La boca del demonio

«Ya no bebas más», me había susurrado Lukas al oído, pero yo estaba ya fuera de ese peligro. Tan sobria que me dormí en cuanto noté su cuerpo contra el mío.

Después solo recordaba instantes aislados, como manchas de luz que pasaban veloces. Recuerdos que no se dejan agarrar con las uñas porque son demasiado borrosos, como la luz de Copenhague aquel día, una luz de septiembre que tornasolaba rápidamente todas las cosas. Lukas y yo. De su cuerpo sí me acordaba, del peso, del olor a lejía de la almohada del hotel, pero no del olor de Lukas.

Bebí como lo había visto beber a él en otras ocasiones: rápido y concentradamente, buscando la embriaguez. Pero aquella noche no recuerdo que bebiera lo más mínimo, al menos, no mientras estuve despierta. El recuerdo… Cloro de más, oxígeno de menos, demasiado peso, demasiados destellos. Únicamente recuerdo una sensación de soledad, tan grande como jamás la había experimentado, como de basura revoloteando por calles desiertas en la mañana. ¿Mi soledad o la suya? No lo sabía con certeza, estábamos tan unidos que no podía verlo con claridad, me era imposible distinguirme de él.

Con el peso bastaba, Lukas no tenía que mover un músculo. Una tonelada de destellos, una tonelada de luz, una tonelada de algodón de azúcar, una tonelada de Lukas. No podía moverme. Una tonelada de soledad. Nada de besos. Solo vi las marcas después. Mucho después. A ambos lados de la arteria carótida. Aún abiertas y sensibles. Llevaba pasando tanto tiempo, quizá desde siempre, como si él necesitara lo que yo tenía, algo de lo que él carecía, me lo iba succionando hasta dejarme una cantidad peligrosamente escasa.

Bajo el balanceo de la araña de plástico nos trasladamos a la cama. Con una cerveza en cada pierna y cien tiovivos dando vueltas y las caderas de Lukas contra mis costillas, danse macabre, pares en fuerza, pares en debilidad, la mano cerrada de él al final de la espalda. Ahí no había estado nunca antes, no de ese modo, ahí no tenía ninguna razón de ser que estuviera. Apartó los ojos, pero la mano siguió en el mismo lugar.

No sé por qué no empecé a llorar. Lukas lloraba, o lo que sea que le pasara en la cara. No sé si me había levantado del suelo o si ya no me quedaba sensibilidad en los pies. Una danza diabólica hasta sucumbir, hasta que se duermen los pies, bailamos hasta horadar el suelo, un agujero que baja hasta el fondo del subsuelo, hasta otro mundo que no conocemos.

Me pasé la infancia bailando sobre sus pies con la sensación de que era yo quien dirigía. Ahora tenía quince años, ya no era una niña, tenía que bailar sola y, de repente, era él quien dirigía y yo no sabía ni cómo seguirlo ni cómo oponer resistencia.

Demasiado alcohol, cansancio y tensión en la sangre. Abotargada de algodón de azúcar y de cerveza de elefante, me perdía en la boca del demonio una y otra vez. This is a man’s world, hasta el corazón mismo del sueño; cuando me desperté, él se había marchado y lo primero que sentí fue alivio.

Tuve que dejar el hotel, pese a que la habitación estaba sin pagar. Y es que no era culpa mía, decía el personal del hotel. Parecían creer lo peor. Ya darían con él por el número del permiso de conducir y se encargarían de cobrarle, ya les había ocurrido antes. Claramente aliviados ante la perspectiva de deshacerse de mí como si estuvieran viendo un problema salir por la puerta. Un problema que, habría podido convertirse en un problema para el hotel, alguien que ha incumplido su responsabilidad… Yo estaba lejos de tener quince años, en eso estaban todos de acuerdo, y él era mucho mayor.

