Un forastero al pueblo

El invierno pasó y también la primavera. Lukas trabajaba en el turno de noche de la fábrica, Gábriel cambió a media jornada antes de tener que abandonar el trabajo totalmente. El tratamiento que le aplicaban era como pastillas de azúcar contra la muerte. Transcurrió abril con sus promesas una y otra vez incumplidas. Otro tanto ocurrió con mayo. Junio: sin promesas. Oíamos cantar a los ruiseñores, el territorio que rodeaba al río era terreno típico para aves nocturnas y, por seductor que fuese su canto, a mí me llenaba de inquietud. La víspera del verano discurría entre calor, sulfato de morfina, espera, mientras la enfermedad se propagaba por el esqueleto de Gábriel.

Colocamos una cama delante de su dormitorio para oír si se despertaba por la noche y necesitaba algo. Yo soñé que una violenta tempestad nos separaba y, al despertar, me vi agarrada a Lukas con tal fuerza que apenas podía respirar. A veces murmuraba en sueños su propio nombre, como si ya estuviese solo, el único superviviente.

Arroz y tabaco para desayunar. Mientras esperaba que el arroz terminara de cocerse, Lukas fue a ducharse en la ducha de fabricación casera que, cuando había tormenta, transmitía la electricidad. Yo seguía sus movimientos detrás de la cortina de nailon. De repente, se detuvo, se quedó inmóvil un buen rato, totalmente estático bajo el chorro, hasta que me asusté, me acerqué y aparté la cortina. Y me lo encontré allí tan tranquilo, como si hubiese olvidado que lo que tenía que hacer era lavarse el pelo. «Ve por mis cigarrillos». «Pero Lukas, ¿vas a fumar en la ducha?» Se había vuelto loco, había olvidado dónde estaba y lo que hacía. La falta de sueño y la preocupación lo tenían consumido y le habían perfilado aún más las aristas del cuerpo, más torneado, como sitiado él también por la muerte. Cuando alargué el brazo para acariciarle el pecho, me paró con rapidez inesperada. «Ve a buscarlos». Yo no pensaba ir. Si, de repente, empezábamos a hacer más de una cosa a la vez, ¿cómo lograríamos que pasara el tiempo? Si yo iba a buscarle algo al mismo tiempo que ponía las sábanas en remojo, y si él fumaba mientras se duchaba… los días resultarían interminables. El tiempo que pasábamos en la casa para ayudar a Gábriel se arrastraba aunque hiciéramos una cosa detrás de otra. Pero Lukas dijo: «Los días no bastarán. Las noches». Y era cierto, el tiempo interminable se había transformado en tiempo monótono. Para Gábriel y quizá también para nosotros. Nos encontrábamos en una cresta de hielo, solos. En medio de una gran zona de hielo endeble podía existir un estrecho sendero de hielo resistente, me había enseñado mi padre. Y allí estábamos ahora. Si echabas a andar por una cresta de hielo y se quebraba, nadie podía salvarte.

Se notaba que la muerte no pensaba llevarse a Gábriel de forma rápida e indolora, no, pensaba prolongar la cosa. Cáncer de huesos… la peor clase, según había oído decir Lukas. El cuerpo de su padre no tardaría en estar huero como los corales de la casa del pescador de perlas.

¿Sospechaba mi madre lo que estaba sucediendo cuando le dije una tarde que me iba a casa de Lukas y vio que no volvía? ¿O pensaría que sería el enamoramiento, que nos tenía a los dos en sus garras, que pasábamos los días enteros en la cama, enredados, irresponsables, perezosos, rebeldes, faltando al colegio y al trabajo?

La primera vez que llamó a la puerta habían pasado veinticuatro horas. Lukas le dijo que yo estaba durmiendo, lo que la hizo sospechar enseguida, puesto que era a última hora de la mañana. «¿Habéis estado bebiendo?» «No». Él sí había bebido, yo no. «¿Y entonces por qué está durmiendo Lo a estas horas?» «Porque se ha pasado la noche despierta, hemos…» «Mira, no quiero saber más», lo interrumpió mi madre. Aunque, naturalmente, sí quería, por más que creyera que lo sabía perfectamente.

Estaba sentada midiendo la dosis que, según las instrucciones de la enfermera, Gábriel tenía que tomar por la tarde. Por la abertura de la puerta entraba un aroma denso a grano maduro y oí a mi madre explicar que, aunque yo no era menor de edad en un sentido, sí lo era en el otro. Si Lukas me ofrecía alcohol… Lukas me indicó con una señal que me quedara donde estaba, él se encargaría de todo, mi madre estaba ahora en su terreno. «Tranquila, confía en mí», dijo sin apartarse ni un milímetro de la abertura, mi madre no podía ver ni lo que había detrás de él. «¿Confiar en ti?», preguntó con frialdad. Como si ella, alguna vez, hubiese… como si alguna vez fuese a… «Cuando se despierte, me la mandas directamente a casa», le ordenó a Lukas, como si yo fuera propiedad común de dos enemigos y ahora le tocase a ella el turno de tenerme consigo. «Hará lo que quiera». «No, hará lo que tú quieras, ¡ese es el problema!», la oí gritar antes de darse media vuelta y alejarse de allí.

