Me gustaba dormir con Lukas, el sueño secreto. En pleno día, en la casa del pescador de perlas, dejábamos pasar las horas, que se disiparan hasta el anochecer. Nos deslizábamos sin obstáculos entre los límites tenues que separan la vigilia, el duermevela, el sueño, la ensoñación, la pérdida de conciencia. Él recostado en mi brazo, o yo en el suyo, y yo intentaba pensar que había tenido aquella mirada mucho antes de que me conociera. Que, en realidad, no tenía nada que ver conmigo, que no era culpa mía que tuviera esos ojos, como si, cada vez que me miraba, perdiesen algo.
El cuerpo. Porque era tangible. Al final, termina siendo aquello en torno a lo cual todo gira, cuando has pasado en compañía del otro tanto tiempo que no quedan fuerzas para hablar. La desnudez de Lukas ni me estimulaba ni me molestaba. Estaba tan acostumbrada a ella como a la mía. Solo un cuerpo, nada de sorpresas de un día para otro. Algunos cambios según las estaciones, algo más de grasa bajo la epidermis en invierno y más enjuto e indolente de movimientos en verano. Y luego, aquel otro cambio que no era cíclico ni ligado a las estaciones, sino más irrevocable. De niño a adolescente, a través de una adolescencia prolongada y la transformación de Lukas en un cuerpo adulto. Tan lenta que no se vio hasta que no se hubo consumado.
Mientras me mantuviera en aquel cuerpo infantil, podríamos seguir siendo amigos, pero ¿y el día en que yo también lo abandonara? En algún momento tenía que suceder y cuando ya no pudiesen llamarme niña, todo se complicaría. Era como si Lukas esperase la llegada de ese momento. Observó mis caderas escuálidas. «¿No piensas ponerte a crecer pronto?» ¿Y eso? ¿Qué prisa había? Le aparté las manos. «Debes de ser la más pequeña de la clase». Pues no, no lo era. Incluso había chicos más pequeños que yo. En comparación con ellos, Lukas era un gigantón flaco cuyas manos parecían hojas de castaño de Indias, con una jauría descontrolada de músculos bajo la piel. Me levantó en el agua y me lanzó por los aires hacia donde no hacía pie para que aprendiese a nadar.
Sol, sueño, juego. El verano existía solo para nosotros, y nosotros, para el verano. Mientras nos tuviéramos el uno al otro, lo teníamos todo. Saltamontes metidos en miel silvestre, restos de comida sacados a escondidas de nuestra casa. Beber agua del tonel para la lluvia, ducharnos bajo el aguacero. Dormir. Más que ninguna otra cosa, dormir, ese sueño secreto, Lukas no se hartaba nunca. Tuve que aprender a apreciar eso también, o, al menos, a tener paciencia con él. Tumbarme a su lado a leer al ritmo de su respiración pausada, la presencia adormecedora de su cuerpo cálido y distendido. A medida que pasaba el tiempo, fui viendo que cada vez se parecía menos a un perro perseguido. Nos creíamos a salvo mientras pasábamos la vida constantemente desprevenidos de todo, cerca del límite sin sobrepasarlo, tan solo lo íbamos desplazando cada vez más lejos ante nosotros, ni ni, ni ni.
