Castillo Dar, Devon, 1815
Julia estaba sentada junto a la cama de su abuelo, sujetándole la mano. El quinto conde de Darchester se moría.
Unos pesados cortinajes de terciopelo ocultaban los altos ventanales de la estancia, pero el sol de última hora de la tarde había logrado abrirse paso por una pequeña rendija y, a medida que el día se acercaba a su fin, un fino haz de luz recorría lentamente el suelo y después la cama. La respiración de lord Percy era débil. Julia sentía que la vida se le escurría entre los dedos, podía ver la muerte dibujada en el entrañable rostro del anciano. Diminutas partículas de polvo flotaban en el rayo de luz. En cuanto el abuelo muriera, el primo Eamon se convertiría en el nuevo conde y viviría allí, en el castillo Dar. Julia suspiró, alborotando las motas de polvo con el aliento, y luego cerró los ojos con fuerza e intentó tranquilizarse. Ya tendría tiempo suficiente para preocuparse de los problemas del futuro.
En la casa reinaba un silencio casi absoluto, a excepción de la respiración entrecortada del abuelo. El sol se había encaramado a la colcha que cubría la cama y les acariciaba los dedos.
El sonido de los cascos de un caballo y el tintineo de las guarniciones rompió la magia del momento. Julia se acercó a la ventana y apartó la cortina con el dorso de la mano. Al otro lado de la explanada que se extendía frente a la casa, justo donde el camino se adentraba en el bosque, divisó un viejo y destartalado carruaje sepultado bajo el peso de maletas y baúles, y tirado por un grupo de caballos, a cuál más tosco y agotado, que se acercaba a la casa.
—¿Es Eamon?
La voz que procedía de la cama era poco más que un leve susurro.
Julia se dio la vuelta y soltó la cortina.
—Sí.
Lord Percy cerró los ojos.
—Antes de que se ponga el sol probablemente ya habré muerto. ¿Por qué no ha esperado a mañana?
—Porque es un hombre cruel.
Julia regresó junto a la cama.
Hacía apenas unas semanas el abuelo estaba fuerte como un roble, pero la enfermedad que devoraba su cuerpo había progresado a una velocidad de vértigo. Y allí estaba Eamon, dispuesto a regodearse en la suerte de un pobre moribundo.
La mano de lord Percy se movió inquieta sobre la colcha, como si buscara algo. Julia la sujetó con la suya. Tenía los dedos increíblemente fríos.
—¿Necesita algo?
Él tragó saliva y susurró; las palabras le produjeron un dolor más que evidente.
—Ya no puedo protegerte.
Julia se sentó en la cama, se llevó la mano que sostenía a los labios y le besó los nudillos, justo por encima del anillo de esmeralda que siempre había encajado en las manos poderosas de su abuelo y que, de repente, parecía muy grande.
—Es a usted a quien ha atormentado todos estos años. Yo no significo nada para él.
Los dedos de lord Percy se cerraron con fuerza sobre los de su nieta.
—No se trata solo de Eamon. Puede que haya otros. Julia… —Levantó la cabeza y esta vez su débil voz sonó más dura—. No se lo cuentes a nadie. A nadie, Julia. Debes fingir…
—Ya basta. —Julia presionó la colcha con la palma de la mano hasta que lord Percy apoyó de nuevo la cabeza en los cojines. Luego se inclinó sobre él y le acarició la frente—. No tengo nada que contar. Ningún secreto.
—No tienes secretos porque no sabes nada. —La dura mirada del conde se suavizó; lanzó un suspiro, largo y tembloroso, y cerró los ojos—. Soy un necio —dijo—. Un necio ciego e irresponsable.
—Guarde silencio. —El ruido del carruaje sonaba cada vez más cerca—. No le conviene alterarse. Está a punto de llegar.
Lord Percy abrió los ojos.
—Ojalá tuviera tiempo.
