Fue mi penúltimo verano de la infancia, el último verano de Lukas antes de convertirse en adulto. Todos aquellos límites, vigilados desde todos los puntos. Nuestros días en la casa del pescador de perlas eran diferentes. Lukas había dejado la escuela y había empezado a trabajar con su padre en la curtiduría. Un año sabático, fue lo que dijo, pero eso no se lo creyó nadie, claro, la combinación de Lukas y la escuela nunca resultó muy lograda. Yo iba a veces en bicicleta a la fábrica y esperaba a que terminase su turno. La gente salía a raudales del edificio, pero Lukas era fácil de reconocer entre la muchedumbre, siempre era el primero en salir.
Cien toneladas curtían cada semana y a Lukas se le notaba: como si las curtiese él solo. Los más jóvenes parecían también los más cansados, por la falta de costumbre. Aun así, nunca se negaba a ir a la casa del pescador de perlas. Se pasaba por casa solamente para eliminar el olor con una ducha, aunque ya se había duchado en la fábrica.
Nos sentábamos apoyados en la fachada de la casa, holgazaneando y oyendo música. Cuando empezaban a salirnos quemaduras en la piel, nos quitábamos la ropa y nos metíamos en el agua. No recuerdo si teníamos el verano por delante o por detrás, nos hallábamos en una estación eterna de calor y de días tan idénticos que se confundían. Solo recuerdo cómo me levantaba en el agua y me lanzaba como una granada que explotaba al contacto con el color mercurio de la superficie. Yo volvía a tierra dando rápidas brazadas de crol, aunque sabía que tan pronto como me tuviese a mano, volvería a atraparme y arrojarme lejos, lanzarme a mi sitio, hacerme saber lo poco que yo pesaba comparada con él.
Yo me escabullía, me hundía en el agua y le agarraba el sexo resbaladizo y tiraba con todas mis fuerzas. Era mi única arma. Bajo el agua, el grito de Lukas sonaba como un gorjeo ahogado. Notaba cómo me cogía y me mantenía debajo para que me asustara y lo soltara. Y al final, me asustaba siempre, pero en cuanto sentía que me soltaba la cabeza, me escapaba nadando por entre las piernas, que tenía abiertas para mantener el equilibrio en el agua. Emergía a la superficie girándome en el trayecto entre agua y aire, me abalanzaba sobre su espalda y dábamos una vuelta más bajo el agua. A él le cabía en los pulmones el doble de aire que a mí, siempre era yo quien tenía que soltarse y salir a la superficie para coger aire. Y así seguíamos, hasta que nos poníamos azules de frío.
Era una tarde normal y corriente, pero en el follaje polvoriento del lago se agazapaba a la espera la catástrofe. No descubrí al hermano de mi padre hasta que fue demasiado tarde, cuando él ya había visto todo lo que creyó haber visto. No me dio tiempo de advertir a Lukas. Rikard fue rápido, dio unos pasos hacia el lago, me arrancó de los brazos de Lukas y me ordenó que me vistiera. Sin mediar explicación, arremetió contra Lukas. Seguramente no contó con que se quedara de pie, con que tendría que volver a golpearlo. Y que Lukas seguiría en pie. Como si no fuese más que una fuerte corriente de aire entre los árboles. Probablemente, Rikard no había tenido oportunidad de pensar en nada de nada. En cuestión de segundos, cuando se enfurecía, dejaba de pensar, y entonces uno podía creer que era tan tonto como parecía, porque perdía la capacidad de hablar al mismo tiempo que la paciencia.
Lukas tenía cosas a las que resultaba difícil acostumbrarse, lo rápido que podía pasar de la soberbia a la inferioridad, una combinación peligrosa de posturas extremas. Un carácter caprichoso que me habría resultado temible si no me hubiese criado con él, pero era como un perro fiel al que has conocido de cachorro, no me asustaba, lo cual no era tanto como decir que me inspirase confianza.
Lukas no se atrevía a devolver los golpes, pero al menos debería protegerse en lugar de quedarse allí, con aquella actitud tan desagradable de recibir los puñetazos pacientemente. Le grité a Rikard hasta que le atravesé la concentración con la voz. Y solo entonces se disipó la sensación de pesadilla y Lukas se tambaleó hacia atrás y se sentó en la hierba con la cara llena de la sangre que le chorreaba por la nariz. Me abalancé sobre Rikard, pero reboté y salí despedida como un insecto, volví a abalanzarme, volví a rebotar. Inclinado sobre Lukas en un ángulo amenazador, le masculló muy cerca: «Esto ha sido una simple advertencia. La próxima vez no tendré tanto cuidado. No sé… cuántos años tienes… pero mi sobrina tiene once».
Cuando Rikard se marchó conmigo en brazos vi por encima de su hombro que Lukas intentaba levantarse, pero cayó otra vez sobre la hierba. Vomitaba por cualquier cosa, pero ahora sería seguramente la conmoción cerebral lo que provocó la cascada en la hierba. En aquel momento no pareció importarle siquiera adónde iba yo. A mi espalda oía sus maldiciones extrañas en la lengua de Gábriel. Ocurría a veces, palabras cuyo significado Lukas ni siquiera sabía, retahílas con las que había vivido su infancia.
