Oigo la música antes de distinguir a Yoel entre la densa maleza, hasta ese punto se funde bien con el entorno en el porche. Como si ya hubiese hecho suya la casa del pescador de perlas. Tiene los ojos cerrados y bebe cerveza a la última luz calinosa, sentado en la mecedora de mimbre de Lukas, envuelto en nuestra manta, con nuestro reproductor de casetes en el regazo, música reggae. Lukas detestaría esto si lo viera, esa imagen de Yoel ante nuestra casa. Cómo de guapo, cómo de relajado, cómo de indiscutible. Cómo entorna los ojos al sol y sonríe ante el hecho de que yo esté allí, y la idea de qué puede significar y de a qué puede conducir.
«Solo venía a dejarte esto», le suelto al tiempo que le doy la bomba de la bicicleta, que él coge como por un acto reflejo sin quitarme la vista de encima. Tengo que resistirme a esa mirada. Doy un paso atrás. No es por eso por lo que he venido, si es lo que se cree. Dice que es intérprete, pero hace ya tiempo que me he dado cuenta de que no lo es.
Es un hombre aficionado, aficionado a jugar a que es hombre. What’s a girl like you doing in a dump like this… está esperando mi próxima jugada.
«¿Qué se supone que debo hacer con esto?» «¿No decías que se te había pinchado la rueda?» «Si ni siquiera tengo bicicleta», sonríe. Espero que no se me noten las mejillas ardientes a la luz roja del atardecer. «Así que, ¿qué se supone que debo hacer con esto?», pregunta de nuevo haciendo girar la bomba con una mano. «La próxima vez, trae también la bicicleta», dice. Yo bajo otro peldaño. «No, espera, no te vayas…» Yoel me coge el brazo suavemente, me retiene cuando ve que quiero esfumarme muerta de vergüenza. «Es la bomba de bicicleta más bonita que me han regalado nunca. En serio». «Es una bomba normal y corriente», replico musitando mientras me arde el rubor como un reguero de pólvora desde las mejillas hasta el cuello y entre los pechos y más abajo aún. «La guardaré como un recuerdo tuyo. Ven, siéntate un rato conmigo», me ruega abarcando con un gesto de la mano todo lo que tiene que ofrecer: un porche de madera agrietada, una mecedora de mimbre rota y su propia compañía irresistible. Me invita con tanta desenvoltura como si aquella residencia principesca fuese suya y no de Lukas y mía. «No creo que tengas ninguna prisa por llegar a ninguna parte. Puede que te siente bien ausentarte un rato de esa casa. ¿Una cerveza? ¿No? Vale, precisamente estaba pensando pasarme al vino… ajá… tampoco… ¿pero y un té? Eso sí que te apetece, lo sé».
«Como un recuerdo tuyo…» ¿significa que está a punto de marcharse? Eso era lo que yo temía. Aún no ha concluido el trabajo. «No estarás pensando en irte ya, ¿verdad?» «Mañana». «¡No!», grito en un tono de desesperación excesiva. Pues sí. Tiene que regresar a Estocolmo, esta es la última noche. «¿Has ido alguna vez a Estocolmo?» «Pues claro. Claro que he ido a Estocolmo», miento mientras me invita a pasar dentro, como si de verdad fuese su casa. Un desorden inconmensurable reina ya en las tres habitaciones. Cuando él llegó estaba perfectamente limpia, para paliar la pobreza de mobiliario. En el centro de la mesa que hay junto a la ventana imperaba la máquina de escribir de mi madre, a la espera de que él aterrizara. Cuando hablamos por teléfono, dijo algo de un trabajo de investigación, que podía plantearse lo de quedarse un tiempo para terminarlo. La máquina de escribir parecía un trofeo, y eso era, pero cuando la vio, Yoel se limitó a decir: «Menudo mamotreto tan viejo, qué chulo. Pero me he traído la mía, una máquina de escribir de viaje, es nueva». Si supiera… lo que me costó cargar con ella hasta allí: pesada como una central nuclear mediana cuando la llevé en el portaequipajes de la bici, haciendo equilibrios, y en los brazos el último tramo. Si supiera los riesgos que corría llevándola allí. Mi madre me desheredaría cuando descubriera que no estaba. Se la había regalado su suegra. Era una historia que contaba a menudo: «Cuando tu abuelo tenía diecisiete años, dejó de trabajar en la mina, cuando yo cumplí diecisiete, me regalaron una máquina de escribir. Cuando tú cumplas diecisiete… ¿qué pasará entonces, Lo?». Yo aún no lo sabía. Pero solo faltaban unos días.
