Es liviano el tiempo

Al principio no entendía nada de lo que mi madre decía por teléfono cuando mencionó algo de una carta. De pasada, sin más, en medio de una conversación acerca de algo totalmente distinto. Una carta suya, yo jamás la olvidaría. Estaba completamente segura de que no había recibido ninguna carta. Que sí, insistía mi madre, hace mucho, un sobre azul, ¿no lo recuerdas?

Se quedó callada al teléfono, como si creyera que le estaba mintiendo. La carta, volvió a decir, me la hizo llegar ella, la había doblado por la mitad y la había metido en una de las que me mandaba periódicamente.

Jamás nunca lo había mencionado y ahora se preguntaba de repente qué era lo que quería Lukas, qué era lo que tenía en el corazón. Sí, «en el corazón», repitió como admitiendo que Lukas tuviese corazón.

Escribirme debió de ser para él una empresa casi imposible, después de lo ocurrido. Además… no recordaba haber visto jamás a Lukas escribiendo nada, salvo su nombre, quizá. Fue una de las últimas cosas que lo vi hacer antes de separarnos aquel verano, cuando firmó el contrato del diablo, apoyado en el capó. Y por lo que yo sé, Lukas no sabía escribir, solo que lo disimulaba bien. Terminó la escuela sin aprender a leer ni a escribir, para eso se precisa mucha inteligencia y habilidad. Una carta suya debió suponer para él un obstáculo casi insalvable de esfuerzo, por no hablar de la vergüenza que tuvo que pasar para ir a pedirle a mi madre que me la enviara. Sin siquiera estar seguro de que yo la entendería. Y no obtuvo otra respuesta que silencio.

Nunca abrí las cartas de mi madre, las iba amontonando bajo la cama de Yoel y pensaba «luego», cuando las cosas no estuvieran ya tan infectadas: ese día no llegó jamás. Al final, después de tanta mudanza y de tanto viaje, de tantas vueltas y tantos años, ya no sabía dónde estaba el montón de cartas. Sólo que no me había deshecho de él. Con el tiempo, mi madre y yo empezamos a hablar otra vez, conversaciones breves con largos intervalos acerca de nada en absoluto, evitábamos todo aquello que nos quemaba. Aun así, era mejor que nada. Y desde que empezamos a llamarnos, sus viejas cartas cayeron por completo en el olvido.

Me llevó una eternidad rebuscar entre el desorden de mis cosas hasta que encontré el fajo de cartas de remordimientos sin abrir, atado a la ligera, escondido y olvidado en el fondo de una caja de mudanza todavía cerrada, en el fondo del maletero del coche de Lukas. Es lo que ocurre siempre, en el fondo, la última caja, lo sabemos y, aun así, miramos primero todo lo demás, como pre parándonos para el momento del hallazgo. Mis dedos se deslizaban veloces por las cartas de mi madre, abriéndolas una tras otra sin leer el contenido, hasta que di con el sobre azul doblado de Lukas. No eran figuraciones de mi madre, allí estaba. No había escrito nada en el exterior, pero aún olía a él.

No la abrí enseguida. Pensaba: esta noche. Y cuando llegaba la noche: esperaré hasta mañana. Y por la mañana… un manoseo rápido, una ojeada —unos segundos de malestar breve y pasajero—, ¿tan peligroso será? ¿Tan difícil, tan desagradable? Yo ya sabía lo que debía de decir.

A fin de atenuar la resistencia, intenté leerla de pasada. En la cola del tren de lavado, en la sección de congelados del supermercado, en el baño, mientras corría el agua. Me sentaba en el borde de la bañera, me lavaba los dientes, cogía el sobre, sin abrirlo.

De vez en cuando, sentía que tenía que comprobar que continuaba en el bolsillo, como si una resaca marina pudiera hacerlo girar de repente como un envoltorio de chicle y llevarlo al corazón del frío sol ardiente, donde ardería como el magnesio y desaparecería. El hecho de que las cosas puedan arder, tener fin, es tanto un alivio como un horror. Cada vez que meto un dedo sudoroso y frío en el sobre para abrirlo, me detengo porque no puedo. Mientras no haya leído las palabras allí escritas, no me afectarán. Lo dejo deslizarse de nuevo al fondo del bolsillo, con todo el tiempo que lleva sin abrir, bien puede seguir así algo más. No hay prisa. En definitiva, todo es ya demasiado tarde.

