Había planeado partir con antelación para no volver nunca más. Es algo que nunca conté a nadie. Con el resto del dinero de Yoel, pensaba comprar un billete a alguna parte. Sin importar mucho adónde. Lejos, eso era lo fundamental. México, quizá. Tenía entendido que aquello era muy bonito.
Y tenía pasaporte; seguramente, Yoel olvidó que me había ayudado a conseguirlo. Como si no hiciera otra cosa que conseguirles pasaporte a las chicas que, en su opinión, no habían visto bastante mundo. Hay que tener pasaporte, de lo contrario, no eres libre. Pasaporte, dinero, coche. Una vez que me hubiese marchado, lo demás se arreglaría, así había sido hasta entonces. Tenía la sensación de que podría hacer casi cualquier cosa, siempre y cuando estuviera sola. Siempre y cuando no tuviera que satisfacer las necesidades de alguien. Las mías las colmaba sin problemas, eran sencillas: vivir sin más, eso era lo único que yo quería. Sin ningún otro peso que el mío.
Me compré un par de botas neoyorquinas y una gorra neoyorquina. Escuchaba Porgy & Bess. Cogí el dinero de Yoel y partí de viaje con la esperanza de que los rascacielos, los dólares y el olor a fritanga me curase. ¿Curarme? No era poco lo que pedía, Nueva York no es más que una ciudad. Pero si el olvido no venía a mí, tendría que ir yo en busca del olvido, cruzar el río del olvido, como quiera que se llamase, no tenía controlada la geografía de los infiernos, solo sabía que me hallaba en su centro.
La ciudad de los sueños debía de ser también la del olvido, ¿cómo podríamos soñar de nuevo con algo si no olvidábamos lo pasado? Yo siempre había soñado con volar, con el Atlántico, con sobrevolar el Atlántico… aquello era demasiado, era perfecto, era horrendo, me pasé el viaje totalmente despierta, mientras nos deslizábamos a través de la oscuridad.
Había oído hablar del río subterráneo que constituía la frontera entre los reinos de la vida y la muerte y tenía una vaga idea de que había que cruzarlo al revés, contra corriente, de vuelta a la vida de nuevo —debía de funcionar—, eso no podía ser. Me encontraba en el limbo, entre la vida y la muerte, ese estado extraordinario que se alcanza cuando no te has ganado ni el cielo ni el infierno.
Subí al avión y crucé el río del olvido con la maleta llena de ropa recién lavada y de libros sin leer. Nada que oliese a él ni a él, nada que ellos hubiesen tocado ni que recordase de ninguna manera a nadie que yo conociera. Nevaba cuando entraba en la ciudad desde el aeropuerto. Una rebeldía involuntaria, aterradora, motriz, aquella era la ciudad que me haría olvidar, así que no tenía más que ponerme a ello.
Es solo una ciudad. La escalera que conduce a Nueva York no puede ser mayor que la que conduce a Estocolmo desde el pueblo en el que me crié, aun así, el primer atisbo de la ciudad me deja sin respiración. El lugar al que acabo de salir de debajo de la tierra no es particularmente hermoso, pero es Nueva York. Tal y como uno se la imagina, humean hasta sus calles y las fachadas ensombrecidas empujan el cielo tan alto hacia arriba que a duras penas se puede averiguar qué hora del día es. Me han prevenido de bosques extraños cuyos peligros yo no conozco. Uno debe quedarse en el lugar al que pertenece, saber cuáles son las normas, comprender las reglas. Aquí no tengo ni idea.
Un aroma. Intento imaginarme una cara que encaje con la loción para después del afeitado que flota a mi espalda cuando acabo de sentarme en un banco para recuperar el equilibrio. Una nube acre, nada que Yoel hubiera utilizado jamás. Pero lo reconozco, quizá de alguno de los hermanos de mi padre, sus frascos de loción solían formar en hilera en la ventana del baño. La ventaja de las lociones pasadas de moda —le oí decir a un amigo de Yoel en una ocasión— es que las chicas se sienten seguras con los tíos que huelen como su abuelo.
Cuando me levanto plano en ristre para preguntar por la dirección, veo que el chico no tiene en absoluto el aspecto que yo creía, me falló la intuición por completo. De espaldas a mí, en el banco de detrás, veo a un latino estilizado, no mucho mayor que yo, inmerso en su música. Largas piernas estiradas, camiseta y chaqueta, cadena de oro. Con los ojos fijos en un punto remoto. Distrae la atención de la lejanía, la centra justo en mis ojos sin que se le mueva ni un solo músculo de la cara. Si aquello hubiera sido una competición, yo habría perdido.
