Deseo y miedo

Y luego nos encaminamos a su casa. O, mejor dicho, cogimos un taxi, porque estaba demasiado lejos para ir a pie, vivía en el Harlem hispano. En una calle mugrienta que se llamaba Pleasure Avenue, o Pleasant Avenue, algo así, le pidió al taxista que se detuviera. El aire de East River era crudamente aceitoso y como de río, en el rellano de la escalera olía a moho, a cemento y a tostones quemados. En el portal había una joven que parecía estar montando guardia, medio vestida, me miró altanera cuando el chico la saludó. A nuestra espalda, mientras subíamos la escalera, la oí decir algo de chica blanca, coño blanco, él se inclinó raudo por encima de la barandilla y masculló algo en tono de advertencia.

¡Culo! ¡Desgraciado! —se oía desde abajo la voz de la chica.

¡Puta! —le contestó él a gritos.

¡Puto! ¡Pato! —resonaba la voz de ella, como latigazos.

Eso, al parecer, no estaba él dispuesto a permitir que lo llamaran, se dio la vuelta en la escalera y yo tuve el tiempo justo de agarrarlo del brazo y susurrarle: «Ven, vamos, no importa, de todos modos, yo no entiendo el español». «¡Por supuesto que lo entiendes! ¿Crees que voy a permitir que nos insulte de cualquier manera? ¡Carajo! Jamás se atrevería a decir nada si estuviera solo, porque sabe perfectamente lo que haría con ella».

Reconocí las palabrotas de los vecinos de Yoel. Cuando creían que los niños se habían dormido, eran capaces de pasar horas en el balcón discutiendo en una mezcla de español y sueco. Era un quebranto, pero al menos aprendí todas las palabras soeces de la lengua española.

Tambaleándome por la cerveza y por el estallido de su mal humor en cuestión de segundos, lo que más me apetece es irme de allí. ¿Puedo fiarme de él? ¿Tengo que confiar en él, es posible confiar en otra persona o debemos tomar por costumbre pensar siempre lo peor? Si mi madre me estuviera viendo ahora mismo, diría que me he vuelto loca. Crackhead!, le grita a la mujer, antes de continuar subiendo la empinada escalera, lejos del torrente de improperios.

Hay ascensor, pero cabe la posibilidad de quedarse encerrado entre dos plantas toda la noche, si tienes mala suerte, y él parece dar por sentado que la habríamos tenido. «No es un barrio al que den prioridad, ya sabes… Pero no debes tener miedo de las ratas, no son agresivas, aquí hay comida de sobra», lo oigo decir mientras pasamos por un rellano oscuro. Las presiento moviéndose por las paredes.

En casa nunca me asustaron las ratas, no me provocaban ningún sentimiento, ni fascinación ni odio. En cambio Lukas no llegó a acostumbrarse nunca. Ojos inteligentes, decía. «Joder, date prisa», me rogaba mientras yo las iba ahogando. Era un acto de amor, yo hacía aquello para que no tuviera que hacerlo él, pero no creo que fuera capaz de quererme lo mismo después. Por mucha gratitud que sintiera al ver que lo hacía por él, no conseguía comprender del todo que, a la hora de la verdad, tuviese el valor de hacerlo. Me dio la sensación de que la imagen que tenía de mí cambió a partir de aquello, me veía con más distancia. «No son más que ratas», le dije. «Y tú no eres más que una imbécil», me respondió.

Cuento hasta trece tramos de escalera, noto el efecto del ácido láctico en las piernas, él no se ofrece a llevarme la bolsa, claro que yo voy ligera de equipaje, pero al final empiezo a notarlo. No alcanzo a ver mucho del apartamento cuando ya estamos en nuestro destino final, su dormitorio, el instante en que todo el mundo empieza de repente y acaba en su cama estrecha y el único aire que me permite respirar es el que él tiene en la boca. «¿Cómo te llamas?», le susurro cuando por fin me deja tomar aire. «Menos charla». Tiene prisa por quitarme la ropa aún con el polvo del viaje y por deshacerse de la suya. Se desprende de las deportivas de una patada, se saca la camiseta y los vaqueros con un movimiento sinuoso y me taladra sin caricias ni más parafernalia.