—No puede quejarse del tiempo que ha tenido, viejo gruñón —bromeó Julia con una sonrisa.
Él contrajo los labios en la sombra de una sonrisa.
—Soy un hombre avaricioso.
—Pues no es una cualidad especialmente agradable.
Le acarició la ceja con el dedo pulgar.
—Nunca he sido agradable. Siempre he cogido lo que me apetecía. Tiempo, dinero, mujeres. —Su voz recuperó parte del volumen atronador con el que solía hacer temblar las paredes de la casa. Antes de continuar, se apoyó sobre un codo y añadió—: ¡He vivido mi vida! Pero nunca me he quejado ni he lloriqueado. Siempre he aceptado lo que se me ofrecía de buen grado, o he pagado con dinero, pasión o sangre… —Se desplomó de nuevo sobre los cojines—. ¡Odio esta maldita muerte!
Julia acarició la mejilla hundida de su abuelo.
—Y yo.
Escucharon en silencio el ruido del carruaje al acercarse marcando un ritmo cada vez más fuerte por encima de la respiración entrecortada del viejo conde. Oyeron el impacto de las ruedas contra la piedra justo donde el camino describía una curva frente a la casa. Julia sintió que se le encogía el estómago; Eamon no tardaría en aparecer por la puerta de la habitación.
—Julia.
—¿Sí?
Los pómulos y la nariz del conde habían adquirido un aspecto afilado: el semblante de la muerte.
—Aceleremos el tiempo. Seamos más listos que él. Una última vez.
—¿Se siente con fuerzas para hacerlo?
—Sí, sí. Doblaré el tiempo a mi antojo y después… —Guardó silencio y, con gesto tembloroso, le pasó un mechón de cabello a su nieta por detrás de la oreja—. Después serás oficialmente huérfana.
Julia se mordió los carrillos mientras intentaba controlar las lágrimas. Sabía que aquel gesto, tan sencillo y cariñoso, nunca volvería a repetirse.
Él dejó caer la mano de su cara.
—Tenía la esperanza… —Suspiró—. Bueno, supongo que a partir de ahora los ángeles se encargarán de velar por ti.
—¿Religión, abuelo? ¿A estas alturas?
—¡Ja! —El conde le dedicó una sonrisa sincera, el gesto pícaro e irresistible que Julia siempre había adorado—. Nada de a estas alturas, querida. Solo quedan un minuto o dos y el segundero avanza despacio. Tenemos que acelerar. Ven. Juguemos, querida mía. Mi pobre niña huérfana.
Julia ya no pudo contener más las lágrimas, pero tampoco le importó.
—Una última vez.
—Buena chica.
Las manos de lord Percy temblaron y Julia las sujetó con fuerza entre las suyas. El rayo de luz que entraba por la ventana se abrió paso entre los dos, iluminándoles los dedos.
—Mira las motas de polvo, ahí, en la luz. Observa cómo las hago bailar, mi niña.
Ambos concentraron toda la atención en el rayo de luz. Julia sintió el increíble poder de su abuelo, sintió que hacía bailar el polvo. Al principio solo fue un pequeño temblor, pero pronto empezó a moverse más y más rápido, como la nieve que se arremolina durante una ventisca. Sin embargo, para cualquiera de los dos las motas de polvo seguían danzando con la misma lentitud de antes. Los ojos de lord Percy brillaron un instante antes de perderse en el vacío. Apretó los dedos de su nieta con fuerza una última vez, los soltó y luego se desplomó sobre los cojines con un grito ahogado.
El movimiento de las motas de polvo se ralentizó al instante y Julia se encontró sujetando unas manos que ya no respondían a sus besos ni a sus lágrimas.
Eamon Percy, ya oficialmente sexto conde de Darchester, abrió la puerta de repente y lo que se encontró fue a Julia sujetando la palma de la mano de su abuelo contra su mejilla cubierta de lágrimas. El viejo tenía la cabeza inclinada hacia atrás y su rostro de finado sonreía desafiante.
