Fue el abuelo quien le dio permiso a mi padre para que saliera. El que dijo que el hielo era seguro. Un hielo perfecto para matar una lota a mazazos. Era un día normal de principios de invierno, la hermana de mi madre, de ocho años, se fue con él, que tenía trece. No pudo salvarla. Se le volvió del revés y se le desprendió del anorak rojo, con la misma facilidad que una rosa pierde la corola y de la misma forma silenciosa. El tejido rojo se quedó flotando en el agujero abierto en el hielo mucho después de que ella hubiese desaparecido absorbida por el fondo marino.
El agujero en el que se ahogó era un elemento recurrente en los sueños de mi padre. El silencio. Soñaba silencio: que la catástrofe fuese tan callada y tan veloz y tan en calma, eso era lo más aterrador. Que todo fuese ya demasiado tarde. Para dar alguna voz de alarma o para intentar siquiera salvarla. Simplemente, se quedó allí en medio del lago, solo.
Luego llegó el invierno, que no parecía querer acabar nunca. Sabían que la niña estaba bajo el hielo, en alguna parte, que su cuerpo iba a la deriva por el fondo o que quizá se hubiese congelado durante las noches más frías y formase ya parte de un bloque. Solo cuando empezó el deshielo lograron encontrarla. Conservada por el frío, desnuda, tan solo con la cruz del bautizo. La identificación del cadáver fue un puro trámite, pero también una pesadilla. Acudieron mis abuelos paternos, en lugar de los maternos; mi padre tuvo que ir porque su padre consideró que debía hacerlo. Se quedó a unos metros, muy impresionado porque la mostrasen desnuda en la sala de luz heladora del depósito. Verla de nuevo… después de tantos meses. Muerta, respondió mi padre cuando le pregunté cuál era su aspecto. Y, aun así, no muerta. Estaba completamente seguro de haber atisbado cierto movimiento en las pestañas rubias, pero quizá fuese algo descongelándose: no tanto como para que ella volviese a la vida, aunque sí lo suficiente como para provocar el movimiento. Suya era la culpa. Eso no tenía que decirlo nadie.
Me daban miedo los charcos en el hielo: grandes agujeros abiertos donde el viento mantenía el agua derretida, invisibles al ojo, la trampa más artera del hielo. Agujeros que te tragan, agujeros de gas, agujeros corrosivos. Corrientes cálidas que debilitaban el hielo hasta hacerlo incapaz de aguantar ni a un lince pequeñito que anduviese de caza. En el invierno más próximo a la primavera, el sol brillaba tan alto que penetraba la superficie derritiendo el agua congelada desde abajo. El hielo era un mundo peligroso que había que conocer a fondo. Mi padre tuvo que aprender a leer sus signos desde niño: riesgos, resistencia, señales, pero no había garantías. El hielo de una sola oportunidad aguantaba únicamente el paso de una persona: la siguiente, se colaba hacia el fondo. Así fue como se ahogó la hermana pequeña de mi madre. Mi padre pasó y se dio la vuelta y vio cómo sucedía todo sin poder hacer nada. El hielo que acababa de aguantar su peso, no resistió el de ella, pese a que era mucho más ligera.
Yo iba detrás de mi padre muy cerca de él. Nubes de humo se deslizaban a la deriva sobre las aguas heladas. Éramos padre e hija e íbamos de caza, derechos hacia el sol. De vez en cuando me detenía a unos pasos de él, apuntaba y disparaba. Cuando oímos mugir al hielo, ya estábamos en medio del mar. Aterrada, vi la grieta que se dibujaba entre nuestras piernas, convencida de que se abriría del todo, nos separaría, nos tragaría. Pero una ojeada a la expresión de mi padre me dijo que el hielo aguantaría. Los disparos que restallaban bajo nuestros pies solo indicaban que era un día de un frío insólito y que el hielo tenía un grosor insólito y que se agrietaba por la tensión provocada por las variaciones de temperatura. El ruido que alertaba de que iba a producirse el desprendimiento de una bandeja de hielo era diferente, había que aprender a distinguirlos.