«¿Qué pasa? ¿Dónde te metes cuando desapareces sin más? ¿Qué demonios haces?», me preguntó mi madre desde detrás de aquellas enormes gafas de sol con las que parecía un avispón, sobre todo cuando se ponía la camiseta de rayas, con el escote tan dado de sí que se le veía el pecho. «Todo tipo de cosas. Jugar». «Recuerda que el Manifiesto comunista se escribió más o menos al mismo tiempo que Alicia en el país de las maravillas», oí decir al abuelo, que estaba sentado delante de la librería de mi madre, pasando cuidadosamente el dedo por los lomos de los libros. «Todo tipo de cosas. Jugar», repitió mi madre imitándome. «No te verás con el tal Lukas, ¿no?» Se le cerraron las pupilas al preguntar, yo evité mirarla a los ojos. «El tal Lukas, ¿de verdad que su padre se llama Puskás de apellido?», preguntó el abuelo casi con respeto al pronunciar el nombre. Por qué, preguntó mi madre en tono hostil. Puskás… uno de los mejores futbolistas de todos los tiempos, en los años cincuenta, cuando los húngaros eran los mejores, los magiares mágicos… ¿no había oído hablar de ellos? Mi madre meneó la cabeza. No le gustaba que nadie anduviese toqueteando sus libros, y desde luego, no le gustaba hablar de Lukas. Ya tenía las pupilas afiladas como puntas de aguja, como cuando Lukas anduvo rompiendo ampollas de gas hilarante, aunque mi madre estuvo a punto de reventar, en lugar de desinflarse. «¿Y qué tiene eso que ver con nada?», preguntó vitriólica. «No, pensaba que quizá fueran familia». «Como si eso sirviera de algo», atajó mi madre.
Mi madre era la única de la familia que tenía una librería, aunque los libros solo llenaban un estante. El abuelo tenía unos cuantos en una caja de madera, debajo de la cama, como si una librería de verdad fuese para él algo extraño. En la casa del pescador de perlas, Lukas y yo habíamos encontrado veinte volúmenes iguales, todos en piel renegrida por el moho, ordenados alfabéticamente. Patrones. El cerebro de Lukas estaba organizado de tal manera que él quería ver patrones, cada coincidencia adquiría un significado más profundo. Tenía que existir un todo, hilos de araña invisibles sustentando el caos de la existencia. Lukas quería componer el rompecabezas del mundo que nos rodeaba como una imagen que tuviese al menos cierta coherencia. Una imagen de qué, preguntaba yo, pero él aún no lo sabía. Mi misión consistía en ir leyendo el texto letra a letra mientras que Lukas me explicaba lo que acababa de leer. No se le daba muy bien leer, pero sabía bastante; la mayoría, cosas que había ido pillando de la tele.
El coral, el murciélago, el fuego, la araña; hacia el final del verano, empezó a hablar sobre todo de las arañas. En el centro de la red, aguardaba la araña su hora. El destino. La gran madre cósmica bajo la más aterradora de sus apariencias posibles. Ignoro si estaba pensando en su propia madre. No, seguro que no, si no tenía ninguna.
Grandes ramificaciones de coral, blancas de sal, como de porcelana, minuciosamente decoradas por la naturaleza adornaban las ventanas de la casa del pescador de perlas, probablemente mercancías de contrabando procedentes de sus muchos viajes a Japón. El esqueleto de los corales, leí, se extendía por fuera como una membrana protectora. Eso era lo que Lukas habría necesitado. A menudo, cuando esperaba a que saliera de su casa, los oía discutir a él y a su padre, cada uno en un idioma. Jamás comprendí de qué, solo que la cosa había empeorado al crecer Lukas. Antes él no protestaba nunca, ahora hacía tímidos intentos de no salir huyendo sin más, sino de quedarse allí y encajar lo que fuera. O no encajarlo.
Los moratones desaparecían y aparecían sustituidos por otros nuevos. Por hondo que fuera el amor en que intentaba ahogarme mi familia, ¿de qué servía, si la existencia de Lukas era un eterno vagar, pura vigilia y pura espera, un puro intento de escabullirse? A veces pasaba la noche en nuestro escondite, a la espera de que se apagasen las luces de su casa. Yo me liberaba de aquellos a quienes siempre había pertenecido y nadaba hacia donde se encontraba él, nuestra historia no acababa nunca, solo quedaba absorbida por un nuevo agujero, y luego otro y allí continuaba.
