Adolescencia

Separarse sin una despedida. Verse sin la mínima muestra específica de cariño. Solo fundirse, rápida y silenciosamente. Lo que sucedía entre Lukas y yo sucedía siempre del mismo modo imperceptible en que el agua se va calentando en un barreño de cinc puesto al sol.

Lo único que me creció el año que iba a cumplir quince fueron las piernas, como las de una gacela. La adolescencia no me parecía una revolución interior ni nada por el estilo, sino más bien un dolor de crecimiento constante. El cuerpo apenas me interesaba más que como un medio de transportar mi conciencia de un espacio físico a otro. Por mí, podría haber pertenecido a otra persona, tan poco interés me suscitaba, y casi la misma indiferencia me inspiraba el suyo. Me di cuenta de que había cambiado desde que empezó a trabajar, se había vuelto más nervudo, más duro, más lento. Pese a todo, aún se apreciaba en él algo del niño de antaño, como si el ternero que llevaba dentro quisiera demorarse allí. Por razones sentimentales o para esperarme a mí, para darme la oportunidad de que lo alcanzara.

El amor convierte a la persona de la que te enamoras en un ser sin defectos. Convierte un fragmento de vidrio en una joya reluciente. Yo era la mano que lo sostenía a él a la luz del sol. Ojos negros de aceite residual y todo lo demás que era él, pero… ¿enamorada? Era mucho más complicado que todo eso. Nuestros olores empezaban a cambiar, se volvían más intensos, más penetrantes y, al mismo tiempo, más distintos entre sí. Juntos olíamos a quemado. Explica el amor. Explica el verano. Nadie es capaz de explicar ese verano en que la infancia se termina de pronto. Llenaron de agua el manicomio, pero Lukas y yo apenas notamos lo que sucedía a nuestro alrededor. Que el reloj avanzaba. Que pasaban las estaciones. Que el lago se cubría de hielo joven, hielo a la deriva, escombro de hielo. Que todos desaparecieran, uno tras otro, hasta que hubo tantas sillas vacías en la cocina que mi madre hizo una hoguera con ellas. No era propio de ella, ella solía hacer leña de todo aquello que era combustible, pero se diría que había perdido el brío.

La infancia fluyó como un reguero y desapareció sin dejar tras de sí más que unos puntos de nostalgia empalidecidos por el sol. De repente me vi en la edad de leer Bonjour Tristesse, leía cualquier cosa que encontrase en la librería de mi madre. Ella debió de perder la fe en el asunto de los libros ya en su juventud, porque todo lo que tenía allí era de aquella época. A falta de diarios reveladores que pudiese leer a escondidas, las novelas se convirtieron en la única vía de curiosear en aquel período de su vida. Un atisbo del panorama que tenía en aquella época. Olía a pinos piñoneros, a suburbios norteamericanos y a cafeterías francesas desiertas cuando abría aquellos libros y me dejaba llevar lejos. Lukas se ponía celoso. Los libros me volvían inaccesible aunque estuviese tumbada a su lado en la cama. Se daba perfecta cuenta de que me transportaba, pero ignoraba adónde y más aún, por qué. ¿Novelas? Esta parte del mundo no tenía nada de malo, ¿no? La parte del mundo donde se encontraba él, donde esperaba él. Me esperaba a mí, lo quisiera yo o no, encendía un cigarrillo cada vez que yo pasaba una página, echaba el humo sobre las hojas del libro, me miraba.

Yo leía todo lo que caía en mis manos. Los libros conseguían que se detuviera el tiempo y, a la vez, expandían el mundo. En la distancia todo resulta hermoso, como los deltas fluviales vistos desde arriba, liberados del hedor a sedimentos putrefactos y a cieno. Despejados y tentadores como los mapas de lugares inaccesibles en los que ningún ser humano puede vivir.

