Horas de sol

Todos los días se sentaba en una hamaca en la terraza, contaba las horas de sol, bebía agua helada, dormitaba. Intentaba no pensar en el tabaco. El dulce aroma a tabaco de liar, el sabor suave del humo, el delicioso crujir de un paquete de Silk Cut recién abierto y el calor sensual que inundaba la boca. Como si estuviera embarazada de un albaricoque gigantesco, ese era su aspecto. Tenía la barriga tensa y abombada cubierta de pelusilla y era suave, a su pesar, cuando el futuro padre y sus hermanos le ponían encima los dedos mugrientos. Olía a fruta calentada al sol y madura para la cosecha y ellos deseaban tanto darle un mordisco…, pero ella se lo impedía: «¡No! Aún no está madura del todo. Tres semanas más al sol». ¿Tres semanas? Llevaban así una eternidad, armados de paciencia, ¿cómo iban a soportar más aquella espera? Pero ella lo ahuyentaba a él, y a sus hermanos, tendrían que conformarse con seguir mirando. Aún por algún tiempo, aquel fruto mágico le pertenecería solo a ella.

Y allí sentada, veía cómo se oscurecía la barriga, cómo se hinchaba y se tensaba en un arco que se elevaba hacia la luz. Disfrutando del último derroche de calor del verano, intentando no pensar en el tabaco, ni en el futuro ni en él. En el otro. Porque el enamoramiento es una folie à deux, según había leído en alguna parte. Y ahora lo sabía por experiencia propia, y lo peor era que bastaba que los dos estuviesen un poco locos: sumadas las locuras, el resultado era un completo despropósito.

El enamoramiento, en su caso, fue creciendo hasta perder la suavidad, como la barriga. Pensaba en ambas cosas como si pertenecieran a otra persona: el monte lunar que se elevaba entre las caderas y el barranco de aquel amor desgraciado, tan profundo que aún no había divisado el fondo. «Compórtate», se decía. «Compórtate, compórtate… no pienses en él». Pero cuando intentaba no pensar en él, pensaba en él para intentarlo.

El amor es algo que nos sobreviene, como una fiebre o una quiebra económica; no, era una fiebre que arrasaba el cuerpo por más que ella se esforzase en refrescarlo por fuera. El amor no está sujeto a leyes, reina entre los amantes como quiere. Ella lo odiaba. Lo quería. Lo quería tanto que lo odiaba. Por el simple hecho de existir, solo eso ya era bastante: de estar tan cerca que, algunas noches, creía que se volvería loca, si es que no lo estaba ya, la verdad, no estaba segura.

La terraza se convirtió en su hogar aquel verano, en el resto de la casa hacía demasiado calor, pasar las noches en el interior era impensable, pues el calor había traspasado el tejado de Eternit y había convertido la planta alta en una sauna seca. Las paredes de piedra almacenaban en su interior todo el calor del estío, imposible respirar allí dentro, así que David había preparado las camas en el rincón de la terraza que quedaba a la sombra por las mañanas. Se dormían todos muy juntos en un colchón, al son del escaso tráfico nocturno de la autovía lejana, del endeble croar de las ranas en el follaje que rodeaba el estanque de la parte trasera de la casa, de un tren de mercancías o de un carro que cruzaba los campos de vez en cuando en la noche solitaria. Hasta en lo más recóndito de las ensoñaciones se esforzaba por no pensar en él. Sin éxito, por más fuerte que David la abrazara. Por más que ejercitara su fuerza de voluntad cada vez que bajaba a la despensa del sótano por cerveza sin alcohol, a pesar del pánico que le infundían los murciélagos que sabía colgaban del techo. Aquello era mucho peor, la voluntad no bastaba para resistirse a pensar en él.

La presencia de David le procuraba algún alivio por las noches, su abrazo le impedía alejarse flotando en un cosmos frío y oscuro donde la barriga hinchada era como un globo de helio. Pero durante el día adoptaba una actitud de orgullosa altivez y solo quería que la dejaran en paz. Los espantaba a él y a sus hermanos cada vez que la rondaban como perros. Ya no los necesitaba, ya no quería sentir la avidez de sus miradas, su curiosidad. Como si la creyeran portadora de un secreto, cuando en el fondo, cualquiera podía comprender lo que había de llegar: un albaricoque, king size. La barriga empezaba a ponerse increíblemente gorda.

