9

Julia se despertó a la mañana siguiente más decidida que nunca. Ella era el talismán, pero ¿qué quería decir eso? Un talismán humano… No tenía sentido.

Después del almuerzo, llamó a la puerta del estudio con decisión. Cuando Eamon le dijo que entrara, la abrió con una floritura y volvió a cerrarla rápidamente tras ella. Luego se dio la vuelta y congeló a Eamon donde estaba, sentado tras el escritorio, con la boca abierta y a punto de pedirle una explicación. Parecía una trucha.

—Será mejor que pienses bien antes de decir nada, primo —le dijo.

Pasó junto a él de camino a la estantería de los libros. Allí estaba la copia de su abuelo del Diccionario Johnson, impecable a pesar de que tenía más de cincuenta años: el abuelo siempre se había considerado omnisciente.

Julia pasó un dedo por encima del lomo del primer volumen y luego del segundo, y tiró de ellos hasta liberarlos del ajustado hueco que ocupaban entre sus amigos. Luego los llevó hasta la mesa y descubrió con alivio que al menos las páginas estaban cortadas.

—Disculpa —le dijo a Eamon, y apartó el brazo de su primo hasta conseguir algo de espacio—. Tengo que buscar el significado de la palabra «talismán» —le explicó mientras pasaba las páginas del segundo volumen—. Porque nos conviene saber de qué estamos hablando exactamente, ¿no crees? Ahora que por fin tenemos claro lo que nos estamos jugando.

Siguió pasando las páginas del diccionario y, después de cinco líneas dedicadas a la definición de la palabra «talín», la encontró. «Talismán». Maldición. La definición estaba formada por solo dos palabras, a cuál más inservible. «Carácter mágico». Julia cerró el diccionario. ¿Qué significaba aquello? ¿Un carácter mágico, como el carácter de una persona?

Abrió el primer volumen del diccionario en busca de una nueva palabra, y sonrió al encontrarla: «carácter». Sin embargo, la sonrisa fue desapareciendo de su cara a medida que deslizaba el dedo por las numerosas definiciones. «Marca, señal, representación; signo de escritura o imprenta; estilo o forma de los signos de la escritura; conjunto de cualidades propias de una persona; constitución mental». Y luego, una cita de Pope para ilustrar una de las últimas definiciones de Johnson: «La mayoría de las mujeres no tienen carácter».

—Es maravilloso —exclamó Julia en voz alta—. Estupendo. Mira esto, Eamon. Creo que tú podrás apreciar esta perla de sabiduría. ¿Qué dices? ¿Te ha comido la lengua el gato? Qué pena.

Y cerró el diccionario de golpe.

Llevó los dos volúmenes hasta la estantería y los devolvió de nuevo a su sitio. Luego fue hacia la puerta del estudio y se colocó delante.

—¡«Guau, guau. Ladran los perros», Eamon!

Él la miró con la boca abierta y Julia se echó a reír. Luego reinició el tiempo.

—¡Fuera de aquí! —exclamó Eamon, y las palabras salieron disparadas de su boca como gotas de saliva.

Julia se inclinó en una reverencia.

—Siento molestarte, primo, pero me preguntaba si podría buscar una palabra en el diccionario.

—¡Largo de aquí!

El problema, decidió Julia cinco minutos más tarde mientras miraba por la ventana del salón amarillo, radicaba en la definición de la palabra «carácter». Si era un carácter mágico en sí misma («conjunto de cualidades propias de una persona»), eso quería decir que podía controlar su don. Su uso le pertenecía a ella y a nadie más. Y resultaba evidente que era capaz de utilizarlo sin problema. En cambio, si se trataba de era un carácter mágico en el sentido de «signo de escritura o imprenta», entonces cualquiera podía usarlo. Escribir era una forma de canalizar un mensaje de una mente a otra, y sospechaba que un talismán funcionaba como la escritura: canalizaba la magia, no la creaba.