* * *

Los olores son como recuerdos, se funden unos con otros y forman nuevas variaciones, Lukas se funde con Yoel que se funde con Luiz que, a su vez, se funde con Lukas. Como el olor del agua se mezcla con el de la madera de sándalo, el cemento, la mirra, el geranio, el hierro, el humo. Él huele a… «¿Brut?», le pregunto respirando junto a la suave mandíbula morena mientras le doy unos mordiscos de prueba. Asiente. ¿Cómo he podido adivinarlo? Recorro con la lengua el cuello, uno de los más bonitos que he visto en mi vida, y eso que tengo una colección de cuellos bonitos, el de Rikard, el de Lukas, el de Yoel y de varios cuyo nombre nunca pregunté y ahora el de Luiz.

No ofrece resistencia cuando deslizo la mano en el hueco que queda entre la ingle y el colchón, donde descansa el sexo medio blando y vacío, aunque enseguida se endurece de nuevo al notar el tacto. Me pregunta qué hago aquí, en Nueva York, y le digo la verdad: huyendo. Me mira sorprendido, casi con un punto de preocupación. A jealous sucker?, pregunta, como si diera por supuesto que se trataba de un hombre. Oigo en la distancia lo triste que suena mi propia risa, como un piano desafinado en una habitación helada. Celoso… ojalá fuera tan sencillo. Dámelo duro, le susurro. En algún apartado de mi dudoso español, encuentro esa frase, y Luiz me mira perplejo, como si no supiera lo que estoy diciendo. «Olvídalo, pequeña», se niega susurrando también. Se da la vuelta y queda boca arriba y, con el mismo movimiento, me lleva consigo y quedo encima de él. I really like you, inside and out. En sueco, habría sonado imposible, pero al decirlo él, suena perfecto. Esta ciudad, todo lo nuevo… es tan irreal que ni siquiera me inspira desconfianza.

Rodamos media vuelta más, las barrigas se quedan pegadas y su aliento y el mío se convierten en uno. You’re such a beauty, do you know that? Yo asiento. En plan engreído, además, y eso le gusta, lo veo por cómo me mira mientras con el cuerpo largo y nervudo me aprieta tanto que los muelles del colchón ceden hasta la mitad, y entonces nos vamos los dos en la calma más absoluta.

Minutos después, en la cocina, raspa una cerilla y enciende un fogón de gas: «En serio… mientras te acostabas conmigo, ¿pensabas en él de verdad? Me refiero al tío del que estás huyendo», me pregunta exhibiendo el diente de oro. «Sí», le miento, aunque por primera vez en mucho tiempo, he conseguido olvidar un rato, «¿y en quién pensabas tú?». No le di ocasión de pensar, fue tan rápido, yo era como un ciclón tropical en medio de Manhattan, en pleno invierno. Libido, instinto vital, Tánatos, instinto mortal, amar o morir, lo contrario de muerte es amor. Aunque no tiene por qué ser un hombre, me digo, desde luego que no tiene por qué ser un hombre, basta con la luz de esta ciudad, el cielo eléctrico que precede a la nevada.