Hagas lo que hagas, no le mientas a mi madre, nunca funciona, le susurré cuando volvió dentro. Me sacó de la habitación de Gábriel para que pudiéramos hablar tranquilamente. «Bueno, no importa lo más mínimo lo que le diga a tu madre, ya lo sabes, jamás le he gustado». Yo quería protestar, pero habría resultado ridículo. Vi por casualidad nuestra imagen en el espejo de la entrada. Estábamos mal hechos. Sobre todo, si se nos veía juntos. Era imposible no pensar que los ojos deberían cambiar de sitio, él con el pelo aclarado por el sol y los ojos casi negros, yo con el pelo muy oscuro y los ojos muy verdes. Me apretaba demasiado, demasiado fuerte, me escurrí de sus brazos. Desde que estuvimos en Copenhague se había mantenido apartado de mí, pero ahora se diría que no era capaz de seguir observando aquella distancia. Había cierta insensibilidad en todo lo que hacía, me salpicaba tanto con la irritación como con la excitación que sentía, y yo temía provocar esa faceta suya que se había vuelto más irritable desde que Gábriel enfermó. Sexo y dolor en una mezcla desesperada. Me aparté con un no. Eso es lo que dices siempre, le leí en los ojos. Me quiere, no me quiere, me quiere, pero ¿con qué clase de amor? Nunca permitimos que hubiera sexo entre nosotros. Mi madre lo habría notado en el acto y entonces no podríamos volver a estar solos nunca más, y esa sensación aún pervivía en mí.

«¿Tienes que pasearte por la casa medio desnuda? ¿No puedes mostrar cierto respeto por mi padre?», masculló Lukas inesperadamente. ¿Medio desnuda? Falda, bragas, camiseta, sandalias desgastadas, ¿no era suficiente? Qué quería que hiciera, estábamos a treinta grados. «¿Y tú qué…?» Pantalón corto negro transparente de puro desgastado, eso era todo. Y no es que ocultase ningún secreto debajo, pero al menos no debería quejarse de mi indumentaria. «Claro, pero para ti no es ningún problema que yo me pasee así…», dijo enardecido. Yo me encogí de hombros. «Ya, bueno, pues eso. Ve a vestirte».

Habíamos entrado en el círculo del cansancio constante, las noches quedaban troceadas en porciones absurdas a causa del sueño inquieto de Gábriel. Mi madre volvió, y una vez más fue Lukas quien abrió la puerta. Por su aspecto se diría que llevaba varios días de mala vida, habían empezado a formársele rastas naturales y la única prenda que vestía le colgaba un poco suelta en las caderas. «Quiero hablar con mi hija». Estuve a punto de aparecer en el vestíbulo. «¿Dónde está tu padre?» «Durmiendo», respondió Lukas. «¿Sabes qué? Esto no me gusta nada». Exigió que Gábriel saliera a hablar con ella, pero Lukas le dijo que no era buen momento para despertarlo. «Ve a buscar a Lo», ordenó mi madre. «Si quiere ir a casa, ya sabe el camino. Relájate, anda». Y justo antes de que la cosa degenerase, intervine yo. Mi madre parecía tan sola en el porche, nunca habíamos estado separadas tanto tiempo, en cuanto me vio, empezó a reñirme. «Pero ¿qué pinta tienes? ¿Os habéis pasado el día en la cama? ¿Te ha lavado el cerebro? ¿Cuándo vuelves a casa?» «Pronto», mentí. Era mejor que no lo supiera. Le daban miedo los muertos y el proceso de morir era mucho más aterrador y a mi madre nunca se le había dado bien enfrentarse con nada que guardase relación con la muerte. «Mamá, es que tengo que…» «¿Qué?», me preguntó volviendo la vista hacia los campos ondulantes, como si buscara nubarrones en el horizonte, «… quedarme un tiempo en casa de Lukas…». No esperaba que lo entendiera, y de hecho, no lo hizo. Solo me dijo que esperaba que supiera en qué me estaba metiendo. Me miró como si estuviese convencida de que no tenía la menor idea.

* * *

Se sabe que ha llegado un forastero al pueblo cuando se baja del tren algo así como a cámara lenta, el último de entre todos los pasajeros, y abarca el andén con la mirada entornando los ojos a la extraña luz que siempre baña esos andenes, antes de dejar el equipaje en el suelo y, de repente, se le extingue algo en la mirada. No ha llegado aún, ni siquiera sabe que viene camino del pueblo: antes hemos de poner un anuncio. Y antes de eso, hay que convencer a Lukas.

«Para ti es todo siempre tan sencillo, Lo».

«Y tú lo complicas todo tanto».

Siempre la misma cantinela, esperar y dudar. No es más que un anuncio… Probar suerte. «¿Qué tienes que perder, Lukas? Nada». Me escabullo cuando él intenta retenerme. Llevamos toda la mañana discutiendo, se me han agotado los argumentos. Architrillados. Estoy cansada, tengo la sensación de que llevamos la mitad del verano hablando del tema y de que pronto será demasiado tarde.

Él piensa que no es buena idea. Punto. Más que nada, porque es una idea, simplemente. Las ideas implican cambios y la respuesta espontánea de Lukas a todo lo que difiere de nuestras rutinas habituales es: no. ¿Cuándo se volvió así? No es así como yo lo recuerdo. «Te vas a arrepentir». «Hay que joderse, que tú siempre lo sepas todo mejor que nadie, Lo. Y en particular todo aquello de lo que no tienes ni idea». Las preguntas que Lukas quiere hacer… ahora es el momento de formularlas. Ahora, no después. No existe después, Gábriel no vivirá muchas semanas más.