En otras palabras, ella era como Ariel, un carácter mágico en sí misma, pero también se veía obligada a cumplir la voluntad de otros si conocía a un Próspero y se enemistaba con él.

«Finge», le había dicho su abuelo. Era el único consejo que le había dado en toda su vida que parecía referirse a sus poderes, y según pasaban los días, cada vez se le antojaba más sensato.

Julia exhaló sobre uno de los cristales de la ventana y luego dibujó una J en el vaho.

Nick abrió la puerta de la casa de Saint James’s Square casi como si pensara encontrarse a Alice y a Arkady esperándolo como dos padres furiosos, pero el recibidor estaba vacío. Se dirigió hacia la cocina para prepararse un té y al final los encontró en la salita, cómodamente sentados alrededor de su propia bandeja de té.

—¡Nick! —exclamó Alice.

Parecía encantada de verlo, como si Nick no se hubiera saltado la norma que le impedía salir de la casa.

Arkady se dio la vuelta y sonrió.

—Hola —dijo Nick—. ¿Qué tal estáis?

—Bien, muy bien. —Alice le ofreció una mano y Nick se acercó para cogerla—. Veo que ya te has preparado una taza de algo —dijo, mientras le estrechaba los dedos—. ¿Quieres sentarte con nosotros?

Nick se acomodó en la silla que hacía pareja con la de Alice y tomó un sorbo de té. Luego observó a sus anfitriones por encima del borde de la taza; la expresión de sus rostros era de una benevolencia infinita, tanto que casi resultaba cómica. Así que, por lo visto, sí que estaban jugando a papá y a mamá, solo que en su versión más amable. Parecían June y Ward Cleaver a punto de enunciar la moralina del episodio. «¡No te alejes mucho de casa, Beaver, o el señor Mibbs controlará tu mente!»

—Y qué —dijo Alice—, ¿qué has hecho hoy? ¿Has ido a algún sitio en particular?

Nick le regaló su sonrisa más irónica.

—Venga, Alice, sabes perfectamente qué he hecho. Me he escapado.

—Por supuesto —intervino Arkady—. Sabíamos que lo harías. ¿Quién querría estar encerrado aquí un día tras otro?

Nick se recostó en su silla, estiró las piernas y las cruzó a la altura de los tobillos.

—Así que me estabais poniendo a prueba. Supongo que he aprobado con nota.

—¡Bah! Pues claro que no era una prueba. Solo digo que me habría extrañado que no intentaras salir. Y lo has hecho. Te has escapado. Lo único que ha hecho mi mujer, como la persona civilizada que es, ha sido preguntarte adónde has ido.

—Sabéis perfectamente adónde he ido. Me habéis seguido.

Alice se echó a reír.

—Qué bien que te hayas dado cuenta. ¿Lo ves, Arkady? Te lo dije. Es muy listo.

—¿Me estás diciendo que vuestro hombre debía ser sutil?

A Nick se le escapó una carcajada al recordar los calcetines amarillos de Mibbs, el pelo a lo Donny Osmond y el traje psicodélico estilo Bertie Wooster.

—Estoy gratamente sorprendida, eso es todo.

—Vale… —Nick frunció el ceño y se preguntó a qué clase de persona podía parecerle divertido el horror que había tenido que soportar junto a la verja del Hospital de Huérfanos—. Bueno, da igual. La cuestión es que sabéis exactamente dónde he estado. Y lo que ha pasado.

—Sí —dijo Arkady—. El, ¿cómo llamarlo?, incidente de Guilford Street.

—Qué alivio saber que al final no ha sido nada. —Alice se inclinó hacia delante, con la taza bien sujeta entre las manos como si fuera un huevo—. No hemos hecho que te siguieran por diversión. Ha sido por tu propia seguridad.

—¿Es así como pensáis darle la vuelta?

—Te estoy diciendo la verdad. Todo el día solo en Londres… Era imposible que no acabaras dejándote llevar por las emociones.

