Si hubiera presentido siquiera que se avecinaba, la sombra de una amenaza en gestación, una variación en el horizonte, algo. Y no esto: un cielo sin nubes y luego el rayo que, de repente, cayó prendiéndolo todo sin un ruido. Papá estaba en el patio una mañana ya entrado el invierno, las maletas hechas, su hermano Jon al volante del Volvo para llevarlo a algún sitio. ¿Adónde? ¿Al fin del mundo? En cualquier caso, mi abuela materna lloraba. La paterna no, ella no era de las que lloraban, mi madre tampoco, simplemente, se quedó en el umbral de la puerta con una expresión que yo no le conocía. Rikard bajó recién levantado del piso de arriba, al abuelo Björn no se lo veía, al menos yo no recordaba que estuviera allí. Los demás miembros de la familia se encontraban dispersos por el jardín, como si algo los hubiese catapultado diseminándolos, el embate de una conmoción o solo una sensación de desconcierto, los efectos de movimiento aún parecían persistir. Yo estaba sentada en el regazo de papá, sujetándome sola, pues él tenía las manos llenas. «¿Adónde vas? ¿Cuándo vuelves? Yo quiero irme contigo». Y no porque tuviese la menor gana, nunca había viajado a ninguna parte y prefería quedarme allí. Pero parecía tan solo. Ninguno de nosotros había viajado solo hasta entonces, nuestra familia no hacía las cosas así. En torno a mi madre flotaba un denso aroma a «déjame en paz». Los demás miembros de la familia se turnaban en la tarea de mantenerme entretenida para que la dejara en paz. Nadie me explicó qué había ocurrido ni por qué.
Si hubiera podido recordar una sola ocasión en que mamá y papá hubiesen discutido. ¿Lo habría olvidado? ¿O quizá habían llevado una vida secreta que yo ni siquiera llegué a atisbar? Era verdad que no dormían juntos, pero así había sido siempre, hasta donde me alcanzaba la memoria. Papá dormía en un cuartucho encima de la escalera, mamá en el dormitorio que daba al norte, con su cuñada Marina.
Precisamente aquella noche algo me despertó, un ruido o un sueño, me levanté de puntillas, descubrí que, de hecho, mi madre no estaba en la cama de matrimonio con la espalda pegada a la de Marina, como solía. Adormilada, pensé que quizá se hubiese ido a dormir con papá, después de todo. Me acurruqué junto a Marina con una sensación agradable de perplejidad y me dormí en cuanto noté el calor de su cuerpo. La mañana siguiente, me desperté y me encontré con la catástrofe consumada.
Después de irse mi padre, mamá no quiso conservar las fotos en las que salía feliz. Las quitó del álbum. Yo las rescaté del cubo de la basura y las escondí junto con otros objetos prohibidos entre el polvo de su vestidor. Nunca me contó el secreto de ambos, ni siquiera una vez que papá se hubo marchado. Ni una sola palabra reveladora, salvo las que oí que le decía al abuelo: aniquilar a un hombre no es difícil, lo difícil es ponerse de acuerdo con él. Aquellas palabras se me quedaron grabadas al aguafuerte como un misterio.
Una nube, quizá, ahora que lo pienso. Una vez compitieron a ver quién era más rápido cortando leña. Un ambiente de irrealidad en la finca, la respiración rítmica de ambos, cada vez más acelerada. Mamá ganó por goleada. Mi padre no tenía talento para cortar leña, no sé para qué lo tenía, pero desde luego, para cortar leña, no. Era endeble, decía su padre, y yo pensaba que tal vez por esa razón era capaz de caminar sobre el agua o, al menos, sobre el hielo, como ningún otro miembro de la familia… porque no pesaba nada. Pero endeble no era, aunque nunca le hablé al abuelo de aquella ocasión, hacía ya mucho tiempo, en que lo vi pegar a mamá en la trascocina. Fue solo aquella vez y ella se defendió y por la noche, a la hora de la cena, fingieron que no había pasado nada. Y quizá el abuelo tuviese algo de razón, quizá pegaba por eso, porque era endeble.