No tienes capacidad alguna para imaginar el dolor, suele decirme mi madre. Pero no era verdad, ver a Lukas así me producía un dolor indescriptible. Rikard me llevaba en brazos para asegurarse de que llegaba a casa, y fue todo el camino culpando a papá: desde que David se fue por aquí y desde que David se fue por allá… me había vuelto totalmente ingobernable, no podían perderme de vista ni un segundo… exageraban cualquier cosa, lo más mínimo, con tal de poder acusar a papá de lo mal que había ido todo desde que se marchó.
No acabábamos de entrar por la puerta cuando Rikard nos había acusado a la policía secreta de casa, como nos ocurría siempre, no existía la vida privada, ni la integridad, ni las promesas. «¡Comprendo por qué se fue papá!», grité desde un rincón de la cocina. «¡Y pienso denunciarte por agresión, Rikard, que lo sepas!» Nadie me hizo el menor caso. Rikard y mi madre se iban enardeciendo mutuamente, eran los más indignados de los que estaban en la cocina, en escala descendente, hasta llegar al abuelo, que se había sentado a la mesa en su lugar habitual y se mostraba destrozado hasta cierto punto. «Lukas ya no es un niño, ya es adulto», declaró mi madre con una voz que indicaba que eso eran malas noticias y mirando al abuelo como queriendo decirle que debería intentar hacer algo. «Tú no vas a denunciar a nadie», dijo el abuelo tranquilamente. «Si alguien tiene que estar preocupado es ese muchacho y su familia». «No tiene familia», dije escupiendo las palabras. «¡A nadie, ninguna!»
Intenté escaparme de la cocina, pero Rikard me lo impidió. «Claro que sí, tiene un padre, y vamos a hablar con él». «Si acabáis de decir que ya es mayor, no habléis con su padre… siempre anda pegándole». Mamá se quedó paralizada. «Eso no nos lo habías dicho antes». Como si no me creyese. Como si no fuese más que un modo de distraer la atención del crimen de Lukas. Una cortina de humo. «De todos modos ahora mismo no estamos hablando de eso», objetó Rikard con frialdad.
El abuelo acompañó a mi madre a hablar con Gábriel, para hacerle comprender que a la familia se le había agotado la paciencia con su hijo. No porque ella se lo hubiese pedido, quizá un tanto protector: si contra ella o contra el padre de Lukas, nadie lo sabía.
Ninguna sombra se cernía sobre mí. Yo no era más que una niña, decían. Un nombre y una fama determinada, cuando menos, todos tenemos eso. También Lukas y su padre, y deberían pensar en ello, decía la abuela.
Aquella noche, cuando todos se habían dormido, salí y bajé a la casa de Lukas. Estaba durmiendo en la habitación contigua a la cocina, se despertó y me dejó entrar por la ventana. Cuando encendió la luz me quedé conmocionada. Ignoraba qué heridas le habría causado Rikard en el río y cuáles le habría infligido Gábriel, pero la sola visión… «Pero ¿qué cree que he hecho? ¿Qué cree que he hecho contigo el tal Rikard?», murmuró Lukas. «Yo nunca… solo he…» Le puse la mano en los labios reventados, temerosa de que Gábriel se despertara. Le expliqué que Rikard pensaba que tenía que hacer de padre, creía que eso era lo que hacían los padres. «No es culpa tuya», me dijo Lukas, pero no sé qué estaría pensando en realidad, parecía que tuviera los ojos cenicientos. «¿Te ha pegado a ti también?» Negué vehemente con la cabeza, no, no, Rikard jamás haría algo así, solo reñía, amenazaba, prohibía, implicaba a toda la familia, removía cielo y tierra y decía que si Lukas y yo, algún día…
Yo había estado recogiendo sapos después de la lluvia, hinchados y letárgicos por el calor de la noche, se habían tumbado en la grava del sendero que discurría entre nuestras casas y se habían dejado coger con las manos. Me prohibieron salir y se murieron de hambre en los cubos, en la casa del pescador de perlas. Una muerte serena, me consolaba Lukas, pero no parecían tan serenos, habían tratado de huir, trepando los unos sobre los otros, y habían muerto formando una torre descendente de carne de sapo. La hierba dejó de crecer precisamente allí donde él los enterró.
Seguimos viéndonos, solo que con más cautela. Como si nada hubiese ocurrido y como si no pudiera ocurrirnos nada otra vez. Pero nos había ocurrido, claro, y podía volver a ocurrir; algo cambió, yo no quería verlo con los mismos ojos que mi familia, pero se me hacía difícil evitarlo. «De verdad que el sexo es lo único en lo que piensan los adultos», dije como tanteándolo. Lukas se quedó tenso al oírme. «De todos modos, no pueden impedir que nos veamos», me apresuré a añadir. «Pues yo creo que sí pueden». «No». Y como si dudara: «Pues por lo menos tenemos que hacerles creer que sí pueden».