El miedo en Euston Road y luego la desesperación en Guilford Street, ¿los habría provocado él mismo de algún modo? ¿Volver a estar en Londres era demasiado para él?

—Tonterías —replicó—. Mis emociones están perfectamente controladas. Y lo que he sentido esta mañana no eran mis emociones. Alguien me las ha metido en la cabeza.

Alice suspiró.

—Por supuesto que las tienes controladas. Casi siempre. Pero eres un viajero del tiempo, Nick, y tus sentimientos son tu máquina del tiempo. Es así como funciona.

Nick arqueó las cejas y la miró fijamente. Alice sonrió, serena, como si no acabara de decir algo increíble.

—Normalmente, tus sentimientos están calibrados para mantenerte en el presente, avanzando entre un instante y el siguiente. Pero también pueden proyectarte hacia delante o hacia atrás. ¿No lo ves? Nos servimos de los sentimientos. Por eso mantenemos a los miembros del Gremio lejos de sus países. La melancolía, la nostalgia, la pérdida, la soledad… son superautopistas hacia el pasado. Las emociones pueden resultar apabullantes cuando estás en un sitio que te es conocido. Sin entrenamiento, sin la comprensión necesaria… Imagínatelo. Puede resultar peligroso. Si el tiempo es un río, su corriente es profunda y muy fuerte. Es fácil que te ahogues o que te arrastre.

—Sentimientos. —Nick negó con la cabeza—. Que lo hacemos con sentimientos. —Se le escapó una carcajada y, de pronto, ya no pudo contener la risa—. ¡Eso es absurdo!

—No sé de qué te burlas —dijo Alice—. Deberías apreciar el lirismo de mi teoría. Por algo eres de la época del romanticismo. «Sentidas en la sangre y sentidas en el corazón… las emociones nos guían con delicadeza».

—Venga ya. Y de todas formas siempre he preferido a los poetas metafísicos.

—Me parece bien, pero seguro que lo entiendes. No podíamos permitir que deambularas por Londres tú solo. Necesitábamos tener a alguien cerca de ti por si te descontrolabas. Era casi imposible que no tuvieras un par de momentos intensos recordando el pasado. Y los tuviste. En Guilford Street.

Nick respiró expulsando el aire entre los dientes.

—Lo siento, Alice, pero mentir no es propio de ti. Que me aspen si esos eran mis sentimientos emanando de mi corazón. Y si el espía que habéis enviado, ese monstruo vestido de tweed, es lo que tú entiendes por una mano amiga…

El rostro de Alice estaba blanco como una hoja de papel.

—Estás fingiendo no tener ni idea de lo que te estoy contando —dijo Nick, y se levantó de la silla—. Bueno, tampoco puedo decir que me sorprenda después de lo que descubrí de vosotros ayer durante la cena. El Gremio y sus oscuros secretos. —De pronto, sintió un atisbo de la horrible desesperación que había experimentado frente al Hospital de Huérfanos y se pasó una mano por la cara—. Todo esto no son más que paparruchas. Estoy cansado y necesito estar solo.

—Espera. —Alice levantó una mano en alto—. Por favor, siéntate. ¿Monstruo vestido de tweed? ¿A quién te refieres?

—A vuestro espía. El señor Mibbs.

—¿El señor Mibbs?

Alice frunció el ceño y miró a su marido, que se limitó a encogerse de hombros.

—Por Dios. No sé su nombre real, pero es vuestro poli de incógnito, ese tarugo que me ha seguido. O, mejor dicho, que me ha paseado por la ciudad como si yo fuera un perro. Y luego me ha castigado también como a un perro. Me ha aplastado allí mismo, en medio de la calle. No te atrevas a decirme, regidora, que me estaba salvando de mis emociones. No intentes convencerme de que no sabes exactamente lo que me ha hecho pasar. Por el amor de Dios, por un momento he creído que nunca más volvería a saber lo que es la alegría. Si no fuera por la chica que me ha tirado agua por encima… Si os soy sincero, no sé lo que habría pasado. No sé si me estaba matando de tristeza, o me estaba robando el corazón, o qué. Y ahora cuéntame tus mentiras, Alice. —Nick se metió las manos en los bolsillos y se dispuso a escuchar—. Adelante. Cuéntame una historia distinta, una que me pueda creer. Explícamela con todo lujo de detalles.