Si todo aquello no hubiese tenido que ver con Lukas, habría llamado a mi madre para pedirle que viniera a buscarme. Pero, dadas las circunstancias, era lo último que pensaba hacer, y eso era lo único que sabía cuando salí a la calle; por lo demás, no tenía ni idea, ni siquiera tenía noción de en qué parte de la ciudad me encontraba. Sin dinero, sin un plano, sin recuerdos del día anterior, salvo por el cuerpo un tanto dolorido. Sin solución a la tesitura en que me hallaba, pero tampoco hacía falta: cuando paseé la mirada calle abajo, vi el Ford aparcado allí donde Lukas lo había dejado el día anterior. Él me miraba desde el asiento delantero, como si se hubiese despertado en el mismo momento en que yo salí a la calle o, sencillamente, como si no hubiera dormido en toda la noche. Me metí en el coche y me acomodé en el asiento del copiloto sin mediar palabra. Él tampoco dijo nada. Primero, tenía que despabilarse del todo, ponerse el jersey, luego fumarse un cigarrillo apoyado en el coche. Luego, tenía que encontrar un baño y una taza de café y algo de pan y tabaco e ir a pagar la habitación. Sopesé si advertirle que no entrase en el hotel. Tendría problemas con el personal, pero no dije nada y, a la hora de la verdad, ellos también se mostraron indiferentes a todo, seguramente, solo les interesaba cobrar su dinero.

Después se pasó un rato dando vueltas por la ciudad para salir del centro y poner rumbo norte, en dirección a los transbordadores. Lukas seguía sin pronunciar palabra. Yo tampoco decía nada. Cuanto más crecía el silencio, más difícil parecía romperlo. Simplemente, seguimos haciendo camino en el coche.

«Yo no quería hacerte daño», dijo al fin con la vista clavada en la cola de coches mientras subíamos la rampa de acceso a la gran boca del transbordador.

Se quedó en la cubierta toda la travesía, mientras yo fui a comprar caramelos, demasiados caramelos, aunque lo único que me apetecía era quedarme apoyada en la borda contemplando el banco de medusas bajo la negra superficie oleosa. Sentir el fuerte viento borrándolo todo cuando me asomaba fuera, sobre las aguas.

Solo bajé cuando el transbordador hubo atracado y oí las señales estridentes de la cubierta donde iban los vehículos. Me senté en el Ford, que estaba impidiendo el paso a otros coches. Lukas arrancó y se puso en marcha, sin decir nada, aunque sus últimas palabras aún flotaban en el aire. Y le respondí que no había hecho nada. Que no me había hecho daño. Porque él jamás me haría daño, ¿verdad? Pero entonces me miró de un modo extraño, como si no me correspondiese a mí determinar tal cosa.

* * *

Pensé en él de camino aquí. Se me quedó la mirada prendida de las manos del autoestopista, el chico al que recogí junto a la salida a la autovía, le vi las manos y me quedé prendada de ellas. Cómo descansaban sobre el vaquero que le cubría el muslo, con los dedos separados de un modo que me recordaba a un juego en el que solíamos competir en la escuela. Un cuchillo que, a ritmo creciente, había que ir pasando entre los dedos de alguien, el más valiente o el que no era capaz de decir que no, mientras los demás miraban jaleando al protagonista. Yo aún tengo una cicatriz en el dedo anular izquierdo. Era Lukas quien sostenía el cuchillo en aquella ocasión. Desde entonces, adquirí la costumbre de observar las manos de la gente. Conservo montones de manos en la memoria: en primer lugar, una rápida ojeada a la cara; luego, las manos, que me dirán lo que la cara no quiere contar, las manos nunca mienten. Una mujer a la que conocí en un tren camino a Berlín aseguraba que era capaz de recordar el sexo de todos los hombres a los que había tocado, y cabía sospechar que eran muchos. Yo, en cambio, solo soy capaz de rememorar dedos, uñas, nudillos, palmas y reversos de la mano. Una facultad especial para recordar las manos y olvidar el resto. Manos de hombres durmiendo, con olor a agua marina, ajo, hachís, perfume, lubricante, el pelaje de un perro, lejía. Me cubro la cara con ellas, veo fluir la sangre, recorriendo los meandros de ramificaciones fluviales azuladas inmediatamente debajo de la piel. Recuerdo todas las manos que me han tocado alguna vez. Recuerdo las que yo quería que me tocaran. Las manos, los hombres, las ciudades.