Mientras despliego el plano de Manhattan, él sigue concentrado en mí, ni una ojeada al plano que sostengo entre los dos. Leer planos es una especialidad sueca, del habitante de regiones salvajes que llevamos dentro, aseguraba Yoel, los americanos habitantes de grandes ciudades apenas son capaces de seguir un plano de su ciudad, pese a que se conocen al dedillo las calles, los barrios, las líneas de metro, los números de autobús.
¿Quién eres tú? ¿Brut? ¿Jicky? ¿Équipage? ¿Eau Sauvage? ¿Hypnôse?
Al ver que no hacía amago de ayudarme, empiezo a doblar el plano. Y entonces: «¿De dónde eres?», me pregunta sin quitarse los auriculares. Acoge con asombro mi respuesta, como si no me creyese del todo. «Pues no pareces sueca. Las suecas suelen ser altas, frías y guapas. Quiero decir… bueno, que tú no eres ni alta ni demasiado fría». Me rindo con la empresa de doblar el plano y lo meto en la bolsa arrugado como un acordeón. Le pregunto cómo ir a Lower East Side, aquí ni siquiera tengo claro dónde está el norte y dónde el sur. Pues ahora va a enseñarme algo imprescindible para orientarme en esta ciudad, me dice: «¿Ves aquellas torres, esas dos torres altas? Son las más altas de la ciudad. Se ven prácticamente desde dondequiera que estés. En cuanto sales del metro, tienes que buscarlas. Significan downtown. Sentido contrario, tienes uptown. ¿Vale? Sin ellas, aquí nadie conseguiría orientarse».
En cuanto comprende que acabo de llegar y que es mi primera visita, propone una cerveza para aterrizar. Una cerveza no bastará, pero vale. Voy flotando a un palmo del asfalto mientras lo sigo por las anchas avenidas, cada vez más lejos de la estación, como si tratara de hacer que me perdiera. Cada manzana de la ciudad es tan grande como una ciudad pequeña. Finalmente se detiene ante un local anónimo de una sencillez sorprendente, igual a los que hemos dejado atrás por docenas en el trayecto hasta aquí. Mi mirada se empeña en asomar por la ventana todo el rato, para atisbar el pulso de las calles al otro lado. «El cielo de Nueva York se vuelve eléctrico inmediatamente antes de que empiece a nevar. ¿Lo notas?», me pregunta mientras enciende un cigarrillo. No. Pero soy consciente de que siento cierta debilidad por las personas que me dicen ese tipo de cosas. Cuando le pregunto en qué estación estamos exactamente, él duda. No cree en las estaciones del año, me dice: al menos, no en Nueva York, es más bien una cuestión del tiempo que hace.
«O sea que tú eres algo así como… ¿del tipo lector?», me pregunta luego echando una ojeada a la bolsa, de cuyo bolsillo asoman un par de los libros que me he llevado para el viaje. Como si el tipo lector fuese una mutación de una tribu humana completamente sana por lo demás. Le doy una respuesta un tanto difusa, como si tratase de exculparme de una acusación. «Yo también», declara para mi sorpresa, «¿tu favorito?». Le brilla en la sonrisa un diente de oro, como un seguro de vida portátil. Hasta un diente de oro, me digo fingiendo no haber oído su pregunta, pero él la repite. Me retuerzo, respondo evasiva que no tengo ninguno. He leído demasiado poco para tener algún favorito, aún lo leo todo por primera vez, además, es una pregunta muy personal. Sure you do. Come on, tell me. Vale, Bukowski, respondo al fin. Es el único autor del que he leído dos libros. Bukowski? You mean the Bukowski? Like Charles Bukowski? Asiento con la cabeza, avergonzada de sentir vergüenza. A la gente normal no le parece que revelar cuál es su autor favorito sea una cuestión más personal que revelar cuáles son sus cereales favoritos o su wunderbaum favorito. Me apresuro a devolverle la pregunta. «Plath», responde sin dudar. Plath? You mean like Sylvia Plath?, le digo, porque ese nombre lo conozco. Yeah, sonríe el chico. Y nos echamos a reír los dos.
Seguimos riendo hasta que me limpia con el pulgar la espuma de cerveza que tengo en el labio superior. Entonces paramos de golpe.