Salió de cuentas y pasaron días y semanas. El orondo fruto estaba cada vez más maduro. El ombligo, que al principio solo era un botoncito blancuzco, se retorció hasta convertirse en una rosa de fina piel coloreada hasta el mínimo pliegue de un tono rojizo. Ya no podía verse las piernas, que tenía hinchadas de agua, y un delta fluvial de venillas oscuras se extendía ramificándose, inflamándose, retorciéndose por la cara interna de los muslos.

Björn, el abuelo paterno del niño, le había dado Bálsamo del Tigre para que se lo untase en los tobillos hinchados, pero no alcanzaba hasta abajo, todas las distancias y proporciones se habían desplazado, de modo que la pomada tenía que dársela él. Ella lo permitía y lo aceptaba como el acto de ternura que era. Como Farah Diba, tal vez, en su trono de pavo real, aunque no podía decirse que le oliesen los pies a leche virginal, los tenía renegridos y agrietados, después de haberse pasado todo el verano descalza. Idun, la abuela paterna del niño, había comprado por correo a través de Swegmark varios sujetadores recios y moldeados último modelo. Ella no se había preocupado lo más mínimo de usar sujetador antes, pero la futura abuela la informó de que, si antes no le había parecido necesario, ahora era imperativo llevarlo. No solo crecía la barriga, lo había notado, ¿no? «¿Seguirán así de grandes después?», preguntó David, señalando la novedad de sus encantos. «Espero sinceramente que no», le contestó ella, a quien no apetecía lo más mínimo andar transportando esa carga el resto de su vida, satisfecha como estaba de la talla tan cómoda que había tenido siempre.

A pesar de los kilos de más, había disfrutado del largo verano sofocante como en un extraño estado de hallarse por encima de toda trivialidad. El calor, el hambre, el hastío, el desasosiego, las moscas… nada de lo que solía irritarla le afectaba ahora. Puesto que sería su primer parto, tampoco estaba nerviosa. Era algo natural, se decía. Los animales lo hacen más o menos sobre la marcha y ella siempre se había sentido como un animal, como una zorra, ágil e incuestionable. Ellos lo hacen y luego se lanzan a cazar otra vez, sin más: y eso mismo se figuraba ella que le ocurriría también. Cuando llegase el momento, si le daba tiempo, si no iba todo demasiado rápido, tenía pensado evocar la imagen de la zorra pariendo sola en la penumbra fresca de la guarida.

Dedicaba mucho tiempo a esforzarse por no pensar en el tabaco. En particular, en el Silk Cut, ese tabaco rubio con un ligero olor a beicon. Si no pesara trescientos kilos y no tuviera las piernas como mangles, habría podido colocarse al borde de la autovía a cualquier hora del día para hacer autoestop hasta la costa, coger el transbordador para cruzar el estrecho, comprar un paquete y volver a casa otra vez en autoestop. ¿Tan peligroso sería? Siempre hubo embarazadas fumadoras, por lo que ella sabía. ¿Por qué tantas cosas que antes no eran peligrosas entrañaban ahora tanto riesgo? Probablemente se debía a que estaba a punto de acabar una década y de empezar otra, se apreciaba cierta movilización esperanzada en el aire. ¿Era una movilización moral? En cualquier caso, ella no tenía el menor deseo de participar. Quería que la dejaran en paz con su tabaco y sus costumbres, igual que siempre. En cuanto a uno le niegan algo, empieza a pensar en ello a todas horas.

Los días se fueron volviendo más calurosos y secos hasta que se transformaron en algo parecido al otoño. «Hacer el otoño» significa cosechar, pronto vendrá la cosecha, se dijo. Cuanto más tiempo cuelgue del árbol el albaricoque, tanto más fácilmente caerá después. Björn, el padre del futuro padre, tenía tres albaricoques en la solana de la casa y justo en aquella época del año, a finales del verano, las frutas estaban tan carnosas, tan dulces, tan maduras, tan en su punto, que bastaba mirarlas para que se soltaran y cayeran en la mano. Las cosas suceden cuando les llega el momento, no era preciso tener fe para creer en eso.