Alice y Arkady lo miraban como si fuera un fantasma.

—La mujer que te ha mojado —dijo finalmente Alice, después de un silencio eterno—, ¿recuerdas cómo era?

—Sí, claro. Era preciosa. Japonesa. Su hermano era un imbécil integral y no dejaba de hacer fotos.

Alice asintió y por la expresión de su rostro pareció que empezaba a comprender lo ocurrido.

—Siéntate, Nick. No, en serio. Esto es muy serio. No sé quién es ese señor Mibbs. La chica japonesa y su hermano, ellos eran los encargados de vigilarte.

Nick sopesó las palabras de Alice; enseguida las desechó.

—Sí, claro. Esta sí que es buena.

—No, de verdad. Eran ellos. —Alice acababa de coger su iPhone y lo estaba encendiendo—. Mira. —Se lo mostró a Nick y este vio un mapa del centro de Londres con la ruta que había seguido perfectamente marcada con una línea roja. Luego volvió a tocar la pantalla con el dedo y le pasó el teléfono. Esta vez era una foto de la chica y de él, los dos agachados sobre el bolso de ella—. Kumiko nos ha mandado un mensaje enseguida para decirnos que habías tenido un ataque en Guilford Street, que creía que habías estado a punto de saltar. Habría sido un desastre; no estás entrenado. Podrías haber desaparecido en el Río del Tiempo y te habríamos perdido para siempre. Kumiko te ha salvado con su numerito.

Nick se dejó caer de nuevo en su silla y siguió mirando la foto con los ojos abiertos como platos. Alice continuó hablando.

—Sus nombres son Kumiko y Shuchiro. Son nuevos, acaban de terminar su entrenamiento. Un equipo de hermanos. Gemelos, de hecho. Es extremadamente raro que dos hermanos salten juntos. Hay una conexión muy fuerte entre ellos. Nos son de mucha utilidad.

Kumiko y Shuchiro: los turistas asiáticos de la ribera del Támesis. Nick Davenant: un completo idiota. Fue pasando las fotos de Shuchiro hacia atrás: otra de los dos recogiendo el contenido del bolso de la acera; una tercera de él solo cogido a los barrotes de la verja y con un aspecto terrible, como si se le doblaran las rodillas. Siguió pasando fotos, cada vez más deprisa. Otra de él en Euston Road y otra más tomándose el café con leche en Seven Dials; las dos últimas eran en la ribera del Támesis. No había ni una sola del señor Mibbs.

Levantó la mirada del teléfono.

—¿Dónde está Kumiko ahora? Quiero preguntarle algo. ¿Puedes llamarla?

—Sí, claro. —Alice recuperó su móvil y tocó la pantalla—. Hola, Shuchiro, soy la regidora Gacoki. Sí. Gracias por el trabajo que habéis hecho hoy. ¿Está Kumiko contigo? ¿Puedo hablar un momento con ella, por favor? Gracias. —Le hizo un gesto a Nick con la cabeza y le pasó el teléfono—. Ahora se pone.

Nick se llevó el móvil a la oreja y esperó. De pronto, volvió a escuchar el curioso acento de la chica, aunque esta vez su voz sonaba más fuerte, más segura.

—¿Sí? Soy Kumiko.

—Hola, Kumiko. No, no soy la regidora. Soy Nick Davenant, el tío al que habéis seguido hoy.

—¡Oh! —exclamó ella, y se echó a reír—. Entonces ¿te has dado cuenta?

