Después de Copenhague ya nada nos resultó fácil y jamás pudimos hablar de lo ocurrido. Yo lo miraba. Él me devolvía la mirada. De aquel modo diferente en que había empezado a observarme desde que volvimos. Joyas negras en expositores de vidrio blindado, esa clase de ojos. Estábamos atrapados el uno en el otro sin tocarnos, en órbitas fijas como los planetas, no podíamos ni acercarnos ni tampoco alejarnos, ni estar juntos ni tampoco separados. Su arma era el silencio, la única que jamás soporté, la cara vuelta hacia otro lado. Como mi madre cuando yo era pequeña, que a veces me retiraba su amor para conseguir que hiciese lo que ella quería.
La infancia es un par de prismáticos del revés que mantienen el mundo a distancia, pero yo ya no era ninguna niña, el ferrocarril era una corriente de plata tentadora por la que me entraban ganas de deslizarme cada vez que lo veía por la ventana del dormitorio.
El año de los quince a los dieciséis fue el más agitado entre Lukas y yo. Para llenar el vacío que había surgido entre nosotros, empecé a dedicarme a la escuela por primera vez en mi vida. Un poco tarde, según los profesores, pero mi madre sintió un gran alivio al ver que, por fin, gracias a Dios, parecía haber tomado conciencia de que había vida más allá de la niñez. Yo me encontraba en una edad en que me irritaba darle el gusto a ella, pero me resultaba tanto más satisfactorio dejar atónitos a los profesores. Mejoré mis calificaciones librándolas de la ruina y la ignominia. «Vaya, resulta que puedes, ya lo sospechábamos, la verdad. Si continúas así…» Si continuaba así, ¿qué? ¿No tardaría en ser mío el consabido futuro brillante? La recompensa por ir bien en los estudios era más estudio, de eso ya me había dado cuenta.
Cumplí dieciséis ese otoño. El período de lluvias acababa de comenzar, las ventanas volvían a llenarse de vaho, la carretera se convirtió en escenario del diluvio y todos los árboles del arboreto aparecían sumergidos en agua. La tierra empapada, nada se filtraba, todo quedaba estancado agriándose, incluido el humor. Las lluvias eran para los árboles más perniciosas que la sequía del verano y que el frío del invierno. Los parásitos se daban un festín en esos períodos de humedad, el abuelo se sentía impotente. El arboreto era su harén, aquel pobre ejército de árboles debía cumplir todas sus expectativas, insinuaba mi madre. Pasaba allí ocupado varias horas al día sin que nosotros supiéramos en qué: ¿qué tareas podía haber, cuando los árboles se cuidaban solos?
De un modo casi imperceptible me vi de nuevo atraída por Lukas, que empezó a mirarme otra vez a los ojos como hacía mucho que no me miraba. El tiempo hizo por nosotros algo que nosotros mismos no habíamos logrado. Nada era como antes, pero no teníamos más salida que aceptar lo que quedaba o que perdernos por completo el uno al otro.
Después de Copenhague, mi madre se desentendió de mí como si ya no fuese suya, una bala perdida que volvió a casa oliendo a extraño. Dejó de preguntarme adónde iba y dónde había estado. Era una sensación triste de libertad, que debería haber sido embriagadora. Algo había ocurrido, imposible ignorarlo. Fuera lo que fuese lo que mi madre pensaba que hacíamos antes, ya no era ilegal. Aunque no lo aceptase, no le era posible impedírnoslo.