En torno a la hermana de mi madre parecía haber algo especial ya antes de que se ahogara, quizá simplemente el hecho de que fuese la menor. «Pequeña como tú, Lo, y aun así, cayó a través del hielo que yo acababa de pisar. Si ella hubiese ido delante, habría pasado, y me habría ahogado yo», dijo mi padre cuando habíamos llegado a lo más profundo. Hielo de una sola oportunidad, hielo de pesadilla. Convertirse de ese modo en la muerte de otra persona, tener la voluntad de proteger y, pese a todo, debilitar el hielo como para que se quebrara en cuanto el siguiente pusiera allí el pie.
Hielo salado, hielo dulce, hielo azul, hielo de cristal, hielo naufragado, hielo de témpano, hielo de diabasa. Hielo que parecía ácido carbónico congelado. Me dormía andando al ritmo de su voz soporífera que me contaba cómo el agua se extendía en varias capas, la más fría, la más superficial en invierno, la más cálida, la más superficial en verano. Mi padre sabía tanto del hielo como mi madre del manejo del hacha. El accidente del ahogamiento no le hizo tener miedo al hielo, a él lo que lo asustaba era la profundidad, el vértigo, la sensación de hallarse a una gran altura, un miedo a caer que podía sobrevenirle en cualquier momento. Al hielo, en cambio, salía en cuanto todo se congelaba, ponía espigas para pescar lucios, pese a que apenas había pesca en aquella zona. Nunca me invitaba a que lo acompañara. Tampoco me lo impedía cuando me veía atarme las botas y seguirlo.
Yo iba con él sobre todo por las historias. El hielo llevaba aparejadas las historias. Sobre los perros a los que soltaban cuando la caza del oso, aún enganchados por parejas, rodeaban de dos en dos a la presa, que se encabritaba y se empinaba instintivamente a la defensiva. En pie sobre las patas traseras, el oso era un blanco fácil para los cazadores. Cuando mi padre me contó aquella historia, pensé en el abuelo, su padre, que en posición erguida era tan alto como el animal cuyo nombre llevaba. Él y mi padre se tenían ojeriza, era algo que, sencillamente, se notaba, eran como perro y oso.
«¿De verdad que todos vosotros habéis nacido del hielo?» Yo llevaba tiempo manoseando aquella pregunta, hasta que maduró de tanto sobarla. Eso era lo que me imaginaba cuando le oía decir a mi abuela paterna que ella y mi otra abuela parían un hijo cada invierno, me figuraba que salían a la banquisa y que sacaban a los hijos de un agujero en el hielo. Pero a mi padre se le esfumaron de repente las ganas de seguir hablando. «Cuando lleguemos a casa le dices a tu madre que te explique cómo se hacen los niños. Ella conoce todos los detalles».
Y así fue. Mi madre me habló de la tahona, que estaba junto a la casa donde vivían, y me contó que en la tahona había un muro caliente, y junto al muro habían montado un catre, y en ese catre podía uno tumbarse si quería disfrutar de un rato a solas. Allí los engendraron a todos, uno tras otro. Al calor que daba el horno, que solía estar recién encendido, al aroma familiar de la leña de abedul y de la harina de cebada. Si te llevabas un tarro de mantequilla, podías comerla con los restos de pan cuando te daba hambre. Y claro que te daba.
Pero ¿y yo? ¿Dónde me engendrasteis? ¿También junto al muro caliente? Mi madre me miró desde el tajo, donde estaba sentada con el hacha y la piedra de afilar, y me respondió que no, que el horno pertenecía a otro tiempo y a otro lugar.
La historia del día que nací me la habían contado en muchas ocasiones, pero nunca cómo me engendraron. ¿Por qué ellos dos, precisamente? Las dos personas más dispares. Mi padre era un padre completamente normal, pero mi madre… «No fue junto al muro caliente, Lo. A ti te engendramos bajo el techo abuhardillado».
¿Bajo el techo abuhardillado? ¿Solo aquello pensaba darme por toda respuesta? Eso no explicaba nada. En nuestra casa ni siquiera había un solo techo abuhardillado.