—No, no. De hecho, me habéis engañado por completo. Pero, oye, ¿recuerdas justo antes de tirarme el agua por encima? ¿Había alguien a mi lado?

—Sí, un hombre. Intentando ayudarte.

—¿Es la única vez que lo has visto? Iba vestido con una ropa ridícula. ¿Seguro que no lo has visto antes?

Se produjo un silencio al otro lado de la línea mientras Kumiko pensaba en ello.

—Podría ser, no lo sé. A mí me sigue pareciendo que en Londres todo el mundo lleva ropa ridícula.

—Vale… pero en serio. ¿Qué estaba haciendo cuando lo has visto conmigo?

—Estaba inclinado encima de ti. Debía de pensar que estabas a punto de desmayarte. Se te ha acercado antes de que nosotros nos diéramos cuenta de que te pasaba algo.

—¿Tu hermano ha enviado todas las fotografías que tiene? ¿Crees que tiene alguna en la que aparezca este hombre? Quiero enseñársela a la regidora.

—Un momento. —Nick oyó que llamaba a su hermano en japonés. Él respondió y un instante después Kumiko volvió a hablar en inglés—. Sí, tenemos una foto. Ahora mismo te la envía.

Nick sintió que el teléfono vibraba contra su oreja y se relajó; por fin tendría una prueba. Quizá Alice y Arkady sabrían quién era Mibbs y por qué había estado siguiéndolo.

—Genial, Kumiko, muchas gracias. Y escucha, gracias por salvarme esta mañana. Me has traído de vuelta justo a tiempo. Te lo agradezco.

—De nada. —Kumiko se quedó callada—. ¿Vas a estar en Londres mucho tiempo?

Nick les dio la espalda a Alice y a Arkady, como si así pudiera mantener la conversación en privado.

—Puede que sí, no lo sé. No me está permitido salir, ya sabes. Tendrías que venir a salvarme otra vez.

Ella se echó a reír y él también. Nick le dijo que quizá podrían quedar para cenar alguna noche, y en ese momento sintió que le quitaban el teléfono de la mano.

—Nick no está disponible para fraternizar, Kumiko —dijo Alice, que se había levantado de la silla y miraba fijamente a Nick con el ceño fruncido—. No. Sí. Gracias. —Colgó, abrió los mensajes y luego observó la pantalla en silencio. Luego le pasó el teléfono a Nick—. ¿Es este el hombre que querías que viera?

Por desgracia, la cara de Mibbs no aparecía en la imagen, solo la parte trasera de la cabeza y una de sus manos sujetando a Nick por el hombro. Parecía un ciudadano preocupado interesándose por el estado del hombre que, aparentemente borracho, se sujetaba contra la verja de entrada al parque. Nick se estremeció al recordar la horrible sensación que había notado cuando Mibb le puso la mano sobre el brazo.

—Sí, es él. Ese hombre me ha estado siguiendo todo el día y ha acabado controlando mi mente, lo cual es algo que por lo visto podéis hacer y de lo que ayer por la noche nadie se molestó en informarme mientras me instruíais en los ritos y privilegios del Nivel Uno de seguridad. Tampoco me explicasteis que se puede empujar a alguien a un abismo de desesperación con solo tocarlo.

Alice permanecía callada, perdida en sus pensamientos, y Nick se dio cuenta de que Arkady la observaba con una especie de desapego profesional, más como un ayudante que como su marido; ahora Alice solo era la regidora. Sin mediar palabra, extendió la mano para recuperar su teléfono. Nick se lo devolvió y Alice hizo otra llamada.

—Venkatesan, soy la regidora. Te voy a mandar las fotos de Kumiko y Shuchiro, y unas notas sobre el recorrido que nuestro invitado ha hecho esta mañana. Salió de aquí sobre las cuatro y media de la madrugada y ha vuelto hará una media hora. Quiero todas las grabaciones de CCTV desde el minuto en que salió de la casa hasta su regreso, y quiero que busques a un hombre blanco y corpulento que le ha estado siguiendo y que vestía…

Levantó la mirada hacia Nick con las cejas arqueadas.

