Campo en llamas

Alguno de los resecos días anodinos de aquel verano infinitamente largo se desencadenó un incendio en los campos que flanqueaban el ferrocarril que cortaba el paisaje. Un paisaje ya quemado por el sol, mi paisaje, abierto y en pendiente hacia el lago.

Ardían el cebadal y el terraplén, olía a maleza quemada y a brea, a raíles candentes, a alambre de espino cubierto de hollín. Ardían insectos y ratones de campo. Ardía la tierra. Crujía el endrino, el cobertizo de los pavos se abrasaba entre alaridos. Algo cambió, se perdió la sensación de seguridad, algo distinto vendría a sustituirla.

La noticia se difundió tan rápido como el fuego. Fue en plenas vacaciones de las fábricas, la mayoría de los empleados estaba en casa y acudieron a la carrera desde todos los rincones. Con todo el pueblo movilizado por la linde de los sembrados, habrían parecido unas prácticas de protección civil, de no ser por el terror que reflejaban los ojos de la gente. Las llamas avanzaban rápido en todas direcciones con la ayuda del viento, si las dejaban abrirse paso no tardarían en alcanzar las casas. Los bomberos no llegaban, era un verano de sequía extraordinaria en plena cosecha, quizá hubiese varios incendios simultáneos. Pero no podíamos esperar, el fuego no esperaba. Mi madre y la abuela empezaron a cortar grandes ramas a lo largo del terraplén para dárselas a todo aquel que pudiera echar una mano. Cooperación y esfuerzo común, eso era lo que hacía falta en aquellos momentos, como antaño, dijo alguno de los mayores.

Todos los miembros de mi familia estaban allí y donde se encontraran ellos quería encontrarme yo. Al principio intentaron echarme, pero no tardaron en estar tan ocupados tratando de mantener el fuego a raya que dejaron de verme. Yo corría acarreando agua, igual que los demás. Vi que mi madre se acercaba peligrosamente al lugar donde más rabioso ardía el fuego, vi a los hermanos de mi padre ahogar las llamas como podían, con mantas del ejército y con lonas. A lo largo del terraplén caminaban dos mujeres altas, mis dos tías, con botas de goma, pisando los rescoldos. El abuelo Björn y el abuelo Aron trabajaban codo con codo moviéndose a zancadas largas, bruscas. Como hermanos vestidos con idéntico mono de trabajo de color azul, pero el abuelo Björn le sacaba al otro una cabeza, era grande como un oso, el animal cuyo nombre llevaba. Querían demostrar que eran tan útiles como sus hijos y empezaron a abrir un cortafuegos en la plantación, para que el fuego perdiera arraigo. Vi a la abuela en la cima de la loma con un cubo de cinc vacío en el regazo, como si no supiera qué estaba haciendo allí. Como si alguien la hubiese convencido de que podía dirigir el trabajo de equipo desde arriba, solo para evitar que estorbase. Mi padre se había quemado las palmas de las manos y el hermano de mi madre, sin piedad alguna, hacía jirones su camisa favorita para vendárselas. Mis tías formaban parte de las largas cadenas de gente que acarreaba agua desde las casas más próximas.

El fuego se propagó por la loma como dispuesto a no dejarse detener nunca. Con el viento en nuestra contra, intentamos contener la catástrofe hasta que, después de una eternidad, oímos las sirenas acercándose.

Era peligroso ponerse a tiro de los potentes chorros de agua, todos se apartaron. Todos menos uno. Un muchacho en el que ya me había fijado por ser el único que se acercaba al fuego más que mi madre. A veces parecía que estuviera en medio de las llamas. Mientras que todos daban un paso atrás, él continuó con el monótono trabajo de extinción del fuego. Mi madre le gritó que tuviera cuidado, aunque él no le hizo caso. Consiguió apartarlo de las llamas, pero el chico volvió a la carga enseguida. Lo agarró más fuerte y le gritó algo con aquella voz que le salía cuando estaba asustada. Luego lo golpeó, pero el muchacho no reaccionó, simplemente, se soltó y continuó como antes. Entonces mi madre lo cogió de nuevo y lo zarandeó como si tratase de hacerlo despertar de un encantamiento. El chico volvió a soltarse, pero se le habían agotado las fuerzas y finalmente se desplomó sobre el césped carbonizado como si se le hubiese escapado la energía en un instante.