* * *
Hay recuerdos tan nítidos que cuanto los rodea parece difuso. Era una tarde, a hora ya avanzada, varios meses después de que papá se hubiese marchado, con el hueco resonar del avetoro invisible en ascenso desde el lago, como cuando soplamos en la boca de una botella vacía. Un ave esquiva y misteriosa, tan solo en una ocasión logré entreverla volando en picado, como si le pesara la cabeza, como una rapaz sobre las aguas de azogue.
Puse el televisor para no tener que oír aquel sonido fantasmal. Estaba sentada en un puf de la habitación de Rikard y me aburría. Las noticias. Bla, bla, bla. Me puse cabeza abajo para ver la tele del revés y que fuese menos lamentable.
Corresponsales de cara al viento, tormenta desatada en los pueblos con la fuerza de un huracán, la lente de la cámara tan cuajada de gotas de lluvia que apenas se veía nada, pero yo sí lo veía… allá, al fondo… Me quedé mirando cabeza abajo, hasta que toda la sangre se hubo concentrado y parecía que me iba a estallar. «Alexander Kielland», esas palabras de mal agüero que flotaban sobre todos nosotros, sobre toda aquella catástrofe. El mar en rebeldía absoluta, olas ingentes, huesos rotos, la plataforma había zozobrado, volcado, se volvió del revés. Y se hundió.
Todo sucedió muy rápido. La mayoría de los tripulantes cayó por la borda y los que no cayeron, se arrojaron a las aguas heladas del mar. ¿Por qué? ¿Porque lo hacían los demás? ¿Porque corrían el riesgo de que el petróleo empezase a arder? Pero ¿no estaba también el agua cubierta de crudo? ¿No se ahogarían todos en aquel líquido negro y grasiento, cual aves marinas indefensas? Sin el traje de supervivencia no resistirían el frío más que escasos minutos, decía el corresponsal, pero ¿qué importancia podía tener eso? Cuando el mar empezara a arder. Un mar en llamas. Me arrastré un poco más cerca de la pantalla, intentando imaginar un mar en llamas.
Aún no se sabía cuántos habían perdido la vida, informarían a los familiares antes de hacer públicas las listas. Me abalancé rauda y apagué en mitad de la noticia, presté atención a los ruidos de la planta baja, pero allí no tenían puesta la tele. Solo yo estaba al corriente de lo ocurrido. Aquel suceso horrendo. La catástrofe de la plataforma de extracción de petróleo. Una expresión horrenda. Horrendamente larga. Y, de repente, no abrigaba la menor incertidumbre de que mi padre estuviese allí. Supe que estaba allí. Si cabía la posibilidad de tener mala suerte, él siempre la aprovechaba. Salí corriendo. Bajé a la cocina, donde encontré a mi madre y a la abuela delante de la encimera descamando arenques. Enterré la cara en el delantal de la abuela, que olía a pescado, negándome a contar lo ocurrido.
Pasé los días que sucedieron a la noticia en una neblina de irrealidad, con el silbido del avetoro resonándome en la cabeza con un eco ominoso día y noche. Nadie decía nada. Como si el accidente no hubiese tenido lugar. Como si ninguno de ellos hubiese oído hablar del asunto, ¿o estarían intentando ocultármelo? Pero ¿cómo podían fingir tan bien? Comer y dormir y trabajar como de costumbre. Reír como de costumbre. «Si estuviera entre los ahogados, te lo habrían contado», sostenía Lukas. Si fuera uno de los escasos supervivientes, también me lo habrían contado. El silencio solo podía significar lo peor.