No se trata de convertirlo en una comisión de la verdad, solo es una charla. La última oportunidad, la última conversación que podrá mantener con su padre; y también la primera, por cierto. «Se busca intérprete para un asunto privado», el anuncio no tiene por qué decir más. «¿Un asunto privado?» Me mira suspicaz. «Suena a algo indecente». «Pero Lukas, venga…»

Han discutido acerca de todo, sin comprenderse. Nunca han conversado. Hay tantas cosas de las que nunca hablaron, la distancia breve pero insuperable de la lengua. Han compartido la misma existencia, la misma mesa en la cocina en torno a la cual han podido verse pero no alcanzarse, solo el vocabulario común necesario para las tareas cotidianas, órdenes sencillas y a veces ni siquiera eso. Cuando Gábriel se empleaba a palos con Lukas, casi siempre parecía deberse a algún tipo de malentendido. Algo que Lukas no había hecho porque no había comprendido que se lo hubiera pedido.

Y aquella aversión por hablar. Gábriel se pasaba la vida inmerso en su silencio como si de un estado natural se tratara, no era de extrañar que Lukas olvidara la lengua que tenía cuando llegó. No tardó en hablar mejor el sueco que el húngaro, la nueva lengua se convirtió en la única, puesto que era también la única que oía.

Solo cuando yo ya había desistido de la idea, cuando había dejado de creer en ella, cedió Lukas de repente. Antes de que se arrepienta, hago una llamada. Medio minuto, no se tarda más en dictar un anuncio por teléfono. Luego no queda más que esperar. Sentados en el porche de madera, estamos atentos por si suena el teléfono, nos rascamos las picaduras de los mosquitos, observamos cómo navegan los milanos por el alto cielo de final de verano con gracia depredadora. Medimos nuestro tiempo, o quizá el tiempo de Gábriel; en cualquier caso, es su tiempo el que se nos escapa.

Cada día está peor. Antes era cada semana y antes aún, cada mes. Ha comenzado la irremediable cuenta atrás. Los lacayos de la muerte, una especie de pelotón de ejecución, vendrán y se llevarán su vida gramo a gramo, y se la llevarán sin que nosotros podamos impedírselo. Como si esa vida ya no fuera de Gábriel, como si hubiera perdido el derecho sobre ella. Llegan de repente y le arrebatan la capacidad de levantarse solo de la cama. Hace un momento sí podía y ni siquiera reparamos en que así era; ahora no puede y no podemos dejar de pensar en ello ni un momento. Para él supone una gran frustración; para nosotros, la certeza de que ya no podremos irnos de la casa juntos más que por espacios de tiempo muy breves. Aún se las arregla para ir al baño solo, pero tenemos que ayudarle a levantarse de la puta cama y sujetarlo mientras cruzamos el pasillo.

Le duele cuando camina. Aunque, por otra parte, también le duele cuando está sentado o tumbado. Parece haber alcanzado un punto en que prácticamente todo duele, solo es cuestión de cuánto.

Transcurre una semana sin una sola respuesta. Yo me había figurado que empezarían a llamar de inmediato, o al menos, no este silencio humillante. Otra de tus pésimas ideas, Lo, parece pensar Lukas. El propio Gábriel vive en la feliz ignorancia del asunto. Seguramente, es la única felicidad que puede disfrutar ahora, así que dejamos que siga inmerso en ella.

Lukas parece sobre todo aliviado al ver que nadie llama; desde luego, no ha sido él el promotor de esta historia, se comporta como si, para él, lo mejor fuera no tener que hacerlo. Pero un día me lo agradecerá, aunque todo quede en un intento fallido y nada más.

A veces llueve por las noches, pero ¿qué se hace de tanta agua? Un verano reseco, como si la enfermedad que habita el interior de la casa se propagase por el jardín y más allá, por el entorno. Ocre vegetación crujiente, los árboles que rodean la casa ya no dan sombra, se les han enrollado las hojas hasta el punto de que parecen árboles de cigarrillos que uno siente deseos de alargar el brazo y coger. Ponemos buen cuidado en hacer las cosas de una en una —mientras Lukas lía un cigarrillo, ahorramos en charla—, para no malgastar los pasatiempos. Lukas fuma en lugar de comer y yo también he perdido el apetito, pero no tiene importancia; de todos modos, no consumimos mucha energía, apenas nos movemos, funcionamos a medio gas, ni siquiera discutimos, dejamos a un lado todos los sentimientos. Bastante arduo resulta incluso pasar el tiempo sentados en el porche de madera, que este verano se ha convertido en nuestro punto de anclaje, con la puerta abierta, para oír si Gábriel necesita algo. Ya es mucho el solo hecho de estar aquí contemplando los milanos que sobrevuelan los campos deslizándose indolentes, atentos a los movimientos característicos de alguna presa. La presa somos nosotros. Solo que aún no nos han descubierto, pero pronto se posarán en tierra y entonces no habrá ya dónde esconderse.

A Lukas hay que mantenerlo entero, y soy yo quien debe hacerlo. Me siento en la escalinata pegada a su espalda, con la barbilla apoyada en el hombro, y lo abrazo fuerte. Aun así, noto cómo se va descomponiendo.

