Juego y apego y traición

Yoel está al sol, refrescándose con una cerveza, contempla el paisaje y, a veces, me mira a mí. De vez en cuando grita algo que se supone son instrucciones, pero yo no lo oigo, la música de la radio del coche ahoga la voz. La cosa va bien, pese a todo, debo de tener un talento natural. Una vuelta detrás de otra sobre el asfalto pegajoso de finales de verano, más allá, más caliente, más rápido en círculos. Es necesario saber conducir, de lo contrario no se siente uno libre de verdad. A medio camino rumbo a Estocolmo pensó que ya era hora de pararse a practicar, en un área de descanso con una vista panorámica extraordinaria de la autopista y unas aguas relucientes.

Me entran ganas de deslizarme hacia la autopista sin él. De todos modos, no es el coche de Yoel, siempre será el coche de Lukas y él y yo nunca distinguimos entre tuyo y mío. Cuando Yoel considera que mis círculos son perfectos, me pregunta si quiero conducir de verdad, señala la autopista con la cabeza: quedan treinta millas y se ha cansado de ir al volante, quiere dormir el último tramo.

Yo me concentro en la carretera. En cuanto me asalta el recuerdo de Lukas, aumento la velocidad. «Tienes un talento natural». «Lo sé». Pongo el turbo. «Oye, tómatelo con un poco de calma. Mantente en el carril de la derecha hasta que yo te diga». Aunque a disgusto, levanto el pie del acelerador. «Ahora tienes mi vida en tus manos, ¿cómo te sientes?» Bien. Mejor que hacía mucho, la verdad. Quiero adelantar. Se ríe: «Todavía no. Cuando yo te avise. Llevabas tiempo deseando marcharte, se nota».

Me deja que siga conduciendo hasta que llegamos a las afueras de la ciudad. No tenemos por qué desafiar al destino, si algo sucede, el que se la carga es él, por partida doble, porque tiene permiso de conducir americano y húngaro. Yo le he tomado el gusto a eso de conducir y preferiría no dejar el volante, pero se acabó la fiesta. «Si ni siquiera tienes la edad, eres menor, ¿no? Y no es que no parezcas espabilada, sino… inexperta. Supongo que es lo que pasa cuando uno se ha pasado la infancia como tú». A la sombra de las fábricas. Así lo llama él. Él, en cambio, ha crecido en Estocolmo, Berlín y Budapest, ha estudiado en Nueva York. Tiene la misma edad que Lukas, pero mucho más mundo y más seguridad, lo que suma varios años. Ha estado en todas partes y ha hecho de todo. Está guapo a la luz fluorescente y sin ella también. Entramos en un túnel, yo nunca he ido en coche bajo tierra, pero he leído mil veces Alicia en el país de las maravillas y esto es lo mismo, solo que una variante más oscura.

Cuando salimos de nuevo a la superficie, bajo la ventanilla, el olor de ciudad es el olor de humos, asfalto reciente, fritura de los restaurantes. Este es el mejor regalo que podían hacerme, digo con la larga melena al viento y los ojos llorosos por el aire frío de la noche. «¿No me digas? ¿Hoy es tu cumpleaños?», pregunta extrañado mientras va sorteando el tráfico. Sí. Diecisiete.

Tiene el apartamento en el barrio de Kasernberget. Una fortaleza de hormigón de los años setenta, con ventanas pequeñas como troneras. Mientras entramos con su equipaje, me digo que el edificio más feo cuenta con la mejor situación: quien vive en él no tiene que verlo. El nombre de la calle. Me quedo mirándolo. Demasiado… «¿Qué?», pregunta Yoel. «Calle Strindbergsgatan. ¿Vivió aquí? ¿De verdad?» Seguramente. Algún tiempo. Vivió en un montón de sitios de la ciudad, pero no en este búnker berlinés, replica Yoel disgustado. En su compañía, uno tiene presente todo el tiempo que en inglés se dice igual malcriado que echado a perder.

Guapo cuando fuma y cuando ríe, su forma de estar cachondo es guapa, incluso su forma de ser rico es guapa y guapa su forma de estar borracho, le gusta beber, pero el alcohol no lo pone de mal humor como a Lukas. Ese desenfado casi provocativo que lo rodea, con Yoel todo resulta el más sencillo de los juegos. No como con Lukas, un juego que estallaba como un rayo y se acababa; no, con Yoel el juego continúa sin parar, y entre las reglas se incluye que me olvide de Lukas.

Si nos viera en este momento, gracias a Dios que no… Se retorcería dentro de su propio pellejo. «No pienses en él ahora», me susurra Yoel. Le huele el vientre a ylang-ylang, a sándalo, una semilla derramada, me indica el ritmo, guiar y acompañar es una lógica simple. El sexo consiste en dejar de pensar, dice como si supiera que es lo único que quiero ahora.

Para él es tan fácil, no solo en la cama. Todo fue tan fácil desde el primer momento, abrió la puerta del coche que, hacía tan solo un instante, era la niña de los ojos de Lukas, y me invitó a entrar. Se llevó mi virginidad como de paso, luego se la llevó otra vez y otra más, antes de que hubiéramos sacado el equipaje del coche, antes de deshacer las maletas, antes incluso de que yo hubiera podido descorrer las cortinas y contemplar la vista.