—Un traje de tres piezas verde claro, de tweed. Pantalones por debajo de las rodillas. Calcetines amarillos.

—Traje verde. Probablemente siempre a una manzana de distancia. Verás a Kumiko y a Shuchiro de vez en cuando, pero parece que ellos no han advertido la presencia de este hombre, así que podría ser un experto. Sí. Sí. Su nombre es señor Mibbs. No. Hoy. Ahora. Espera que se lo pregunto. —Alzó la mirada hacia Nick—. ¿Cómo tiene el pelo?

—Oscuro, abundante. Peinado de político americano. Pero no se llama…

La regidora levantó una mano para hacerle callar.

—Oscuro, abundante. Peinado de político americano. Quiero a todo el mundo trabajando en esto. Consígueme una buena imagen de la cara del tal Mibbs para dentro de una hora y el resto de la grabación antes de que termine el día. Sí. Sí. Bien. Adiós.

—Si el Gremio tiene cámaras de videovigilancia por todo Londres, ¿por qué seguirme? —preguntó Nick cuando Alice colgó el teléfono.

—Para salvarte el culo, desagradecido —le espetó ella—. Una cámara no te puede echar agua en la cara. —Siguió manipulando la pantalla del móvil para mandarle las imágenes y el informe de Shuchiro al tal Venkatesan, fuera quien fuese—. Y las cámaras no son nuestras, son del gobierno.

—¿Y os dejan acceder a ellas?

Arkady soltó una carcajada y luego apuró el té que le quedaba en la taza.

—Tú siempre tan inocente. Ni siquiera saben que existimos.

Nick les contó todo lo que sabía del señor Mibbs sin dejar de caminar de un lado a otro de la salita. La parte en la que aparecía Leo la mantuvo fuera de la historia. Ya había traicionado a su amigo una vez; no tenía intención de hacerlo una segunda.

Así pues, les explicó que había visto a Mibbs una vez en Chile y que había sentido el aura de desesperación que flotaba a su alrededor. Cuando lo volvió a ver en Londres, supuso que era una especie de policía del Gremio. Pero, de pronto, Mibbs había empezado a controlar sus pensamientos y acabó obligándole a sentir una desesperación horrible. Nick suponía que era así como el Gremio trataba a los malhechores.

Alice sacudió la cabeza.

—No hacemos nada de eso. No podemos. ¿Te leyó la mente?

—Puso sentimientos en mi cabeza que me eran ajenos. Como si mi mente fuera un recipiente y él simplemente los fuera vertiendo dentro.

—Eso que describes es imposible —intervino Arkady.

—Pero pasó.

—No digo que sea mentira, solo que no debería ser posible, al menos no con lo que sabemos de nuestros poderes hasta ahora.

Justo en ese preciso instante, Alice recibió una imagen de Venkatesan y los tres se agolparon alrededor de la pequeña pantalla para ver qué habían encontrado. Era un pequeño vídeo de Mibbs cruzando el puente del Milenio detrás de Nick. Llevaba las gafas de espejo puestas.

—Ese hombre no es del Gremio —dijo Alice—. Y tampoco ha estado en el complejo de Chile. Lo sabría.

—Estuvo allí —replicó Nick—. Yo lo vi, con la misma claridad que te estoy viendo a ti ahora mismo. Vestido con un traje azul cielo.

La regidora frunció el ceño y volvió a llamar a Venkatesan.

—Envía todas las imágenes a Chile. Averigua si alguien lo ha visto allí, en el complejo. Puede que vestido de azul. —Se volvió de nuevo hacia Nick—. Dices que te controló la mente —continuó, mientras Arkady y ella volvían a sentarse—. ¿Cuando no llevaba las gafas de sol? Entonces ¿lo hacía con los ojos?

—Sí.

—Nosotros no podemos hacer algo así.