Murmura cosas raras entre el sueño y la vigilia: «Sé que no puedes perdonarme». «¿Perdonar?», pregunto yo. Se despabila: «¿Qué?». Rehúye mi roce, se duerme de nuevo con la cara enterrada en el almohadón, vuelve a murmurar: «Yo no quería…». «Vale», susurro yo también, aunque no sé a qué se refiere.

A causa de la desazón, de la preocupación permanente, el cuerpo de Lukas se ha vuelto frágil como el de un niño, como si estuviese involucionando, como el lago, que también se ha retirado, se ha secado como un ojo muerto al ardor del verano y ha dejado un círculo de légamo resbaladizo entre gris y violeta, sobre el que hay que caminar descalzo para bajar hasta el agua y refrescarse. De todos modos, ya no lo hacemos. Existe delante de la escalinata una frontera invisible que no podemos cruzar. Estamos atrapados aquí.

La vida es como un cuento, cruel e instructivo, kui-kikikiki-kui, resuena el grito de caza del milano. Yo caigo en picado acompañando a uno de los grandes predadores cuando lo veo enfilar la cola partida y precipitarse a tierra. ¿De dónde sale de repente tanto milano? No los recuerdo de cuando era pequeña. Las sombras oscuras que proyectan se me habrían quedado grabadas en la memoria. Lukas asegura que hubo una temporada en que estuvieron prácticamente extinguidos. Dejaron de reproducirse, demasiados pesticidas en su fuente natural de alimento; luego empezaron a depositar en los campos restos de los mataderos, hasta que se recuperó la especie.

Ocurre con las rapaces que caen en picado como con las estrellas fugaces, en el preciso instante en que ves una, has de formular un deseo. Cierro los ojos y murmullo quedamente mi esperanza en el cuello de rizos sudorosos de Lukas. «¿Qué?» «Nada. Un secreto».

La muerte se mece a oscuras en la mecedora. Y en la escalera del porche esperamos sentados nosotros dos. El anuncio fue barato, después de todo, y ahora al menos lo hemos intentado, no hemos perdido nada, dice Lukas.

Hasta aquella tarde: el mercurio ha ascendido esforzadamente hasta los treinta y dos grados y el agua es lo único de lo que somos capaces de hablar. Lukas describe el frescor del Duna, que, lógicamente, él no recuerda, mientras yo hilo para nosotros fantasías refrescantes sobre los riachuelos de montaña, los fiordos, las cascadas, los ríos, claros y helados. Lo único que hemos de hacer es bajar al lago y darnos un chapuzón. Gábriel acaba de caer vencido por el sueño y la primera media hora suele dormir sin angustia y sin sudores, tan apacible como si no fuese a despertar jamás, y a veces es casi lo que deseo por su bien. No tenemos tiempo de buscar los bañadores ni de acudir a nuestro lugar habitual, fuera de la vista de los demás, simplemente bajamos a toda prisa y nos bañamos en cueros cerca de la casa, buceamos y olvidamos por un instante.

Intento retener la sensación de frescor mientras volvemos a toda prisa, pero cuando llegamos a casa, ya estamos sudando otra vez. En cierto modo no ha sido en vano que nos hayamos ausentado, a pesar de todo. Lo primero que vemos al entrar en la cocina es que el piloto rojo del contestador está encendido. Siento un malestar repentino. Como si el aparato ocultara un mensaje de muerte, como si alguien hubiera llamado para decir que se acabó la lucha, que Gábriel está ya muerto en la habitación contigua y que aquí os ofrecemos una ventajosa oferta con el lote completo de lo que conlleva la muerte.

Por dos veces oigo el mensaje antes de pasarle el teléfono a Lukas. Una voz de un desenfado rayano en la indolencia. «Hola, soy Yoel Farkas, he visto el anuncio y… bueno, si todavía os interesa… llamadme y seguimos hablando». Luego siguió un mensaje de la misma longitud aproximadamente, en algo que, según Lukas, es húngaro.

Una respuesta en toda una semana, así que más vale no pensárselo y ponerse manos a la obra. Temiendo que Lukas empiece a dudar y a enredar, me encargo personalmente de hacer esa llamada tan crucial. La voz del chico suena tan desenvuelta como en el contestador y acepta sin pedirme que le explique lo que a duras penas podría explicarse. Ni siquiera se lo piensa cuando, con total sinceridad, le digo que andamos mal de dinero. «No lo hago por el dinero», asegura como si ya hubiera comprendido que se trata de un caso particularmente sangrante que sumará en el haber de su cuenta del karma. «Llevo un tiempo sin prestar servicios de interpretación, así que me lo tomo como unas prácticas, ni más ni menos. Y, además, tengo ganas de ir al campo, Estocolmo arde como un tejado de latón, aquí andamos todos de uñas».

¿Que cuándo debería venir? Cuanto antes, mejor, le digo. Los médicos han advertido que a Gábriel no le quedan más que unas semanas. Son cosas que ellos pueden ver, naturalmente. Existe el riesgo de que pierda la conciencia al final, no podemos malgastar ni un minuto. Se ha quedado tan delgado que el esqueleto le desgasta la piel desde dentro.