Después: «No me digas que he sido el primero. Pero joder, Lo, ¿cómo iba a saberlo? Podías haberme dicho algo, me lo habría tomado más…». «¿Más qué? ¿Más piano?» «Puede. Me habría gustado saberlo, por lo menos. Es un poco…» «¿Una responsabilidad?» «No, pero sí una pasada. Algo especial». Me mira vacilante. «O sea, ¿que tú y ese tal Lukas nunca, ni una vez, ni siquiera lo intentó?» Ya estamos hablando de él otra vez, y yo no quiero.

Lukas tenía cerca de veinticuatro años y yo había pensado que, naturalmente, tenía que hacerlo de vez en cuando. No era capaz de imaginármelo con otra, pero debió de haber alguien, alguna vez, aunque ¿quién? ¿Alguien de la fábrica? Lukas no hablaba nunca del trabajo cuando estaba en casa, como si no existiera más que en forma de un dolor sordo en los hombros y en las manos. ¿Quizá por eso era tan reservado? ¿Porque tenía a alguien allí? Bien sabía yo que no era así, pero me resultaba demasiado triste pensar que jamás tuvo otra cosa que lo que tenía conmigo.

* * *

Estocolmo, la primera mañana: me libero de la garra de Yoel y me abalanzo sobre la ventana, descorro las pesadas cortinas blancas. Ahí está. Espejeante como un vaso de agua al sol. La ciudad. Limpia y surcada por las aguas, con una silueta perfecta que se recorta contra el azul turquesa del cielo de últimos de verano.

Mientras dormía debo de haber aterrizado en otro mundo, extrañamente semejante y, aun así, totalmente distinto. La ciudad es un bosque de luz y de alarmas y de movimiento, no recuerdo cuándo fue la última vez que me sentí tan pequeña, quizá aquel día en que mi padre me llevó en volandas por el campo en medio de la peor tormenta del verano. No se atrevía a llevarme a hombros para no arriesgarse a que el destello de un relámpago hallase el camino hasta mi coronilla mojada. Me había asustado y corrí como loca, con los ojos cerrados, me adentré desbocada en la plantación: demasiado pequeña para que me vieran mientras corría presa del círculo vicioso que me dictaba el pánico. Solo los movimientos de los cereales delataban mi presencia. Mi padre me cogió, me consoló, me riñó, me salvó y me llevó con mano firme por la luz de pesadilla de la tormenta.

Ya sea que el mundo haya crecido mientras yo dormía o que yo haya encogido en sueños: como quiera que sea, todo esto me deja sin aliento. Él se ríe y me besa entre los ojos, un gesto típico de Yoel. Mi fascinación por Estocolmo es, al parecer, conmovedora, como un topo que saca la cabeza y ve la luz por primera vez. Me enseña las vistas desde las colinas de Söder. El simple hecho de que lo llame las colinas de Söder lo mueve a besarme entre los ojos de nuevo. «Es lo más fabuloso que he visto nunca», susurro. «Ya, pero es que tú no has visto nada, preciosa: el ferrocarril, el lago, el mismo paisaje de siempre, el mismo… ¿cómo se llamaba? ¿Lukas?» Le pongo un dedo en los labios: no quiero hablar de él, y menos con Yoel. Pienso en él en todo momento, ya me duele bastante. Lo dejé sin decirle adiós, ¿tiene eso perdón? Ni siquiera Yoel habría hecho algo así. Si por lo menos hubiera esperado hasta después del entierro o si hubiera mitigado el daño llamándolo por teléfono para hablar con él. No, me conformo con todo lo nuevo, sin lograr deshacerme de la sensación de ser una tránsfuga, una traidora sin corazón, sin corazón ninguno.

Lo que más me gusta es salir inmediatamente después de la tormenta, para disfrutar a solas de las calles, antes de que nadie descubra que ha cesado la lluvia. La ciudad desierta, mía por un instante. «Eres consciente de que vivimos en el edificio más feo de la ciudad», observa Yoel con la intención de que ponga los pies en el suelo. «Pero a mí me gusta». Según Yoel, eso se debe a que nací entre dos fábricas. Cuatro fábricas, para ser escrupulosos. Para ser exactos: cuatro fábricas, un ferrocarril, un polígono industrial y una central hidroeléctrica.

No sé si de niño lo ahogaron en amor, pero no hay duda de que tuvo demasiado de todo lo demás. Nada es lo bastante bueno para él, el apartamento está muy por debajo de lo que él merece. En estos momentos está demasiado arruinado como para vivir la vida de la que se cree digno. Si no se hubiera hecho imposible a ojos de su padre: es el riesgo de las familias elegantes, te pueden castigar haciéndote el vacío, asegura Yoel. Suspendida la asignación mensual. Su padre le ha retirado su mano protectora.