«Veo cómo lo miras y me preocupa», me dijo una noche. Aquella tarde, por primera vez, Lukas y yo estuvimos un rato sentados en la cocina a plena luz del día; mi madre nos vio al pasar por allí, se detuvo, recobró el equilibrio, entró y sacó un refresco del frigorífico y volvió a salir sin mediar palabra. «Y eso no es nada comparado con lo que me preocupa ver cómo te mira él», añadió. Lukas tenía un rasgo de debilidad, y las personas débiles son las más peligrosas, te hunden; de las personas fuertes podemos librarnos, pero las débiles se le meten a uno bajo la piel. Mientras antes me prevenía de la fuerza de Lukas, ahora me advertía de lo contrario, como si fuese lo mismo. Pero débil no era la palabra adecuada, Lukas no era débil, no existía una palabra para designar lo que era. Cuando dormía, cuando reía, cuando vaciaba los cubos para el agua de lluvia, cuando comía plátanos, cuando decía que los momentos corrientes y felices eran los mejores del mundo, yo veía el dolor en su semblante.
Los cuentos no existen, me dijo en una ocasión, aunque quizá lo que nos faltaba eran finales felices.
* * *
Gábriel, el padre de Lukas, no se relacionaba con nadie. En todos los años que llevaba viviendo en el pueblo, no había hablado con ningún vecino, no se mezclaba con nadie. Si aún no había aprendido sueco, decía la gente, debía de ser bien porque era tonto, bien porque era un arrogante, y a saber qué era peor, en fin… Como quiera que fuese, era un lobo estepario, solitario, raro, guillado, como lo llamaban en mi familia. Se movía por el pueblo siguiendo sus propios caminos. Decían que no sabía montar en bicicleta, decían tantas cosas, se les daba tan bien hablar. Decían que había contestado a un anuncio de contactos. Eso era lo que lo había llevado al pueblo, si se daba crédito a los rumores, tal y como hacía la mayoría. La cosa funcionó con aquella mujer durante un tiempo, muy poco tiempo, luego se torció, entonces cogió la maleta y se fue con su hijo a la casa de madera, junto al lago, que compró por casi nada. Había quien decía que ni siquiera la había comprado, que simplemente se había mudado, puesto que estaba vacía y nadie la reclamaba. Lo hizo decentemente, limpió el jardín, reparó todo lo que había suelto y espantó a las alimañas. No tardó en convertirse en la casa mejor cuidada de la zona, aunque en realidad se trataba de una vivienda ilegal muy modesta. La pintó de un color distinto al de todas las demás casas de la comarca y la gente no sabía cómo llamarlo cuando hablaba de él. Verde húngaro, decían mis tías, que no se resistían a espiar de vez en cuando. Un color que no se fundía en absoluto con el resto de los verdes. En cualquier caso, Gábriel se esforzaba mucho por mantenerlo todo limpio y ordenado a su alrededor. Y era muy trabajador. Podría haber ascendido desde abajo, haberse convertido en capataz, si hubiera sabido el idioma, pero no lo sabía o no quería aprenderlo, sobre eso había diversidad de opiniones.
Casi siempre se lo veía entre la fábrica y la casa con la bicicleta que, según la gente, no sabía montar. La llevaba como a un perro que caminase a su lado. Claro que para qué iba a necesitar un perro un lobo estepario, ¿como animal de compañía o para protegerse? Era bien parecido, al menos, así opinaban mis tías, y era como si eso lo protegiese de un destino peor. En cualquier caso, la gente no era con él tan suspicaz como habría podido ser. Hablaban de él, pero lo dejaban en paz.
El miedo que Gábriel me inspiraba no era lógico, era el viejo miedo heredado de Lukas. Siempre me sentía torpe en su presencia y desde luego no me facilitaba las cosas el que se mostrara amable conmigo. Mientras que mi familia trataba a Lukas como si fuera algo que el gato había arrastrado dentro, su padre me trataba a mí como un ser extraño a quien ofrecer una silla y a quien tratar con respetuosa reserva. Jamás demostraba conmigo la irritabilidad impredecible que desplegaba con Lukas.