Leí sobre el modo en que los chinos describen el transcurso del tiempo, la belleza lógica con que discurría a sus ojos. En lugar de la división grosera en cuatro estaciones, hablaban del frío menor, del gran frío, el arribo de la primavera, agua de lluvia, insectos en movimiento, seguido todo ello de una luz clara, la lluvia del grano, la llegada del verano, simiente germinando, simiente madura. Después, el solsticio de verano, que culmina en el calor menor, el gran calor, la llegada del otoño, mengua el calor, rocío blanco. A continuación, el equinoccio de otoño seguido del rocío helado, la primera noche de escarcha, cuando las aves migratorias abandonan Pekín y están los crisantemos en todo su esplendor. Se posa luego la escarcha sobre todas las cosas, la llegada del invierno, la nevada menor, la gran nevada, hasta que vuelve a cambiar la luz.

* * *

Llegó septiembre de sombras alargadas, aves migratorias, luna otoñal. Mi mes, el mes de la inocencia, virgen, zafiro. Nuestra relación jamás fue tan estrecha como llegó a serlo después que hube cumplido los quince. Cuando yo era niña, él era adolescente, y cuando yo alcancé la adolescencia, él ya era adulto, pronto nos hallaríamos los dos en el mismo lado de una frontera decisiva. Ya no sería seducción de una menor, decía Lukas mientras nos dábamos lo que sería el último chapuzón en el lago, si algo ocurriera. «¿Ocurriera?» Entre nosotros, dijo.

Había algo en el aire, yo llevaba tiempo notándolo, quizá fuese solo aquella tensión leve, ese amago de desasosiego y de cambio que se produce cuando una estación se convierte en la siguiente. Lukas había aludido infinidad de veces a mi décimo quinto cumpleaños, aseguraba que era una frontera, pero ¿entre qué y qué? Llevaba dos años siendo adolescente. «Pero Lo, quince años, a esa edad ya no se es niño en absoluto». La frontera, la imaginaria, entre lo posible y lo imposible, como si la frontera misma hiciera posible algo que no lo era. Así parecía razonar Lukas. Había ido alimentando unas expectativas que me habían inducido a creer, como él, que notaría físicamente que estaba sobrepasando algo.

Era como si un sol lo hubiese estado asando por dentro a lo largo de aquel verano, como si lo hubiese estado torturando y resecando de arriba abajo. Vivir es esperar. Por lo menos para Lukas, esperar que la serpiente deje ver su verdadera cara, el año en que cumplí quince era el año de la serpiente, lo que, según el calendario chino que mi madre tenía en la estantería, significaba traición y doble juego: no firmes ningún contrato, no cambies las sábanas, ten cuidado con el fuego, no participes en ningún juicio, no vendas tu alma al diablo, evita hallarte en mar abierto y no te laves el pelo, no comas melocotones, paga tus deudas solo en caso de necesidad extrema, evita los casos de necesidad extrema, y los encuentros familiares, será aciago hacer nuevos amigos, rehúye las discusiones agotadoras y los viajes largos.

Pero cuando ya se acercaba el día, Lukas parecía haberlo echado todo en el olvido. Nada de planes extraordinarios y nada de preguntas sobre cómo quería celebrarlo, pese a que yo siempre tenía algo que decir al respecto. «Sabes qué día es mañana, ¿verdad?», pregunté al fin sin poder aguantarme. «¿La fiesta nacional de Japón? O no, espera… Será el día mundial de la conservación de la capa de ozono. A saber cómo se celebra eso». «Sé que lo sabes… Pensarás darme una sorpresa». «Ni hablar. Tengo turno extra», respondió Lukas indiferente. Que éramos demasiado mayores para bromas. Que no podíamos andar jugando eternamente.

Había empezado a trabajar en el turno de noche con la idea de tener la casa para él solo mientras su padre estaba en el trabajo. Lukas fichaba a la salida, llegaba a casa, dormía unas horas y se levantaba cuando Gábriel salía para el turno de tarde, al mismo tiempo que yo llegaba a casa después de la escuela. A partir de ahí, la casa era nuestra hasta última hora de la noche, a menos que bajásemos a la del pescador de perlas. Yo hacía los deberes en casa de Lukas, cuando los hacía, mientras que él se balanceaba esperándome sentado en una silla. Por mucho que me apresurase y los hiciese a la ligera, a él siempre le parecía que me llevaba demasiado tiempo. Que iba demasiado a la escuela, que leía demasiado, que no era sano a mi edad, el cerebro aún no estaba plenamente desarrollado. Esperaba que el suyo tampoco, le dije, y, de ser así, ¿cómo le sentaría pasarse las noches trabajando entre los humores de productos químicos de la fábrica?