—Eso es lo que dices todo el rato.

Nick se encogió de hombros.

—Pero lo digo en serio, no podemos.

—Vale, de acuerdo, pero dices que no forma parte del Gremio. Eso quiere decir que es otro tipo de bicho raro con poderes sobrenaturales. ¿Qué tiene eso de extraño?

Alice le echó una mirada cargada de impaciencia.

—No somos superhéroes, Nick, cada uno con un poder diferente. El tiempo tiene sus normas. No las comprendemos todas, pero esto que cuentas parece fuera de lo normal. Nunca he conocido a nadie capaz de hacer lo mismo que este tal Mibbs.

—Control del tiempo en grupo —le dijo Arkady a Alice—. Podemos hacer mucho más en grupo. Quizá ese tipo trabaja con más gente y Nick no se dio cuenta.

Alice frunció el ceño de nuevo.

—Es una posibilidad —dijo, y se volvió hacia Nick—. Cuando trabajamos en grupo, podemos influir en las personas, aunque durante un corto espacio de tiempo y siempre en un entorno perfectamente controlado, no caminando por la calle en el centro de la ciudad, rodeado de Naturales. Pero incluso cuando trabajamos juntos, no estamos controlando la mente, sino el tiempo, en una serie de entornos interrelacionados. Es un proceso muy complejo y se necesita un equipo de gente muy entrenada. No invadimos los pensamientos de nadie.

—Bueno, pues él sí lo hizo. —Nick cerró los ojos e intentó recordar—. En realidad, no eran exactamente mis pensamientos lo que controlaba. Eran los sentimientos. Podía pensar en lo que quisiera, pero sentía lo que él quería que sintiera. Sensaciones que me eran ajenas: miedo la primera vez, cuando intenté cruzar Euston Road, y una profunda desesperación la segunda, cuando me puso la mano encima en Guilford Street.

—Sentimientos, no pensamientos —repitió Alice.

—Exacto. Y la verdad es que no creo que hubiera nadie más trabajando con él. Lo estuve vigilando toda la mañana.

—Déjame intentar algo.

Alice lo miró fijamente con los labios apretados. Unos segundos después su párpado había empezado a temblar. Nick la miró fijamente, con unas ganas cada vez mayores de echarse a reír.

—¿Qué estás haciendo?

—¡Estoy intentando que sientas la necesidad imperiosa de besarme!

Echó la cabeza hacia atrás y se puso a reír.

Nick no pudo evitar una sonrisa.

—Venga ya, Alice. Diriges una organización secreta de viajeros del tiempo. Seguro que sabes perfectamente cómo hacer que te bese.

—Bueno, sí, seguramente sí —dijo, y le ofreció una mano—. Milord, ¿sería tan amable?

Nick esbozó una reverencia y se acercó los elegantes dedos de la regidora a los labios para besarlos, justo por encima del enorme anillo de la piedra amarilla.

—Por favor —se quejó Arkady—, tenemos cosas más serias de las que hablar. Los sentimientos negativos, por ejemplo, y la forma en que ese tal Mibbs intentó forzar a Nick.

—Sí, por supuesto —dijo Alice, y apartó la mano de los labios de Nick—, aunque eso no es lo que provoca más miedo. Controlar a Nick en Euston Road tuvo que ser mucho peor. En Guilford Street Nick solo intentaba encontrar un sentimiento, llevarse a otro viajero del tiempo con él. Eso lo hacemos de forma regular. Es así como tú traerás a Nick de vuelta.

—Sí, sí —dijo Arkady—, pero Nick debería hacer sentido lo que estaba haciendo Mibbs. Y, encima, Nick lo describe como desesperación. Desesperación, Alice. Podemos viajar a partir de cualquier emoción, de cualquier inicio de sentimiento, menos la desesperación.

—¿Por qué no? —preguntó Nick—. La infelicidad puede ser bastante poderosa.