De una actividad febril a la inmovilidad total en segundos. Allí se quedó tumbado, tiznado desde el pelo hasta las deportivas. Yo no había visto nunca a un muerto, pero aquel chico no parecía estar vivo. Uno podía intoxicarse con el humo y yo lo sabía, durante la última tormenta de otoño, mi madre y yo ayudamos al abuelo a limpiar el arboreto, que el viento huracanado había puesto patas arriba, y después, cuando estuvimos quemando las ramas, enfermé a causa del humo y me pasé media noche vomitando.

Entonces llegó el abuelo y se llevó a mi madre cruzando por entre la gente. Yo me acerqué al chico desconocido para ver si respiraba. El pecho parecía elevarse débilmente debajo de la camiseta manchada de hollín pero, por si acaso, me senté a cierta distancia: si dejaba de respirar, avisaría a mi padre. En una ocasión, él había insuflado el soplo de la vida en un bebé que estaba muerto. Claro que aquel no era ningún bebé, pero mi padre era la única persona que yo conocía capaz de resucitar a los muertos. Una vez vio a una niña en los embalses de la fábrica. Había conseguido llegar al borde, pero no respiraba. Mi padre se imaginó mi cara en la de la niña mientras le insuflaba el soplo de la vida, según me contó. A partir de aquel momento, supe quién iba a salvarme si algo me sucedía. Hasta el día en que las hermanas de mi madre me dijeron que aquella no era toda la verdad. Era cierto que mi padre había reanimado a aquella niña, pero en una ocasión, hacía ya mucho tiempo, no logró salvar a otra cuyo nombre no podía mencionarse en presencia de mi abuela, la menor, la que se hundió en el hielo.

Al cabo de una eternidad, el chico desconocido abrió los ojos y se incorporó con esfuerzo. Yo debería haberme marchado de allí, pero mientras me miraba, fui incapaz. Mi padre me había dado un cartón de leche, que se suponía era buen remedio si habías inhalado humo, tomé un par de sorbos y le di el resto al muchacho, que lo cogió sin decir nada y lo apuró de un trago.

A mi pregunta de quiénes eran sus familiares me respondió que no había allí ninguno. No veía que faltase nadie del pueblo, todos habían salido de sus casas para echar una mano. «¿Es que no vives aquí?», le pregunté. El chico asintió y señaló hacia el lago. Allí no había ninguna casa, simplemente, me indicaba un lugar más allá del campo vacío. Me puse de pie y entorné los ojos al sol. ¿Habría habido allí una casa que hubiese ardido en el incendio? «¿No la ves?», preguntó el chico. Lo miré de soslayo para comprobar si me tomaba el pelo. Fijé la vista, me quedé mirando el lugar que me había señalado, pero allí no había nada.

Si vivía allí, ¿por qué había venido a combatir el fuego a nuestra zona, en lugar de hacerlo desde la suya? Como si hubiese intentado apagar el fuego en el lugar equivocado. Le fui diciendo quiénes eran los míos de entre las personas del pueblo, todos menos mi madre, no quería que supiera que tenía que ver con ella. Yo nunca había visto así a mi madre, nunca la vi golpear a nadie, excepto un día en que estaba sola en la despensa del sótano con alguien a quien no logré ver, seguramente mi padre, fue un suceso tan desconcertante que casi lo había olvidado.

A medida que iba señalándole a cada uno de los doce miembros de mi familia, el chico iba abriendo los ojos cada vez más. «¿Y tú, vives solo?», le pregunté. «No, claro que no vivo solo», respondió sin mirarme. «Solo tengo trece años». Escupió en la hierba, negro y rojo.

Pero para mí trece años no eran tan pocos.

