De incógnito

El sueño inalcanzable de Lukas no es más que uno de los cientos de lugares donde Yoel ya ha estado. De repente, una noche, me pregunta si quiero acompañarlo allí el fin de semana. Budapest. ¿Así, sin más? Tantos años como lleva siendo un espejismo para Lukas, un reflejo distorsionado de algo que solo recordaba muy vagamente. ¿Cuántas veces no habíamos hablado de viajar allí juntos? Sentiría que traiciono a Lukas yendo allí con Yoel.

Lo achaco a que no tengo pasaporte. Yoel, hombre de mañas, suele coger el auricular y arreglar cualquier cosa con una llamada, pero ahora me dice un tanto distraído qué lástima, que entonces quizá le pida a ella que lo acompañe. Al principio no lo entiendo. ¿Quién? ¿Ella? ¿Su ex? Si ni siquiera le gusta. ¿Cómo puede esa chica comportarse como lo hace, ser como es, y aun así tener su… lo que sea…? ¿Su amor? La mayoría de la gente no aguanta mucho rato con ella, solo los que son muy fuertes o muy débiles, dio a entender Yoel en una ocasión sin desvelar en qué categoría se incluía él.

Yoel descorre la cortina y contempla la lluvia, una de las muchas lluvias que se han convertido en una sola incesante las últimas semanas. «Algo me está pasando con ella otra vez. No sé qué. No termino de verme libre de ella», afirma ausente.

Como si lo hubiera intentado.

A él le gustaban las chicas como ella. Felinos de largas piernas. Bizqueantes, peligrosos. Así que… ni idea de lo que hacía conmigo. Yo no ocasionaba ninguna colisión en cadena cuando atravesaba un cruce. Ni siquiera cuando caminaba despacio balanceándolo todo, solo cabía admitirlo.

Lo dejé. O él me dejó a mí. Cuando volviera de aquel viaje, yo no estaría allí. Fue una decisión tácita.

No es que me hubiera dicho abiertamente que podía llevarme el coche, pero yo sabía dónde estaban las llaves, dónde lo tenía aparcado y con qué trucos ponerlo en marcha, con tantas veces como había visto a Lukas trastearlo hasta hacerlo andar. De todos modos, Yoel no había vuelto a usarlo desde que llegamos. El viejo Ford de Lukas no era un coche en que quería que lo sorprendieran in fraganti en la capital. No resultaba tan chulo como él se había imaginado, sino que más bien parecía un buque hundido con sus coronas funerarias en los neumáticos y la pintura desgastada de tanto lavado, que parecía haber perdido el color en el viaje aquí. Decía que olía a viejo fondo de lago borboteante, lo echaría tan poco de menos como a mí, ningún vacío profundo cuando desapareciéramos junto con unas botellas de vino, ropa de cama y un colchón del desván. Y algo de dinero. Sabía dónde tenía sus escondites y cogí lo que encontré, una mezcla de coronas, dólares, marcos y florines. Él tampoco había movido un dedo para conseguir aquel dinero.

Podía ser que se enfureciera, o quizá lo comprendería. En cualquier caso, yo no estaría en el apartamento, así que a mí no me importaba mucho. No se trata de que te concedan cosas, se trata de conseguirlas, había dicho él mismo. Claro que a la gente con principios no suele gustarle que la traten según esos principios, pero al menos su dinero serviría para algo importante. Lo utilizaría para olvidarlo.

Un préstamo permanente. Exactamente igual que el crédito vitalicio que sus padres le concedían. No era poco el dinero que tenía en los diversos escondites y que él creía que yo no tenía controlado. Sus padres debieron de ser más generosos de lo que él se inclinaba a admitir.

Durante la búsqueda encontré un sobre con mi letra, la carta que le había preparado para que le mandase a Lukas el pago del coche. Nunca lo hizo. Pese a que yo se lo recordé varias veces y pese a que me dijo que ya lo había enviado. Unos miles, no más, la vida de Lukas no pendía de eso, seguramente, pero sí los principios. El sobre estaba vacío, metí dentro parte de los billetes que había encontrado, pero me arrepentí enseguida. No podía hacerle llegar el dinero después de tanto tiempo, sería una burla. Como si fuera cuestión de dinero cuando, en realidad, se trataba de todo, menos de dinero.

Más tarde, aquella misma noche, salí a deambular por todas las calles de todos los barrios pasando por todos los puentes cruzando todos los parques. Era como sumergirse en un baño de pureza, seguía lloviendo y fui cogiendo todos los letreros que encontraba de «se alquila apartamento». Estuve llamando hasta que tuve suerte en un sitio realquilado en una zona de la que jamás había oído hablar, pero cuyo nombre sonaba muy bonito, como a campo, Hjorthagen.