La mujer me tuvo despierta todo el viaje, contándome sus historias, fue una de esas noches, atrapada en una trampa, encerrada en el compartimiento del coche cama de un tren lento con una extraña que llevaba a flor de piel su vida entera. No tenía miedo. Todo aquello que temía había acontecido ya. Ahora vivía en un hecho consumado. El miedo de la mujer no tenía ya objetivo alguno. El miedo por lo que podría suceder siempre es el peor, eso debió de ocurrir el día que Lukas me cortó el dedo, no sucedió porque le temblara la mano, sino porque me tembló a mí, el miedo provoca el peligro.

Nada ocurrió aquella noche en la habitación del hotel de Copenhague, y nada volvió a ser como antes. Nunca he creído en el mito de la mariposa que, al batir sus alas en un rincón del mundo, provoca un huracán en el otro extremo. Pero quizá exista, pese a todo, un momento así en la vida de todos los hombres, un momento tal que se reproduce y crece hasta dislocar la realidad. Unos segundos de aquella noche constituyeron uno de esos momentos en mi vida.

* * *

Abro tarde los ojos a un día de calor inesperado y la primera advertencia de mi madre: no olvides contener la respiración cuando vayas por leña y lavarte las manos a conciencia después, la fiebre del topillo se transmite igual por heces recientes que por heces antiguas.

Empieza a preparar la comida, nada de sorpresas, comida de campo: salchichas con patatas, bebida baja en alcohol, no quiere que le ayude, «tú siéntate ahí, Lo… siéntate en el lugar de siempre, como siempre». Todo ha de ser como siempre, aunque nada lo es. Da miedo ver cómo maneja el cuchillo, igual que si lo viera de verdad, corta las patatas rápidamente sujetándolas con la mano, como solía hacer la abuela, trastea para encender la hornilla de gas, y si la llama prende en la manga de la camisa… figúrate. Quiero ayudar a poner la mesa, pero ella me manda a mi sitio con un gesto. Así que curioseo unos libros que han estado acumulando polvo en el alféizar de la ventana, seguro que ya hace tiempo que ha olvidado que los dejó ahí. Saco el último de la pila, una Anna Karénina muy manoseada, la versión simplificada con fotogramas de la película de Greta Garbo. Me resulta imposible imaginar la soledad que acecha el día que uno pierde la vista y no puede leer. Yo empecé a leer porque la veía hacerlo. Quería disfrutar de aquello que la tenía totalmente ensimismada a ratos. Cuando nos metíamos en la cama y me calentaba los pies entre sus muslos, cerraba los ojos mientras, medio dormida, oía cómo iba pasando las páginas.

El sonido que se produce al cortar leña de abedul se asemeja al tintineo de cristales. Mi madre no es capaz de cortar la leña con la eficacia de antes, pero pone el mismo empeño. Luego deja la pesada hacha en el tajo y me ayuda a apilar los maderos. El hacha pequeña le cuelga de la trabilla de los pantalones de trabajo y se balancea a cada movimiento que hace, yo solía pensar siempre que la heredaría. No tardamos en tener la leña bien apilada, aunque quizá se le ocurra seguir cortando, existe ese riesgo. Es el mejor momento. Sentarse a charlar una vez realizado el trabajo.

Se quita los guantes y la camisa enguatada de leñador. Y se queda en nada cuando termina de quitarse la funda protectora de fealdad. No es más que un par de clavículas, solía decir el abuelo. También el cabello es ahora más escaso, aunque conserva el color, claro como los campos antes de la siega. Le acaricia la cabeza con mano torpe al chucho amaestrado. No tiene el hábito de acariciar perros. Ya no tiene el hábito de acariciar a nadie.