No tenía ni idea de lo que quería hacer con mi vida, solo que las fábricas no entraban en mis planes, de modo que no podía pasar por completo de la escuela. «¿Cómo que las fábricas no? No estarás hablando de mudarte, ¿verdad?» Lukas parecía perplejo. Como si jamás se le hubiese pasado por la cabeza aquella idea.

* * *

Estoy esperando detrás de la gasolinera, tal y como me había pedido por teléfono la noche anterior. Tras salir del turno de noche, pasa por allí en un coche que yo ignoraba que hubiese comprado, un Ford Taunus de color azul lejos de ser nuevo, pero no demasiado oxidado. No puede ocultar su orgullo cuando gira y abre la puerta del acompañante antes de pedirme con un gesto que suba. Gábriel no tiene ni coche ni permiso de conducir, esto es cosa de Lukas de principio a fin, se ha pasado mucho tiempo trabajando para poder permitirse las clases de conducir y lo ha mantenido en secreto.

Yo he preparado una vieja mochila militar con lo imprescindible, no estoy segura de qué me espera. Le dejé una nota a mi madre en la mesa de la cocina: «Celebro el día con Lukas. No te preocupes». Me arrepiento de la última frase, pero ya es tarde.

El ambiente en el coche es sofocante y tenso, Lukas parece más sereno que expectante. Tan bien afeitado que se diría que aún no le ha salido la barba. Con una camisa blanca de nailon, el día lo merece; reconozco esa camisa, es de Gábriel. A mí me pica el cuello por el sudor. En cambio Lukas parece estar fresco, o más bien frío. El frío como una forma de expresión de estoy ardiendo, quizá. El regalo está sin abrir en el parabrisas, un paquete minúsculo con una cinta rizada que se ha agostado por el efecto del calor. Se le ha olvidado decir felicidades. No puede contener sino una joya, y que Lukas me regale una joya me resulta de lo más extraño. Mientras no me lo dé, mientras lo deje donde está, me siento satisfecha. «¿Adónde vamos?», pregunto. «¿Adónde has querido ir siempre?» «¿Al Atlántico?»

Si él ya lo sabe.

«Venga, no lo estropees todo», me responde irritado. Debería haber caído… me dijo que preparara equipaje para una noche, no para una semana. «¿Al Tivoli?», me apresuro a añadir. Lukas no contesta, simplemente, acelera por la autovía con expresión resuelta.

* * *

Nada más salir del coche oigo la música del parque de atracciones en la distancia, gritos entre el pánico y la euforia, el sonido de la música acelerada del organillo. ¿Cuánto tiempo llevaba planificando todo esto? Ahorrando para poder llevar el coche en el transbordador y seguir bajando por la carretera de la costa hasta Copenhague, pagar las entradas, el restaurante y luego el hotel. Ninguno de los dos ha viajado tan lejos hasta ahora, él menos todavía. Tanto valor y tanto dinero ¿de dónde le vienen? Va sacando un billete tras otro del bolsillo de los vaqueros, hasta que no me atrevo a señalar nada más, temerosa de arruinarlo.

De la ciudad no vemos más que el Tivoli, pero solo eso es ya demasiado. Me encanta. Lukas se rinde a aquel lugar. Pronto se da por satisfecho y le basta con quedarse abajo mirando, se diría que el gentío y el volumen del sonido lo tienen paralizado. Yo entro y salgo sola por la boca del demonio, un giro hacia atrás en un columpio, un torbellino a un ritmo maníaco. La fuerza centrífuga, la velocidad del parque de atracciones, las capas del algodón de azúcar, me siento como un bebé gigante electrizado, sin control sobre lo que es arriba y lo que es abajo. No importa, aquí nadie me conoce, así que me relajo y dejo que la falda, la risa, el pelo se eleven más rápido, más alto, más, voy subiendo, flotando, gritando. Para luego verme engullida del revés, hacia fuera de mí misma, catapultada lejos de Lukas, abro los ojos y lo veo desaparecer.