Recuerdo una historia que oí en la radio hace mucho tiempo, un hombre y una mujer, un enamoramiento subversivamente desaforado, cómo las circunstancias los obligaron a separarse. El hombre debía viajar al otro extremo del globo pero, en cuanto se hubiese instalado allí, en cuanto hubiese organizado los aspectos prácticos y hubiese encontrado un lugar donde pudieran vivir juntos, le escribiría. Así lo acordaron. Ella esperó. Y esperó. Nada de cartas. Esperó hasta que el enamoramiento se tornó amargura, convencida como llegó a estar de que él habría conocido a otra mujer y de que, sencillamente, no tendría valor para contárselo. Vivió sola el resto de su vida. Tras la muerte de la mujer, los familiares decidieron adecentar el apartamento para venderlo. Arrancaron el suelo de corcho del vestíbulo. Allí estaba el sobre. Introducido bajo el borde por algún cartero negligente. Habían transcurrido ya cincuenta años y, tras la muerte de la mujer, era irrevocablemente tarde para todo. Si ella se hubiese tragado su orgullo, si le hubiese escrito, si hubiese intentado localizarlo. Si él se hubiese tragado su orgullo herido al no recibir respuesta a la carta que ella nunca recibió, y le hubiese escrito una vez más. Si.

* * *

Tener debilidad por alguien es una expresión que prefiero no utilizar, pero a veces no hay otro modo de decirlo. Yoel me atraía, por Lukas tenía debilidad. Recuerdo su risa, no porque riese a menudo, sino porque apenas reía. Es tan liviano el tiempo en comparación, la carta que llevo en el bolsillo trasero es pesada como si la hubieran sellado con plomo. Hay cosas que son sencillamente imposibles. Yo ya sé cuál debe de ser el contenido de la carta. Palabras que, en realidad, no quiero leer.

Me cuesta imaginar a Lukas pidiendo ayuda para nada en este mundo, y menos a mi madre. Cuando le pregunto cómo fue, me cuenta que, unas semanas después de que me largara, Lukas se presentó en nuestra casa. Mi madre lo vio de lejos acercándose con una lentitud infinita, en dos ocasiones hizo un alto para fumar. Ella apenas lo había visto desde que me fui, pero allí estaba ahora, para pedirle mi número de teléfono. Cuando mi madre le abrió, él ya había bajado la escalinata de nuevo, como preparado para que lo echasen de allí.

Ella le dijo la verdad, que no tenía mi teléfono, que lo único que le había dejado era un apartado de una oficina de correos de Estocolmo. Lukas no la creyó. Pero así era, no le di a mi madre la dirección de Yoel, por miedo a que, de repente, se presentara en la puerta. O, peor aún: a que Lukas se presentara en la puerta.

El día que me marché, fue mi madre quien hizo bajar a Lukas del porche ardiendo. Un segundo antes de que cedieran las vigas en llamas y se desplomara el techo. Seguramente, le salvó la vida, pero en aquellos momentos no era nada que él estuviese en disposición de agradecer.

En un primer momento, sin comprender lo que estaba ocurriendo, mi madre vio desde el dormitorio cómo Yoel y yo llegábamos del taller en el coche de Lukas, nos deteníamos delante de su casa para que nos firmara los papeles, asunto zanjado rápidamente apoyándose en el capó. Mi madre se preguntó qué nos traíamos entre manos. Si debería salir. Pero desde la ventana, al menos, tenía una panorámica de la situación, si es que aquello era una situación, desde luego, parecía una suerte de situación, solo que ella no tenía la menor idea de en qué consistía. Con más extrañeza si cabe vio luego cómo Lukas iba sacando cosas de la casa, arrojándolas en el suelo formando una pila a la que, acto seguido, prendió fuego.

Demasiado cerca, pensó mi madre. Justo al lado de la cabaña de madera, reseca hasta la médula tras muchas semanas sin lluvia. Si incluso habían prohibido encender hogueras después de un verano tan largo y tan caluroso que los días ardían solos. Cuando el fuego cobró vigor, Lukas entró en la casa a buscar más trastos que arrojar a las llamas. Al mismo tiempo, llegué yo por el sendero del lago con Yoel y el equipaje que habíamos ido a buscar. Yoel —mi madre no tenía ni idea de quién era— se sentó al volante del coche de Lukas, y yo me senté a su lado. Y nos fuimos. Dio por hecho que nos detendríamos al ver a Lukas, que intentaríamos hacerlo entrar en razón, pero pasamos de largo. El fuego llegó a la escalera. Mi madre no tuvo ya tiempo de seguir pensando en mí o adónde iba. Vio que Lukas subía al porche, no para tratar de apagar el fuego, sino que se quedó allí sin más como si hubiera… perdido… bajó a toda prisa a la cocina, llamó a los bomberos y salió corriendo.