Hacia medianoche, me detuve en un pequeño bar, solo para ver qué pasaba. Casi de inmediato se acercó un hombre que se sentó en el taburete de al lado, me pidió una copa sin preguntar siquiera qué quería tomar. «Yo tengo treinta y tres, la misma edad que Jesús cuando lo crucificaron. Y tú, ¿cuántos años tienes, preciosa?», me preguntó.

* * *

El viejo coche de Lukas era mi único anclaje, en él iba trasladando lo poco que poseía de una dirección provisional a la siguiente. Por lo general de madrugada, cuando las calles estaban desiertas, debería utilizar el dinero de Yoel para sacarme el permiso de conducir, antes de tenerlo, debía andarme con cautela.

El olor a lago del que se quejaba Yoel aún permanecía dentro del coche y me ayudaba a sentirme como en casa. El olor de los campos, las fábricas, lo salvaje de lo doméstico. De vez en cuando me quedaba sentada al volante en algún aparcamiento y dejaba vagar la mente hasta mi casa hasta la casa de Lukas hasta la del pescador de perlas, por los campos en pendiente, por la autovía, más allá, la próxima, el Atlántico. Si estaba entre un alquiler y otro, podía pasarme allí la noche entera. Mientras tuviese el coche, no me encontraba realmente sin techo. En la guantera y en los rincones hallaba objetos que había olvidado hacía mucho, el perfume Everyday Escape, mis pantalones cortos Lee, un paquete de mis chicles favoritos, la horrenda bufanda amarilla que con tanto esfuerzo me había tejido Rikard, un pendiente que había perdido y que había buscado por todas partes, menos en el coche de Lukas. De él no encontré nada. Ni siquiera un papel de liar, él nunca dejaba huellas visibles a su paso.

Cambiaba de trabajo al mismo ritmo que cambiaba de vivienda. Bar de comidas, tintorería, limpieza en hospitales, telefonista de taxi. El reparto de prensa era el peor pagado, pero a mí me gustaba. La rutina y el movimiento, el ritmo, la monotonía, las espirales de las escaleras que se iban girando levemente a través de las horas. La libertad de poder pensar en paz. La libertad de no tener que sonreírle a nadie por dinero. El peso, que disminuía a medida que iba haciendo mi trabajo, era tan simple y tan real. La agradable sensación de haber concluido la labor de un día, aunque la hiciera de noche. Veía principalmente la cara oscura de la ciudad, no tenía ningún plan concreto, era más bien como una corriente subyacente, la expectativa de algo. «Llegarás a ser lo que quieras», me decía mi madre. «Quiero ser otra persona». «Pues no, solo puedes llegar a ser tú misma». ¿Yo misma? Y por qué iba a querer ser yo misma, si ya lo era.

Solía volver a casa de la ronda de reparto al mismo tiempo que empezaba el tráfico matutino. Las oleadas de humo de los coches que entraban por la ventana me adormecían. Yoel me mostró el camino del placer, pero con él aprendí también a no necesitar a nadie. Primero, le tomé el gusto al sexo, luego a la soledad, la disfrutaba como una necesidad reprimida que no se dejaba aplacar. Empecé a velar por ella como por algo que hubiese robado.

Vivía de incógnito en diversos apartamentos realquilados, me iba mudando en un amplio arco por los suburbios y de vuelta al centro. Cada lugar nuevo en el que deshacía la maleta, me sentía menos en casa y más libre.

Los días de uno en uno, esa era la regla para el contrato de demolición que encontré, en la esquina de la calle Vulcanusgatan. El alquiler era insignificante mientras vaciaban la casa como un huevo para decorarla. Estándar de los años treinta, con duchas comunes en el sótano tan plagado de arañas que decidí limitar la higiene al mínimo. «Vistas al mar», le escribí a mi madre, pese a que vivía allí donde más estrecha era la franja de agua de la bahía de Barnhusviken, oculta por columnas de hormigón macizas como el bronce. Me cortaban el sueño las sirenas del hospital de Sabbatsberg y el ruido de los trenes que no parecían dejar de pasar nunca.

A mí no me daba miedo la oscuridad, las sombras en la luz me asustaban más. Y la aglomeración de extraños en el metro era peor que la soledad. Lukas temía los movimientos bruscos, era capaz de sobresaltarse por una caricia y de despertarse por un susurro. Como si no durmiera nunca del todo. Aves prisioneras, aleteo, pánico, el sonido de unas alas contra los cristales, esas cosas lo asustaban. Que alguien diese con nuestro escondite, que nos sorprendieran y nos descubrieran. No te preocupes, le rogaba yo. Para ti es fácil decirlo, Lo… Prestaba atención a sonidos que yo era incapaz de distinguir, tenía el oído de un ciego, podía oír a las serpientes nadando en el agua. Las serpientes eran lo único por lo que me sentía segura con Lukas, las atrapaba de la cola como un rayo y las arrojaba lejos de mí.

En la ciudad, nada de serpientes, solo el dragón del metro que chirriaba al entrar y salir de las profundidades de la tierra. Y Lukas se adentraba en un olvido frágil, a duras penas reprimido.