Los ojos, ¿han de estar abiertos o cerrados? Ahora están entornados, ¿cómo cerrarlos sin tocarlo? A los muertos no hay que tocarlos, ¿no? De niña no me permitían tocar los pájaros muertos del jardín, pero yo los tocaba de todos modos. Los llevaba dentro y los tendía en un lecho de algodón en las mantequeras recién fregadas. ¿Le ponemos una moneda debajo de la lengua? Y las manos. ¿Qué hacemos con las manos? Las tiene colocadas tan a la ligera…, la una, cerrada, la otra abierta, doblada en un ángulo extraño, como si intentara mantenerse agarrado a esta vida, pese a que no había nada a lo que agarrarse. Edipo se sacó los ojos con una fíbula, aunque no recuerdo por qué. ¿El gesto desesperado de un hombre abatido que no puede llorar? Yo he visto llorar a Lukas en otras ocasiones, pero no como lo hace ahora, sin lágrimas, de un modo mucho más aterrador. Mientras que yo me siento solo como una plañidera contratada. Los sentimientos que abrigaba por Gábriel no eran demasiado intensos, por lo menos, no eran positivos. Los sentimientos de Lukas tampoco lo eran, pero aun así, existía un vínculo entre ellos dos, y la frontera entre vínculo y amor, ¿dónde está? Contemplo las manos de Gábriel. Sabía hacer muchas cosas con ellas, pero no puedo mirarlas sin pensar en todas las ocasiones en que le hicieron daño a Lukas. ¿Se merecía Gábriel de verdad aquel verano de cuidados pacientes, se merecía… la bondad de Lukas? «La bondad es algo que rara vez nos merecemos. Por eso se llama bondad», replica Yoel cuando salimos para dejar a Lukas un rato a solas con su padre. Nos sentamos bajo el techo del porche para resguardarnos de la lluvia y nos tomamos un plato de leche agria, desfallecidos como estábamos, todo el día sin comer. Pensar en el hambre que tenía en medio de todo aquello resultaba tan inapropiado, dejé que el estómago protestara mientras estuvimos junto a la cama de Gábriel.
Sus últimas frases fueron incongruentes. En un momento dado, abrió los ojos y me miró, me sentí como un ángel de la muerte con mi camiseta blanca, y pálida después de haber pasado el verano metida en la casa. Ignoraba que morir implicara una lucha semejante, creía que era algo que sucedía solo, sin resistencia. Pero, viendo a Gábriel, se me antojaba cualquier cosa menos sencillo, lo veía luchar y me resultaba imposible discernir si lo hacía por morir o por seguir viviendo. En un principio creí que trataba de aferrarse —y es que uno sabe que es lo último a lo que puede agarrarse, a esa miseria de vida, sus últimos restos expoliados—, pero ¿no estaría luchando por dejarse ir?
Cuando por fin falleció, ni siquiera lo advertí. Me llevó un buen rato descubrir que había dejado de respirar.
Milagros no obrados, la lluvia azul ondea cargada de electricidad al viento de la tarde. Ha sido un día apacible, ahora sopla el viento desde todos los puntos cardinales al mismo tiempo. El viento que alborota el cabello de Gábriel me sobresalta. Sin que yo me haya dado cuenta, Yoel ha abierto la ventana y, al empuje del aire, el pelo de Gábriel cruje como la hierba seca de invierno. Como si volviese a la vida un instante, pero es una falsa alarma. ¿Qué fue lo que Lukas le susurró al oído antes de que muriera? «¿Que le susurré? No lo recuerdo», me responde ausente, «de verdad que no lo recuerdo. ¿Le susurré algo?».
Que Lukas fue la muerte de su madre, eso es lo último que Gábriel dijo. El hecho de que se dijera allí y entonces se presentaba como totalmente innecesario y hasta cruel, sí. Habría preferido que Yoel no hubiera traducido esa frase. ¿Qué se suponía que haría Lukas con aquella información? Salvo cargar con ella el resto de su vida. Posiblemente explicase la animadversión para con Lukas mientras era pequeño, el frío constante. Pero ¿era un consuelo conocer la razón? Lo que Lukas acababa de averiguar no podría borrarse jamás: que el fuego que él prendió sin querer le había robado a su madre. Y el amor de su padre. Quizá para Gábriel fue un alivio revelarlo en las últimas horas de estado consciente, en cambio Lukas tendría que cargar con ese peso.