«¿Qué habría sido de ti si no hubiera llegado yo para salvarte?», lo oigo preguntar un día mientras desayunamos en la cama tan entrada la tarde que ya empieza a oscurecer de nuevo. ¿La hija del rey del cieno? ¿Una mariposa de fábrica, hilando un hilo infinito en la oscuridad de la fábrica de lana? ¿Virginidad eterna? Reseca. Cuanto más mastico, más me crece el cruasán en la boca, como un capullo. Sé que está de broma. Pero aun así. «Yo no soy del campo. Soy de las afueras». No era el campo exactamente puesto que había farolas, pero tampoco una parte del pueblo, puesto que los caminos no estaban asfaltados. Cierta mala fama sí tenía, y quienes vivíamos allí, también. Casas no muy cuidadas, jardines no muy domesticados, igual que los niños. Si al menos el ferrocarril no hubiese destrozado las vistas cortando el ondear de los campos, si el ruido de los largos trenes de mercancías no hubiese cortado la conversación en torno a la mesa de la cocina. Entre la primavera y el invierno siempre se desbordaba el lago, quedaban los campos bajo el agua, y la flora local tenía nombres horribles como lirio pantanoso, hojas de fango, peste de agua, muerto de hambre, hierba del frío. La pequeñez de todo evidenciaba más aún que no pertenecíamos a aquel lugar, ni Lukas ni yo. Si, al menos, hubiésemos tenido unas circunstancias familiares normales, que nos hubiesen permitido crear la ilusión de que encajábamos allí. Pero ni eso siquiera.

«Mariposa de fábrica», dice Yoel, ¿o quizá sea más bien que se lo leo en la mirada? Él, por su parte, es de índole más noble sin por ello ser más delicado: una mariposa atlas hilandera de seda, diseñada para ser aguda y seductora. Segura, suficiente. Una clase mundana y viajada y sofisticada, ducha en el francés de cocina. Que devuelve la comida en los restaurantes cuando esta no agrada a su paladar, y que espera que le compensen la decepción. Que le encanta todo aquello que lleva «confit», lo que, al cabo de un tiempo, llegué a comprender que no significa más que cocido en su propio jugo. Suena repugnante pero, según él, el confit de oca es lo más celestial del mundo. Y coeur de filet, el corazón del solomillo es la parte más gruesa y sabrosa. Esa es la parte de mí que él nunca conseguirá, pero tampoco me la pide.

Un preludio juguetón y distendido, ¿eso somos el uno para el otro? Si hacemos el amor temprano por la noche, luego sale, como si le hubiese entrado hambre de algo más que lo que hay en casa. Yo soy demasiado joven para ir con él, demasiado joven para los únicos lugares a los que merece la pena ir: Yoel no tiene problemas para entrar en todas partes, la gente sabe que no es ningún pobretón, al menos, no en los bares.

* * *

Lukas y yo mezclábamos vidas, mezclábamos días y noches, luz y tinieblas. No íbamos a tener secretos entre nosotros. Los secretos son el instrumento del diablo, si los mantienes demasiado tiempo, te conviertes en una prolongación del brazo del diablo, «créeme», decía Lukas. Y yo lo creía. Casi era demasiado fácil. Solo existíamos él y yo y aquella confianza que había que tenerle a alguien: y allí estaba ahora, junto a la ventana de la casa del pescador de perlas, a la luz levemente verdosa del lago. Atento y ausente al mismo tiempo, como en guardia, pero ¿para qué?, si nadie sabía que estábamos allí. Y el riesgo de que alguien apareciera sin más por el sendero ensortijado y nos descubriese era mínimo.

Cada día terminaba llegando la noche, teníamos que separarnos, un instante al que Lukas jamás logró acostumbrarse. Mi madre salía al porche como para llamar y recoger al ganado, escrutando el horizonte en mi busca, me veía subir sola desde el lago. Lukas siempre me decía que me adelantase corriendo. «¿Dónde has estado?» «Fuera». Mi madre me olisqueaba antes de dejarme entrar en la casa, con los demás. «Hueles a humo», observaba. Siempre. «Están encendiendo hogueras en el campo», respondía yo, siempre. Y me escabullía muerta de hambre a la cocina.

No fue una retirada elegante la mía, precisamente, y los últimos meses con Lukas tampoco son una época que quiera recordar. Un sol maligno brilló sobre nosotros el último verano que pasamos juntos. Yo apenas podía respirar en medio de aquel calor pegajoso y en la espera de que los días de Gábriel llegasen a su fin, infinitamente largo el valle de la sombra de la muerte, nos llevó toda una primavera y un verano atravesarlo.

Siempre que intento imaginar qué estará haciendo Lukas en un momento dado, lo veo junto al ataúd de Gábriel, con los pantalones cortos negros del luto que fueron la única prenda que usó al final. Entierro en el círculo de los más allegados, ¿qué hacer cuando ese círculo se compone de una sola persona? ¿Una ceremonia muy sencilla?

Tardo en comprender qué es ese olor. Solo lo noto por las noches, cuando voy a dormir y nada más me distrae. Es el olor del verano en la casa con Gábriel, estoy impregnada de él. De nada sirve ducharse y lavar la ropa, lo tengo grabado en lo más alto de las fosas nasales, inaccesible, hasta que por fin tintinea como un dolor que ya no tienes fuerzas para sentir.