Días inquietantemente normales ya cerca de la catástrofe. La cocina a la fría luz solar, mi madre cortando leña, Rikard y Katja amontonándola, Erik y Marina lavando los coches, Helena tumbada en el sofá viendo la tele con su novio, Jon discutiendo por teléfono con su novia, novios y novias que iban y venían, rara vez perduraban en aquella familia, y allí estaba la abuela, poniendo la vajilla en remojo, el abuelo, que se había refugiado en el arboreto, mi abuela materna limpiando el polvo de todas las superficies, moviendo los objetos con delicadeza. Por las noches me acurrucaba entre mi madre y Marina, como cuando era pequeña, me quedaba allí tumbada con los ojos desorbitados, mientras ellas parecían dormir tan tranquila y plácidamente como siempre. «Hija, no paras de dar vueltas como una perra a punto de parir. ¿Qué te pasa?», susurró mi madre en la oscuridad. Yo intenté decir algo de mi padre, pero era incapaz de pronunciar palabra. «Piensa en algo bonito. Tu cumpleaños. Piensa en lo que quieres que te regalemos. ¿Le decimos a David que venga?» Yo escondí la cabeza en el almohadón: «¡Déjalo ya! Sé que está muerto». Mi madre se incorporó de golpe en la cama: «Pero ¿qué dices? Eso no tiene ninguna gracia». Yo hundí más aún la cara en la plancha abultada del almohadón. «¡Pregúntale al abuelo!», chillé.
Me agarró la mano con fuerza y me arrastró por el pasillo frío en la noche, luego bajamos la negra escalera hasta el dormitorio de mis abuelos paternos. Entró y sacó de la cama al abuelo aún adormilado y lo condujo a la cocina para someterlo a interrogatorio. «¿Has perdido el juicio? ¿Le has dicho a la niña que su padre ha muerto? ¿Es que no tienes corazón, no tienes vergüenza, te has vuelto loco?», le susurró enfurecida. El abuelo daba la impresión de creer que aún soñaba, aplastado contra la encimera de la cocina con la sola fuerza de la voz de mi madre. Yo me escabullí a la habitación con la idea de coger la fotografía de la plataforma petrolífera, la misma que ya no estaba en el mar, sino que, tras caer derribada como un castillo de naipes, yacía en las profundidades junto con ciento veintitrés hombres muertos. Esa era la cifra definitiva, según Lukas me había contado que habían dicho en televisión, había más muertos que supervivientes, y a mi padre le pasaba lo que a Lukas, que si había ocasión de tener mala suerte, él la aprovechaba siempre.
Antes de entrar de nuevo en la cocina oí la voz del abuelo. «¿… y qué demonios iba a decirle? La niña no paraba de preguntar. ¿Querías que le dijera que su padre vive aquí al lado y que no viene a verla a causa de…» A causa de nosotros, me pareció que decía, pero precisamente en ese momento me vio y se tragó la última palabra.
* * *
El aroma de su sudor nocturno, salado y oloroso, estaba tumbado boca arriba con las manos debajo de la cabeza, abrió los ojos muy cerca de mi cara. Acababa de dormirse, pero no tan profundamente como para no oír mi pregunta. Los ojos de un azul oscuro intenso con una corona de óxido cerca de las pupilas. «¿Quieres a mamá?» Me miró como si mis palabras le llegasen muy despacio.
«Nunca he querido a otra».
Aquella no era respuesta a mi pregunta. No revelaba si aún la quería. Ni siquiera si la había querido alguna vez.
Tan solo unas semanas después, hizo las maletas y se marchó, y me invadió la sensación de que no debí preguntar jamás.
«¿Quieres a papá?» Mi madre estaba llenando el tambor de la lavadora con ropa blanca y ropa interior. Respondió con la misma naturalidad que si le hubiese preguntado si la noche era negra y si las montañas de ropa eran interminables. Pero nunca lo demostró, traté de recordar si la había visto alguna vez abrazándolo, o a él abrazándola a ella. No logré evocar un solo recuerdo de esa clase.
* * *
Yo había nacido en el mejor de los mundos, pero ya no vivía en él. De niña, la imagen era completa, allí estaban todos y ninguno desaparecería. Lo peligroso solo era algo acerca de lo cual los adultos hablaban cuando creían que yo me había dormido en el sofá, delante del televisor. La crisis del petróleo y la guerra de las Malvinas y los bombardeos a las embajadas, la falta de seguridad en las fábricas, el riesgo de unas vacaciones lluviosas.