—La infelicidad, sí. Es muy poderosa y se puede viajar gracias a ella cuando no hay otra opción mejor. Puede que el viaje no sea especialmente agradable. Pero ¿desesperación? —Arkady miró a Nick a la cara—. ¿Lo que sentiste hoy era infelicidad? ¿O era algo más intenso, más abrumador?

—Más intenso —respondió Nick.

—¿Lo ves? —Arkady se volvió hacia Alice y extendió las manos—. Desesperación.

—¿Qué pasa con la desesperación?

—Tiene que ver con cómo nos sentimos a medida que va pasando el tiempo y con la forma en que los sentimientos se expanden —dijo Alice—. Tú crees que eres el mismo segundo a segundo. Eres un tío con una vida bastante salvaje, pero al fin y al cabo eres solo eso, un tío cualquiera, ¿verdad?

—Mmm, supongo que sí —respondió Nick e imaginó su tumba en algún cementerio deprimente de Estados Unidos: UN TÍO CUALQUIERA.

—Pero, de hecho —continuó Alice—, en cada instante de tu vida estás recordando quién eras un segundo antes y convirtiéndote de nuevo en ti mismo un segundo después. En cada momento tus emociones te reinterpretan, te inventan desde cero, te hacen seguir adelante. Recuerda que son tu máquina del tiempo. Con la desesperación es diferente. Es el estado natural de aquellos que no tienen posibilidad de cambio. No pueden moverse. No pueden reinventarse. El desenlace es siempre el mismo: la muerte.

—¿Eso era la muerte? ¿Podría no haberlo contado?

—No lo sé. ¿Tú qué crees? ¿Era eso lo que sentías?

—Sí.

Arkady y Alice se miraron el uno a la otra, y luego de nuevo a Nick; las expresiones de sus caras eran especialmente serias.

—¿Dónde estabas? ¿Qué había en Guilford Street? —preguntó Alice—. Lo has dicho hace un momento. Podría ser importante para comprender lo ocurrido.

—El Hospital de Huérfanos. Ahora es un parque, Coram’s Fields, pero en mi época era un orfanato para niños abandonados. Las madres solteras llevaban allí a sus bebés y los dejaban.

Alice se puso en pie.

—Tenemos que ir a Guilford Street ahora mismo. Necesito saber qué se siente en ese lugar. —Extendió una mano hacia Arkady—. Será duro para ti, cariño, pero tenemos que ir. Podría ser una cicatriz.

—¿Una cicatriz?

Nick no estaba seguro de haber oído bien.

—Sí. Como esa que tienes encima del ojo, pero en el tiempo. Es un punto en el que, a lo largo de los años, mucha gente ha experimentado una misma emoción. Cuando eso ocurre, el tejido del tiempo cicatriza o se cierra sobre sí mismo. ¿Lo entiendes? No se puede intervenir, nadie puede entrar ni salir. No es más que… un punto. No en el espacio o en el tiempo, sino un punto en continua desesperación.

—¿Y crees que ese lugar en Guilford Street podría ser una cicatriz?

Alice se encogió de hombros.

—¿Las puertas del Hospital de Huérfanos, donde durante muchísimos años las madres acudían a entregar a sus hijos para no volver a verlos nunca más? Sí, es más que probable. Puede que tú mismo sintieras la desesperación o que Mibbs la utilizara para hacerte daño.

Nick pensó en el sentimiento que había estado a punto de asfixiarlo hacía unas horas y luego recordó a las dos mujeres que habían sacado bolas negras de la bolsa. La forma en que se habían dado la vuelta abrumadas por la responsabilidad, con los ojos muy abiertos, aterrorizadas ante el horror que se abría frente a ellas. Y la sonrisa, a pesar de las lágrimas, de la que había sacado la bola blanca, la pasión con la que había puesto el botón negro en la mano del hombre que le acababa de quitar a su bebé de los brazos. Sus ojos transmitían dolor, pero también un intenso sentimiento de esperanza.