La luz dura del verano se vuelve otra cuando llego a Estocolmo. Más suave y blanda, como la risa de Yoel. Mañana[4], dice, y yo intento aprender de él, ya lo haremos mañana, todo puede esperar, todo menos el instante del que hay que disfrutar mientras transcurre. Ahora, solo ahora.

Juego y caricia y traición. Me siento a horcajadas sobre él en la cama con dosel Hiroshima. Le prometo fidelidad eterna bajo un firmamento de tul color nata. Hacemos el amor. Reímos. Hacemos el amor un poco más a la pálida luz de la lamparita Sodoma. Pedimos comida china que nos traen a la puerta en cajitas de cartón blancas. Yo no había probado nunca la comida china, nunca me habían traído la comida a la puerta, solo lo había visto en las películas. Yoel abre la puerta desnudo, el chino guarda la compostura, no perder la cara, así es como se dice en chino, me explica Yoel, que le da una buena propina, «quédate con el cambio»… el dinero se funde en las manos de Yoel… nosotros nos fundimos y amamos y follamos y nos fundimos tras la cortina de seda Gomorra. Amor es como encender un cigarrillo con una cortina en llamas, un gesto desmedido, un riesgo desmedido, ten cuidado, Lo, oigo decir a mi madre… Después me gustan los besos con sabor a salsa agridulce, incluso cuando le toco la boca, sabe a salsa agridulce. He empezado a anotar en la libreta de hule negro palabras que es preciso saber cuando se está con Yoel. Agridulce. Felación. Mañana.

Hago el amor con una mariposa, Yoel no pesa nada, me levanta de la sábana, levitamos, rotamos, transpiramos. Yo hago que se le empalme, él hace que se me erice la piel un palmo, yo le doy… eso, ¿qué le doy? Yoel lo tiene todo. Yo solo puedo darle lo único que no tiene: a mí misma. «La gente como tú no crece en los árboles, Lo. O quizá es eso precisamente, que crecéis en los árboles, una especie de lo más raro», me susurra tan incrustado en mí que duele.

El sexo de los hombres crece con el sueño soñado y al tacto. Compruebo si es así en el caso de Yoel, y sí. En cambio, si la impotencia puede curarse con el aroma a canela, como dicen por la radio, un aroma a infancia, a cuando mi madre hacía dulces, eso es imposible de comprobar en Yoel, ni siquiera se acerca a la zona de riesgo. A veces se le empalma mientras está friendo huevos o cuando se está afeitando o mientras habla por teléfono con un amigo, incluso cuando se pone con el trabajo de investigación. «Tengo ganas de ti, ¿no lo ves?» «Ponte encima una bolsa de hielo». Le he prometido decirle que no la próxima vez que le permita que lo distraiga mientras estudia. Pero no digo que no. Si no soy yo, siempre hay otro picor que lo distrae. Nunca terminará ese trabajo, y no será culpa mía. Coitus a mamilla. Ganas de jugar. «Despacio», suplica al ver que me lo estoy comiendo demasiado deprisa. Es algo tan intenso que apenas podemos movernos, un blackout de placer, la petite mort, lengua del amor, que Yoel habla con fluidez.

«Te quiero», le digo, aunque no lo siento. Así es fácil decirlo. «Yo también te quiero», susurra él sin sentirlo tampoco. Aquí somos inaccesibles a temporales y desgracias. Estoy desnuda, a excepción de unos abalorios negros que me brillan en las muñecas y el cuello. Unas baratijas que me ha comprado de broma, magnetita, joyas para quienes se están hundiendo: y la verdad es que yo voy hasta el fondo con él, no hasta las profundidades, porque Yoel carece de profundidad. Él mismo lo dice, y se ríe mostrando la hilera blanca de dientes torcidos.

Él no necesita nada de mí, no como Lukas. Hay cosas que Yoel quiere, pero eso no es necesidad, no es dependencia, solo apetencia. Yoel me llena y, al mismo tiempo, me hace sentir más liviana que nunca. Aunque cuando quiero bailar encima de sus pies, se queja de que peso demasiado, y si quiero salir con él me dice que soy demasiado joven. Al menos, para los sitios a los que él quiere ir. Me besa entre los ojos y se va.

Cuando estamos borrachos, somos malísimos en la cama, pero al día siguiente podemos estar horas y horas. No hay afrodisíaco más eficaz que una resaca medio grave, eso no he tardado en aprenderlo. La ligereza con que Yoel se mueve por la existencia… estoy a la espera de que se transforme en lo contrario. ¿Será verdad que no hay nubes en su cielo?

Una de sus antiguas novias parece tener la misma actitud desenfadada ante la vida. A veces se pasa por allí y se toma una copa de vino antes de seguir su camino a cualquier sitio. Me trata como si fuera la asistenta, que se ha tomado un descanso entre la limpieza del baño y la plancha de camisas y, posiblemente, los servicios sexuales que, en su mundo, parecen ir incluidos en ese tipo de trabajo. Siempre que se presenta allí viene con alguna compra de algo carísimo que quiere probarse y exhibir, después de que Yoel le haya ayudado a subir la cremallera, como un imbécil. Es la única vez que parece un imbécil, todos tenemos un superior, y ella es el suyo.