A buen ritmo rompe cuatro huevos en una sartén, el aceite hirviendo le salpica el torso desnudo sin que él se inmute. Una buena capa americana de mayonesa encima de ocho rebanadas de pan redondas como setas, le da la vuelta a los huevos con mano experta y los tuesta por el otro lado. Sal. Tabasco. Varios toques de experto. Y ya están listos los cuatro bocadillos de huevos con mayonesa. ¿Seguro que no quiero comer? Se ofrece a prepararme alguno, pero yo niego con la cabeza. Dónde mete aquella cantidad de grasa es un misterio que él despeja explicando que solo come una vez al día. Huevos, principalmente, y los huevos son casi verduras, ¿no? Yo no tengo hambre ninguna, la boca me sabe un poco a sangre. «Cuatro bocadillos de huevo al día, y llevo cinco años sin caer enfermo, desde que me dispararon en el hombro aquí en el rellano». Yo había notado la cicatriz con los labios cuando estábamos en la cama. Women with guns…, murmura Luiz inspeccionándome a fondo mientras abre unas cervezas. «Tú estás demasiado delgada. Demasiado delgada. Flaca… Pero vale. A mí me gustan las chicas delgadas». Me observo en el cristal de la ventana negra a aquellas horas de la noche. ¿Delgada? Era una acusación nueva. Pero tiene razón, apenas me reconozco, muerta de hambre hasta extremos preocupantes, ese es mi aspecto, quizá por la falta de sueño, que me otorga esa mirada obsesiva, un tanto hambrienta.

Después de comer, no tiene fuerzas para hacer el amor otra vez. Ni siquiera lo intenta. Simplemente, nos deslizamos juntos en el sueño.

Cuando me despierto, ya no está a mi lado. Una mujer con el pelo recogido en un peinado de lo más complejo y una bata muy ajada de color café clasifica monedas en la cocina. Gringa, dice al verme en la puerta, y me lanza una mirada altiva, como si yo fuese un ejemplar demasiado pálido. Le pregunto por él torpemente. «¿Luiz? Pues sí, estará arriba en el Bronx. ¿Dónde iba a estar si no?» ¿En el Bronx? ¿Y por qué? ¿Y quién es ella? ¿Su madre, su hermana, su chulo, su mujer araña; su destino? No, su ex, termino comprendiendo. Intento taparme, aunque ya ha visto mi desnudez de un blanco invernal. «Se largó hace una hora. A estas alturas ya estará en su apartamento, con su mujer, ¿y quién eres tú, su nueva fulana? ¿Cuántos años…, deja que adivine, diecisiete?»

Con las mejillas encendidas de vergüenza, recojo apresuradamente mis cosas mientras la oigo decir que Luiz, ese perro, solo duerme aquí cuando se ha peleado con su mujer, entonces viene arrastrándose, no tiene otro lugar adonde ir cuando le pega y ella lo echa a la calle. Entonces sí que viene, y cada vez con una fulana nueva, recogida del bar más cercano, como si creyera que eso lo hará sentir mejor, cuando solo le trae más problemas. Me lanza una mirada cargada de desprecio mientras sigue contando las monedas con unas uñas de medio decímetro. «Cuando se ha calmado —y la pobre de la mujer lo llama y lo perdona—, vuelve con ella otra vez. Ya puede estar agradecido de que no le vaya con el cotilleo y le cuente que siempre se consuela con un polvo, porque entonces se encontraría la maleta en la puerta cuando volviera a casa… Ella también tiene un límite. Como yo lo tuve en su día, cuando aún lo quería. Ahora ya no me importa».

Menudo cerdo, menudo cerdo, menudo cerdo… voy bajando los peldaños que no terminan nunca, mientras corro evoco el recuerdo del timbre de un teléfono en el duermevela. Su mujer debió de llamarlo y perdonarlo por haberle pegado, así que él se largó a su casa sin decirme ni media. Quizá le gustase la idea de acostarse con dos mujeres distintas en el transcurso de unas horas. Salgo a la calle desierta y como boca de lobo a las tres de la madrugada, la peor hora, está nevando, tal y como él predijo. Este tiempo me protege, pensé, ni siquiera los perros andan por la calle con este temporal. No queda otra que caminar, ponerse en movimiento: lo bastante rápido como para no atascarse y, al mismo tiempo, lo bastante despacio como para mantener el equilibrio.

Apremio el paso por la amplia avenida, más aprisa al pasar por las perpendiculares en sombras, sin echar una ojeada siquiera. Al cabo de un rato, descubro que me ha dejado una nota en el bolsillo de los vaqueros. Por una cara, el número de teléfono. Por la otra: I never leave my number, don’t make me regret it.