Lukas no era ya el ágil jovencito de trece años que ella sacó de las llamas con vehemencia cuando se desató el incendio de las plantaciones a lo largo del ferrocarril. Ahora solo podía hacer que se salvara a sí mismo con palabras. Ella sabía que, en las inmediaciones de incendios de envergadura, la falta de oxígeno podía perturbar las mentes, de modo que debía sacarlo de las llamas a toda prisa. No recuerdo exactamente qué le dijo, algo sobre mí.

«¿Y luego? Cielo santo, mamá, ¿qué pasó luego?» Nadie me lo había contado. «Desapareciste, Lo, y luego nunca has preguntado», responde, como si de ese modo hubiera perdido el derecho a saberlo. A pesar de todo, me lo explica: en el último instante, Lukas bajó del porche en llamas, catástrofe evitada, al menos la parte más urgente de la catástrofe. Llegó la ayuda que había pedido mi madre por teléfono, así que dejó que se hicieran cargo. Y no supo más de Lukas hasta unas semanas más tarde, cuando él fue a llamar a su puerta. Se lo veía cansado y negro, como si hubiese andado hurgando entre los restos calcinados en busca de algo que se hubiese librado de las llamas. ¿Debía invitarlo a pasar? Parecía tener necesidad urgente de un plato de guiso de carne y ella había preparado suficiente para toda una compañía, aún no se había acostumbrado al hecho de que la familia se hubiese reducido al mínimo. Aquella escualidez alrededor de los ojos. Seguramente, Lukas era de esas personas que adelgazan rápidamente, como si solo tuviera el cuerpo en préstamo, al igual que todo lo demás que ahora se le había arrebatado. Pero mi madre no se decidió.

«No preguntó nada sobre ti y, además, ¿qué habría podido decirle? Si yo no tenía ni idea…», explica mi madre, «… de qué te impulsó a abandonarlo todo de la noche a la mañana. De hecho, sabía aun menos que él —después de todo, tus motivos debían guardar relación con vosotros dos—. Y tampoco me pidió respuestas. El número de teléfono, nada más. No se conformaba con la dirección». «Mamá, Lukas no sabía escribir», la interrumpo. «¿Cómo?» «Pues eso, que no sabía escribir». «Pero al final te escribió. Yo misma te hice llegar la carta… ¿qué decía?»

No le contesto y ella continúa. Lukas parecía tan resignado que casi temió que se ahogara en el lago, así que trató de infundirle cierto ánimo. Sobre qué, le pregunto. «Sobre el hecho de que tú terminarías regresando: si es que era eso lo que quería». «Dale algo de tiempo», dijo mi madre dos días después, cuando Lukas volvió para pedirle que me enviara un sobre azul sin destinatario. Y quizá fue esa esperanza la que lo movió a retirar las partes calcinadas y lo determinó a reconstruir la casa de Gábriel. Abordó la reparación con una congoja frenética, como si pretendiera conseguir que algo surgiera de las cenizas. Mi madre seguía los avances del trabajo desde nuestra casa. Cuando llegaron los primeros fríos, vio que había comprado dos estufas de gasóleo para la casa abandonada, donde se había instalado a falta de otra cosa. Debía de hacer allí mucho frío, y mucha humedad, tan cerca como estaba del lago. Palmo a palmo, a medida que iba teniendo tiempo y dinero de sobra para ello, fue reconstruyendo la casa de Gábriel. La misma casa que dejó a merced de las llamas: como si no deseara otra cosa que liberarse de ella.