Lukas da vueltas a mi alrededor mientras hablo, hace un gesto que no sé cómo interpretar, algo así como que sea cauta, o quizá algo sobre el dinero. Le explico entonces la forma de pago tan poco convencional que tenemos pensada. No estoy segura de que el chico que está al otro lado del hilo telefónico lo comprenda, no es que me esté prestando mucha atención, solo va diciendo sí, parece interesado en alejarse de la ciudad, no tiene más que cerrar unos asuntos, luego hará la maleta y cogerá el tren desde Estocolmo rumbo al sur.

Mi madre me ha contado que las últimas semanas antes de que yo viniera al mundo se obsesionó con la idea de lo parecidos a la porcelana que son los recién nacidos, con ese cráneo que tienen de finísimo hueso. Aquella fontanela delicada, ¿cómo podría resistir la presión de todo el cosmos? Mi madre no podía dejar de pensar en lo blando que es el cráneo de un recién nacido, en lo pequeños que son sus pulmones, los dedos, quebradizos como cerillas, la fragilidad de la vida, que yo dejase de respirar, que naciera con una serpiente de cascabel en la cabeza o con alguna enfermedad incurable. En las ecografías, se me veía el esqueleto tan delgado que apenas se apreciaba. Con primor, así es como hay que llevar a esa criatura, pensaba. Pero cuando ya estaba aquí. Pues sí, entonces no quedaba otra que acostumbrarse. De repente, tenía la sensación de saber con exactitud lo que debía hacer y lo hacía sin más, se disipó el miedo a equivocarse. Aquella sensación de obviedad mientras me paseaba enganchada a su hombro y llena de necesidades. Así intento yo pensar en Gábriel.

Mientras el calor aumenta como si se filtrase hacia arriba desde un infierno incandescente que se extendiera justo debajo de la superficie terrestre, él se va debilitando y nosotros tratamos de jugar a ser mayores: cubos para el vómito, morfina, miedo, cubos para el vómito, morfina, miedo. Sábanas empapadas de sudor, enfermeras de consulta a domicilio, problemas de comunicación, dolor, mascarilla de oxígeno, pesadillas, largas noches nerviosas de insomnio. Esto, esto es el juego de la seriedad, me digo. Llega un momento en que hay que jugar a eso, pero no durará para siempre, aunque tengamos esa sensación. Hacemos lo que podemos, con la sospecha de que no es suficiente ni de lejos. Gábriel a ratos enojado, a ratos apático, a ratos valiente, siempre empeorando, con las fuerzas reduciéndose a cero implacablemente. Todo ello nos drena también la energía a Lukas y a mí. La resaca de la muerte. Por lo menos, sabemos lo que tenemos que saber, eso es lo positivo, aunque sea lo único. La sensación de que lo estamos haciendo. Nos quedamos con él. Nadie merece morir solo.

* * *

Se sabe que ha llegado un forastero al pueblo cuando se baja del tren a cámara lenta y, de repente, se le extingue algo en la mirada. Ese. Sin duda alguna. Camisa blanca y algo así como… un equipaje de dimensiones esperanzadoras. ¿Qué se habrá traído? Nadie le ha pedido que se quede mucho tiempo. ¿Es aquí? ¿Qué hago en este lugar? Eso parece estar pensando. ¿He hecho bien en venir aquí, me arrepentiré, cuándo sale el próximo tren de regreso? Ha llegado al fin de trayecto y se ha bajado, no, esto ni siquiera es fin de trayecto, fin de trayecto es algo: esto queda un par de estaciones antes. Un lugar prescindible donde muchos trenes no tienen ni parada.

Va vestido como si fuera a aterrizar en otra zona climática. Seguramente, el mercurio está tan alto aquí como en Estocolmo; el asfalto, igual de ardiente, y no tardará en descubrirlo. Claro, ahí lo tenemos, ya está desabrochándose un botón de la camisa. Y otro. Se sube las mangas, se pasa impotente las manos por la cara, como si este calor punzante fuese una pesadilla de la que tratara de despertar. Eso, al menos, es igual para todos. Salvo para los animales, ellos lo tienen peor. Hasta dos gatos creo que se han atascado ya como peces monstruosos en los ventiladores de la presa de la central energética. Nunca antes habíamos oído hablar de gatos ahogados. Desesperados por algo de frescura en medio del fuego exterminador.

«Joder», dice cuando le salgo al encuentro y le doy la mano, «quiero decir… perdón… hola… soy Yoel. ¿A cuántos grados estáis aquí? ¿Cuarenta y cinco?» Lukas no le estrecha la mano, como si no supiera lo que ese gesto significa. «Ya hemos dejado de preguntárnoslo», le responde con tono seco. Y es verdad. Este es un calor que hay que ignorar, como cualquier otro dolor. Con la esperanza de que desaparezca. La semana que viene mejorará, dice haber oído el forastero. «Eso mismo dijeron la semana pasada, pero fue a peor», suelta Lukas. «Ya, pero esto debe de ser el límite, ahora tiene que cambiar», dice el forastero. «¿Qué límite? Si no existe ningún límite», ataja Lukas. Todavía no le ha dado la mano, y tampoco se ha presentado. «Claro, si tú lo dices. Aquí en el pueblo pronosticaréis vuestro propio tiempo, supongo», dice sonriendo el que se ha presentado como Yoel.

