despabilo por completo. Así es siempre. Totalmente despabilada, sin la menor idea de dónde me encuentro.

Es la perra guía que, en contra de su voluntad, le han entregado a mi madre como último compañero en la vida. El animal olfatea el polvo del viaje que llevo prendido en los pantalones, huelo a perro callejero, siempre se me pegan a las piernas como si quisieran algo de mí. Pertenecerme, quizá. A mí no me gusta demasiado, los perros domésticos me incomodan, la aparto y me bajo de la cama. La casa está en calma. Como si todos se hubiesen marchado tan pronto como el abuelo estuvo bajo tierra. Yo esperaba que al menos Rikard se hubiese quedado, hace tanto que no nos vemos, pero su habitación está vacía, igual que la de mi madre.

Mamá aterida por la escarcha, durmiendo en la terraza, en una de las desvencijadas sillas veraniegas que deberían romperse del todo pero que aún aguantan solo por ella. Para que ella tenga un lugar donde sentarse a cuidar sus infecciones de orina, la bronquitis, los dedos entumecidos por el frío, donde soñar sueños congelados. Ya no parece parte de este mundo, hasta que no abre los ojos, no comprendo que no está muerta. Ni un atisbo de movimiento en la cara, ni siquiera parece distinguir mi silueta. Cegada por la nieve. Es un día de una claridad cruel. «¿Estabas durmiendo ahí sentada? Con este frío. Hay formas más rápidas de morir, mamá». Se sobresalta enseguida. «¿Lo?» Esto no es nada, asegura pasándose la mano por el pelo espolvoreado de escarcha, electrificado por el frío —nada de nada—, ella nació en condiciones mucho peores. Fuera de la casa, donde debe estar el frío, puede disfrutar de él. Dentro no lo soporta. «No me digas que te has pasado toda la noche durmiendo aquí…» Mamá niega con un gesto, pero no hay vuelta de hoja, no se ve una sola pisada hasta la silla. La nevada debió de caer de forma inesperada, como suele ocurrir en este sur extraño. Se va uno y se acuesta una cálida noche de primavera y se despierta a un mundo que se ha vuelto blanco durante la noche. Yo llevo un vestido y una chaqueta tan finos que estoy tiritando, en Lublin era primavera, primavera todo el camino hasta Varsovia, sí, y primavera todo el camino hasta Berlín. En Copenhague, algo intermedio entre invierno y primavera. Aquí, invierno solamente, aunque con visos de hacer más calor de nuevo, con ese aire de árboles verdes y de nieve recién caída que se derrite. Esa sensación en el aire, cuando una estación pasa a ser otra. Doble dosis de oxígeno cada vez que respiras, me siento sublime y, al mismo tiempo, ínfima. Limpio la nieve de la silla de mimbre que hay junto a mi madre y me siento a su lado sin tocarla. Se diría que fuera a quebrarse, no de fragilidad, sino de frío.

El verano antes de que naciera yo, ellos dormían en aquella terraza, según me había contado. Porque hacía demasiado calor, porque mi madre estaba tan gorda que apenas podía cambiarse de una silla a otra, imposible acomodarla dentro de la casa, no soportaba a los hermanos de papá, que andaban siempre toqueteándole la barriga y preguntándole cuándo iba a soltar aquello…

«¿Qué tal ha ido? El entierro». Mamá entorna los ojos por la luz. No lo sé, me dice. Sí, claro que ha estado allí, pero sin participar realmente. Pero bueno, bonito. Rikard dijo que había sido bonito. Así que seguro que lo fue. Asiento. Seguro que sí. Aunque ella no hizo más que aguardar a que terminase la ceremonia sentada en la última fila de bancos de la iglesia: en la última, pese a que debería haberse sentado en la primera. No tenías ninguna obligación, le digo. ¿Y papá?

Ha envejecido. Eso fue lo que le susurró el pastor al oído, puesto que ella no podía ver su aspecto. El pastor era el mismo que el del entierro de la abuela Idun, la última vez que papá estuvo aquí. Mamá no recordaba al pastor, pero, al parecer, el pastor sí recordaba a mi padre. A ella le pareció que estaba guapo cuando lo vio en el entierro anterior, ahora se lo veía viejo, aunque no lo era tanto, pero, en el fondo, qué tenía la edad que ver con la edad.

Mi madre solo quería que terminara. Fue una ceremonia breve que se le hizo muy larga, con los hijos llegados del norte y varios de los viejos compañeros de la fábrica. El ataúd adornado con ramas frescas de los diversos árboles del arboreto del abuelo: aquello no le habría gustado lo más mínimo, seguro, de hecho, le habría disgustado muchísimo ver que habían quebrado las ramas de los árboles. Era como arrancarle un brazo a un niño, pero ahora estaba muerto y no podía elevar ninguna protesta.

Como quiera que fuese, resultó agradable volver a ver a los demás, aunque ella ya no podía verlos. Vinieron todos, pero ninguno se quedó mucho tiempo. Rikard y Marina fueron los que más se quedaron, se marcharon en el tren nocturno unas horas antes de que yo llegara. Rikard estaba como siempre, no había envejecido un solo día, al menos, eso decía él. Tan solo unas cuantas arrugas más alrededor de los ojos, provocadas por el sol y por la risa, nada más. Novia nueva, joven, guapa, embarazada. Siempre eran jóvenes, guapas y embarazadas, le confesó Marina a mamá, aunque a los niños no los veían nunca, todas se largaban con ellos, porque Rikard era un tipo con el que las mujeres querían tener hijos, pero nada más, a ser posible.

Le había comprado a mi madre por el camino unos paquetes de Silk Cut. Cojo dos cigarrillos y los enciendo. Olfatea el aire. Es… sí, ese aroma a tabaco rubio y suave resulta inconfundible. «No fumo, llevo sin fumar desde antes de que nacieras tú». «Yo tampoco», respondo, «pero estoy dispuesta a hacer una excepción contigo». Sonríe. «Bueno. En ese caso». Extiende la mano ya con la postura para coger el cigarrillo. Sigue sonriendo cuando inhala el humo despacio. Pero cuando lo expulsa por entre los labios morados de frío, vuelve a ponerse seria. Los troncos del arboreto del abuelo tienen una cara nevada y otra soleada, un crujido endeble cuando el hielo se desprende de las ramas, cuando algo ultracongelado se descongela es cuando se rompe. «Lo», dice mi madre despacio. «¿Qué?»