Mientras miraba las manos de Gábriel antes de que se volvieran inertes y de que la sangre dejara de fluir por ellas, pensé en todas las experiencias que atesoraban. Todos los golpes que habían asestado y también todas las caricias, aunque estas estuviesen lejos en el tiempo. Las miles de horas en la fábrica, la forma de agarrar los materiales, la memoria de los músculos, todo lo que uno tiene que aprender antes de, sencillamente, renunciar a ello al morir.
Cuando cerró los ojos por última vez, le quedaba menos de un día de vida. Algo se liberó dentro de mí y salió impulsado hacia fuera en cuanto comprendí que se había acabado. Un miedo, una vacilación. Ya había pasado. Hicimos lo que pudimos. No fue mucho, pero lo hicimos. Ahora podíamos empezar a vivir de nuevo. Dormir y comer y reír y tocarnos como de costumbre.
Pero para Lukas era distinto. Los últimos días se fue volviendo cada vez más inaccesible y ahora tenía la mirada totalmente ausente. Y era tal el agotamiento que le afloraba a la cara que se diría que hubiese pasado el verano en una interminable fiesta diabólica sin sueño. Aquella noche me quedé con él pero, cuando se negó rotundamente a llamar al hospital para que se llevaran el cadáver de Gábriel, me marché. Incapaz de aguantar una sola noche más sin dormir. Algo se había agotado también en mi interior. Para Lukas aquel cuerpo quizá fuese aún Gábriel, para mí estaba sencillamente muerto. «Me voy», le dije. Podría haberme detenido. No lo hizo, podría haber dicho: «Te quiero» o «¿Me quieres?» o «Abrázame un momento» o «Ven que te abrace». No importa lo que hubiese dicho, le habría contestado que sí. «Pues vete», respondió. «Sí», dije. «¡Pero vete de una vez!» «Sí».
Y me fui. A casa, con mi madre, me duché y me cambié de ropa y respondí como pude a sus preguntas. Luego bajé a la casa del pescador de perlas y me quedé a dormir con Yoel. Era la última noche antes de que regresara a Estocolmo. Ya iba con retraso, se había quedado más de lo previsto: «Por ti», me dijo. «Quieres decir, por Lukas, ¿no?» «Por vosotros… Sois la constelación más rara que he conocido». ¿Constelación? Como las estrellas que forman juntas una imagen, aunque estén tan lejos las unas de las otras.
Aquella noche soñé con máquinas eléctricas y con huesos de ácido láctico que oponían una resistencia inútil. Inyecciones de morfina, sábanas llenas de manchas sobre un cuerpo muerto. Pulmones vacíos, palabras vacías por todo consuelo. No me consueles, ayúdame a gritar, rogaba Lukas en el sueño, pero en la realidad no extendió los brazos en mi busca, y yo tampoco me atreví a acercarme a él.
En todo momento creí que llamaría a la puerta. Puesto que le había dicho que viniera a buscarme cuando hubiese llamado a la ambulancia. Cuando se hubiesen llevado de allí el cadáver, que me avisara. Pero Lukas no vino.
* * *
La primera vez que sentí algo en mucho tiempo fue cuando Yoel me penetró. Lo malo fue el dolor que sentí. Pero también fue bueno.
Malo, bueno, malo. Adentro y afuera y adentro.
Sencillo.
Quería que lo hiciéramos otra vez. Y otra. Hacía tanto tiempo que nada era tan fácil…
Por la mañana, antes de coger el tren de regreso a Estocolmo, Yoel me dijo: «Quiero que vengas conmigo. Me lo debes». «Yo no te debo nada». «No, ya lo sé, pero bueno». «Vale». «¿Vale?» «Sí. Ahora. Antes de que me arrepienta». Yo ya me había arrepentido. Mi madre me mataría si me largaba así sin más tan de repente. Y cuando estuviera muerta, Lukas bailaría sobre mi tumba. «Pues vete a casa y haz la maleta, vamos». Tal vez lo dijera en broma, pero yo no me lo tomé así. Y Yoel pensaría… ¿por qué no? Si quiere venir conmigo, pues que venga, siempre y cuando se haga responsable de sí misma. Después de un verano con Lukas, Gábriel y la muerte, sería un alivio inmenso hacerme responsable de mí exclusivamente. Y, a diferencia de Lukas, Yoel infundía más energía de la que quitaba.