«No pienses en él», dijo Rikard un día que vino conmigo a bañarse en el lago. «Si no piensas en él, puede que vuelva». Desde que papá se fue, sus hermanos eran todavía más amables conmigo. Pero también eso me parecía una mentira.
Rikard tenía la espalda caldeada por el sol cuando le pegué la barriga mojada y le dije: «¿No puedes casarte tú con mamá…?». Mi padre llevaba fuera varias semanas y yo había comprendido que no volvería. Rikard se quedó de piedra, pero rompió a reír enseguida. «¿Estás sugiriendo una de esas bodas que se celebraban entre cuñados, para que la familia no perdiese las propiedades?», me preguntó dándose la vuelta y dejándome caer sobre la hierba. Yo no sabía ni lo que era una «boda entre cuñados» ni lo que significaba «propiedad». Pero supuse que la «propiedad» era yo. Y yo no quería dejar a mi familia por nada del mundo. «Si tu madre me hubiese querido, me habría casado con ella hace mucho tiempo. En fin, y si no la hubiese considerado una hermana mayor, claro. Y, por lo demás, eso debería haber hecho David también. En lugar de enredar de esta manera». A mí me sabía la boca a agua de nenúfar, me enrosqué tiritando en la toalla y aguardé a que continuase. Porque me daba la sensación de que debería añadir algo, algo como que… si mis padres no hubieran enredado como lo hicieron, yo no habría existido. Pero no dijo nada.
Cuando Rikard me levantaba por los aires, yo no pesaba ni un gramo. Se adentraba unos metros en el agua y me arrojaba ligera como una red por encima de la superficie, tal y como él sabía que tanto me gustaba. ¿Cómo pudo dejarla?, me preguntaba yo mientras me hundía hacia el fondo, ¿cómo pudo? Porque eso fue lo que hizo, pese a que nadie lo dijo abiertamente, dejaban que las heridas sanasen solas, que los conflictos se resolviesen estrictamente entre los implicados, no se metían en la vida de los demás, así eran las cosas entre nosotros.
Yo me dejaba ir al fondo para que pudieran salvarme, pero más valía que Rikard se diese prisa, ¿en qué estaba pensando? El frío del lago se irradiaba en dirección a mí desde las profundidades, mientras me hundía cada vez más. Él no vino a rescatarme, no en esta ocasión, tuve que salir yo misma a la superficie, con la boca llena de agua fangosa, los labios azules. Estaba sentado en la hierba, en medio de un rodal de sol, mirándome. «¿Cuándo piensas aprender a nadar, Lo?» Yo ya sabía nadar, pero no me atrevía a demostrarlo, puesto que me había enseñado Lukas. «Es decir, ¿cuándo piensas crecer?» Tenía claro que había llegado el momento, pronto cumpliría nueve años y, en principio, era huérfana de padre. Nadie vendría a rescatarme.
* * *
Nuestra casa nunca estuvo tan silenciosa, solo las moscas se oían. Ni siquiera cuando me escondía en el ambiente bochornoso del vestidor del hermano de mi padre oía confidencias de ningún tipo. Tampoco debajo de la cama de mi madre y de la tía Marina, todo eran pelusas y silencio. Las comidas se convirtieron en un tormento mudo. Pásame la mantequilla, dame la sal. Mi madre, ni siquiera eso. La más callada de todos. Vete fuera a jugar, le veía yo decir con los ojos cuando mi figura entraba por casualidad en su campo de visión.