Una tarde en que Gábriel estaba en el trabajo sonó el teléfono. Lukas estaba trasteando con el Taunus en la explanada, pese a que los trabajos que implicaban el uso de una llave inglesa no eran su fuerte. Encima, estaba lloviendo. Había llovido todo el día, bueno, llevaba semanas lloviendo. Lukas solo conseguía ponerse cada vez más perdido de grasa y estar cada vez más mojado. Se le había metido en la cabeza cambiar la correa de transmisión, ya que no podía permitirse llevar el coche al taller y le fastidiaba no poder conducirlo. Yo me había pasado una hora entera encaramada en el coche con los pies en el parachoques observando sus esfuerzos. Sabía que no lo lograría, había visto a Rikard y a Katja efectuar el cambio en nuestros coches y Lukas lo hacía todo mal. Además, se negaba a escucharme.
Tampoco se molestó en coger el teléfono, aunque le dije que lo hiciera. Tenía que ser algo importante, en su casa nunca sonaba el teléfono. «Seguro que acabas de perder una buena herencia», le dije cuando dejó de sonar. Lukas se cabreó: «Si no tengo familia, ya lo sabes», masculló dándome un empujón que me hizo caer de donde estaba sentada, «vete y haz algo de provecho, anda, saca algunas sobras o algo que seas capaz de preparar… responde al teléfono, por ejemplo, si vuelve a sonar».
Eso no pasará hasta el año que viene, pensé yo. Pero no fue así. Entré en la casa, pese a que lo que me apetecía era irme a la mía, porque cuando Lukas estaba de aquel humor, se respiraba en el aire la disputa. Cuando oí el teléfono, fui siguiendo el rastro del sonido por la casa hasta que encontré el aparato en el dormitorio de Gábriel. La voz de un hombre que no se presentó me pidió que lo pasara con Gábriel Puskás. Puesto que el padre de Lukas no hablaba una palabra de sueco, salí a llamar al propio Lukas. Dejó a regañadientes su fútil tarea de mecánica, entró con las botas mojadas y me apartó a una distancia prudencial antes de entrar en el dormitorio y coger el auricular.
Enseguida me di cuenta de que algo pasaba. Monosílabos vacilantes por respuesta al tiempo que adoptaba una expresión tensa. Al final, se volvió y se me quedó mirando en silencio con el teléfono en la mano. Yo me había quedado congelada en el umbral, intentando aguzar el oído por ver si captaba lo que decían al otro lado del hilo telefónico. Pero la conversación parecía haber concluido, al menos, por lo que se refería a Lukas, que se quedó con el auricular en una mano y apoyándose en la pared con la otra. «Joder», musitó.
Yo me acerqué. Sin atreverme a tocarlo.
«¿Lukas?»
«Vete a casa», me dijo en voz baja, pero yo no le hice caso.
Es de esas cosas que ocurren cuando la gente está estresada y le falla la concentración, «negligencia con el secreto profesional», así fue como nos enteramos —antes que el propio Gábriel— de que estaba muriéndose. Cáncer de huesos. En estado muy avanzado. Irreversible.
No nos habíamos dado cuenta de que la enfermedad llevaba tiempo habitando en la casa. Como un huésped molesto y discreto al que nadie había invitado. No había armado alboroto aún, ninguno de nosotros había notado que Gábriel estaba enfermo, marcado por la muerte, para ser exactos.
El silencio de Lukas, aunque acompañado de una reacción violenta, me sorprendió, lo entendía y no lo entendía. Tantos años como él y su padre habían vivido juntos en un extraño silencio, el silencio de la lengua y de los sentimientos, incluso en su lenguaje corporal había cierta mudez. Cuando Lukas ya era demasiado adulto como para que Gábriel le pegase, se agotó el último recurso de contacto corporal entre los dos.
Pero Gábriel era toda la familia de Lukas, y ahí reside seguramente una especie de amor, aunque yo jamás aprecié calidez alguna entre ambos. Frío, distancia y agrias disputas era cuanto parecía constituir la base de su convivencia. Y en cierto sentido, ese «casi» lo hacía todo más doloroso si cabe. Porque a veces había instantes de contacto, una sonrisa, una mirada entre los dos que daba a entender que, bajo circunstancias distintas, en otra vida totalmente diferente, habría podido existir cariño entre ellos.