Y pensar que sería tan fácil. Que no había más que largarse. ¿No tendría que vivir y que morir en aquel pueblo, después de todo? En la casa de mi madre, en la ausencia de mi padre, en el arboreto del abuelo, en la sombra de Lukas. Cuando uno piensa en la infancia, sabe que esta ya se ha ido. Puede que con el amor ocurra lo mismo.
«Ya veremos si funciona. Y no porque haya funcionado nunca antes, las cosas siempre se han torcido en cuanto he empezado a vivir con alguien», me advirtió Yoel, «pero tú eres diferente». ¿Cómo que diferente? Yo no quería ser diferente, quería ser como el resto. «Bueno, me refiero a que no parece que le exijas demasiado a la vida, y además, te pones tan condenadamente sexy cuando me miras así; pero ten cuidado, yo devuelvo los golpes». Pues qué raro, entonces, que las cosas se tuerzan… con las chicas. Empezaba a presentir que tal vez no fuese tan buena idea, después de todo. Le recordé que no tenía billete de tren. «¿No tienes billete? Eso significa que tenemos que pillar un coche». «… no…» «Bah, pues depende de ti, de las ganas que tengas de venir conmigo».
Como si de un juego se tratara, de una película, Bonnie and Clyde remix. Sentado en una de las ventanas abiertas y tan guapo, había hecho la maleta pero no había recogido la casa; obviamente, pretendía dejarla en el caos que había logrado organizar en tan poco tiempo. «Por cierto, ¿no dijo Lukas que tenía en el taller un coche que no podía permitirse ir a recoger?» La niña de los ojos de Lukas, el Ford azul, jamás lo dejará, pensé. «Siempre he querido tener un coche de estos viejos tan chulos». «Y tú siempre…» «¿Qué?» «Que si siempre te conceden lo que quieres», pregunté irritada. «¿Que si me conceden? No se trata de que te concedan cosas, Lo, se trata de conseguirlas».
Vale. Pero el Ford no lo conseguirás. Era el orgullo de Lukas, el único sueño que ha logrado hacer realidad. Gábriel ni siquiera tenía carnet de conducir, así que lo del coche era por entero cosa de Lukas. A principios de verano, cuando tuvo que dejarlo en el taller para que le cambiaran el eje delantero, se sintió como si hubiese perdido un brazo. En el taller no tardaron en dar con otros cinco fallos que repararon sin consultar a Lukas, y ahora tenía sin pagar una factura de varios miles, más de lo que le costó comprar el maldito Ford. Y lo amenazaban con venderlo si no iba a retirarlo cuanto antes. Lukas no podía, no podía pagar, yo lo sabía. Me habría gustado poder ayudarle, había pensado en algún modo de sacarle el dinero a mi madre. Y ahora, además, tenía que pagar el entierro, los billetes de mil se esfumarían volando incluso aunque acordase un plan de pago aplazado con los de la funeraria. Lukas no tenía la menor idea de que morir fuese tan caro. Por si fuera poco, creía que Gábriel tendría dinero en alguna cuenta, puesto que siempre habían llevado una forma de vida tan ahorrativa, pero resultó que no había ni un öre. Habría ido enviando el dinero a casa durante todos aquellos años. Aunque Lukas ignoraba a quién.
«Quizá se plantee venderme el coche a cambio de que yo pague la factura», eran los cálculos de Yoel. «Seguro». «¿Tú crees?» «Pues no, jamás. No lo haría jamás en la vida». «Ya veremos», dijo Yoel, como si ya tuviese el coche por suyo.
Se diría que Lukas se había dormido allí, en el porche de madera. Estaba tumbado encima de nuestra manta, pero se levantó a toda prisa, como si hubiese oído nuestros pasos propagarse por la tierra. Me sentí incómoda en cuanto lo vi. Como antes, cuando me daba cuenta de que su padre le había dado una paliza y él quería fingir que no había pasado nada. Siempre me daba mucho cargo de conciencia, como si fuera culpa mía, y así era, de hecho, en la mayoría de las ocasiones, por una razón u otra.