En cuanto a mí, solo verla por la mirilla de la puerta me pone de mal humor. «Eres un perdedor, mira que seguir viviendo aquí», dice dándole un beso en la mejilla sin rozarlo siquiera. Nunca toca a nadie, asegura Yoel, bueno, quizá salvo cuando tiene que acostarse con alguien para… en fin. Al menos una vez cada seis meses, para que el novio no se canse, y de vez en cuando con alguien que pueda darle algo que quiere conseguir. A los hombres de un solo uso parece elegirlos según lo que puedan conseguirle fuera de la cama, más que dentro.

Yo los oigo con las orejas como alas de murciélago encogidas. A ella no parece importarle que yo esté escuchando, quizá sea esa la intención, igual que deja muy claro que me está viendo todo el tiempo, aunque no me mira directamente. Su sola presencia en la cocina de Yoel siembra la inquietud, tiene la capacidad de consumir todo el oxígeno de la habitación. Siempre lo mismo. Se presenta allí, le pide que abra una botella de vino, da tres tragos y deja el resto, da cuenta rápidamente de todo lo que ha conseguido hacer desde la última vez. Su vida es una marcha triunfal y nosotros tenemos el privilegio de ser el público. Miro a Yoel de reojo mientras ella habla. Tengo la sensación de que sus éxitos lo deslumbran de verdad y de que las catástrofes que ella misma provoca despiertan su compasión. Luego habla de sus conquistas humanas desde la última visita: hombre o mujer, tanto da, de todos modos, la cuestión nunca es el sexo. El sexo es solo un medio, bien comprobado, ganancia segura.

Varias veces al día me ato las zapatillas de deporte, me meto algo de dinero en el bolsillo, monedas y billetes de menos valor que se encuentran en cualquier rincón del apartamento. «¿Adónde vas?» «A la calle». Le doy un beso de camino a la salida y cojo la escalera a grandes zancadas inquietas. Es como tener un perro, dice Yoel, un perro que se saca a pasear solito. No tengo nada en contra de ser un perro. Ágil, independiente, siempre en movimiento. «Cuando no estás, te echo de menos… pero cuando te dé hambre, vuelve, ¿vale?» Sí, volveré a casa cuando tenga hambre, pero antes tengo que husmear por toda la ciudad.

* * *

Estocolmo es un sueño del que no quiero despertar, busco el agua, me veo arrastrada hasta allí. No huele para nada como el lago del pueblo, no huele a cieno en fermentación, sino que tiene más bien un olor ácido y químico a diésel y a gasolina. Estocolmo, flotando rodeada de agua. Al principio consigo hacer caso omiso de lo feo. También de lo feo que hay en Yoel.

El papel pintado del dormitorio, con ominosos flamencos color eccema; las sillas de la cocina, de plástico amarillo tóxico que me hacen perder el apetito; en la pared, encima de la cama, cuelga el Car Crash de Warhol en color rosa chocante. «La repetición monótona y el color chillón expresan el vacío moral y estético tan deseado en el arte pop», dice Yoel con tono de erudito. La repetición monótona y el vacío moral centellean sobre nosotros cada vez que nos acostamos, los coches se estrellan en el mismo instante en que Yoel me echa la cabeza hacia atrás.

Los días con él fluyen como la música en un bar con piano, apenas si reparas en ellos. Ninguno de los dos trabaja, él tiene dinero suficiente para que nos apañemos y, si no lo tiene, lo busca como sea. Yoel, hombre de mañas, de artimañas. El dinero es algo que se trata con discreción, no hay que hablar de él abiertamente. Cuando se tiene, se gasta espléndidamente en uno mismo y en los demás. Cuando no se tiene, se amolda uno por una temporada sin quejarse de ello. Hace como que no pasa nada, no es más que una mala racha, de todos modos.

Lukas hablaba de dinero a todas horas, para él la mala racha era constante, mental, o, más bien, en la sangre. La mala racha lo intimidaba. Hablaba a menudo de lo que haría si llegaba a convertirse en un hombre rico, aunque los dos sabíamos que era preciso un milagro para que él llegara a ser rico, y los milagros no ocurren nunca, por eso se llaman milagros.

Para Yoel la cosa nunca es realmente crítica. Puede permitirse la actitud del taconazo ante cualquier situación, siempre puede llamar y arañar un poco más y conseguir que su madre le firme un cheque en blanco cuando se le han acumulado las facturas, o cuando le apetece algo caro. Yoel el hedonista, el dandi, con una vida-vivida-al-día en la que no tiene que aburrirse pensando en el dinero, ni aburrirse él ni aburrir a nadie.