Hartland, Vermont, 2013
Nick iba de camino al pueblo cuando recibió un mensaje de Tom Feely: «Ven ya, inspector de sanidad».
Hizo un cambio brusco de sentido y luego tomó el desvío a la derecha por Densmore Hill. Era diciembre y el tiempo estaba siendo especialmente frío, por lo que el camino colina arriba sería complicado. Por suerte, llevaba cadenas en las ruedas. Así llegaría a la granja a tiempo para engatusar al inspector de sanidad.
La camioneta coronó la cima de la colina con un sonoro gruñido y Nick se lo agradeció acariciando el salpicadero. El cielo era de un azul pálido y el viento agitaba las ramas desnudas de los árboles. Aun así, la visión del valle cubierto de nieve le impresionó tanto como la primera vez que lo había visto, un glorioso día de otoño de hacía ya cuatro años. Aquel rincón de Vermont era un lugar al que podría llamar hogar. Se dejó llevar por aquella sensación tan agradable y luego estalló en una sonora interpretación de «The King Shall Enjoy His Own Again».
Ladera abajo, la granja Thruppenny abrazaba la base de la colina como un niño intentando esconderse tras la falda de su madre. Nick podía ver los graneros pintados de rojo y cubiertos por una gruesa capa de nieve, y los corrales convertidos en extensiones de barro por las cuarenta vacas con las que Tom Feely fabricaba su queso artesano.
—«Then let us rejoice, with heart and voice! There doth one Stuart still remain!» —gritó Nick mientras la camioneta cogía velocidad.
Redujo a una marcha más corta y tomó la última curva. Le gustaba interpretar el papel de dueño de la propiedad con el anciano inspector de sanidad, un anglófilo declarado que se encargaba de verificar la calidad de los quesos. Las visitas siempre eran iguales. El hombre lo saludaría con una deferencia más bien tímida, luego charlarían durante unos minutos sobre la reina o sobre los típicos bollos ingleses para, finalmente, dirigirse hacia la sala en la que se elaboraban los quesos y, desde allí, a la cueva, más pequeña, donde maduraban. Nada más entrar, a la izquierda, estaban las estanterías con los brie y los camembert de leche cruda, quesos tan tiernos que podrían derretir un corazón de piedra pero que eran clamorosamente ilegales. El inspector pasaría junto a ellos y diría algo como: «¡Queso inglés! A la gente se le llena la boca con los quesos de estilo francés, pero para mí no existen. No, es que ni siquiera los veo. A mí deme un queso inglés, bien firme, y me hará feliz. ¿No está usted de acuerdo, señor Davenant?». Le guiñaría un ojo a Nick y este asentiría murmurando algo entre dientes. Luego el inspector se detendría frente a las estanterías de los cheddar, siempre imperturbables y lo suficientemente añejos como para cumplir con la normativa; ejemplares premiados, pequeños y redondos, gracias a los cuales la granja Thruppenny empezaba a ser conocida.
A Nick no le importaba satisfacer al viejo inspector con un toque de la vieja Inglaterra. Había pasado tanto tiempo desde la última vez que estuvo en casa que durante aquellas visitas se dejaba llevar por el placer culpable que era seguir al inspector de sanidad en su periplo por su particular país de las hadas, siempre cubierto de verde. Y Tom no tenía nada que objetar al respecto. Desde hacía casi cuatro años, el inspector había otorgado a la granja Thruppenny las puntuaciones más elevadas en todas las categorías, firmando en cada una de las casillas de la lista mientras el irresistible hedor de la corteza florecida le colapsaba los sentidos.