Ella esperaba disfrutando del último calor del año, haciendo acopio de él como se hace acopio de fuerzas, sin saber hasta qué punto nos harán falta en el futuro.

Fue un parto largo.

La criatura que nació al fin no parecía en absoluto un reluciente albaricoque velloso, sino más bien un esquimal. La sensación de que había merecido la pena —los meses de espera, la transformación radical del cuerpo, el miedo que la atenazó en los primeros dolores del parto, la locura del viaje hasta la clínica maternal a través de una niebla espesa, el dolor que no cabía describir, la sensación de abandono, de ser la última persona sobre la faz de la tierra, totalmente sola en el paritorio de un hospital vacío dando a luz como podía, pese a no tener la menor idea de cómo se paría, y luego, las mentiras, cuando todos aseguraban que no había estado sola en absoluto aunque ellos no sabían lo sola que había estado en realidad—, la sensación de que había merecido la pena no se produjo de inmediato.

Cuando, cerca de tres días más tarde, aquella cría de orca salió por fin rodando del vientre de su madre como una bola de dolor demasiado grande, ella se quedó contemplando el resultado con el desconcierto en la mirada. Tenía que haber sido niño. Alguien que se pareciera al padre. Puesto que fue él quien hizo que algo empezara a crecerle incontroladamente en las entrañas, lo que salió debería guardar al menos cierto parecido con su origen. Pero no, para empezar, era una niña, para continuar… el pelo negro como si la hubiesen bañado en una laguna sin fondo.

Más tarde, cuando le tocó al padre el turno de inspeccionar la cosecha, también él se quedó perplejo. La niña no se parecía a nadie, mucho menos a él, pero tampoco a su madre. No fue capaz de articular palabra, sobrecogido como estaba por la trascendencia del momento, o quizá por la decepción. Los demás miembros de la familia por ambas partes tenían distintos tonos de rubio nórdico. Las enfermeras no reaccionaron hasta que no vieron a la niña en los brazos de su padre, pero claro, aquello ya había ocurrido otras veces, con tantos trabajadores temporales como había en la comarca. Y a veces nacían niños con un vello negro como la pez, que desaparecía discretamente después de transcurridas unas semanas. Al fin y al cabo, lo que había garantizado la supervivencia del hombre era su capacidad de adaptación al medio.

El tocólogo se lavó las manos en algún lugar al fondo de la sala, quizá pensando una vez más que su cometido era, verdaderamente, más trabajo manual pesado que de refinada precisión: mujeres gritando y pateando y pariendo como si no quedase en ellas nada humano. Como aquella. «Una barriga muy grande para alguien tan pequeño», dijo sin darse la vuelta y sin desvelar si se refería a la madre o al bebé, aunque seguramente a ambos.

La madre se recuperó, pero el bebé parecía endeble. No era ningún ejemplar magnífico, un tanto pálido, un tanto frágil, fue debilitándose a medida que pasaba el día; baja concentración de hemoglobina, un caso claro de anemia. En comparación con el pelo negro y los brillantes ojos oscuros de la criatura, la piel de la madre relucía con un tono azul pálido, según el pediatra, deberían hacer una transfusión. Pero la madre se negó a que le clavara agujas a la pequeña y la llenara de tubos, de modo que, muy en contra de su voluntad, le dio al bebé un par de semanas de plazo para recuperarse.

Ictericia en la clínica y prohibido recibir visitas. Las dos familias se encontraban en el parque del hospital y saludaban con la mano al ver que la madre sostenía en alto a la niña en el balcón. Una criatura pálida y con la cabeza negra era cuanto podían ver a esa distancia. Todo en miniatura, salvo los ojos, o tal vez fuese solo el color, verde agua oscuro, el que creaba la ilusión de que la niña tenía los ojos grandes de más.