Oteó los campos, como si él mismo se preguntara adónde habría ido a parar su casa, pero no daba la impresión de tener ninguna prisa por volver a casa y comprobar que su familia se encontraba bien. «¿Y tú?», me preguntó. Probablemente se notaba, pero no podía decirle la verdad. Mi padre solía decir que yo era mayor de lo que parecía; eso no era verdad, objetaba mi madre, solo que era de baja estatura. «¿Qué edad tienes?» insistió el chico midiéndome con la mirada. No había mucho que medir, ni siquiera había cumplido los siete todavía. En lugar de responder, le pregunté dónde vivía… en realidad. Entonces noté de pronto las manos que me agarraban con firmeza. Perdí el contacto con el suelo, me levantó sin previo aviso hasta que quedé más alta que él y allí… al pie de la loma, detrás de unos árboles, como protegida del viento y de miradas curiosas, se hallaba la casa. Más allá de mi horizonte, mucho más allá del límite que mi madre me había marcado para deambular por mi cuenta, casi al borde del agua, en el ensanchamiento circular del río, como un lago, azul plata, con dos brazos de agua que discurrían serpeando hacia el norte y hacia el sur.

El chico volvió a dejarme sobre la hierba, yo me alisé el vestido sin mangas que se me había subido y se me había arrugado un poco y que ahora tenía las huellas de sus manos renegridas. Sentí la cara tensa por el hollín y el calor.

Tan pronto como dieron remedio a lo más urgente de la catástrofe, todo el mundo empezó a especular sobre lo que había desencadenado el incendio. O sobre quién. Provocado, creía mi madre. Chispas desprendidas de las vías del tren, aseguraba mi padre. La hierba reseca, que se había prendido espontáneamente por la intensidad del calor, pensaban las hermanas de mi madre. Provocado, coincidía el abuelo Björn: había empezado a arder en varios lugares al mismo tiempo, los incendios naturales no solían propagarse con tanta rapidez. El abuelo Aron creía que era un poco de todo, era un verano de fuego, un verano de serpientes, un verano de sequía y de sentimientos ardientes. Yo no dije nada, y tampoco me preguntaron qué pensaba.

Aunando esfuerzos habíamos refrenado y sofocado el fuego, pero el peligro no había pasado. El suelo ardía con un calor soterrado, el fuego podía arrastrarse siguiendo las raíces, mantenerse con vida durante días y prender de nuevo en cualquier momento. Había que mantener vigilados los campos toda la noche. Los trece adultos que, en condiciones normales, cuidaban de mí estaban demasiado ocupados o agotados para preocuparse de comprobar si estaba o no en la cama. Pasé el resto de la noche con el chico desconocido, en las inmediaciones de su casa, envuelta en una pesada manta de una silla de montar con un olor rancio a gas y a yegua vieja y embargada de sentimientos nuevos e inusuales.

El miedo de que las ascuas subterráneas ardieran de repente me mantenía despierta. Y la presencia del chico, también. ¿Era de esas personas con las que había que tener cuidado? No estaba segura. El fuego, la oscuridad, el agotamiento, el escozor de ojos, la sensación de que ahora debía cuidar de mí misma, de que nadie me protegería lejos de mi territorio. Independiente por una noche. Nadie me reconocería cuando volviera a casa, si es que volvía. En aquellos momentos se me antojaba irreal hasta el hecho de tener familia, así de mayor me sentía, tan lejos de casa que había perdido de vista mi vida anterior, la casa, el arboreto, los coches en la explanada, el alto abedul, mi escondite. No tenía la menor idea de cómo acabaría una noche infinita como aquella. Por primera vez en la vida me hallaba sola con alguien a quien no conocía, junto al lago prohibido donde, según decían —y yo lo sabía pese a no tener más de siete años—, los lugareños se ahogaban voluntariamente. Incluso alguno que otro del pueblo vecino, puesto que en ningún otro lugar era el río tan profundo como aquí, donde el lecho se quebraba y se extendía hasta formar lo que llamábamos el lago.