Aparcó la camioneta morro con morro con el viejo tractor de Tom, un Farmall con las ruedas delanteras ligeramente inclinadas hacia dentro. Bajó del vehículo, metió las manos en los bolsillos del abrigo y, cambiando la letra de la canción por un simple silbido, entró en la cuadra. Enseguida percibió el dulce olor de los animales bien cuidados mezclado con el de la paja. Se detuvo a disfrutarlo un instante mientras sus ojos se adaptaban a la tenue luz de la nave. Aquel era el lugar donde Tom solía esperarlo pero, aparte de las vacas en sus pesebres y de un gato que no dejaba de pasearse entre sus tobillos, allí no había nadie más.
De pronto, oyó un sonido metálico a lo lejos y supuso que Tom ya estaba en la sala de elaboración de quesos. Salió por la puerta trasera de la cuadra y se dirigió hacia el edificio nuevo que se levantaba a apenas unos metros, más pequeño y con la puerta de acero inoxidable. La primera estancia era un vestíbulo donde Nick se quitó las botas, rescató unos Crocs de una cuba con desinfectante, los sacudió con fuerza e introdujo los pies, cubiertos por unos calcetines gruesos, en ellos. Luego abrió otra puerta de acero inoxidable, esta vez la de la sala fuertemente iluminada donde se elaboraban los quesos, que era el corazón de la granja y el orgullo de Tom Feely.
Tom estaba allí, sacando los quesos ilegales de la cueva de maduración y lanzándolos al interior de un gran bidón de plástico que parecía haber arrastrado desde la cuadra, a juzgar por lo sucio que estaba.
—¿Qué demonios está pasando aquí?
Nick observó con incredulidad a Tom lanzar al interior del contenedor una rueda de brie especialmente perfecta, que se abrió por la mitad como si fuera una sandía.
—Tenemos nuevo inspector de sanidad —respondió Tom por encima del hombro, mientras cogía el siguiente queso.
—Mierda.
Nick se dispuso a arrimar el hombro. Aquello era más serio de lo que parecía. El verano pasado, los agentes de la FDA, la administración de medicamentos y alimentos de Estados Unidos, se presentaron en la granja de un ganadero del condado vecino y se lo llevaron esposado por los tobillos por haber cometido el terrible delito de fabricar queso con leche sin pasteurizar. Pasaron meses antes de que saliera de la cárcel. Nick echó el resto y empezó a coger los quesos de dos en dos. Un nuevo inspector de sanidad querría dejar las cosas bien claras desde el primer momento. Ganarse una reputación en la zona.
En apenas un minuto, en las estanterías de la cueva no quedaba ni rastro de las hermosas y tiernas ruedas de queso que Tom Feely, el hombre de rostro alargado y anguloso que llevaba su Corazón Púrpura colgando de una gorra de los Red Sox, no podía ni quería dejar de elaborar. «Nací para hacer brie», solía decir cuando hablaba de sí mismo. «Y nací para hacerlo como Dios manda».
Entre los dos arrastraron el pesado bidón hasta la parte trasera de la cuadra, y Tom cubrió los restos voluminosos de un duro mes de trabajo con una bala de heno. El olor del heno mezclado con el del queso resultaba tan delicioso que Nick sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas.
—Por el amor de Dios, Tom, esto es lo más triste que he visto en toda mi vida.
—La leche no se acaba y el tiempo tampoco.
El granjero cruzó los brazos sobre el pecho y levantó la mirada hacia el camino, a la espera de ver aparecer al inspector en cualquier momento.
Los dos hombres se conocieron el mismo día en que Nick admiró las vistas desde lo alto de la colina por primera vez, apenas diez minutos después de saberse perdidamente enamorado de Vermont. Por aquel entonces, la granja Thruppenny estaba a la venta y Nick detuvo su coche en cuanto vio el cartel que lo anunciaba, clavado frente al edificio principal. Tom le enseñó la granja, que había pertenecido a los Feely desde los tiempos de la revolución; pero, tal como Tom le diría a Nick aquel mismo día encogiéndose de hombros: «Nada es para siempre».