Da la impresión de que Lukas no ha oído lo último y me alegro, porque es obvio que no está de humor. Empieza a sujetar el equipaje en la vieja Yamaha, que constituye su único medio de transporte ahora que el coche está en el taller. Una vez atadas las bolsas, me pasa la moto. «¿Te estás quedando conmigo?», le suelto. Siempre estoy dándole la paliza con que me deje conducir ese trasto viejo, y nunca me deja. Y no soy yo quien le preocupa, sino la moto, me dice siempre. Ahora lo veo mirando al forastero de reojo y enseguida comprendo qué le pasa. Ahora, de repente, quiere cambiar nuestros planes y que yo lleve tan pesado equipaje a la casa mientras él hace de guía. No había contado con que el intérprete sería joven y guapo, con una sonrisa de la que cuesta apartar la mirada. Yo me niego a coger la moto cuando me la ofrece. No hace mucho que me caí y por poco me mato cuando intenté subirme. Así que vamos a seguir el plan, es cuanto tenemos. Sin el plan, todo se irá al traste.

Lukas termina cediendo, pero deja clara su postura comportándose como un verdadero paleto, no le da la mano y no se suma a la charla cortés en el andén. Se encarga del equipaje como si fuera un criado anónimo. Arranca con desgana y se larga a casa. «¿Y quién era ese…?», pregunta nuestro intérprete, probablemente arrepentido de haber aceptado, si no lo estaba desde el principio. «Lukas. Tú has venido por él». No tengo ninguna gana de disculparme por Lukas, nunca lo hago, pero en esta ocasión, debería: Yoel nos hace verdadera falta, nada puede estropear eso, ni siquiera Lukas.

Lukas y yo no solíamos necesitar más que la mutua compañía para creer en lo imposible. El hecho de, además, contar con un plan, nos infundía la sensación de tener algo viable entre manos. «Una estancia más o menos larga en una casa encantadora con un lago en la parcela», fue lo que le ofrecí al chico por teléfono a cambio de sus servicios. Lukas me miró poniendo los ojos en blanco al oírme. Yo pensaba que ya veríamos. Ahora casi me da pena verlo caminar junto a mí, esperanzado, como emocionado con todo esto. Aún no sabe que la persona a la que tiene que interpretar está colocada de morfina prácticamente todo el rato y que lleva unos días más muerto que vivo.

«No sabía que estaba tan enfermo», es lo primero que dice Yoel cuando llegamos a la casa y toma conciencia de la situación. «Creí que había venido de Hungría a pasar una temporada. De verdad que lleváis toda la vida viviendo juntos sin poder comunicaros… jamás había visto nada igual». Si no se hubiera interrumpido él mismo, habría tenido que hacerlo yo. A Lukas no le interesa ningún análisis general de su infancia. «Tienes que entrar ahora, mientras hay posibilidad. Gábriel está más tiempo dormido que despierto», le aviso, esto va en serio, por si no lo ha pillado todavía. «Vale. ¿Qué queréis saber?» Yo guardo silencio y Lukas tampoco sabe qué decir, parece. La verdad es que no hemos hablado de cuáles son esas preguntas tan importantes que debe formular. Esto es ya cosa de Lukas, le doy a entender con un gesto. «Quiero saber de dónde soy», responde Lukas en un tono apenas audible, «y por qué nos mudamos aquí». Yoel enarca las cejas. «¿Solo eso?» «Y quieres saber algo de tu madre», añado yo entonces. Veo que Lukas toma impulso desde algún punto remoto: «Sí, todo lo que pueda contarme sobre ella. No sé nada». «Y si te queda allí algún pariente», le recuerdo. «Sí. No quisiera… no quisiera ser el último y quedarme solo», dice en voz baja. ¿Solo? No estás solo, Lukas, me dan ganas de decirle. Yo. Yo estoy aquí, ¿no lo ves?

Puede que a Yoel todo esto le parezca muy raro, pero desde luego no lo demuestra. Lukas apura el cigarrillo con una última calada y lo apaga en un vaso de zumo, escucha la voz pausada de Yoel. «Dejadme solo con él unos minutos. Intentaremos abordar primero las preguntas más importantes, pero tenéis que bajar la dosis de morfina si queremos sacarle algo razonable, está delirando». Con su sola aparición y su mera presencia, Yoel es un agua apaciguadora que baña todo lo pegajosamente inquietante que nos rodea. No porque dé muestras de mogollón de empatía, sino de liviandad, la sensación de que esto no tiene por qué ser tan imposible como se nos ha antojado a Lukas y a mí. Yo me quedo quieta a su lado inhalando el aroma a camisa limpia. Huele a vida, me digo. Fresco. Y adulto.

Lukas lleva todo el verano con la misma ropa, los mismos pantalones cortos de nailon y una camiseta deshilachada de Bob Marley. Ya ni siquiera huele a sudor, simplemente, huele a «aquel verano largo y caluroso en que Gábriel iba a morir». Probablemente yo huelo igual. Con una camiseta que ya no está muy blanca y una falda de denim que ha perdido la elasticidad y me cuelga por las caderas como una piel mudada de serpiente que me picaba día y noche. He intentado quitármela, pero me sigue picando, un picor espectral, es el calor.