Mi padre fue el primero. Su marcha perturbó el equilibrio, luego se asentó la calma, hasta que creímos que nada más sucedería. Los hermanos de mis padres fueron siempre mis compañeros de juegos, torpes, sobredimensionados, ruidosos, brutales, juguetones, irritantes. Mejores a la hora de proporcionarme estímulos que de educarme. Poseían toda la paciencia que le faltaba a mi madre, se repartían la presión que yo le generaba. Yo había dado por hecho que estaban allí solo para mí, me sentía herida si no me dejaban participar de sus cosas, si me cerraban la puerta; me tomaba como una ofensa personal el hecho de que se fueran al trabajo de vez en cuando, sin mí. Ser de todos era tanto como ser de nadie. Tan solo cuando la familia empezó a dispersarse, llegué a ser de mi madre.
Había estallado la reacción en cadena, ahora lo interesante era el trabajo y el amor y la nostalgia de la tierra y una envasadora de pescado de Islandia. Dinero fácil, el oro podía esculpirse en la cadena de montaje, solo había que aguantar el frío y el hedor y si no necesitabas dormir mucho y si podías arreglártelas un tiempo con muy poco. La casa se fue quedando cada vez más vacía. La envasadora de pescado, la nostalgia de la tierra y, al final, la muerte. Mi abuelo materno murió de neumonía química. Había inhalado una sustancia corrosiva en la fábrica y se le quemaron los pulmones. Abandonó el turno en la fábrica de papel con una hora de antelación el viernes por la tarde, y el lunes estaba muerto.
Sus botas permanecieron en la entrada todo el invierno, aguardando aquellos pies suyos tan anchos, los demás iban cambiándolas de sitio. ¿Quién las retiraría de allí? Muchos podríamos haberlo hecho, pero ninguno quería. Yo me encargaba de recoger los fragmentos que mi abuela materna producía sin descanso en la cocina, cuando las cosas se le escapaban de las manos inexplicablemente. La taza de café del abuelo, la copa para el aguardiente, el cuenco de la leche agria. Los enterraba en la linde de la parcela que había detrás de la casa; cada año, cuando araban, resurgían como un recordatorio.
La abuela murió en el campo de grosellas. Llevaba el cubo de plástico medio lleno cuando el corazón dio dos latidos al mismo tiempo, como un aviso más que tardío, antes de detenerse del todo. Hacía mucho que vivía un poco fuera de sí misma y, desde la muerte del abuelo, empezó a comer compulsivamente para consolarse, hasta que el anillo de casada quedó enterrado en carne blanca, y terminó por estar tan torpe que no era capaz de subir las escaleras de la casa. Nadie comprendía por qué tenía que andar ella por el campo de grosellas precisamente el día más caluroso del verano, con lo delicado que tenía el corazón. Su médico era quien menos se lo explicaba. Habría podido evitarse la muerte, aseguró el doctor.
Pero eso no es posible.
Las grosellas salieron volando por los aires como una salpicadura de sangre sobre el negro mantillo que ella había esparcido bajo los arbustos aquella misma mañana. La abuela, con su vestido blanco de señora mayor, se manchó del fruto, de sangre y de tierra.
Quería que la enterraran en casa, según le había confesado a mi otra abuela, y aquello no era su casa. Costó una fortuna llevarla hasta allí, mucho más que si hubiese estado viva. Los últimos ahorros de mis abuelos paternos.
«Yo era joven hace nada, ¿verdad?» La cara que el espejo del dormitorio le devolvía a mi madre había cambiado. Seguía siendo la suya, pero como si la hubiesen enfundado en una cara más vieja. Yo quería que se quitara aquella máscara pálida y sin vida que no era ella. La abuela, su suegra, le acarició el pelo, pero no la contradijo: mi madre parecía, en efecto, como si hubiese envejecido en una noche, no se me había ocurrido pensar que esas cosas sucedieran en la realidad. Como la abuela no respondía, se volvió hacia mí, como si yo pudiera explicarle lo ocurrido, de dónde había salido el rostro extraño del espejo.