«Mamá, ¿recuerdas el día del incendio?» «¿En los sembrados? Pues claro». Se seca el sudor del cuello, aún es guapa, aunque mayor. Tiene el tipo de facciones cuyas líneas no se desdibujan con la edad y la grasa subcutánea, antes bien, los rasgos parecen más definidos. Si dejara de pasearse por ahí con la ropa vieja del abuelo, los pantalones de trabajo, con varias tallas de más y el cinturón, al que tiene que dar dos vueltas, la cazadora, que es como su segunda casa. Como una belleza desaprovechada. Se lo sugiero y me mira con expresión jocosa. «Tú la has utilizado por las dos». «¿Tu belleza?» «No, la tuya». Eso no es cierto, yo nunca he sido guapa como lo es ella, los ojos son mi único recurso. Absorben, me dicen a veces. Sí, claro, la boca también, es de las generosas, pero ¿generosa con qué? ¿Qué promesas hace y qué promesas mantiene?

«Hace mucho que no veo al tal Lukas», dice mi madre. «¿Tienes que llamarlo así?» «Ah, ¿y cómo se llama?» «Se llama solo Lukas, no el tal Lukas». «Siempre has sido hipersensible cuando se trata de él. Creía que ya lo habías superado». ¿Superado? Sería como superar el hecho de tener un hermano. «No es que yo fuera hipersensible, es que vosotros siempre fuisteis unos insensibles». «Bueno, la situación no era fácil», me recuerda ella. «No importaba qué dijéramos, Lo, tú te enfadabas siempre». No quiero malograr estos minutos tan valiosos, cada vez son menos frecuentes, aun así, me oigo decir: «Lo odiabais». «No lo odiábamos a él, te queríamos a ti, no es lo mismo. Temíamos… Bueno, no puede ser tan difícil de entender, ¿no? Era una relación tan anormal, cuando tú ibas a los bailes de los últimos años de primaria, él iba a las fiestas del instituto». «Lukas nunca fue a las fiestas del instituto, mamá». «Ya, y tú tampoco ibas a esos bailes, ya lo sé. Esa es la cuestión, precisamente». Lo último que deseo es enfadarme con ella, tengo que callar ahora mismo, de lo contrario, ya sé cómo acabará todo.

Esta leñera era uno de nuestros escondites favoritos, un reino oscuro lleno de telarañas con la luz filtrándose por entre los paneles de las paredes, el aroma de la leña recién cortada, allí almacenada para secar. La casa del pescador de perlas era nuestro mejor refugio, pero si no nos daba tiempo de ir allí, siempre conseguíamos escondernos aquí. Yo solo tenía que huir de los cuidados bienintencionados de mi familia; Lukas, de su padre, imprevisible como un cepo para zorros.

«La verdad, no entiendo por qué todavía te altera tanto todo lo relacionado con ese chico. Si alguien se portó con él brutalmente, esa fuiste tú, Lo. Luego se volvió muy raro», afirma con un murmullo. «¿Raro, digo? Más raro».

A decir verdad, nunca hemos hablado de lo que ocurrió. Siempre he confiado en que ella arroparía lo que hice con una suerte de amor maternal que todo lo perdona. Ese amor capaz de descomponer cualquier pecado hasta convertirlo en blandas bolas de pelo de las que las madres, con un poco de buena voluntad, se tragan siempre y cuando sean de sus hijos. «¿Brutalmente?» Mi madre asiente. Lo sé. Es solo que no creía que ella me viese de ese modo. «En realidad, tú no tienes ni idea de lo que ocurrió», le digo retorciéndome, apoyada en las pilas de leña. Hay conversaciones para las que nunca es buen momento, lo único que quiero es salir al sol. «¿Sigue viviendo aquí?» No lo sabe, pero nadie más parece seguir viviendo aquí. «Que no se marchara directamente, después de lo que pasó», dice mi madre como para sus adentros. «Habría sido lo más sencillo». «¿Adónde? ¿Adónde querías que fuera? Él era el que menos posibilidades tenía de irse». «No preguntó por ti ni una sola vez, Lo. Nada. Yo fui la que se dio cuenta de que algo raro había pasado. Luego, empecé a verlo cada vez menos. Pero ¿por qué no bajas y miras a ver si está?»