Puede que no fuese un milagro, pero esa era la sensación: los resultados del análisis de sangre mejoraron. Aunque la partida de nacimiento no era más que un trozo de papel, constituía una prueba de que su hija existía, aquel ser de naricilla pálida que descansaba bajo la manta del hospital entornando los ojos a la blanca luz cegadora de septiembre. Angela Rafaela sería el nombre. «¿Eh?», dijo el flamante padre dudando. Pero ya estaba decidido, desde el mismo instante en que se le ocurrió, la decisión era irrevocable. Esas cosas traían mala suerte. Angela Rafaela, por el arcángel Rafael, el que posee el poder de curar, porque aquella era una niña que se había curado a sí misma y existían razones para creer que alguna fuerza superior hubiese tenido mano en el asunto. O quizá solo la punta del ala, pero eso marcó la diferencia. «Tendrá que tener también un nombre que pueda pronunciarse», dijo la nueva abuela paterna. «Vale… Lo», dijo la madre irritada. ¿Era ese lo bastante sencillo? Fue el primero que se le vino a la mente. «¿Angela Rafaela Lo Mård?[1] Eso suena a disparate», objetó el padre. El que luego todo el mundo la llamara Lo Mård no arreglaba las cosas.

¿Cómo podía creerse nadie con derecho a inmiscuirse en qué nombre llevaría su hija? No pensaba cambiar el nombre que acababa de darle, sería retar al destino, vamos, sería como aspirar por aquella nariz diminuta y chuparle la vida a la pequeña. «David, ya está decidido», dijo. «La próxima vez lo tienes tú y eliges el nombre». Mientras pasaba el verano al sol en la hamaca cultivando a la niña, había leído los cuentos eróticos de Anaïs Nin y su nombre completo: Angela Anaïs Juana Antolina Rosa Edelmira Nin Culmell era vergonzosamente largo.

La abuela, al menos, estaba satisfecha con el nombre de Lo. Era fácil de recordar y, después de todo, eso era lo más importante de un nombre.

* * *

Me bautizaron el día del Ángel de la Guarda, en octubre de 1969, un año de esperanza con algo de hybris flotando en el aire. La Luna ya no estaba tan lejos, lucía con el mismo resplandor solitario, pero, tras haberla pisado el hombre, parecía menos lejana en medio de la oscuridad planetaria. El año en que el hombre llegó a la Luna fue, según la abuela, el último en que aún podía superarse a sí mismo en algo que no fuese la necedad.

Mi primer recuerdo es un intenso resplandor enfocado justo hacia mi persona. Siempre me ha gustado pensar que era el sol, pero seguramente sería la lámpara del techo vista desde abajo mientras me pasaban de un regazo a otro en una cocina llena de gente. Tantos brazos… y, aun así, no me sentía atrapada. Una luz tan intensa, y solo me iluminaba a mí. Los adultos se calentaban las manos conmigo, me frotaban la nuca con la nariz para inspirar el aroma a vida nueva, me besaban uno tras otro, como si yo fuese una clavícula santa guardada en un relicario.

Nadie se explicaba cómo pudieron engendrarme a mí, en qué rincón oscuro de aquella casa enorme pudo suceder, la casa donde mis padres y sus hermanos vivían como una familia. Sencillamente, tuvieron que acostumbrarse a la idea. Mis tíos y tías, tan jóvenes, me llevaban de un lado a otro. No era eso lo que pretendían, que yo naciera, pero puesto que existía, tejían en torno a mi oscura cabeza toda una red de sueños y expectativas de los que yo, por suerte, no era consciente. Yo solo debía preocuparme de existir. Un buque tan sobrecargado de expectativas sería una compañía demasiado pesada para una niña tan pequeña.