No debí ir con Yoel a preguntar por el coche. Yo no era su compinche y la idea de ofrecerle a Lukas la posibilidad de deshacerse del problema del coche pagando la deuda era de Yoel de principio a fin. Parecía una extorsión. Yo sabía lo ajustado que iba Lukas y cuando se lo conté a Yoel, este vio su oportunidad; aunque enseguida lo planteó como que le estábamos ayudando a salir del apuro… no liberarse de la deuda podía significar el embargo, la inclusión en la lista de morosos y todo tipo de marrones.
Me preguntaba si Gábriel seguía allí dentro o si la ambulancia habría cruzado el pueblo sin que yo la oyese. Con las sirenas apagadas, como siempre en esos casos. Me preguntaba si Lukas había notado que contenía la respiración cuando nos acercábamos. Que estaba recién follada y lista para largarme. Pero ¿cómo iba a advertirlo? Ni siquiera me miró. Ni una sola vez.
Simplemente, atendió a lo que Yoel tenía que decirle, lo escuchó con cara inexpresiva. Cada instante que transcurría sin que Lukas me mirase, me sentía más transparente. Pronto no podría verme aunque quisiera. Aún recordaba la sensación del sexo de Yoel dentro de mí, si me volvía transparente, eso sería lo único que se vería, flotando en el aire como un dedo tieso señalando a Lukas. Crucé las piernas, pese a que no serviría de nada. Me escocía un poco y el resto de mí estaba tan adormecido que no podía dejar de concentrarme en esa sensación. Lukas parecía agotado y con falta de sueño, pero al menos se mantenía en pie. ¿Habría dormido algo? Por lo general, no solía tener un sueño tan profundo que le impidiese despertar si yo no lo abrazaba. ¿Habría comido? ¿Habría pasado la noche a la intemperie? ¿Con frío? ¿Bebiendo? ¿Con resaca? Llevaba puestos mis calcetines rojos. Quedaban fuera de lugar, el resto de su vestimenta era negra, por el día.
Guardaba silencio, como si no hubiera entendido lo que Yoel acababa de proponerle. Yoel se lo contó otra vez desde el principio, un trato que consistía en que él pagaba la factura del taller y varios miles de más y se quedaba con el coche. No dijo «nosotros» en ningún momento, porque entonces las probabilidades de que Lukas dijera que sí se reducirían a cero, claro.
«¿Estás de broma?», oí la voz de Lukas, después de una eternidad. «Piénsalo, es un buen trato», insistió Yoel, «te libras de un problema. Y problemas ya tienes bastantes ahora mismo, ¿no?». Lukas lo miró como si estuviese observando a un estafador traicionero y estuviese tratando de averiguar con qué categoría de timador se las veía. «Siempre hay que pedir un presupuesto cuando dejas el coche en el taller o cuando contratas a un obrero», explicó Yoel con suficiencia, como si Lukas no se hubiera dado cuenta. Ahora se lía, alcancé a pensar. Ahora Lukas descargará contra él todo el peso de su frustración, lo aplastará. «Quédatelo», dijo Lukas sin más. Yoel se quedó desconcertado. Todo un arsenal de argumentos que ahora no le servirían de nada. No había contado con salir airoso de un modo tan sencillo y tan barato. «Quédatelo». «Vale… no tengo mucho líquido encima en estos momentos, pero te lo mando en cuanto llegue a Estocolmo. ¿Vale? Y tenemos que transferir la documentación a mi nombre, así no habrá problemas». «Haz lo que te salga de los huevos», dijo Lukas antes de entrar en la casa. Lukas lo sabía. Nuestra relación fue siempre tan íntima que una mirada bastaba para que comprendiese que había estado con Yoel. No había odio en sus ojos, sino una especie de amor al revés.
Yoel y yo nos largamos y fuimos a recuperar el coche en el Taller de la Usura, como lo llamaba Lukas. El Taunus azul en el que tantas veces me había subido con él… Yoel simplemente sacó una tarjeta bancaria y pagó la cuenta y el coche era suyo. La deuda, tan inabordable para Lukas, desapareció en un cuarto de hora.
Yo viajaba sin equipaje, no quería ir a casa a hacer la maleta, prefería salir y llamar cuando estuviese fuera del alcance de todos. Si dejaba mis cosas en casa, quizá mi madre pensara que estaría fuera un tiempo, y no que me había mudado para siempre. De todos modos, no sabía cuánto iba a durar aquello. Yoel me había advertido que él era un tipo poco fiable, variable. A mí eso no me asustaba, al contrario, con Lukas todo fue siempre demasiado serio y para toda la eternidad.