¿Cómo puede hacerme semejante pregunta? Sabe que nunca bajo. Que no quiero. No puedo. Es imposible. Hay cosas que resultan imposibles. Quizá también para él. Si se ha dado cuenta de que he venido, habrá evitado dejarse ver.

«Mamá, lo de cortar la leña…», le digo cambiando de tema. «¿Sí?» «En fin, ¿tú crees que es sensato?» «¿Por qué no?»

Esa palabra.

Cargada de vergüenza.

Una palabra que rehúyo al máximo pronunciar. Su rostro invidente es inexpugnable, se guarda la grasa de visón en el bolsillo y tantea buscando de nuevo el hacha, prueba el filo en el pulgar y saca el acero del otro bolsillo de la camisa de leñador. Ella siempre ha cortado la leña a lo largo de los años, toda la leña necesaria para mantener caliente aquella casa; desde que llegamos aquí, ella ha cortado toda la leña. «¿Por qué no? ¿Y quién iba a hacerlo si no? ¿Tú?» Puedes asestarme el hachazo tú misma, parece pensar. Dame el golpe de gracia, solo… Me alarga el hacha, aguarda un instante. «¿Por qué no bajas a ver?», insiste. Luego se da media vuelta y se marcha.

* * *

Siempre que entro en el dormitorio de mi madre, tengo que combatir la sensación de lo prohibido. Aguzo el oído por si la oigo por el pasillo mientras voy husmeando en sus cosas. A veces desearía que ella hiciera lo mismo, que entrara en mi habitación a olismear en mi equipaje, pero sé que nunca haría algo así, que nunca escribiría «Your mother who knows you», como Jean Seberg le escribió a su hijo.

Me bajo algunos libros. Entretanto, ella ha logrado encender la chimenea de la fría sala de estar, esparzo los libros como un abanico y la dejo escoger uno a tientas. Empiezo a leer tal y como solía leerle a Lukas, en voz alta.

«En Trouville le compro queso, yogur y mantequilla, porque cuando llega tarde a casa se abalanza sobre ese tipo de cosas. Él suele comprar lo que más me gusta a mí, brioches y fruta. No tanto para hacerme feliz como para nutrirme. Tiene ese tipo de empeño infantil de verme comer para que no me muera, no quiere que muera, pero tampoco que me ponga gorda, eso es difícil de reconciliar y yo tampoco quiero que él muera, tal es nuestro afecto, nuestro amor. Por la tarde, por la noche, sucede que hablamos sin precauciones. En esas conversaciones nocturnas decimos la verdad por terrible que sea y reímos como antes, cuando bebíamos y no podíamos volver a hablar hasta después de mediodía».

El equilibrio imposible del amor. No ponerse gordo, sobrealimentado, indiferente, demasiado seguro de uno mismo. Pero tampoco hambriento, famélico, de modo que haya que buscar saciarse en otro lugar. ¿Cómo nutrirse lo justo mutuamente? No tengo ni idea. Recuerdo a la pareja de enamorados de los que oí hablar en una ocasión, recorrieron doscientas millas por la Muralla China para encontrarse en medio del desierto de Gobi, es una idea fabulosa. Pero la cosa no fue como pensaban, el amor se acabó por el camino. Decidieron caminar para reafirmar su amor, pero cuando se encontraron por fin, terminaron separándose, después de haber sido pareja durante veinte años.

Mi madre me pregunta si puede elegir otro, no está satisfecha con la elección anterior. Esta no es noche para amor. Vuelvo a abrir el abanico de historias. Ella acaricia los libros y escoge otro. Lo abro y empiezo a leer.