Lukas temía que nos descubriesen en cualquier momento. Por mucho tiempo que llevase abandonada la casa del pescador de perlas, nosotros éramos allí unos intrusos. Aunque nadie podría llamarnos vándalos, desde luego, él siempre insistía en que lo mantuviésemos todo ordenado, como si creyera que el pescador de perlas pudiera volver en cualquier momento, pese a que debía de llevar mucho tiempo enterrado, simple matemática, ¿qué edad podía alcanzar un pescador de perlas? El polvo que lo cubría todo tenía cincuenta años de grosor, por lo menos.
Una tarde de viento invernal, Lukas se detuvo en medio del bosque muerto y oteó el lago. Yo también lo oía. El pulso. Todo lo vivo tiene un pulso, nos quedamos quietos y en silencio, escuchando, ya no sentíamos el frío, nos habíamos convertido en una parte de él. Las olas batían bajo el hielo, rítmicamente, como la sangre entre la aurícula y el ventrículo.
Más tarde, aquel mismo día, lo sentí también en Lukas, sentí el pulso. Nos habíamos acurrucado juntos en la cama en un intento de conservar el calor, lisa y llanamente mantener el calor, porque hacía un frío endiablado. En cuanto empezábamos a descongelarnos, tiritábamos como perros. Lukas luchaba contra el sueño, algo que no solía hacer, pero ahora se diría que no quería desaparecer en él. El sueño era algo triste, implicaba separarse. «Decimos dormir juntos, pero eso es inexacto. Cuando dormimos, estamos solos», decía expulsando el humo por entre los labios igual que Jean-Paul Belmondo. Yo, entretanto, había aprendido a dormir con un sueño tan ligero que aún era consciente de su presencia.
La barriga de Lukas en invierno era del color blando de la espuma que se formaba en el agua de la central energética, la piel era suave como el vilano del álamo, mejillas encendidas, manos, labios, yo conocía su corazón… cómo latía con desgana, como si estuviera encerrado y tratara de salir. Chocaba constantemente contra los barrotes del pecho. Al final, en algún momento, tendrá que rendirse.
Cuando era más pequeña, cogí un día una pala y practiqué un agujero en el hielo para que pudieran salir las aves migratorias. La abuela me había contado que pasaban el invierno en el fondo del mar, a la espera de la primavera, y yo estaba convencida de que querían salir. Pero no era más que un cuento, ahora ya lo sabía. Lukas me escuchaba, pero luego meneó la cabeza. «No, Lo», dijo. «Los cuentos no existen».
* * *
Yo flotaba. Era mi principal talento. Nada tiraría de mí hacia abajo, mi infancia era feliz y si no lo era, yo no me daba cuenta. Pronto aprendí a nadar tan bien fuera de la barriga de mi madre como lo hacía cuando estaba dentro. Y eso ella no lo pudo soportar nunca. «Todos nacemos salvajes», decía. «Y tú sobre todo, Lo». Luego me convertí en un ser bastante doméstico, pero fue una transformación superficial.
Rodeada de trece adultos, no necesitaba compartir su atención con nadie, estaba más que atareada intentando evitarla. Veintiséis ojos me observaban desde cada rincón, desde todos los ángulos muertos, a través de todas las paredes, veían los peligros antes de que yo misma los descubriese. Desde el día en que mi tía Katja sufrió el accidente con la esquirla de metal de la ingletadora, aún quedaban veinticinco ojos vigilándome.
Si tuviera que ser cómplice de alguien, sería su cómplice. Cuando Lukas sisaba algo, metía la barriga y dejaba caer lo que quería por dentro de la cinturilla de los pantalones de skate, grandes, de color caqui y atados por los tobillos, había espacio para todo lo que quisieras: comida, cuando teníamos hambre, bebida, si teníamos sed. Yo esperaba detrás de la tienda a que saliera y metíamos el botín en una mochila que llevábamos enseguida a nuestro escondite.