Si alguna nube se cierne sobre su cielo, son sus padres, aunque son más bien como una lluvia fina que pasa y desaparece a intervalos regulares. La familia se reúne dos veces al año, sin emociones. Se ven en el gran apartamento de Riddargatan, que normalmente está vacío. La madre llega de Budapest, el padre, de Berlín. Para jugar a que son un matrimonio. La cosa queda zanjada en un fin de semana, puntualmente y por cumplir. «Llegan a casa y se ponen otra vez el anillo de casados, con la frecuencia necesaria para mantener las apariencias. Creen que no sabemos que están separados, ¿no es conmovedor?»

Yoel es el último retoño de un antiguo árbol de noble linaje, tan refinado como pobre. La familia tiene dinero, aunque él opina que no recibe lo suficiente. Creció con la ropa heredada de sus hermanos y, cuando llegó a la adolescencia, era tal la tacañería del padre que Yoel se veía forzado a seducir a las amigas de su madre para disponer de bastante dinero para salir. Eso no me lo ha contado a mí, pero sí a la ex novia, que me lo transmite en una de sus sentadas nocturnas en la cocina de Yoel. Un vicio de la clase media, ese de malcriar a los hijos, hay que conservar cierto grado de hambre si uno quiere llegar a algún sitio en este mundo. La madre de Yoel quiere que los hijos lleguen tan lejos como sea posible. Para no tener que verlos, adivina Yoel.

Mi madre no quería que yo llegase a ninguna parte. Ya que todos los demás habían desaparecido. Intento no pensar en eso —el motivo—, es como componer un rompecabezas de mil piezas cuando faltan la mayoría, te vuelves loco solo de intentarlo. Lo único que sé con certeza es que todo empezó cuando mi padre se mudó. Esa pieza estaba en el centro y por grande que fuera la familia, bastaba con que desapareciera uno para que dejase de estar entera.

No la llamo. Ni siquiera abro sus cartas. Le contesto sin haberlas leído. Yo también te echo de menos, le escribo. Pero no puedo volver a casa, no soy capaz ni de pensar en la sensación que supondría verme delante de Lukas. Nos conocimos y nos separamos con el fuego de fondo, tal vez no significara nada, pero aún me queman los párpados cuando duermo y en mis sueños, mi madre me llama y me cuenta que Lukas se arrojó al fuego cuando me fui. Me dejó una carta de despedida, pero cuando intentó leerla, se había emborronado la tinta, totalmente ilegible. «Aunque seguro que tú sabes lo que ponía, Lo». Cuelgo de golpe, como si me hubiera quemado. Y me despierto.

He empezado a pensar como Yoel, mañana, lo haré mañana, todo lo que no sea más importante que el sexo puede esperar. Pero nunca llega mañana. Cada día que pasa resulta más imposible llamar a Lukas. Y llamar a casa, otro tanto, y las cartas de mi madre, amontonadas sin abrir. «Más valdría que las tirases directamente, ¿no?», pregunta Yoel. Cree que lo que temo son los reproches, pero no es eso.

* * *

En México hay una montaña volcánica que lleva trescientos años inactiva y, aun así, todavía se ven nubes de humo sobre la cima nevada. Cuando me enteré, pensé en él, a veces el tiempo no tiene ninguna importancia, a mí me gustaría vivir en México, todo el mundo dice que aquello es tan bonito, si uno no quiere demasiado es que no quiere lo suficiente: palabras, tan fáciles de decir.

Lo que ocurrió cuando me largué con Yoel debió de ser para Lukas como ver que te adelantan en los últimos metros de una maratón. Claro, él llevaba toda la vida esperando, que yo creciera y lo alcanzara, su modo de verme. Era adulto, pero no podía vivir como adulto, debió de sentirse castrado, verme la transformación en la cara, notar el olor adolescente. Notar desperecido el olor de algo que uno ansía.

Ya sé que son solo palabras, pero quizá haya que dejar de esforzarse por olvidar, para darle una oportunidad a que el recuerdo se vaya solo. Para que, de repente, uno se dé cuenta de que ha sucedido, de que las nubes de humo han dejado de flotar sobre el volcán.

Si alguna vez se me ha ocurrido pensar que la vida es justa, dicha ilusión se quiebra en cuanto conozco a Yoel, y más aún, cuando conozco a su ex novia. Ambos comparten la capacidad envidiable de no permitir que nada los hunda bajo la superficie. Pero ella es más desconsiderada. Sin nada dentro, se diría, mientras que Lukas era solo lo de dentro, sin ninguna capa protectora.

Resulta difícil decir qué es falta de consideración, qué es falta de sensibilidad y qué es pura y simplemente desenfado. Así no llegará nunca muy lejos, pienso mientras me cuenta cómo hace lo que quiere con la gente solo para conseguir lo que ansía. Pero el mundo que la rodea parece de una indulgencia infinita. Siempre se sale con la suya, y Yoel también, la injusticia natural de la vida.