* * *
Las cicatrices son sexies, dice Yoel, significa que has cometido un error, que has sobrepasado un límite. Recorre con el dedo la fina línea torcida que me cruza el labio superior. Él tiene una marca de nacimiento de color azulado al final de la espalda, ¿quiero verla? Me apresuro a negar con la cabeza, temiendo que se quite la camiseta y que la cosa no quede ahí.
«¿Ha de tener este sabor?», pregunto para distraer la atención mientras tomo un trago de la infusión ardiendo. A polvo. Vuelvo a probarla. Que sí, a polvo. El té que ha preparado debe de tener varios decenios, lo traería el pescador de perlas de alguno de sus muchos viajes a Oriente. Yoel pone cara de experto. «Naturalmente. Es té verde, japonés, ¿no lo habías probado nunca?» Cojo el cuenco de sopa de pollo, que tiene un aroma extraño, doy un buen trago, totalmente desprevenida del ardor que me estalla en la boca, curry verde, curry rojo, creo que me voy a morir, siento el paladar como una herida abierta.
Lo hacemos. Y antes de que yo me entere de lo que hemos hecho, ya lo hemos hecho otra vez.
Este secreto morirá conmigo, me digo. Siento la marca de nacimiento en la palma de la mano como una áspera mordedura diabólica en la rabadilla. Pienso en Lukas todo el tiempo.
Yo me subí la falda, él se bajó los vaqueros, fue rápido. Un tanto molesto, pero no me dolió, no más que cuando te pinchas con el espino blanco por el camino hasta la casa. Y todo el tiempo pienso en Lukas: no que estoy con él, lo que pasa es que tengo miedo de que aparezca, de atisbar su cara por la ventana, de verlo entrar por la puerta abierta y, de repente, tenerlo ahí plantado. «No te importa que me corra dentro, ¿verdad?», me jadea Yoel en el oído. No me da tiempo de responder. Y él lo interpreta como un sí. Así que me llena entera y huele a semilla, verdaderamente, exactamente igual que cuando está madura para la cosecha en los campos que rodean la casa. Tengo que… lavar las sábanas antes de que venga Lukas, tengo que enjuagarme en el lago antes de volver. Quedarme embarazada, ni se me ha pasado por la cabeza. Se me antoja el menor de los problemas. Un problema mucho mayor es que Lukas se morirá cuando se entere.
Intento concentrarme en lo agradable que es que Yoel me acaricie. Voy pasando del placer al terror en intervalos de dos segundos. No me atrevo a apartar la vista de la ventana. Yoel me besa el cuello y sigue bajando hasta los pechos, las axilas, se detiene: «¿Es que no te afeitas?». «¿Qué?» «Debajo del brazo». Noto el pie en las espinillas. «¿Las piernas tampoco?» «No. ¿Y tú?» Se echa a reír. «Me gustas. Eres más chula de lo que pareces».
En la casa del pescador de perlas, por si fuera poco, en la cama del pescador de perlas. Si Lukas me viera ahora, pienso en medio del asunto, con Yoel encima de mí en la cama. Después me pongo la camiseta, me limpio el semen, con tanta naturalidad como si lo hubiese hecho miles de veces. «¿Cuánto tiempo lleváis siendo pareja?» «¿Quién?», pregunto ausente, con la pesadez del calor y del cansancio. «Tú y el tal Lukas, hombre. You are safe with me, baby, no pienso contárselo, será mejor para los dos». «No somos pareja», le aseguro. Nunca lo hemos sido. ¿Por qué cree tal cosa? Porque os comportáis como si lo fuerais, responde Yoel.