Me he duchado de vez en cuando, he lavado y cambiado las sábanas con la vana esperanza de que algo pueda quedar limpio todavía. Una lavadora con las sábanas de Gábriel, que hay que cambiar a menudo. Y de paso quitarle a Lukas la camiseta y a la lavadora junto con mi falda de serpiente y algo de ropa interior, ver todo rotando durante una hora más o menos y luego, a la secadora. Allí sentada vigilando la ropa como si de un niño pequeño se tratara. El lavadero ha sido mi único refugio este verano, la habitación más fresca de la casa, el único lugar adonde no llega la muerte. Allí dentro, todo es como debe ser, todo lo que ha ido mal fuera sigue ahí como siempre, un estado de excepción de normalidad. Me quedo sentada en el suelo de hormigón hasta que llega Lukas y me saca de allí con una simple mirada desde la puerta, una ojeada que dice: ven, te necesito. Y le contesto: «Ya voy… solo tengo que secar la ropa». Y entonces pongo la secadora una vez más. Robo otros veinte minutos de soledad irresponsable y liberadora.

Cuando saco la ropa recién lavada, huele lo mismo que cuando la metí en la lavadora. A sudor y a pánico rezagado.

A veces, cuando nos dormimos un rato en el colchón que hay junto a la puerta del porche, meto una mano sigilosa por dentro de la camiseta lacia de Lukas, hundo la cara en la espalda hasta que casi me anestesia el fuerte olor de sus secreciones. Está demasiado cansado para protestar por mi presencia pegajosa, los dos estamos cansados de protestar contra este verano.

Nos mantenemos el uno al otro en el sueño. No con violencia, pero sí con fuerza, de una forma innegociable. En cuanto alguno de los dos da muestras de resucitar, el otro arrastra al traidor al sueño de nuevo. Se trata de estar unidos. Es lo único que puede salvarnos ahora. Estar unidos. Dormir. Despertar solo cuando haya que despertar y hacer solo lo que haya que hacer. Llevamos así semanas.

Sucede a veces que se pega a mí como si creyera que un poco de sexo abúlico funcionará como consuelo, mitigará la preocupación, incluso retrasará la muerte un tiempo. Pero jamás me ha parecido tan fuera de lugar como ahora. Ahora no, aquí no, Lukas, no me parece correcto… Lo aparto, con mimo pero también con resolución. No vuelve a intentarlo. Al menos no esa noche. Simplemente, me agarra el pecho sin retirar la camiseta y noto la mano tan fría que me refresca.

* * *

Para las moscas somos solo superficies. Salados húmedos secos someros abovedados despejados campos de carne. Receptivos a la invasión. Tan cansados. No, más que cansados, acabados.

Cuando Yoel aparece, es como una ventana que se abre en una habitación largo tiempo cerrada. Entra el oxígeno a raudales con un golpe frío y nos despierta del duermevela que tanto tiempo lleva inundando la casa. Yoel huele a verano, no revenido y mohoso como nosotros, no, él huele a hoguera y a hierba seca, a agua salobre, a aire fresco, a loción para después del afeitado. La casa resulta más soportable cuando él está dentro.

Durante la primera sesión el intercambio es escaso, pero al menos es un comienzo. Según Yoel, invirtió la mayor parte del tiempo en explicarle qué estaba haciendo allí, para empezar. Ya podríais haber preparado esto un poco mejor, parece querer decirnos. Pero ¿cómo? Ese es, precisamente, el problema, la imposibilidad casi insuperable para comunicarse. De lo contrario, no habríamos tenido que pedirle que viniera. «¿Piensas que somos… raros?», le pregunto cuando Lukas ha salido dando a entender claramente que quiere que lo dejemos en paz. «¿Piensas tú que sois raros?» «Sí. Bueno, no. Quizá…, pero lo hacemos solo porque no nos queda otro remedio». «Pues ya está», replica Yoel como si fuera obvio, «eso no tiene nada de raro: hacer lo que uno se ve forzado a hacer, yo diría que es perfectamente normal».

Resulta que Gábriel no se muestra tan reacio como habíamos temido. Pero es agotador hablar y más agotador aún evocar recuerdos. Va respondiendo con parquedad a las preguntas que Lukas le hace a través de Yoel. Tengo la sensación de que Lukas no le saca tanto provecho como para que compense el esfuerzo. Deja de torturarlo, eso es lo que me apetece decir. Pero ¿qué derecho tengo yo a inmiscuirme?

Comienza con lo que, siendo importante, se presenta como inofensivo: lugares, nombres, detalles de la familia. Gábriel es originario de un pueblo a las afueras de Kecskemét. En plena puszta, la estepa. De la región de los mil frutales y del aguardiente de albaricoque que tanta fama le han dado, cuenta Yoel entre pregunta y pregunta, se diría que va completando las breves respuestas de Gábriel y, cada vez que se dirige a nosotros, nos dice el doble. Los ojos de Gábriel se iluminan con un brillo peculiar cuando oye a Yoel decir Barack Pálinka. Yoel no puede aguantarse la risa. «Bueno, es que es terrible, en realidad, Barack Pálinka… tienes que haberte criado en ese entorno para que pueda gustarte», nos confiesa susurrante. Se produce un instante de liviandad en la habitación, como si la presión cayese de repente y a todos nos embarga cierto delirio, Gábriel sonríe, Yoel ríe, Lukas y yo también reímos, aunque no tenemos ni idea de qué.