* * *
Me levanté y me sacudí todo. Lo seguí. Dejé un cráter tras de mí. No miré a mi alrededor.
Me fui con la semilla de Yoel aún dentro de mí. Quien siembra, recoge, Lukas. Ayúdate a ti mismo y te ayudará Dios: podrías haber sido tú…
Me fui sin despedirme. ¿Cómo podría? Imposible. Como despedirse de uno mismo, dividirse en dos.
Escapé de allí con una sensación de alivio tan grande que era incluso mayor que la vergüenza. Vi a Lukas en el retrovisor, estaba sacando al jardín las cosas de Gábriel, el bidón de gasolina en la escalera, guantes de trabajo, las llamas que ondeaban detrás de su torso desnudo. Y lo delgado que se había quedado. Aquel cuerpo que siempre tuve tan cerca de mí que nunca lo consideré una parte independiente de la realidad, sino más bien una prolongación o un duplicado de mí misma.
No juegues con fuego, Lo, solía decirme mi madre. El fuego era Lukas. El primer incendio, por el cual nos conocimos, fue casualidad. Tuvo que serlo. Una chispa allí donde la hierba del terraplén estaba más seca de lo normal, un golpe de aire que la prendió. Aquella chispa fue como el primer encuentro: luego hay que mantenerlo con vida, de lo contrario arde y se extingue enseguida. Lo que ahora ardía delante de la casa de Gábriel y Lukas… aunque lo que él arrojaba al fuego eran los objetos personales de su padre, yo sabía que tenía que ver conmigo. Lukas prendía fuego a lo que hubo y a lo que no hubo entre nosotros. Lo quemaba todo. Colchones, sábanas, mantas, sillas, zapatos, libros, montones de ejemplares de Népszabadság. Provocó un incendio y se encaminó al corazón del fuego. Yo veía en el retrovisor cómo se afanaba, era una escena que había presenciado antes, un círculo que se cerraba.
¿No tuvo siempre Lukas un toque de fuego y locura en peligrosa asociación? Arrojar cosas a las llamas, todo aquello con lo que no sabía qué hacer. Un consuelo que las cosas puedan arder, que uno pueda quemarlas y seguir adelante. El mismo consuelo que es posible sentir ante cualquier catástrofe —cualquier cosa que sea más fuerte que uno mismo—, el consuelo de ser impotente.
Vi que él veía que yo lo estaba viendo. Aun así, ni siquiera se despidió con la mano. Yo tampoco, paralizada como estaba por una mezcla de alivio y vergüenza. Ninguno de los dos levantó la mano para hacerle la menor señal al otro, ni un saludo ni una bendición ni siquiera un dedo, vete derecha al infierno, ya que te vas, maldita traidora.
Las manos de Lukas estaban ocupadas en sacar los restos de Gábriel, lo que había constituido su vida, en arrojarlo al fuego y rociarlo todo con gasolina. Y yo no tenía más que plomo en las muñecas, me pesaban sobre los muslos mientras que los dedos de Yoel tanteaban subiendo por ellos con una caricia tan desenvuelta que ni se me pasó por la cabeza detenerlo. Con una mano en el volante en tanto que la otra buscaba placer, tomó la salida a la autopista y puso el turbo. Ahora funcionaba como un reloj, reparado y lubricado, el coche de Lukas. Para mí siempre sería el coche de Lukas, por mucho que Yoel lo hubiese comprado.
Son los fuertes los que se quedan, los débiles los que se van. Yo deserté, forzada a partir para poder seguir siendo yo misma. Algo se extinguió en mi interior aquel verano. Lukas estaba tan estragado de dolor y de abandono. Al final no soportaba estar cerca de él, no lo aguantaba, ni siquiera verlo, ya no podía respirar el aire que había a su alrededor. No quería sino vivir, ver algo distinto, cualquier cosa, el Atlántico. ¿No te decía yo siempre que quería ver el Atlántico, Lukas? ¿No podrías haberme llevado allí, no podríamos haber ido juntos, no podría haber sido todo distinto? No te dejaré nunca, te dejo ahora.
Nunca perdemos del todo a aquel a quien hemos querido.
It takes two to tango, but just one to let go.
Palabras, palabras, palabras.
«Nos vemos en el infierno, Lo».
Su última réplica. Jamás pronunciada.