Aquellas raíces tiernas en la nueva tierra, en aquel humus graso y negro tan distinto de la tierra árida de la que se habían mudado. Los hilos de mis raíces los vincularían a un lugar en el que aún no se sentían en casa por sí mismos. Alguien tenía que nacer allí para que los demás pudieran aprovechar la partida de nacimiento como prueba de que pertenecían a aquel lugar. Los mayores debían vigilarme bien para que no me ocurriera nada malo. Protegerme, alimentarme, educarme, enseñarme a dejar el pañal, ponerme algún que otro límite flexible y hacer la vista gorda cuando me los saltara. Cuando crecí lo suficiente, empecé a ingeniármelas para librarme de las demostraciones de cariño. Confiaba en que se producirían en cuanto me quedase quieta el tiempo suficiente como para que me las hicieran.

Nací con buena estrella, así fue como me contaron la historia. Alguien señaló la constelación del Lince, en el hemisferio norte; me gustaba pasar la noche en el patio con los hermanos de papá cuando estaban de aquel humor magnífico, cuando se quedaban mirando estrellas fugaces y soñando con marcharse lejos —a casa—, al lugar al que pertenecían. A veces se ponían tristes y solemnes al mismo tiempo y entonces lo único que ayudaba era el firmamento. En otras ocasiones, en cambio, se los veía animados y se comportaban como si trabajaran en The Ministry of Silly Walks. En noches así también nos valían aquellas estrellas.

Fui una niña feliz. Y si no lo fui, tampoco era consciente de ello. Si algo iba mal, no lo vi, creía que lo nuestro era felicidad. La felicidad breve, esa que corre veloz por entre los árboles, es quizá la única que existe. Fui feliz mientras me permitieron correr libremente, feliz con mis michelines de niña, feliz cuando me metía debajo de la cama y escuchaba a escondidas a mis tíos y a mis tías, que se pasaron un verano hablando de sexo, feliz cuando Rikard, el más joven de mis tíos, me perseguía por el arboreto, aunque yo sabía que no era igual de divertido cuando me alcanzaba. Apenas me daba tiempo de notar lo corta que era la felicidad, porque se presentaba a intervalos tan seguidos que no se advertía la ausencia.

Sobre las horas en la terraza, sobre el arte de no pensar en lo prohibido, aún no sabía nada en absoluto.

* * *

«Ten cuidado con el amor», dijo mi madre chupándome el veneno del pie hinchado, antes de escupir en la hierba un largo hilo amarillento y de enjuagarse la boca con leche.

El amor y las serpientes.

El amor, las serpientes y la autovía.

El amor, las serpientes, la autovía, el lago.

El amor, las serpientes, la autovía, el lago. Y el fuego.

Los murciélagos.

Los cables de alta tensión.

Las películas de terror.

«¿Y con los perros?», pregunté yo. «También». «¿Nada más?» Mi madre levantó el hacha. «¿Más? Pues sí, la carne de pollo mal cocinada, las bacterias», respondió clavando el hacha con todas sus fuerzas, astillando los troncos de abedul. No había que menospreciar la fuerza de sus brazos nervudos. «Y la fiebre del topillo», añadió. «Mamá, aquí no se da la fiebre del topillo, solo la padecen más al norte». «El resto. Ten cuidado con el resto», me rogó.

Lo escribí todo en aquel libro chino de seda cuyas páginas exhalaban un olor ferruginoso a nieve derretida y a sangre. Un libro para lo bello y para lo peligroso, solo que yo aún no sabía qué era qué. El miedo es algo que hay que aprender, cuando no es congénito, solía decir mi madre. A mí tenían que protegerme de mí misma, puesto que no conocía el miedo. «Serías capaz de irte con cualquiera, sin que ninguna voz interior te diera el alto. De hacer cualquier cosa, de salir muy mal parada». No era verdad. Yo nunca salía mal parada.

Mi madre intentó enseñarme qué era el miedo.

Mi padre lo intentó.

Mis abuelas paterna y materna, mis abuelos materno y paterno lo intentaron.

Mis tías y tíos maternos y paternos lo intentaron.

Y Lukas.

No, quizá Lukas no. Pero los demás lo intentaron.

Y sí, Lukas también. Confía en tu miedo, solía decir. La cocina toda manchada de la sangre de la nariz. Corre, Lo, corre… Yo no quería, pero eché a correr. No era mi sangre, ni mi cocina, ni mi miedo.