Nick sabía reconocer a un buen soldado solo con verlo. Supuso que para Tom Feely vender la granja de su familia era lo más cercano a la muerte, del mismo modo que imaginó que preferiría morir antes que mostrar sus emociones en público. Claro que Tom era americano, y Nick a veces pensaba que nunca conseguiría llegar a entenderlos. Era gente de una simpleza engañosa. A saber qué estaba sintiendo Tom debajo de su gorra de béisbol.
La visita a la granja había terminado en la sala de elaboración de quesos, equipada con la maquinaria más moderna, y la cueva de maduración. Nick observó a Tom mientras este se inclinaba para inspeccionar con una mano sobre su superficie cubierta de manchas un enorme cheddar envuelto en tela. El granjero se incorporó de nuevo y cerró los ojos para sentir con más precisión a través de los dedos. Estaba intentando determinar si el tiempo había hecho su trabajo. Era como si Nick ni siquiera estuviera allí.
Le hizo la propuesta sin pensar, antes de que Tom levantara la mano del queso. Y así fue como Nick se convirtió en propietario de una pequeña vaquería en Vermont. Los Feely le pagaban un alquiler simbólico y le suministraban todo tipo de productos lácteos, tanto legales como ilegales. Con el tiempo, Nick acabó comprándose una casa a pocos kilómetros de allí. Desde entonces, había adquirido unas cuantas granjas más, todas ellas con problemas económicos, y ya tenía cuatro familias bajo su protección. Cada vez pasaba más tiempo en Vermont y estaba considerando la posibilidad de dejar definitivamente Nueva York.
Y, sin embargo, ahora llegaba aquel nuevo inspector de sanidad, con toda probabilidad menos susceptible a los encantos del afectado acento británico que su predecesor.
—Vamos allá.
Tom se enderezó la gorra azul y roja con la que se protegía la cabeza, y Nick se percató de que sus dedos se detenían apenas una fracción de segundo sobre el Corazón Púrpura.
Propietario e inquilino permanecieron inmóviles, uno junto al otro, mientras observaban el viejo BMW E21 blanco y salpicado de óxido que acababa de detenerse frente a la granja.
Era aquella sensación, como si el sable de Nick fuera una extensión de su propio cuerpo. Como si fuera su propia mano la que se abalanzaba sobre el cuello del joven, como si sus uñas se abrieran paso a través de la suave piel, sujetando los tendones, tirando de ellos, destrozándolo todo. Los ojos del chico, mirándolo fijamente con una especie de sorpresa vacía de expresión, mientras que la sangre roja y caliente se derramaba como un torrente sobre su uniforme azul. Ojos negros y sangre roja. El sable retirándose, como si fuera su propio brazo el que retrocedía, apartándose lentamente. Y ahora se alejaba volando, de espaldas, hacia un túnel de humo… Estaba siendo succionado a una velocidad de espanto, y al otro lado del túnel la mancha roja y el rostro del joven cada vez más inmóvil, más muerto…
Nick abrió los ojos, pero necesitó unos minutos para darse cuenta de que había estado soñando. En el sueño, todo estaba impregnado por la luz tenue de un crepúsculo ceniciento y salpicado por el destello de cañones. Sin embargo, como siempre, la ilusión le había alterado los sentidos. Los hombres y los caballos, los cañones, los disparos y los gritos habían desaparecido. Solo oía el sonido de su propia respiración y el redoble lento y fúnebre de su corazón.
Respiró profundamente. Estaba a kilómetros y a años de distancia del campo de batalla. «A kilómetros y a años», susurró, y luego empezó a inventar rimas, como solía hacer cuando necesitaba tranquilizarse. «Cronómetros y peldaños. Magnetómetros y paños. Pluviómetros y desengaños». Pensó que «pluviómetros y desengaños» era buena. Evocaba las lágrimas vertidas a lo largo del camino y la decepción por los años perdidos. «Pluviómetros y desengaños», susurró de nuevo, y una vez más, dejando que el sonido de su propia voz acallara el latido insistente de su corazón. El cuerpo de la mujer que yacía a su lado, profundamente dormida, dibujaba una letra S. «Pluviómetros y desengaños», repitió Nick, esta vez más alto, perfectamente consciente de que quería que ella también se despertara y le hiciera compañía.