Probablemente, debería haberlo consultado con la almohada, pero lo que se consulta con la almohada no llega a hacerse nunca. Me detengo en la primera cabina telefónica que veo y llamo.

* * *

Cuando atiende la llamada suena como si estuviera en el otro extremo del mundo, y no solo en el otro extremo de la ciudad. No se disculpa por haber desaparecido así, ni siquiera suena arrepentido, ni una palabra que explique por qué ha permitido que me despierte en un apartamento, sola con su ex mujer. ¿Cuándo quiero que nos veamos otra vez?, me pregunta. «No mientras estés casado», replico.

«Casado… vale… casado en cierto modo», precisa tras unos segundos de silencio. «¿Casado en cierto modo?» No es esa una cuestión de grados y matices. O se está casado o no se está, objeto yo. «Matrimonio de conveniencia. ¿No has oído hablar de ello nunca?» Ahora baja un poco la voz… claro, sí, está casado, y claro, viven bajo el mismo techo, pero no viven como marido y mujer, solo guardan las apariencias. Las apariencias: ¿ante quién?, le pregunto. Las autoridades.

Pero ¿cómo es posible vivir tan cerca de alguien sin que se desarrolle una relación? Jamás lo he comprendido. Cómo… Luiz se queda un rato en silencio al teléfono y cuando por fin contesta, habla más bajo aún. Con ella no, dice. Solo se ha casado con ella para ayudarle.

Podría tratarse de un melodrama inventado pero, de ser así, se le ocurrió sobre la marcha. No pasa nada con ella, me cuenta, es una buena chica, al menos, cuando no se pone plasta; pero vino aquí con la esperanza de recibir tratamiento para el VIH, el matrimonio es solo para ayudarle a ella y a sus dos hijas. Él trata de pensar en ella como en una hermana, no es fácil, pero lo intenta. Los hermanos no tienen que gustarnos, los queremos igual. Eso es lo que siente por ella. Pero últimamente…

No sabe si es la enfermedad, pero últimamente ha cambiado. Está de mal humor y se ha vuelto celosa, como si creyera que él piensa dejarla. Y claro que se le ha ocurrido la idea, cada vez con más frecuencia. Pero es que no puede. No es él quien le pega a ella, es ella quien lo golpea a él, así que en este país hacemos lo que podemos por minimizar las diferencias entre los sexos, asegura: «Las mujeres saben que los hombres son más fuertes. Pero los hombres saben que las mujeres son más duras». Yo lo escucho con el auricular en la mano, morada de frío, con la espalda pegada al cristal de la cabina, ha dejado de nevar pero ahora sopla el viento, tan frío como solo puede soplar en las ciudades, a través de anchas calles desiertas. Me veo forzada a preguntar, insensible y directamente. ¿Y él? ¿Él no tiene…? «¿Qué?», pregunta. «El virus». «Por supuesto que no». «¿Seguro?» «Del todo. Y, por lo demás, usamos protección». ¿Ah, sí? No, que yo recuerde. «No creo que haya nadie en esta ciudad que practique el sexo no seguro, madre mía, en particular, con una sueca», exclama.

Pero y los besos salvajes, sangre con sangre: siento que se me desboca el corazón. Suelto el auricular. Salgo a la crudeza del frío exterior. Sus palabras no me tranquilizan lo más mínimo. Llevo menos de veinticuatro horas en Nueva York y estoy segura de que ya he logrado contagiarme de una enfermedad mortal.