Trabajaba cada minuto que tenía libre, el solo, salvo el cuchillo de armadura del tejado, que le ayudó a levantar un carpintero del pueblo. Una vez lista la estructura externa, se detuvieron las obras. Lukas jamás puso un pie allí después de terminada, por lo que sabía mi madre. Un mausoleo desierto al final del sendero de grava. Seguramente, se convirtió en refugio de las ratas, las mismas que su padre lo obligaba a capturar y a ahogar. Se convirtió en un decorado de la casa. En el mismo instante en que abandonó la esperanza de mi regreso, abandonó el trabajo, asegura mi madre. Luego la dejó así, vacía, una de las muchas casas vacías de la comarca, desde que empezaron los avisos de despido y las fábricas cerraron. En cualquier caso, yo jamás entendí por qué no se mudó en cuanto dejó la escuela y empezó a trabajar. Lejos de su padre, en cuanto pudo. Cerca de la curtiduría había apartamentos baratos. Pero quién sabe si es que no era capaz de imaginarse despertando cada mañana a una vista distinta de la que ofrecía el lago, la autopista y nuestra casa, en la cima de la pendiente.

* * *

«¿Fuiste feliz con ese chico por el que lo dejaste todo?» «¿Con Yoel? No lo dejé todo por él, lo dejé todo con él. Y sí, fui feliz. Una temporada. ¿Qué más se puede pedir? Y tú, ¿fuiste feliz con papá?» A eso no me contesta, sino que me dice algo así como que el chico aquel podía haber sido cualquiera, ¿verdad? No, cualquiera no, pero sí otro; tenía que irme para seguir siendo quien era. De todos modos, el adiós llevaba ya tiempo siendo una constante en el ambiente. Papá y los demás hermanos, que se mudaron, el abuelo materno con los pulmones quemados y la abuela materna con el corazón recubierto de grasa y la abuela paterna con su cáncer y Gábriel con el esqueleto en descomposición. La muerte, la muerte, la muerte aquel verano, Dios santo, si yo solo tenía diecisiete años y me sentía como si se hubiese acabado la vida.

En el último instante, Yoel se adentró en la zona catastrófica y me rescató. No miento si digo que he pensado en Lukas todos los días, pero irme de aquí fue lo mejor que he hecho jamás. Hay que dejar al padre y a la madre, eso es así, no es nada que yo haya inventado. Pero claro, puede que antes haya que decir adiós y ordenar el caos de la habitación de adolescente, observa mi madre. No lo sé, de eso la Biblia no dice nada.

Fue un final de verano digno de recuerdo, los aspersores del barrio no dejaron de funcionar en toda la noche.

Prohibido encender hogueras y prohibido regar, pero aquel era el pueblo de los anárquicos apacibles, así que todos regaban, pese a todo, aunque encender fuego no se le ocurría a nadie, salvo a Lukas. Nacido bajo un cometa en su carrera. Podían haberlo procesado. Un incendio provocado en una vivienda se tipifica siempre como tentativa de homicidio, y, peor aún… Gábriel seguía allí dentro, en la última habitación de la casa. En la parte, que, ciertamente, se libró de las llamas, pero aun así debían iniciar una investigación y realizar la autopsia para establecer la causa de la muerte y descartar que hubiese muerto por el humo y la alta temperatura.

Incluso mi madre tuvo que comunicarles lo que sabía. «Pero eso ya te lo contaba en las cartas. No comprendo que no vinieras cuando te lo pedí, tú habrías podido ofrecer información que lo hubiera exculpado, tú estabas allí cuando Gábriel murió, ¿no? Di por sentado que querías ayudar a Lukas, pero, de repente, parecíais enemigos mortales».

Mi madre intercedió por él ante la policía, más de lo que en realidad podía justificar: en rigor, ella ignoraba cuánta culpa tenía él en todo aquello. Solo sabía que debió de sentirse desesperado la tarde en que empezó el incendio. Se diría que para algunos el infierno tiene más de nueve círculos: Lukas perdió a su padre y a mí y su hogar y todas sus pertenencias y su coche y, no mucho después, también el trabajo en la curtiduría. Entonces, si no antes, debería haberse marchado.

Si lo que ocurrió fue culpa de alguien, podría decirse que fue culpa mía, pero mi crimen no era punible, los peores casi nunca lo son. Lukas quedó por fin libre de sospecha, conseguiría argumentar su inocencia o tal vez no lo considerasen en plena posesión de sus facultades mentales cuando dejó que el fuego se propagase. Pero la multa por negligencia constituyó una catástrofe aunque de orden menor, arruinado como ya estaba. El único recurso que Gábriel le dejó fue una casa ya calcinada, sin asegurar. Lukas no poseía ya absolutamente nada. Una deuda a plazos por el entierro era cuanto tenía; y su vida, pero ¿quién llamaría vida a aquello? No había nada que valorar.