Pero la mujer seguía dormida y ahora él estaba totalmente despierto. Se incorporó y dejó que el edredón se le deslizara por el pecho desnudo. La sensación de frío sobre la piel le resultaba tranquilizadora; nunca encendía la calefacción, ni siquiera en las noches más frías. Mantenía el termostato a la temperatura justa para que no se congelaran las tuberías. A la temperatura justa del invierno inglés de hacía muchos, muchos años.
La noche era oscura; no se veía la luna. Nick podía atisbar la mancha espectacular de la Vía Láctea a través del viejo cristal de la ventana. Se concentró en la agradable sensación que le producía el aire frío en los pulmones y en el olor dulzón del fuego que habían encendido en la chimenea tras un primer revolcón rápido en el sofá, con los gruesos jerséis de invierno todavía puestos.
El estanque que había al otro lado del camino estaba congelado. Las ranas del verano dormían bajo el hielo, los grillos se habían marchado a dondequiera que fueran los grillos en invierno. ¿Al Valhalla de los insectos? De pronto, recordó haber visto en un documental que los grillos hibernan. Ojalá se despertaran. El silencio era absoluto, solo se oía el sonido de su propia respiración y el latido de su corazón, cogiendo fuerza de nuevo. «Pluviómetros y desengaños…» Cerró los ojos con fuerza. El pánico le estaba ganando la partida, así que decidió dejar aquel juego de las rimas. Era evidente que aquella noche no le serviría de nada.
Fue entonces cuando decidió buscarla, en su mente. Y fue allí donde la encontró, como siempre, abriéndose paso a través de su conciencia casi de puntillas, como si caminara sobre suelo mojado. La chica de los ojos oscuros. La mente de Nick se aclaró al instante; su respiración se ralentizó. La joven permanecía inmóvil en el linde de un bosque de verano, protegida bajo la sombra de los primeros árboles. Su mirada era cándida, amable. Lo miró fijamente hasta que él sintió que su corazón empezaba a sanar. Justo entonces ella se desvaneció.
Su compañera de cama se volvió hacia él, con el rostro iluminado por la luz de las estrellas.
—Ven aquí —le dijo con un tono de voz soñoliento pero cargado de autoridad.
Alargó un brazo hacia él y, al darse cuenta de que estaba sentado, masculló algo entre dientes, se volvió de nuevo hacia su lado de la cama y se quedó profundamente dormida.
Nick la prefería dormida que despierta. Aquella mujer era la clase de persona que se enfrentaba a la vida y la hacía bailar a su ritmo. Era una cualidad admirable, sin duda, pero Nick sabía por experiencia que a esa gente era mejor admirarla desde la distancia. Y tenía razón. Sin embargo, allí estaba.
En la cama con la nueva inspectora de sanidad.
El día anterior la mujer había revisado hasta el último rincón de la granja. Al pasar junto al bidón lleno de quesos y de heno, se detuvo a olisquear el aire como un perro de presa. Luego se dio la vuelta y miró fijamente a Nick.
—¿El propietario de la granja es usted?
Nick se percató de que la mujer clavaba la mirada en su parka impoluta, la que siempre utilizaba cuando visitaba la granja.
—¿Le gusta venir los fines de semana desde Nueva York y jugar con las vacas?
Aquellas palabras se le antojaron sorprendentemente ofensivas.
—Vivo en Nueva York, sí —respondió. Y luego añadió a la defensiva—: Pero crecí en Inglaterra.