Había perdido a sus padres tan rápido. Mientras viva alguno de los progenitores, nos hallamos en una prolongación de la infancia, le había oído decir a la abuela. Cuando ya no eres hijo de nadie, entonces comprendes que eso será lo que más echarás de menos.
Luego enfermó también mi abuela paterna, casi sin que nos diéramos cuenta. A diferencia de mis abuelos maternos, ella murió lentamente. No se le notaba, pero sabíamos que iba muriéndose día a día. No se consumía de forma evidente, sino más bien como si estuviese muriendo de dentro afuera, los órganos vitales fueron cayendo uno tras otro. Al final, no quedó nada de ella, el cáncer lo había devorado todo, aunque por fuera se la veía como siempre. El médico le había calculado el tiempo y apenas se equivocó en unos días.
Cuando Rikard, el último de los hermanos, se fue a Estocolmo por un trabajo que le había agenciado Marina en un hotel… fue casi peor que cuando se fue mi padre. Ya solo quedábamos el abuelo, mamá y yo. Por el pueblo empezaron a circular rumores, pero mi madre me había prohibido que les prestase atención. Algo pasaba con mi madre y el abuelo, una pequeña guerra civil en curso, cuyas causas solo ellos conocían. Amor, odio, lo uno o lo otro o todo a la vez, como cuando se abre un grifo viejo y el agua sale a veces helada y a veces ardiendo.
«Debería mudarme de aquí, por Lo», le oí decir al abuelo desde la leñera. «Si te mudas tú, me mudo yo». «Pero entonces no resolvemos nada, Karenina». «¡No me llames Karenina!» Y no conseguí entender más a través de los claros de los listones de la pared, antes de que mi madre saliera de allí. Enseguida se oyeron ruidos procedentes del arboreto, el álamo negro del abuelo, cómo mi madre lo talaba presa de una ira encendida, tan fuerte como un jabalí, e igual de furiosa. Lo redujo a astillas con las que alimentó la chimenea aquella misma noche, una a una. Días más tarde, compró radiadores eléctricos para todas las habitaciones, pese a las protestas del abuelo. Era la última vez que pasaba frío, de eso podía estar seguro, le dijo. «Esta es aún mi casa, todavía no me he muerto», le recordó el abuelo. Mi madre se dio media vuelta a la fría luz del invierno naciente y se lo quedó mirando. Hay personas que no pueden morir. Él era una de ellas. «¿Muerto?», repitió ella sin comprender, como si no se le hubiera pasado por la cabeza siquiera que él también… «No, todavía no», insistió el abuelo. «Aún soy yo quien toma las decisiones en esta casa». Jamás se había dado tal cosa, pero claro, la casa era de su propiedad y, cuando dejase de serlo, la heredaría yo, dijo como si acabase de decidirlo. «No podéis repartirla entre los nueve hermanos, Katarina. Tocaréis a un cerrojo por cabeza».
Hubo un tiempo en que no sabíamos cómo encontrar espacio para tantas camas como inundaban la casa, ahora el problema consistía en cómo llenar todas las habitaciones, en cómo conseguir que el eco dejara de retumbar allí dentro. Entonces el abuelo empezó a hablar de que también él se marcharía, y que yo debía quedarme para que mi madre no estuviera totalmente sola. «Tu abuelo dice tantas tonterías», aseguró mi madre con tono gélido. «¿No te habías dado cuenta? Ahora dice que él también se va a morir». La palabra «morir» salió volando entre los labios con la rapidez de un escupitajo. El abuelo ni siquiera estaba enfermo, por ahora, pero todos los demás habían desaparecido, así que, ¿por qué íbamos a confiar en que él se quedara?
Por mucho que yo añorase al resto de la familia, a quien más echaba de menos era a mi madre tal como era antes de que todos se hubiesen ido. Ahora solo quedábamos ella, el abuelo y yo. Estaba a punto de cumplir los quince y ya nadie tenía fuerzas para preocuparse de lo que hacía.