«Era un verano extraño, sofocante, el verano en que mandaron a los Rosenberg a la silla eléctrica y yo no sabía qué estaba haciendo en Nueva York. Les tengo manía a las ejecuciones… sabía que algo raro me pasaba aquel verano porque solo era capaz de pensar en los Rosenberg».

Leo mientras camino por la habitación. Mi madre empieza a adquirir el oído de un murciélago, me dice que deje las persianas. «¿Qué buscas? Me estás estresando, retumban los pasos cuando andas. No estás quieta ni un segundo… ¿de verdad tienes que andar por la casa con los zapatos puestos, como si fueras a algún sitio?» «Yo siempre voy a algún sitio, mamá. Y no me quito las botas por nadie en el mundo. En todo caso, si me lo piden, pero jamás cuando me lo ordenan. Estas botas han recorrido muchas millas por ciudades extrañas, son botas que saben lo que quieren incluso cuando no lo saben». «Los zapatos», señala mi madre cuando me oye dar otra vuelta por la habitación, «¿hay luna llena? Qué no hace la luna con las mujeres, jamás lo he comprendido. Los conejos también están nerviosos en los campos». «¿Lo notas?» «Sí. Las vibraciones», dice.

Ahora prefiere tener las persianas bajadas, se ha vuelto más sensible a la luz, qué raro ser sensible a aquello que ni siquiera ve. Miro hacia abajo, a la casa de Lukas, pero no hay señales de vida. «No creo que siga viviendo ahí, la verdad», dice mi madre como si sintiera hacia dónde dirijo la atención. «¿Estás segura?» «No, pero me da la sensación de que ahí abajo reina el vacío». Una vaga sensación de ausencia: ahora yo también la percibo. «¿Y la casa?» ¿A quién le iba a interesar?, dice con un suspiro. Difícil vender ahora que han cerrado las fábricas, todos se han mudado a otro lugar, nadie se muda aquí. Siempre la misma historia, las compañías extranjeras lo compran todo y lo cierran, prenden la esperanza y la apagan luego de un soplo, hasta que la gente se rinde y se retira, deja sus casas incluso sin vender. Se nota sobre todo aquí, en las afueras, casas vacías y jardines cubiertos de maleza. El paraíso al que mi madre se mudó un día ha hecho las maletas y ha seguido su camino. «Tal vez espere tiempos mejores», dice como pensando. Sí, o mucho me equivoco con Lukas o es eso exactamente lo que espera.

No puedo imaginarme adónde habrá ido. Por poco que perteneciese a este lugar, pertenecía aún menos a cualquier otro. «¿Cuándo fue la última vez que lo viste? Intenta recordarlo», le ruego. Debió de ser hace mucho tiempo, hace mucho que mi madre no ve su propia imagen en el espejo. Si Lukas se hubiese mudado, ella ni se habría dado cuenta. Ni ella ni ninguna otra persona, seguramente. ¿Quién de por aquí lo conocía, en el fondo? Salvo yo. Y su padre. Mi madre se masajea un músculo del cuello dolorido de tanto cortar leña. «Jamás preguntó por ti, Lo, cuando me lo encontraba por el pueblo, ¿no es extraño?» Se da media vuelta, con la silueta delgada como un niño. «¿Y qué más da, después de todo, si aún vive aquí? En todos estos años no has bajado a verlo, eso induce a sospechar lo peor». «¿Lo peor?» «Sí. Que al final algo se torció».

Las últimas tareas del día, lavo las pilas de ropa que crecen en el lavadero. Noto un viento cálido que entra por la ventana mientras doblamos las sábanas. Una ráfaga amarga procedente de la granja de visones. Aquí ya no venden las pieles, las mandan a Rusia y a China, donde se las llevan como rosquillas, si he de creer a mi madre. Los depredadores no se adaptan a la esclavitud, es una humillación que los hace oler mal. Recuerdo cómo parloteaban trepando por las rejas cuando Lukas y yo pasábamos por delante de los cobertizos de la granja. Un macho o varias hembras en cada jaula. Me recordaba a las trampas para ratas del desván de Lukas.