La única sed en cuya satisfacción Yoel parece concentrarse es la propia. Lleva pensando en esto desde el instante en que se bajó del tren y me vio, asegura. Yo no estoy acostumbrada a los cumplidos, si es que eso lo es, y me retuerzo bajo su peso. ¿Sería eso lo que notó Lukas, el rastro de otro hombre cachondo en el andén? Desde luego, enfiló los cuernos contra Yoel enseguida. ¿De verdad que es tan simple? Reír o llorar… soy incapaz de decidirme. Animales con escroto. Así es como los llama mi madre cuando está de ese humor. Yoel aparta el edredón, sale de mí, me escuece un poco. Me aparta rodando, con una mueca, se coloca el prepucio como es debido y se baja dando un salto ágil de la cama. «Oye, vamos al mar a darnos un baño», dice con una sonrisa que se transforma en risa suavemente.
¿El mar? ¿Así, sin más?
Reír: ¿así, sin más?
Llevo sin reír desde la primavera.
Y yo no he estado en el mar más que unas cuantas veces en mi vida. Es algo así como un proyecto de un día entero para mi familia, que rara vez va a ninguna parte. «Solo un chapuzón, Lo. No se tardará más de una hora en total. ¿A qué distancia está?» «A mucha». «Pero, por Dios, esto es Escania, ¿a qué distancia puede estar? Aquí nunca estás a más de unas millas de la costa, ¿no? Seguro que el agua está buenísima a estas horas de la noche. Venga, vamos».
Yoel simplemente… es. Simplemente hace. Simplemente toma. Por supuesto. ¿Y yo? Yo me dejo llevar. «¿Tú crees que Lukas nos prestará la bici?» Yoel se pone los calzoncillos y me lanza las bragas: «Seguro que sí», se responde él mismo.
¿Tienes que ser tan forzadamente amable con él?, observó Lukas enfurruñado la primera noche. Como si presintiera lo que iba a ocurrir. Así que ahora vamos los dos en el Volvo blanco de mi madre, rogándole a los dioses que Lukas no nos vea salir de mi casa rumbo a Dios sabe dónde.
Le expliqué que era totalmente impensable que Lukas nos pres tara la bici, que no nos prestaría ni una cerilla. «Pero ¿por qué? ¿Es que sí estáis juntos, después de todo? Bueno, ¿y el coche de tu madre? ¿Podemos cogerlo?» Yoel ya había cogido bastante, o al menos, eso habría dicho Lukas. Mi virginidad, mi inocencia, o como queramos llamarlo, si es que alguna vez la tuve, esa palabra…, ¿qué inocencia tenía una antes que ahora ya no tiene? En cualquier caso, Yoel me tomó como sobre la marcha, como se coge al pasar un bombón de un cuenco lleno. Así que no tardé en verme sentada en el borde de la cama de mi madre, contándole una mentirijilla repugnante, «el coche, mamá, nos hace mucha falta…», mientras Yoel estaba fuera, en la oscuridad, apoyado en la pared del garaje, esperando. «En realidad debería negarme», me dijo mi madre mientras me daba las llaves, «pero sí, claro, si Gábriel se siente tan mal y tiene que ir al hospital enseguida, y Lukas promete conducir con prudencia». No fui capaz de mirarla a los ojos. Cogí las llaves sin poder articular ni un simple gracias.