Debo de haber nacido para esto, para rodar a toda velocidad y lanzarme a algo más grande. Revolotear entre los pecados capitales, avaricia, soberbia, lujuria, ¿cómo voy a poder aterrizar… conformarme de nuevo con la tierra firme bajo los pies?

Al final, no me queda más remedio, van a cerrar el parque y hay que salir, salimos a codazos al mundo exterior, de cuya existencia me había olvidado por completo.

Lukas parece sereno cuando, después de medianoche, damos con el hotel, hasta que por fin nos sentamos en la cama doble tras una serie de procedimientos de registro que se me antojaron eternos y las miradas suspicaces del personal del vestíbulo.

«Oye, pero ¿qué se pensaban?», pregunto al tiempo que, exhausta, me dejo caer en la cama todo lo larga que soy. Lukas guarda silencio unos minutos. Luego: «¿Bailamos?».

Encuentra música en una emisora nocturna, saca dos cervezas del minibar y unos vasos de plástico que llena hasta el colmo. En condiciones normales, suele beber directamente de la botella, pero esto no son condiciones normales, da la impresión de que ha pensado en todo. La cerveza parece adaptada para menores, con elefantes en la etiqueta, yo estoy bizca de cansancio y él debería estar más cansado aún, puesto que no ha podido dormir después del turno de noche. Pero lo veo más tenso que cansado cuando me va guiando durante el baile, siento la música en sus caderas, Lukas tiene una relación física con la música que yo no conozco. Como si la percibiera a través de todo el cuerpo, mientras que yo solo la oigo. Baila muy bien, pero yo no puedo evitar… me entran ganas de reír, porque está tan serio. Sobre todo cuando la música cambia de ritmo y suena con otro tono más soft. No tardo en perder el control, la risita crece y se convierte en un ataque de risa, Lukas no se ríe, sigue con esa expresión tan seria, y yo intento aguantar la risa, pero solo consigo ahogarla a medias. Me agarra más fuerte. Es una música lenta, sugerente y sensual. Me resulta de lo más raro, es como que no pega nada. No consigo relajarme.

He pasado el mejor día de cumpleaños de toda mi vida, pero ahora lo único que quiero es dormir. La cerveza y el cansancio y la música y el transbordador, que aún se balancea bajo mis pies, y el remolino en el que me subí siete veces siete veces, me zumban los oídos, el sonido crece a cada sorbo de cerveza. «No bebas más», advierte Lukas. Pero no estoy borracha, me siento terriblemente sobria.

* * *

El alboroto de las palomas en el canalón me despierta al alba. Con la sensación del parque de atracciones aún en el cuerpo como un vértigo entre sueño y pesadilla. Tengo los labios hinchados, me pesa la cabeza. El reloj de la radio que hay junto al almohadón del hotel indica las seis y diez, me da frío en la espalda, Lukas ya no está detrás de mí. Me apoyo en los codos y me incorporo para ver si se oye algo en el baño, pero entonces veo que ni las zapatillas ni la sudadera están colgadas junto a la puerta. Él suele estar cansadísimo por las mañanas, no se me ocurre ni por asomo qué ha podido hacerlo salir tan temprano. A menos que no haya dormido conmigo, como yo creía, sino que se levantara de nuevo y saliera, y… luego, ¿qué? Lukas nunca me dejaría sola aquí.

Los regalos están en la mesilla de noche, el perfume, Eternal Escape, y el corazón de plata con dos manos, un alambre de espino y una llama ardiente. Aún me siento llena de todas las cosas raras que me zampé ayer. Me sabe la boca a algodón dulce revenido. La ropa está amontonada hecha un lío en el suelo, aunque no recuerdo haberme desvestido, pero estaba transida de cansancio, y aún lo estoy. Me tapo la cabeza con el edredón, intento dormir mientras espero. Dejo pasar las horas.