—Vaya, vaya, así que en Inglaterra —dijo ella, alargando las últimas dos sílabas con desdén. Tenía acento del sur, aunque Nick no conseguía saber exactamente de dónde—. Apuesto a que tiene unos cuantos quesos camembert en su nevera de… —Consultó una copia de la ficha en la que aparecía la información de Nick—. Jenneville Road. Le seguiré hasta su casa para comprobarlo. Y luego denunciaré la granja.
De vuelta al presente, Nick observó la curva que describía el hombro de la inspectora, apenas visible en la oscuridad. La granja Thruppenny conseguiría su informe favorable, la inspectora se marcharía de allí después del desayuno sentada tras el volante de su cacharro oxidado y, en cuestión de un mes, el viejo inspector de sanidad volvería al trabajo.
Suspiró y dirigió la mirada hacia la ventana.
Le pareció que las estrellas estaban muy cerca. Qué difícil creer que, de hecho, se encontraban increíblemente lejos de allí, tanto en el tiempo como en el espacio. ¿Qué momento del pasado, a años luz de distancia, estaba observando? Uno anterior a su nacimiento, eso seguro. Cada una de aquellas estrellas era un infierno, un abismo en llamas vomitando luz a través del tiempo y del espacio. Pero desde la distancia eran hermosas, como los ojos de un animal que brillan en la oscuridad del granero y reflejan la luz vacilante de la linterna del granjero.
Las estrellas le hicieron recordar las gélidas noches de invierno que había pasado durmiendo al raso en España, con un sencillo estofado de conejo calentándole el estómago y los sonidos apagados de todo un ejército acunándolo hasta que se quedaba dormido. Entonces también le había parecido que las estrellas estaban muy cerca. Ahora la guerra era algo muy remoto, muy alejado en el tiempo y en el espacio. El mundo había cambiado, pero la contienda seguía proyectando sobre sus sueños el resplandor rojizo del fuego que la consumía. Nick se cubrió la cara con las palmas de las manos. La chica de los ojos oscuros. Ella también pertenecía a aquel tiempo remoto. Solo su recuerdo era capaz de devolver sus sueños al pasado del que provenían.
El pasado.
Si algo tenía Nick Davenant era demasiado pasado.
Había viajado al futuro. Doscientos años.
Doscientos años. Entonces ya le había parecido increíble y aún ese día, diez años después, seguía pareciéndoselo. Se echó a reír en voz alta, aunque sin rastro de humor.
—Baja el volumen, mister Inglaterra.
La risa estridente de Nick se suavizó hasta convertirse en una sonrisa sincera. Vaya con la inspectora de sanidad; al menos eso tenía que reconocérselo: se sentía muy segura de sí misma, en todos los aspectos de su vida. Nick se alegraba de que estuviera a punto de marcharse para no volver nunca más.
—Lo siento —se disculpó.
—Hum.
Ella hundió la nariz en la almohada y cayó de nuevo dormida.
No era fácil esconder doscientos años, ni siquiera en las relaciones más esporádicas. Ahora se daba cuenta de que cuando sus amantes le acusaban de ser «estirado» y «emocionalmente distante», en realidad querían decir que era incluso más peculiar de lo que se esperaba de un británico excéntrico. Las estadounidenses estaban dispuestas a pasarle por alto muchas cosas a un inglés mínimamente bien parecido como él, pero hasta ellas acababan hartándose y exigiendo explicaciones.
¿Las horribles cicatrices? Un accidente de coche, les decía. Y era cierto que se había visto involucrado en uno, pero las cicatrices a las que ellas se referían eran heridas de guerra. De ahí que siempre evitara relacionarse con doctoras o enfermeras. La cicatriz que le atravesaba la ceja era lo suficientemente ambigua como para no levantar sospechas, pero la del sable en el muslo izquierdo estaba salpicada de las marcas de la tripa de gato con que se la habían cosido. En el hombro izquierdo tenía otra, esta de un disparo. Era la más fea de todas porque se le había infectado.