La mayor traición contra Lukas no fue que me acosté con Yoel, sino que me acosté a su lado. Muy cerca, completamente quieta: mucho más íntimo que estar debajo o encima de alguien. Con la cabeza apoyada en su brazo sudoroso, intentaba distinguir las constelaciones que formaban las cagadas de mosca microscópicas que cubrían el papel de la pared del dormitorio, ocre por la humedad. Mi propia constelación, el Lince, debería hallarse ahí, entre el millar de puntitos, pero ahora no la encontraba. Fui recorriendo con la mirada las manchas de mosca hasta que tuve que cerrar los ojos porque empezaron a escocerme. Yoel volvió a las caricias, pero lo dejó al cabo de un rato, ya satisfecho.
Ahora vamos rumbo al mar, quizá eso también sea una traición. Nunca he estado en el mar con Lukas. Yoel conduce por medio de la carretera, como si fuera propiedad suya. El Volvo de mi madre, que siempre da problemas, le obedece. Al menor amago, con una rapidez insólita, solícito en sus manos. «Y digo yo, ¿no es un poco demasiado mayor para ti? Lukas. Demasiado mayor, ¿no? ¿Tú cuántos años tienes?» «Dentro de poco, diecisiete». «Diecisiete», repite sorprendido, «pues creía que tenías menos». Ciento ochenta grados de cielo violeta. Abovedado sobre nosotros. Yoel conduce como si tanto la carretera como el cielo fueran propiedad suya. «Que no estamos juntos. Ya te lo he dicho». «O sea, que no os acostáis. Pero entonces, ¿qué hacéis? No creo que haya mucho que hacer aquí. Cuenta. ¿Os dedicáis a cazar saltamontes? ¿A contar vagones de mercancías? ¿Fumáis? El Lukas ese parece un poco…» No deberíamos hablar de él, pero Yoel no se da cuenta de que estoy tratando de interrumpirlo, «… un poco colocado. No solo porque se pasee por ahí con la camiseta rasta y como totalmente en su mundo, sino porque no se acuesta contigo, la chica más guapa del pueblo; y se nota que a ti te gusta. O al menos, pareces dispuesta a hacer cualquier cosa por él. ¿Cuál es su gancho contigo, eh?».
Lukas es lo último de lo que me apetece hablar con Yoel. Con Lukas he mezclado mi sangre; con Yoel, todos los demás fluidos, tanto más transparentes y más fáciles de mezclar. «¿Por qué me preguntas tanto por él? Ahora estoy contigo y tú no paras de hablar de Lukas». «Vale, vale», susurra con una sonrisa, «pasamos de él».
Me gusta Yoel porque es todo lo que no es Lukas. Me gusta porque no lo quiero. Con Yoel todo parece tan fácil. Follar, hablar, bañarse. Todo al mismo tiempo, el mismo día, y antes de que acabe la noche, me pregunta: «¿Qué me dices, preciosa, te apuntas y te vienes a Estocolmo? La vida acaba de empezar. Por lo menos para ti». Tiene la misma edad que Lukas y empieza a sentirse mayor, quizá porque ha vivido la vida a tanta velocidad, ha estado en todas partes, ha hecho de todo. Era como si me hubiera pedido que me fuera con él a Ittoqqortoormiit, así de remota resulta Estocolmo en mi mundo.
Por la noche oigo las palabras de Yoel, «chica, este no es lugar para ti», mientras las ratas de río se mueven bajo los listones del suelo. Animales de actividad nocturna, como todos los seres inteligentes y sensibles. Mientras Gábriel estuvo sano, nunca duraron mucho tiempo. ¿Por qué no iban a la casa del pescador de perlas? Allí las habríamos dejado en paz, como en el templo hindú que Lukas había visto por televisión, donde las ratas eran sagradas: libres, apacibles, satisfechas, sin miedo. Las ratas no son solo ratas, me decía intentando convencerme, corren que se las lleva el viento cuando son libres, chillan como alambre de espino incandescente cuando las ahogas, despiden humo como madera agria cuando arden, sienten como tú y como yo. Y no existe la frontera entre el cuerpo y el alma. La piel nos crece del cerebro durante el estadio fetal, me contó Lukas, abriendo la mano y dejando que de ella cayera una gota, por eso es tan sensible. Me cayó justo en la espalda, y la tenía tan caliente, que esa única gota me puso la piel de gallina.