Cuando me mira, pasa de largo directamente, como si le aburriera mi cara. «No te lo tomes tan en serio. Míralo como un entretenimiento», me anima Yoel cuando se ha marchado. ¿Entretenimiento? ¿De verdad que eso es lo único que ella es para él? «Lo que pasa es que le tienes envidia», me dice para hacerme rabiar. ¿Envidia? Jamás. ¿Yo? ¿Qué es lo que hay que envidiar? Bueno, sí, envidio cómo consigue que la mire de ese modo: es la única vez que Yoel muestra al menos una sombra de vulnerabilidad. En alguna ocasión, ella lo ha herido profundamente, y él sabe que puede volver a pasar.

Al mismo tiempo que se inclina hacia él y se ríe de algo que solo ellos comprenden, uno de sus ojos asoma a la comisura: «podría seducirlo… si tú valieras el esfuerzo, si eso no significara que tendría que tocarlo…».

¿Por qué no toca nunca a nadie?, le pregunto a Yoel cuando por fin se ha ido. «Sí, ¿por qué será?» Yoel duda. «No sé, porque piensa que es malgastarse a sí misma, supongo».

Cuando Yoel cree que me he dormido, busca satisfacción solo. «Masturbación», dice en el desayuno. «¿Ajá?», pregunto al tiempo que le paso el exquisito paté de hígado con ojillos diabólicos de trufa. «Viene de las palabras manus, significa mano, y stuprare, significa humillar o mancillar». «Hummm, ya lo sé». He empezado a responder así cuando intenta enseñarme algo del gran mundo, porque ya empieza a resultarme cansino, tengo un talento natural, toda enseñanza es superflua. Y el sexo no es tan revolucionario como yo había creído: no más que mantenerme despierta la noche entera con Lukas o que cruzar con él el lago buceando. Es agradable, distrae la mente de otros asuntos, uno quiere repetir, pero como con tantas otras cosas. Quizá porque no es tan satisfactorio como uno desea que fuera.

Yoel está libre el día entero, salvo unas horas al final de la tarde, cuando por fin supera la aversión a sentarse para seguir con el trabajo de investigación. Las migraciones húngaras desde fin de siglo hasta la Revolución de Terciopelo. Resulta difícil sustraerse a la fascinación del pasado confuso de su familia, que se enreda como un hilo rojo por la historia europea y americana. La historia de mi familia, en cambio, ha sido la misma generación tras generación. Cuando uno sabe de dónde viene, resulta más fácil saber adónde va, ¿era esa la razón por la que Lukas siempre parecía tan desorientado? Aquel que no tiene recuerdos, tampoco puede imaginar el futuro.

Dejarlo todo tras de sí, emigrar, como la familia de Yoel, la sensación de libertad impregnada de culpa. Una línea negra que discurre atravesando la sensación de alivio: que uno es capaz, que, realmente, es posible… largarse sin más. Al mismo tiempo, hay que vivir con la sensación, quizá para siempre, de ser un traidor.

Se queda lo suficiente para enseñarme a manejar los mandos de todos los aparatos eléctricos inútiles, acostarse conmigo hasta que incluso eso se convierte en parte del día a día, y luego se marcha. El primer viaje, a Berlín-Budapest, tiene un progenitor en cada ciudad y un interés económico urgente por reconciliarse con ellos. Yo no sé qué hacer en el apartamento. En casa siempre había algún trabajo que hacer, aquí, en el piso, nada con que ocupar las manos.

Me paso la primera noche entera delante del televisor. La imagen va cambiando a medida que aumenta la embriaguez, he abierto una de las botellas caras de Yoel y voy apurándola despacio. Animales con escroto. Putos marsupiales de Tasmania. Canguros normales y corrientes. Seres curiosos con un modelo reproductor totalmente fuera de lo común… Mientras que otros mamíferos llevan en su seno a sus criaturas hasta que se han desarrollado por completo, las crías de los marsupiales nacen poco después de la fecundación. Me siento en el suelo, delante del sofá, con una copa de vino, Yoel me ha enseñado a sentarme en el suelo, en casa era impensable, el suelo era algo que solo se tocaba con los pies.

Me acerco a la pantalla del televisor y observo cómo la cría embrionaria sale reptando del seno materno, arrastrándose ciegamente a través del bosque que forma la piel de la madre hasta la marsupia. Y precisamente aquella hembra de canguro es extraordinariamente parecida a mi madre, más parecida cuanto más la miro. La cría es tan pequeña al nacer que solo tiene la boca y el par de patas delanteras. Trepa por sí misma desde la abertura del órgano sexual hasta las ubres, se encarama y empieza a chupar. Las ubres se hinchan para adaptarse a las irregularidades de la boca y, allí enganchada, la cría puede ir con la madre adondequiera que esta vaya, explica la voz grave del documental. Y solo dos meses más tarde, se han desarrollado las mandíbulas tanto como para que la cría pueda abrir la boca y soltarse.

Es preciso apartarse tarde o temprano del gran animal materno y de su amorosa marsupia envolvente, pobre en oxígeno. Entonces conocerá la cría a los de la otra clase, a los que son como Yoel.

Mi vida entra en una nueva fase. Por primera vez, estoy sola, completamente sin compañía, solo. Breves viajes se suceden sin cesar: Yoel se va a Nueva York a ver a un amigo, Yoel se va a París a ver a un hermano, a Copenhague a ver a una amiga, a ver a un primo en Zakopane. El apartamento está lleno de maletas que no ha abierto, no le gusta revolver en el pasado. En lugar de recordar viajes ya hechos, prefiere planificar otros por hacer.