Lo único que sabía de él era dónde vivía, en aquella casa en la que nadie encendió una luz en toda la noche. El chico fue al garaje a buscar una manta para mí cuando oyó cómo me castañeteaban los dientes en la oscuridad, pero no entró en la casa, a pesar del hambre, de la sed. Tampoco sabía cómo se llamaba, solo conocía el tacto de sus manos al levantarme por los aires, la sensación vertiginosa en la piel fina de las axilas, un estremecimiento helado en el estómago. No se trajo abrigo para sí mismo, nunca tenía frío, dijo, se sentó en cuclillas a fumar, como si no hubiese inhalado ya bastante humo. Cuando me ofreció un cigarrillo, supe que, definitivamente, la vida nunca volvería a ser como antes.

Yo solo había fumado cigarrillos de chocolate y hasta eso lo había hecho a escondidas. No podía decirle que no, qué iba a pensar, ¿que era una cría? No quise que me lo encendiera, me quedé inmóvil, bien envuelta en la manta, como una col rellena, con el cigarrillo en la mano. Pensaba guardarlo como prueba de… algo. Lo importante era que me lo había ofrecido.

Siempre recordaría aquello. El sonido de las aves ardiendo era lo único que quería borrar de la memoria, pero resultaba difícil, puesto que el olor aún persistía en los campos. El cobertizo de los gansos ya era pasto de las llamas cuando mi madre logró abrir el candado y las aves que aún vivían salieron aleteando como antorchas ardiendo, incendiando el grano allí donde caían.

Todo el pueblo estaba envuelto en un olor a algo vivo pero carbonizado. El picor de los pulmones me ayudaba a mantenerme despierta. El hecho de estar sentada con un extraño, callando y pasando frío, mirándole de reojo y a la cara, y a la punta incandescente del cigarrillo, y saber que tenía una misión tan importante como la de procurar que el pueblo no ardiese en llamas lo hacía todo más soportable. Hasta las ganas de volver a casa que sentía al ver a los murciélagos sobrevolar el lago en busca de insectos.

El muchacho no me preguntó cómo me llamaba, pero yo se lo dije de todos modos. «Suena a nombre de chico». «No, es el nombre de un depredador», le expliqué. «Sí, sí, ya lo sé. Yo lo sé todo sobre depredadores», replicó mirándome escéptico cuando le referí lo que mi madre me había contado en una ocasión: que un otoño en que heló demasiado pronto en el norte, de donde era mi familia, una osa se quedó a hibernar en uno de los islotes. Cuando despertó en primavera, había subido el hielo y el animal había quedado atrapado. Los hombres salieron en las embarcaciones, la miraban con respeto. En aquel tiempo los osos eran un espectáculo inusitado allá arriba y estaban ante un ejemplar magnífico. Pero luego la mataron, porque era una primavera de hambre después de la guerra y todos sabían que era la misma hembra que había matado a mi tatarabuelo, de modo que a su familia le correspondió la mayor de todas las raciones de carne.

«Los osos no son depredadores», objetó el chico. «Lo sé, pero aquella osa fue la que mató a mi tatarabuelo, quien le puso a mi abuelo el nombre de Björn, oso. Y mi abuelo le puso a mi madre Karenina. Y mi madre me puso a mí el nombre de Lo». «Ajá…», dijo el chico mirándome con curiosidad. «¿Te lo vas a fumar o me lo devuelves? Era el último». «Me lo voy a fumar», aseguré. «Pero no ahora».

Lukács Zsolt. Ese era su nombre. O, en realidad… Zsolt Lukács: un malentendido que se produjo hacía mucho tiempo, cuando llegó aquí con su padre. Por lo que él sabía, el padre había escrito su nombre en un papel que le dejó al personal de la guardería el primer día que lo llevó allí, sin saber que, en Suecia, solíamos escribir primero el nombre de pila. Más tarde, aquel mismo día, cuando fue a recoger al niño, todo el mundo lo llamaba Lukas.

Y con Lukas se quedó. La historia sonaba divertida, pero él no la contó como si lo fuera. No le importaba la confusión, me dijo, Lukács era el apellido de su madre y por eso le gustaba. Y cuando lo pronunciaba en húngaro, sonaba casi como lokatt, lince.