Intenté minar con preguntas la paciencia de todos. El abuelo, pensaba yo. Él tenía la paciencia más breve de toda la familia, no debía de ser imposible conseguir que se le escapara algo. Con suma cautela, empecé a trabajármelo. Al principio, desdeñó mi insistencia; luego, de pronto, se mosqueó. Finalmente, cedió. Una tarde, a hora avanzada, vino a mi habitación y me dio una foto de una plataforma petrolífera, alta como un rascacielos, en medio de un mar azul noche sin tierra a la vista. Allí era donde se encontraba mi padre, en aquel gigantesco monstruo de acero que drenaba petróleo del fondo remoto del Mar del Norte. «Deja ya de dar la lata con eso», me exigió el abuelo a cambio. Como si el regreso de mi padre fuese un gatito que yo nunca tendría. Aquella noche, lloré hasta caer rendida al sueño. No porque mi padre estuviese en aquel lugar, ya sabía yo que no era así, pues era tal el vértigo que sufría que no era capaz ni de subir al desván aunque mi madre y el abuelo le sujetaran la escalera. Lloré porque me habían mentido. Una mentira convierte en mentira todo lo demás.
La instantánea de la plataforma petrolífera donde se suponía que se hallaba mi padre colgaba sobre mi cama como una foto fija, aunque yo estaba convencida de que no era allí donde se encontraba. Claro que él era capaz de caminar sobre las aguas, pero solo si estaban congeladas, y me resultaba imposible imaginar a mi padre allí en la oscuridad, con su vértigo, sacando petróleo del fondo marino en medio de la tormenta y con el silbido de bandadas de albatros zumbándole alrededor. Solo entre un montón de hombres, decía el abuelo. En esos lugares solo trabajaban hombres, hombres de verdad.
Pensé que el asunto quizá tuviese que ver con ella, con la que desapareció bajo el hielo, pese a que hacía tanto tiempo de aquello que no estaba segura de cuál sería la conexión entre ambos sucesos. La imagen clavada en la pared como un recordatorio. De que los adultos no eran de fiar. El armatoste de acero se movía en mis sueños como una araña gigantesca a través de un mar desierto en plena tormenta. A diferencia de lo que me había ocurrido a mí, Lukas se dejó impresionar, todo aquello de las plataformas petrolíferas, Alexander Kielland, toda aquella historia lo dejó boquiabierto. A él no le importaba tanto que fuese mentira. Después de todo, la mentira era una respuesta, y a él no le habían ofrecido una mentira siquiera para explicarle lo que le había sucedido a su madre.
Después de que se marchara mi padre, empecé a ver a los adultos de un modo diferente. Como portadores de secretos tenebrosos, cada uno los suyos. Los adultos no eran más que sombras portadoras de secretos y de mentiras y de bolsas de la compra con comida y de cefaleas tensionales, de peinados horribles, de codos del tenista en un pueblo donde ni siquiera había pista de tenis. El dolor del codo les venía de la fábrica. El peinado, del griego. Todo lo acarreaban del trabajo a la tienda, de la casa a la piscina municipal y al lago. Acarreaban las bolsas de plástico y los secretos, el cansancio, las esperanzas, las expectativas desmedidas y la desesperación particular, y todo ello en albornoz, en gabardina, en denim, pana y punto, y los bidones de reserva, las escopetas de perdigones, los cañones de nieve, las cadenas de las bicis, el bacalao para la sopa, los chismorreos, los proyectos para las vacaciones. Gran parte de ellos no se cumplían. Algo sí, pero la mayoría no. Los adultos cargaban con todo, menos con sus hijos, porque imperaba una suerte de «mentalidad de no malcriar» respaldada por todos de forma solidaria. Por todos, menos por quienes cargaban conmigo. Mucho después de que hubiese empezado a caminar, se turnaban para llevarme en brazos, competían por llevarme en brazos. Yo ya era bastante grande cuando, por error, me di cuenta de que, en realidad, ya sabía andar sola. Ellos habrían preferido que no lo descubriese nunca, y también que jamás hubiese olisqueado el hedor de aquellos secretos suyos.
No-malcriar. No-ponerse-en-ridículo. Esa era la regla tácita vigente para todos los demás niños, era una parte de aquella sociedad, pero nosotros no pertenecíamos a ella, de modo que bien podíamos comportarnos como nos viniese en gana.