Yo dejo de echarlo de menos, y él tampoco parece morirse de añoranza, puesto que siempre retrasa la fecha de su vuelta, sin más explicaciones, hasta que empiezo a acostumbrarme a la soledad. El lugar más hermoso del mundo es tu clavícula, dijo no hace tanto. Como si hubiera estado en todos los lugares, en todas las mujeres. «La piel de tu axila… si tuviera que elegir algo que llevarme a una isla desierta». Desde luego que sabía hablar con la suavidad de la seda sobre clavículas bien cinceladas y axilas suaves. Entraba en mí patinando, como si yo fuera una calle cubierta de hielo, como si no fuese su intención, solo un error bienvenido. Y salía patinando con la misma facilidad.

* * *

Por mucho que deteste a su antigua novia y la manera que tiene de irrumpir en su vida como si la poseyera, he empezado a seguir uno de sus consejos para abrirse paso en cualquier sitio sin problemas: tacones. Cuanto más altos, mejor. Quiero saber qué se siente cuando vas colocada de ti misma, encima de ti misma, como ella. En la tienda de segunda mano me compro un par de botas de napa altísimas y me paso el día entero con ellas puestas en el apartamento, hasta que Yoel deja caer: «Estás cambiada, ¿te has cortado el pelo? No… espera: ¿has adelgazado? ¿A que sí?». Me examina mientras trastea el equipo de música recién comprado. «Te sienta bien. No es que te hiciera ninguna falta, pero estás muy buena». «¿Y tú qué?», pregunto con frialdad, de repente me han entrado ganas de perforar un poco su narcisismo: «¿no deberías hacer algo tú también para…». Pero él no pica. No es fácil minar su autoestima. Se levanta, se acerca despacio dando un rodeo y pasa al ataque.

Nos acostamos. Con un Yoel hambriento sobre mí. Con las botas altísimas aún puestas. Después trato de ver con él Hasta el último aliento, Yoel se duerme en medio de la larga escena del dormitorio, que es mi favorita. Se sabe que se acuestan, pero en ningún momento se ve. Hacen el amor en francés, con la boca, hablando, casi sin tocarse. Jean Seberg, fría y juguetona, intensa e inaccesible, un misterio, como todos los gatos que se dejan acariciar y torturar al mismo tiempo. Y allí estoy, con Yoel rendido a mi lado, sabiéndome el diálogo de memoria sin tener con quién representarlo:

«Ni siquiera sabes pintarte los labios. Es terrible», tendría que decirme él.

«Me da igual lo que digas. Todo figurará en mi libro».

«Pero ¿qué libro?»

«Estoy escribiendo una novela».

«¿Tú?»

«Sí, ¿por qué no? Venga ya, pero ¿qué haces…?»

«Quitarte la ropa».

«Ahora no».

«¡Me sacas de quicio!»

«¿Conoces a William Faulkner?»

«No, ¿quién es? ¿Te has acostado con él?»

«No, imbécil…»

«Entonces, paso de él. Quítate la ropa».

«Faulkner es un escritor que me gusta. ¿Has leído Las palmeras salvajes

«No, quítate ya la ropa».

«¡Escucha! La última frase es muy bonita… Between grief and nothing, I would take grief. ¿Y tú, qué elegirías?»

«Enséñame los dedos de los pies. Los dedos de los pies son importantes en una mujer».

«¿Qué elegirías tú? Dime…»

«El dolor es una estupidez. Elijo la nada. El dolor es un compromiso. Todo o nada».

Me quedo con las botas puestas hasta que me canso de ellas y de los cumplidos de Yoel. Las devuelvo en la misma tienda de segunda mano y voy a la peluquería, les pido que me corten a lo garçon, al estilo de Jean Seberg. El peluquero no sabe lo que es, pero yo me he llevado una foto de la escena en la que Jean Seberg está sentada en la cama y acaba de quitarse el sombrero de gángster. «¿Estás segura?», pregunta mirándome la melena ensortijada que me cubre la espalda. Eso creo. Por lo menos, nunca he estado más segura. «Es muy bonito, estilo años sesenta, claro, pero hay que tener el carisma de una estrella de cine para que ese corte funcione», objeta el peluquero. Yo lo tengo. «Hay que tener ojos», continúa. También los tengo. Lo único que me falta es uno de los hoyuelos al sonreír. En realidad lo que quisiera es teñírmelo de rubio… pero no me llega el dinero, así que tendré que esperar. «¿Qué coño has hecho?», estalla Yoel cuando vuelvo a casa. «¡Tu pelo!» «Exacto, mi pelo», respondo pasando ante él camino del baño.

Me mira como a una extraña, como si no confiase en mí con ese peinado. Algo se enfría en él claramente al comprender que se verá privado del placer de mi pelo. ¿Y eso era todo? ¿La larga melena oscura y juvenil? ¿Tan miserable era que no era más que eso?