En algún momento del mediodía suena el teléfono, a lo lejos, en otro mundo, suena cada vez más cerca mientras voy pasando del estado inconsciente al de semivigilia y de ahí finalmente me veo arrancada del semisueño. Cojo el teléfono y me llevo el auricular a la oreja con tal ímpetu que me golpeo la sien, un buen porrazo. No es Lukas, sino una extraña que me pide en inglés que baje a recepción. Con un eco de irritación en la voz. Me pongo rápidamente los vaqueros cortos y la camiseta, recojo volando mis cosas y echo mano del panda gigante que me mira sentado en el suelo con la espalda apoyada en el minibar, y bajo. Hay que dejar la habitación, desde hace casi dos horas, dice la joven recepcionista, la misma de ayer, aunque con otro color de lápiz de labios, y, al verme bajar sola, se pone tensa. «¿Dónde está tu hermano? ¿Te ha mandado a ti a pagar?» ¿Pagar? No llevo encima ni una moneda, lo único que tengo es un dolor de cabeza tremendo y un panda gigante, tan grande que debería llevarme él a mí en lugar de yo a él. Me retumba la cabeza, entorno los ojos para mitigar el dolor, se me tiene que ocurrir cuanto antes alguna mentira que me permita salir de allí, pero no doy con ninguna. «No está. Se ha largado», le respondo con toda sinceridad. «¿Tu hermano?» «No, el que pidió la habitación. No es mi hermano». La joven se me queda mirando. Tanto tiempo que empieza a picarme todo el cuerpo, tiene algo en la mirada que escuece, pobrecilla, dice la joven y esos ojos, no hay manera de escapar de ellos. «Perdón», susurro entonces, a falta de otra salida. «No, no tienes que pedir perdón. Ya sospechaba yo que no era tu hermano. Se comportaba de un modo extraño, debí darme cuenta».

No me da tiempo de retirar la cabeza cuando me coge la barbilla y me inspecciona la cara a la luz de la lámpara del techo: «¿Qué es eso?». La sien. Seguramente, empieza a verse un buen cardenal. «¡Menudo cerdo!», estalla la recepcionista. «¿Qué más ha hecho contigo?» Acaba de ver el corte del labio, el corte del remolino, de la primera vez que me subí y no me esperaba tanta potencia y tanta velocidad. ¿Cerdo? ¿Que qué me ha hecho? No puedo ni contestar, se me queda la mente lisa y reluciente como una calle cubierta de hielo. «¿Te ha traído aquí de Suecia?», asiento sin pronunciar palabra. «¿Cuántos años tienes?» «Quince». «No, no, no. A mí no tienes por qué mentirme. Dime, ¿cuántos?» «Cumplí quince ayer». «Te digo que no tienes por qué mentir. Yo no quiero hacerte ningún daño, solo ayudarte. ¿Alguien a quien pueda llamar? ¿Tus padres?»

Sería lo último. Mi madre iría a la policía y denunciaría a Lukas por secuestro, si no lo había denunciado ya. Y luego se haría cargo de la venganza personalmente. Algo con el hacha. Por no hablar de Rikard, se le ha ido la pinza por mucho menos, cualquier cosa que incluya a Lukas parece ser suficiente. Lo único que tengo que conseguir es salir de allí, y después, llegar a casa por mi cuenta y sin un öre.

Seducción de una menor: ya no lo llamarían así, decía Lukas, si él y yo… si nosotros. Pero no lo hicimos, ¿no iba yo a recordarlo, por muy ida que estuviera? La cerveza era más fuerte de lo que inducía a creer la etiqueta y Lukas estaba cachondo, de eso me di cuenta, pero son cosas que pasan y, desde luego, no era la primera vez, solo que por lo general solía ocultarlo mejor. This is a man’s world, cantaba James Brown en la radio, ¿y cómo no iba una a excitarse con eso? Yo sí, claro, aunque más bien… mentalmente o así. Mentalmente o así. Lukas me mordía la oreja. «¿Mentalmente o así? Joder, Lo…» Bailamos, bailamos nosotros, bailaban los elefantes, bailaba la espuma, la araña de plástico del techo giraba. Lukas fingió no darse cuenta de que lo estaba pisando todo el rato. This is a man’s world, but it would be nothing nothing nothing… without a woman or a girl… hasta ahí recuerdo, a partir de ahí no recuerdo mucho más.