Aquella noche tuvo que ir un par de veces a vomitar, a causa del humo que había inhalado. Se había acercado al fuego más que nadie, con una rebeldía que recordaba al deseo fatal reflejado en los ojos de mis padres cuando se lanzaban a las aguas enfurecidas del rompeolas. Una y otra vez, a las olas, a las llamas, como si cada vez fuese la última.

Lo sabe todo sobre depredadores, pensé al verlo limpiándose la boca antes de sentarse de nuevo. Comprendí que él había provocado el incendio. No podía entender por qué. Mientras estábamos allí vigilando los campos en busca de algún indicio de que fuera a reavivarse el fuego, supe de pronto que eso era lo que él deseaba.

* * *

Los campos de arena, el calor en la planta de los pies, el olor a carne quemada mientras corríamos. De no haberse declarado el incendio no lo habría conocido jamás. Cuando me fui a casa aquella mañana, apenas sabía de él más que antes de conocerlo. No hablamos mucho durante la noche, pero el camino entre nuestras casas había ardido entero y eso lo cambiaba todo.

En casa al amanecer, traspasada de frío y transformada, todos dormían aún. Me lavé las manos un buen rato con el jabón casero de la abuela, tenía el resto del cuerpo tan negro que, seguramente, jamás volvería a estar limpia. Me acurruqué en la cama entre mi madre y mi tía Marina, intentando robarles el calor bajo la manta sin despertarlas con las manos y las rodillas heladas. Yo habría querido tumbarme pegada a las dos, era incapaz de elegir, así que me tumbé boca arriba. Mi madre dormía un sueño inquieto, movía la cabeza de un lado a otro y la larga melena rubia se le enredaba cada vez más sobre el almohadón.

Cuando la familia se reunió en la terraza para tomar un desayuno insólitamente tardío y silencioso, yo me comporté como si nada hubiera ocurrido. Todos ojerosos, el humor apagado. Mi padre tenía vendas limpias en las manos, cogía las cosas a duras penas y blasfemó con una mueca de dolor; la abuela y las hermanas de mi madre tuvieron que ayudarle a tomarse el café y las gachas de sémola. Parecía gustarle que lo atendieran desde dos flancos, comentó el abuelo en tono provocador, nadie más dijo una palabra, reinaba el desaliento en torno a la mesa. El tema del incendio estaba agotado desde hacía ya un buen rato. Solo quedaba callar y comer y luego bajar a contemplar el desastre.

No podía contar que había conocido a alguien que me había invitado a cigarrillos y que había visto amanecer desde un mundo situado al otro lado de los campos, pero me dolía que nadie hubiese advertido siquiera mi ausencia. Claro que, ser de todos era, en cierto modo, ser de nadie, y por las noches solía deambular de una cama a otra, de modo que todos podían creer que había dormido en la cama de cualquiera de los demás.

Igual que el culpable vuelve al lugar del crimen volvieron todos los habitantes del pueblo a los campos quemados. Quizá todo hubiese sido solo un mal sueño, pero no, a lo largo de los campos de grano y del ferrocarril, el terreno aparecía como asolado por una guerra. El viento había amainado y el olor agrio que emanaba de la vegetación humeante se extendía pertinaz sobre el paisaje ennegrecido. Todos miraban en silencio, no había mucho que añadir, salvo, posiblemente, un cauteloso «gracias» dirigido al cielo: porque, pese a todo, habían podido detener el fuego antes de que hubiese alcanzado las casas.

El que dijo que se llamaba Lukas también estaba allí. Un tanto apartado y apoyado en una bicicleta de chico oxidada, con una mirada que yo no sabía cómo interpretar. Le correspondí, pero no me acerqué a él, sino que me quedé con los hermanos de mi padre contando los postes de la luz carbonizados que ribeteaban el terraplén. Comprendí que lo mejor era mantener en secreto cuanto había sucedido la noche del incendio. Hacerse mayor implicaba no decir todo lo que uno sabía, no seguir siempre el impulso de contar lo que llevábamos dentro.

Por fin vino la lluvia, con un día de retraso. Una capa mugrienta sobre todo lo carbonizado. La experiencia de una amenaza común a todo el pueblo daba la sensación de infortunio compartido, aunque no duró gran cosa.