Pero había más cosas, quizá más sutiles. Las florituras de su firma no parecían muy masculinas ni tampoco actuales. También estaban sus gustos con la comida, bastante anticuados. Aquella misma noche, mientras probaba el delicioso camembert de Tom Feely, la inspectora se había acordado de las galletas Oreo mojadas en leche y se había puesto a cantar la melodía de uno de los anuncios de televisión de la marca. Nick no tenía un anuncio favorito de cuando era pequeño y sus platos favoritos eran el cordero hervido, la gelatina de ternera, el manjar blanco y el cerdo adobado.
Era evidente que esa noche ya no podría volver a conciliar el sueño. Se levantó de la cama sin hacer ruido y fue al piso de abajo, disfrutando de la sensación de frío de la madera en la planta de los pies. Le encantaban aquellos suelos. Los listones eran tan viejos como él, y los árboles de los que procedían, que habían cubierto las colinas de la zona durante cientos de años antes de ser talados, seguramente lo eran mucho más. La casa fue construida en el mismo año de su nacimiento, 1790; a Nick le resultaba reconfortante la robustez de la estructura y la forma en que se había atrincherado en su trozo de terreno, año tras año, como un oso en la madriguera. Imaginaba su construcción viga a viga mientras él crecía en el útero de su madre. Era como si la hubieran levantado para él y la casa se hubiese limitado a esperar, dejando pasar los inviernos pacientemente hasta que por fin Nick había llegado a la que sería su casa.
Las ascuas de la chimenea aún ardían, de modo que hizo una bola de papel con las páginas de un periódico, levantó una pirámide de ramitas secas alrededor y luego se agachó y sopló hasta que aparecieron las primeras llamas. Antes de que las ramitas se consumieran, añadió dos troncos de manzano de un viejo árbol que se había caído durante una tormenta de primavera. Cuando se ocupaba del fuego, se sentía eterno, como si hubiera podido nacer en cualquier época, en cualquier lugar; como si no tuviera nada de extraño saltarse casi dos siglos con apenas treinta y tres años para luego vivir el resto de la vida en un futuro que antes le hubiera resultado inimaginable. Envolvió su cuerpo desnudo y cubierto de cicatrices con una manta de lana de cachemira y observó las llamas bailar fijamente.
Sin embargo, mientras seguía la trayectoria de una chispa chimenea arriba, sus ojos se detuvieron en el sobre blanco que descansaba sobre la repisa.
Mierda.
La carta del Gremio.
Nick había conseguido sacársela de la cabeza, al menos durante unos cuantos días, desde la mañana en que se cruzó con el cartero al final del camino.
—Parece una carta de amor a la vieja usanza —le había dicho el cartero al observar el grueso sello de cera que decoraba la parte trasera del sobre. La cera representaba el sello del Gremio: un tulipán en flor, con bulbo, raíces y todo. El hombre le entregó la carta junto con el catálogo de L. L. Bean que, al parecer, llegaba cada semana—. Qué romántico.
Nada más lejos de la realidad. En cuanto vio el sello, Nick supo de quién era. Y cuando le dio la vuelta y vio su nombre y su dirección escritos con la letra enmarañada de la regidora Gacoki, lo supo. La carta era un citatorio, y no uno cualquiera: era un citatorio directo. Un tulipán en el sello. Un tulipán significaba que querían cobrarse los servicios ofrecidos.
Había dejado la carta sobre la repisa y había invertido toda su fuerza de voluntad en no volver a pensar en ella. Se le daba bien. Era otra de las habilidades que había aprendido durante la guerra. ¿Que no quieres pensar en algo? Ningún problema, no lo hagas. Mejor concéntrate en la chica de los ojos oscuros.
Ahora, bajo la luz titilante de la chimenea, la letra de la regidora parecía corretear por toda la superficie del sobre. A Nick le habría gustado abalanzarse sobre la carta como si fuera una criatura viviente y lanzarla al fuego. Sin embargo, no podía hacerlo. Tenía que leerla.
Si no respondía a un citatorio, irían a buscarle.