Estás loca, Lo, diría mi madre. Y eso era precisamente lo que decía Luiz mientras me acariciaba distraído. «Estás loca, muchacha, lo pensé en cuanto empezaste a hablar conmigo en el centro, se te veía en los ojos, yo sé bien qué aspecto tienen las chicas que están locas, tienen exactamente el mismo aspecto que tú, nena», me dijo poniéndome boca abajo, «y más seguro de que estabas pirada cuando te viniste conmigo sin necesidad de que te convenciera… nunca, te lo diré otra vez: NUNCA te vayas con un desconocido en Nueva York, deberías saberlo, por Dios santo, ¿es que tu madre no te enseñó nada? Definitivamente, debes de estar zumbada, tía, eso pensé, pero vale, a mí me gustan las chicas un poco chaladas, así que por qué no. Y si no te hubieras venido conmigo, seguro que te habrías ido con otro: y a saber con qué loco te habrías ido… así que mejor que vinieras conmigo, da la casualidad de que soy un tío en el que se puede confiar, uno de los pocos de la ciudad. Luego te metiste en la cama conmigo directamente aunque estabas totalmente sobria. Y yo que creía que tendría que gastar contigo media botella por lo menos, pero qué va, qué va… directa al dormitorio, como un gato salvaje, me quedé mudo, y te aseguro que hace falta mucho para que yo me quede mudo, comprenderás, pero es lo que a mí me pasa con las tías locas, las atraigo, eso ya lo sabía yo, claro».

* * *

Paralizada bajo el doble edredón sintético de una habitación de hotel barato en Nueva York, pensando allí tumbada en mi propia muerte. Aturdida por una mezcla grumosa de terror a la muerte e indiferencia. Intentaba convencerme de que no iba a venirme abajo.

Nada de venirse abajo, solo seguir viviendo a tope y feliz el escaso tiempo que me quedaba antes de que el virus provocase mi destrucción. Hay quienes son capaces de sublimar lo más duro y convertirlo en algo que los refina y pasa a formar parte de su proceso de maduración. Yo solo deseo librarme del sufrimiento. Por la vía más rápida posible. No aferrarme al dolor: pero ahora el dolor se aferraba a mí.

Tenía que pasar algo, eso lo entendía a la perfección, y ese algo no sucedería espontáneamente. Estaba tumbada en la cama del hotel y escuchaba a Nina Simone cantando en un francés casi imposible de identificar ne me quitte pas, no me abandones, aquella voz quemaba limpiamente —hacía daño y luego hacía bien— como una hermana mayor estricta, como un baño en agua helada, como una herida que se abre, se vacía, se desinfecta y luego se sutura.

Asumí mi muerte por adelantado y, una vez que lo hice, no quedaba ya nada que temer. Ya había pasado lo peor, no tenía razón para preocuparme por nada más, ya estaba prácticamente muerta. Y eso me hacía sentirme segura. Segura y hambrienta. Desperecida como un perro, me levanté de la cama y salí a la calle.

Me compré un par de botas que había visto en un escaparate enfrente del hotel. Despertaron en mí un deseo. De caminar. Solo caminar. De cruzar Brooklyn Bridge, Manhattan Bridge, Williamsburg Bridge, todos los puentes que relucían fríos y tentadores en aquella ciudad que nunca dormía. En realidad, no eran mi estilo para nada, demasiado elegantes, demasiado caras, hacían que el resto de la indumentaria pareciese barata, pero me invadieron unas ganas inexplicables. Un deseo de poseer, como con ciertos hombres, aunque con las botas el deseo es más imperioso, lo único que debo hacer es soltar el dinero suficiente, y son mías. Un par de botas son una promesa de movimiento: como los hombres, que también son una promesa, solo que nunca sabemos de qué. Iba por todas partes, cuando alguien me silbaba por la zona portuaria, me volvía sonriente y seguía mi camino. No pedirle nada a la vida, únicamente tomar tus propios caminos embriagado de tu propio aroma, por lejano que estuviese. Nunca detenerse, en eso parecía consistir aquella ciudad, en mantenerse en movimiento, mantenerse despierto. Keep moving, susurraba la ciudad, y eso hacía yo. Hasta que se acabó el dinero.

Cuando llegué a casa, la carta de Lukas seguía sin abrir en la ventanilla del coche. El invierno había pasado como si no hubiera existido.