Experimentaba con todo lo habido y por haber, cigarrillos que vaciaba de tabaco y mezclaba con algo que no me decía dónde había conseguido. A veces usaba ampollas de gas hilarante y fumaba al mismo tiempo, para intensificar el efecto. En otras ocasiones, yo le llevaba los restos de bebida que iban quedando en casa, puesto que su padre no bebía. Un día consiguió ketamina, un anestésico para caballos que había comprado en una granja cercana donde no eran demasiado escrupulosos. Se suponía que le daría un buen colocón, le habían dicho. Con la ketamina resultó imposible contactar con él, se quedó tumbado en el suelo, junto al dormitorio, pero no estaba allí. Como si te absorbiera un agujero negro, me dijo luego. Un agujero de liberación al que uno quería regresar. A mí me aterraba pensar que no volviese nunca de allí.
La mayor parte de lo que hacíamos eran cosas bastante inocentes, pero la asociación de deseo y peligro no tardó en convertirse en un acto reflejo. En una ocasión en que hablábamos del incendio declarado cerca del ferrocarril, me dijo que había sido él quien lo había provocado. Yo no sabía qué creer. ¿Por qué? ¿Porque, si no, él y yo jamás nos habríamos conocido?
Era tanto lo que queríamos hacer…, no teníamos tiempo de ir a la escuela, al menos, no de pasarnos allí todo el día. Corríamos. Nos movíamos por la infancia corriendo. Lukas almacenaba en mí secretos complejos. «Esto no puedes contárselo a nadie, esto es solo entre tú y yo, nadie más lo comprendería, ¿puedo confiar en ti?» «No lo sé», respondía yo, porque jamás había tenido ningún secreto que guardar hasta entonces, en mi familia no hacíamos esas cosas.
Sus palabras lo alcanzaban todo: secretos, promesas, tropelías. Aparte de la sombra de su padre, los adultos apenas tenían espacio en nuestro mundo, tampoco los demás niños de la escuela, ni las fábricas, los trenes de mercancías, el frío, el hambre, el cansancio, el tiempo de comer, el tiempo de dormir, el tiempo de las estaciones del año. Nos movíamos raudos y concentrados, como presintiendo que teníamos el futuro en contra.
De todos los secretos que nos vinculaban, el de las ratas era el mejor guardado. Era tarea de Lukas vaciar las trampas mortales que su padre les tendía. Las enormes ratas de río roían las vigas de madera del techo si no estabas pendiente de ellas y, por las noches, bajaban a la cocina. Su padre, Gábriel, era muy meticuloso y quería mantenerlo todo pulcro y ordenado a su alrededor, de modo que llenó el desván con todo tipo de trampas de la peor clase. Luego le explicó a su hijo cómo había que limpiarlas, dando a entender que, a partir de ese momento, sería misión suya.
Cuando Gábriel no nos veía, era yo quien las bajaba del desván y las metía en el barreño de cinc que había detrás de la casa, hasta que las jaulas dejaban de temblar, mientras Lukas se quedaba pegado a la pared con la vergüenza, la vergüenza de dejarme a mí la peor parte. Se diría que era a él a quien iban a ahogar. En realidad, habría preferido no estar cerca siquiera, pero tenía que vigilar, para que su padre no descubriese que era yo quien se encargaba de la fase terminal de aquellas ratas.
Las viejas jaulas metálicas eran pesadas, sobre todo después de haber tenido a las ratas metidas en agua, y el siguiente paso consistía en vaciar el contenido ya inerte en el bidón donde Gábriel solía quemar hojarasca. No en la composta, eso solo atraería más ratas. Lukas nunca se volvía a mirar, apenas soportaba la idea de que lo hiciera yo. «Tienen una mirada inteligente», decía. Había intentado hacerlo él mismo, pero al final las soltaba, y su padre se enfurecía, porque las ratas corrían por entre la hierba crecida chillando como patitos de goma que alguien anduviese pisando. También cuando las ahogaba yo chillaban los animales, silbaban como alambre de espino incandescente. Pese a que intentamos mantener el secreto en la medida de nuestras posibilidades, su padre nos descubrió. Nunca lo había visto tan furioso, nunca vi que Lukas se llevara una paliza mayor, aunque las recibía a menudo y por nada.