Yoel parece saberlo casi todo. Ha estudiado historia en la universidad, ha viajado por todas partes. Nos da miniclases gratuitas entre las respuestas escuetas y morosas de Gábriel. Sobre la llanura, sobre cómo huyeron las gentes durante la hegemonía turca, cómo la tierra, que ya nadie cultivaba, se empobreció hasta convertirse en un desierto y no fue, durante siglos, más que terreno de pasto para el ganado. Gábriel le ha contado que sus hermanos mayores, los tíos de Lukas, trabajaban como czikós, pastores, cuando eran jóvenes. Solo en el caso de Gábriel pudo permitirse la familia prolongar la escolarización, tenía cabeza para los estudios y llegó tan lejos que estudió medicina, aunque tardó en hacerlo por razones económicas. Se vio obligado a trabajar al mismo tiempo, además, se casó y tuvieron hijos y luego… Yoel hace una pausa, buscando la mejor manera de decirlo, la más inofensiva. Pero no existe una manera así.

Luego, antes de que acabase la carrera, murió la madre de Lukas.

Eso fue lo que ocurrió.

Algo más de un año después, Gábriel abandonó el país y se llevó a su hijo.

Ahí termina la conversación. Gábriel indica por señas que necesita descansar. Para Lukas resulta frustrante que se interrumpa, pero no tiene elección.

Según Lukas se lo había figurado siempre, su madre había muerto poco después de que él naciera. Así se explicó siempre el hecho de no tener ni un solo recuerdo de ella, ni el menor retazo de su voz ni una imagen borrosa de un instante. Pensar que tenía cinco años y que, pese a todo, no se acuerda de ella, lo pone de muy mal humor. Se resiste. Yoel ha debido confundirse… Pero cuando Yoel vuelve a preguntar, Gábriel le da la misma respuesta, y Lukas tiene que rendirse.

No lo atormentes más, quiero rogarle. Pero a Lukas le ha aflorado a la mirada algo que parece decir «me lo debes». Hemos llegado a un punto en que, más que animarlo, tengo que refrenarlo. Y su padre no está ya en condiciones de defenderse. Sabe que si habla, luego lo dejaremos en paz, de modo que sigue hablando.

La vida te da con una mano para pronto arrebatártelo con la otra. Nos enteramos de que, finalmente, Gábriel logró cazar al gran amor de su adolescencia, la madre de Lukas, después de varios años de espera durante los cuales ella estuvo casada con otro hombre. Mara era enfermera en un suburbio de Budapest y, un día a la semana, trabajaba como voluntaria en una prisión. El gran miedo de Gábriel era que se contagiara de la tuberculosis que circulaba entre los internos. Pero no fue la tuberculosis lo que se la llevó, sino el fuego. En una cabaña de veraneo que les habían prestado unos amigos, el último día de sus semanas de vacaciones, el fuego que prendió en un montón de ropa que había en la cama, todo sucedió muy rápido. Gábriel había salido al bosque para limpiar algunas trampas para perdices. En realidad, salió porque habían discutido, ellos, que apenas discutían, riñeron por una nadería, algo relacionado con los niños, sus dos hijos. Ella, Mara, pensaba que él era demasiado blando con ellos, siempre tenía que ir a quitarle hierro a la cosa cuando ella los reprendía. Y así no servía de nada y ella se avergonzaba después por haber sido demasiado dura. Empezaron a discutir. Tras una breve disputa, él salió de la casa. Cuando volvía, vio en la distancia la cabaña de madera pasto de las llamas.

Al cabo de un largo silencio, Gábriel empieza a hablar del otro hijo, de que había otro niño, el hermano mayor de Lukas. Mientras la casa ardía, cuando Gábriel se acercaba por el sendero de grava y la vio en llamas, Lukas había logrado salir. Pese a que era el más pequeño. O quizá por eso precisamente, porque, a diferencia de los otros dos, él no pensó en nadie más que en sí mismo y corrió sin más. La madre y el hermano seguían allí dentro. Las quemaduras de Lukas indicaban que había salido del corazón del fuego, pero lo único que él mismo pudo contar fue algo relacionado con una vela en la cama. Después, cuando examinaron la casa calcinada, concluyeron que el incendio había comenzado en el dormitorio. A la madre y al hermano, András, los hallaron en el suelo de la cocina, donde, seguramente, cayeron en una trampa de humo tóxico.

A Lukas le da de pronto un fuerte dolor de cabeza y sale. Un recuerdo que le provoca un fogonazo, ¿en forma de migraña? Tal vez el hermano, el recuerdo de alguien con quien compartía cama, un nombre o un olor… El caso es que me aparta con la mano y se va. Yoel me convence de que lo deje en paz.

Gábriel habló del hermano como si estuviese convencido de que Lukas se acordaba de él, les dice Yoel más tarde. «¿Estás seguro de que no…?» «¡No!», responde Lukas obstinado. «No lo recuerdo. Quizá sabía de su existencia, pero en ese caso, lo había olvidado. Nadie me dijo nunca una palabra de ningún hermano».

Más de una vez había notado yo algo entre Lukas y su padre —sin saber a ciencia cierta de qué se trataba—, lo extraño de su modo de mirarse cuando alguno de los dos entraba en la habitación. Una sombra de decepción en la mirada. Como si pensaran: «Claro, fuiste tú quien sobrevivió. Fuimos tú y yo. No los otros dos. Ellos se quedaron entre las llamas. Nos tocó a nosotros…». Aún, tantos años después del incendio en la cabaña de veraneo, tenían aquella mirada.