Le ayudo a enrollar las alfombras polvorientas que debo llevar a la tintorería. Ella ya no se ve capaz de lavarlas a mano y no quiere bajo ningún concepto que lo haga yo. «Innecesario». «Yo lo pago, mamá». «De ninguna manera». Tan solo una vez me dirige la mirada solo a mí, con los ojos entornados, como se mira al sol a través de un cristal lleno de hollín. «Lo, y pensar…» «¿Cuánto he crecido?» «Que eres mi hija».

Mi madre era más rápida que su sombra cortando leña. Caía rendida en la cama por las noches, exhausta por el trabajo del día. Ahora tenía que tomar un largo baño por las noches mientras escuchaba todas las reposiciones de la radio, ritualizar el hecho de irse a la cama para exorcizarlo. Entro en el cuarto de baño para preguntarle qué películas quiere ver al día siguiente, he traído algunas que creo que le pueden gustar. ¿Repulsión? Ella niega con la cabeza. Es demasiado vieja para películas de terror, ya nada la atemoriza. «¿Alguna con Marlene Dietrich?» «No, no…», responde mientras deja correr el agua caliente. «¿Hasta el último aliento?» No, tampoco. No la ha vuelto a ver desde que murió Jean Seberg, asegura.

Con los años se ha vuelto más insensible al terror pero más sensible a las cosas tristes. Lo que hay que hacer es exponerse cuando se es joven y protegerse cuando se es mayor, dice igual que solía prevenirme de todo cuando yo era más joven. «Uno aguanta menos. Solo me refiero a eso», añade, como si intuyese mi objeción. Porque uno comprende lo injusta que es la vida en realidad. Lo dura que se muestra con algunas personas. Lukas, por ejemplo… Siempre me estremezco cuando habla de él. Admite que ha pensado en él de vez en cuando. Que, como estaba tan preocupada por mí, no fue capaz de ver que él tenía dificultades. Se enjuaga la cara con la ducha sin cerrar los ojos y no dice nada más.

La única nube que empañaba mi cielo fue durante mucho tiempo la nube que siempre flotaba sobre Lukas. Los lagos de sangre bajo su piel, que se hundían para dejar sitio a nuevos lagos de sangre. Sus problemas eran los míos, aunque no los sufría en mi carne. Y los celos, ese mal negro, temía contagiarme de él, de la melancolía, estaba como traspasado de oscuridad, pero había también algo bajo el fango, algo que brillaba, ¿era yo la única que lo veía? Al igual que él veía las ratas del río de un modo distinto a como las veía yo y sufría al saberlas prisioneras e indefensas, entregadas a mí, una bondad humana que no incluía a seres de aquella clase. Gábriel casi le rompió la cara el día en que descubrió que Lukas me dejaba a mí la fase final de las jaulas de las ratas. Y Lukas apenas logró recuperarse de aquella vergüenza. Ni tampoco de cómo le dejó la cara.

Mi antigua habitación es fría, sueño de nuevo con el agua azul y sin fondo, cómo me voy hundiendo sin salir a la superficie por la otra orilla, con un bañador que, en lugar de dar de sí, encoge en el agua. Escuece como el fuego, me despierto con las manos entre las piernas, quizá no sean más que las estrechuras nocturnas, levantarse a orinar medio dormida, ¿no es demasiado temprano para eso? El envejecimiento es una degradación impersonal, según mi madre, pero yo no quiero saber nada al respecto, todavía, mi vida ni siquiera ha empezado. La acidez de la mañana en la boca, las articulaciones de los dedos rígidas por el frío y el mal sueño. El amor es lo peor de todo. Y el tiempo. No se les puede reclamar que vuelvan, irrevocable como la lluvia después de caer, como las cartas abiertas, inocencias, ignorancia, todo aquello que se ha perdido.