La tarde de calor asfixiante que Yoel llegó en el tren fue un día en que todo olía intensamente a quemado, agrio y corporal, como si toda la paja se hubiese convertido en carne. Un olor penetrante a descomposición en la casa, eso fue lo primero en lo que nos hizo reparar. Pensé que sería la enfermedad, pero Yoel aseguraba que olía a animal. Llevábamos tanto tiempo viviendo en aquel hedor que ya no lo notábamos, pero Yoel dijo que apestaba. Estaba convencido de que procedía del desván. «Las ratas», dijo Lukas en tono monocorde. Desde que su padre dejó de obligarlo a vaciar las jaulas, él se olvidó por completo, reprimió la idea… las jaulas que su padre había puesto como trampas mientras aún estaba lo bastante sano.
«Yo me encargo», me apresuré a decir, porque se diría que Lukas estaba a punto de desmayarse ante la sola idea de lo que se encontraría allí arriba. Por asqueroso que a mí me pareciese, al menos no abrigaba los mismos sentimientos que él por aquellos animales. Me puse las botas de goma, me tapé rápidamente la boca y la nariz con un paño de cocina y cogí el gancho de la trampilla antes de que Yoel me bloquease el camino: «¿Estás loca, mujer? ¡Ahora mismo llamamos a Anticimex!», exclamó. Mirándome como preguntándose a qué casa de locos había ido a parar. Minutos más tarde había efectuado la llamada, había explicado la situación y los había convencido de que la intervención debía ser inmediata.
* * *
«Ya sabes lo que se dice: que las chicas que se acuestan con todos no quieren acostarse con el único que las quiere». Eso no era más que la réplica de una película, Lukas… de Hasta el último aliento. Siento sus miradas cuando estamos en el dormitorio de Gábriel. Yoel muy cerca. Es una manera extraña de conocer al primer amante, tenerlo como elemento de compañía en el lecho de muerte del padre de Lukas. El último día, Yoel se queda pegado a la pared, sentado e inmóvil como un mueble, dispuesto a estar ahí sin ser visto. Un extraño allí, en su casa, hasta el dormitorio y hasta los más íntimos secretos de sus vidas. Sentado en el rincón más oscuro, haciendo la interpretación a distancia en señal de respeto, o quizá mantenga la distancia por su propio bien. Porque le afecta la situación.
No tiene formación de intérprete, pero su madre trabaja en la embajada en Budapest y le ha procurado varios encargos. Y así suele ser el trabajo la mayoría de las veces, explica: de cabeza en la vida de desconocidos, en medio de sucesos vitales, de conflictos delicados, situaciones comprometidas. ¿Cómo se come eso? Explica que, cuando se marcha, olvida todo lo que se ha dicho. En el momento se concentra tanto en las palabras que el contenido y el contexto casi le pasan inadvertidos.
Yoel se queda hasta el último momento, dispuesto a pescar la palabra postrera, decisiva, pero no hay más.
Demasiado tarde. Demasiado tarde para mí y para Lukas también: algo ha ocurrido este verano y no es culpa de Yoel. Habría ocurrido de todos modos.
Lukas y Yoel. Una química del todo irreconciliable. Incluso huelen como si tuvieran una composición química completamente distinta. Lukas, un aroma un tanto metálico como el agua de los pueblos de alta montaña, y de hecho hay días que tiene en la mirada algo como de mal de altura, algo que está a punto de desmadrarse. Yoel huele a colonia cara, aunque está sin blanca, no quiere oler a que está sin blanca, confiesa. Pero no está sin blanca como lo está Lukas, una familia adinerada constituye siempre una protección frente a los lobos. Así puede uno comprar eau de cologne de las caras con los últimos cuartos.
Sé que me ha deslumbrado. Y casi lo odio por ello.