Nick se despertó peleándose con las sábanas, a medio camino entre la vigilia y un sueño que se negaba a despegarse de su regazo, como el gato asustado que deja tras de sí las marcas finas de sus uñas. El dormitorio estaba a oscuras y hacía calor. Maldijo entre dientes, apartó las sábanas a un lado y se dirigió hacia la ventana, la abrió de un tirón y asomó la cabeza para engullir el gélido aire invernal.
La casa estaba en Saint James’s Square, y era la única residencia privada entre un montón de embajadas y algunas sedes de empresas. Nick no recordaba aquel parque que ocupaba la superficie de la plaza, plagado de árboles adultos. En 1813, allí no había ni un solo brote verde. De hecho, el suelo estaba cubierto enteramente de adoquines de piedra blanca de Purbeck y en el centro se levantaba una fuente, protegida de bañistas y animales por una reja de hierro con forma de octógono. En su última noche en Londres, Nick había cruzado aquella misma plaza, seguido de cerca por el reflejo de la luna llena sobre la superficie del agua. Se había adentrado en la ciudad siendo un hombre libre, y ahora el Gremio ni siquiera le permitía salir de aquella maldita casa.
Levantó la mirada hacia el cielo para comprobar si esa noche también brillaba la luna; allí estaba, visible a pesar del intenso fulgor de las luces de la ciudad, mostrándole al mundo la suave curva de su mejilla. Nick la prefería así: tímida, coqueta, insinuante.
—«De tener tiempo y mundos suficientes —recitó, mirando hacia el cielo—, no sería delito tu recato».
En el pasado, que un hombre declamara poesía dirigiéndose a los cuerpos celestes estaba bien visto. Ahora, sin embargo, era ridículo… claro que para Nick la palabra «ahora» había perdido todo su significado. Estaba encerrado en aquella mansión, como si fuera una herencia más de la familia: inservible en el presente, pero extrañamente valiosa en el pasado y en el futuro.
Regresó al interior de la habitación y se disponía a cerrar la ventana cuando el resto del poema le atravesó la piel como el aguijón de una avispa. Susurró, empañando el cristal con el aliento: «La carroza alada del tiempo… desiertos de vasta eternidad…». Luego, en voz alta: «Envolvamos, pues, todas nuestras fuerzas, nuestra dulzura toda en una esfera, nuestros placeres, bastos, adentremos por el portal de hierro de la vida. Si parar no podemos nuestro sol, ¡al menos obliguémoslo a correr!».
Nick observó la pantalla blanca que su aliento había creado sobre el cristal y apoyó las manos sobre la carne prieta que se extendía por debajo de sus costillas; la ventana seguía medio abierta y tenía la piel fría, pero podía sentir el calor que latía por debajo. El hígado. Una vez había creído que en aquel órgano estaba el origen del valor, de la esperanza y del amor, de las tres emociones que corrían libremente por su cuerpo como la sangre, cálidas y húmedas. Casi lo volvía a creer ahora, mientras el calor que palpitaba en su interior luchaba contra el aire helado de la noche.
Fuerza y dulzura. El portal de hierro de la vida.
Cerró la ventana y cogió su ropa, que colgaba del respaldo de una silla. A la mierda las reglas, a la mierda la inercia. No podía no perderse por las calles de su ciudad, no comprobar cómo les había afectado el paso del tiempo.
Al abrir la puerta principal de la mansión, saltó una alarma. Que mandaran a la policía tras él; de todas formas, estaba seguro de poder despistarlos, al menos durante unas horas. Bajó la escalera a la carrera, igual que lo había hecho doscientos años antes, y se dirigió hacia Pall Mall bajo la luz tenue que anunciaba la inminencia del amanecer. Iba hacia el río, obviamente. De Pall Mall a Cockspur Street y luego por Hungerford Street hasta Hungerford Stairs. Un paseo de apenas unos minutos.
Pero primero, mientras abandonaba la plaza en dirección a Pall Mall, tuvo que enfrentarse al hecho de que la mansión Carlton, el palacio del Príncipe y todo el centro de su rutilante universo social hubieran desaparecido. Contempló los edificios blancos que se levantaban en lo que antes habían sido los jardines del viejo palacio. Brillaban bañados por la luz aséptica de las farolas como la sonrisa de una calavera. Aquella avenida de mausoleos no tenía nada que ver con el Londres vivo y palpitante que él conocía. Seguro que la ciudad seguía viva, cambiante y vital como siempre, solo que no allí. Nick levantó la mirada hacia la luna, metió las manos en los bolsillos y giró a la izquierda. Cuando encontrara el río, encontraría la ciudad.
Avanzó con paso ligero entre el esplendor grandilocuente de los edificios, por la dilatada curva de Cockspur Street hasta el lugar en el que se levantaban las Caballerizas Reales. Habían desaparecido. En su sitio había leones, fuentes y una columna enorme. Así que aquello era Trafalgar Square. Y el edificio que presidía la plaza… ¿El pórtico no era el de la mansión Carlton? ¡Aquel edificio lucía la fachada de la mansión como si fuese una máscara hecha jirones! Nick no pudo contener la risa. Y Saint Martin, con su campanario elevándose entre una melé de establos como el brazo de un ahogado, ahora no tenía nada alrededor y parecía una iglesia de juguete. De hecho, pensó Nick, era como si un niño de proporciones descomunales hubiera estado jugando allí, rodeado de bloques de madera, leones de peluche y autobuses de juguete.
Aceleró el paso y cruzó la glorieta desierta que rodeaba la plaza. Un taxi solitario que anunciaba el musical The Book of Mormon pasó a su lado, pitó y luego desapareció en la noche. Hungerford Street… tenía que estar allí.
Pero no estaba. Hungerford Street ya no existía, ni tampoco la horrible escalera que bajaba hasta el río, abriéndose paso entre edificios putrefactos y plagados de ratas. Nick recordaba que al fondo había una fábrica de betún. Bueno, pues al parecer la fábrica también había desaparecido.
Se dirigió hacia Whitehall suponiendo que, si aún existían, podría encontrar la escalera o bajar al río por el puente de Westminster. Cuando se acercaba al cuartel de la Caballería Real, disminuyó el paso. Aquel era el lugar, intacto después de tantos años, que lo había visto convertirse en un hombre de armas. El soldado que montaba guardia frente a las puertas del recinto era la única persona viva en toda aquella calle salpicada de monumentos. Nick sintió la absurda necesidad de pararse y contarle su historia, pero al pasar junto a él lo saludó con la cabeza y siguió caminando hacia el edificio del Parlamento, que le recordaba a los radiadores de su loft del Soho. Giró a la izquierda y cruzó el puente, con la esperanza de encontrar en la otra orilla la forma de bajar al río.
Al final halló una escalera ancha, más allá de la enorme noria y de un complejo para las artes de hormigón, que le permitió bajar hasta el lecho del río, lleno de pipas, restos de redes, trozos de cuerda y ladrillos rotos. Respiró profundamente y, con una sonrisa en los labios, plantó los pies sobre todos aquellos restos y permaneció allí un buen rato, junto al Támesis, contemplando el lento fluir de sus aguas a través del corazón de la poderosa Londres.
Media hora más tarde, quizá más, Nick despertó de su ensoñación y descubrió que ya era completamente de día. Se inclinó, rígido por culpa del frío, para recoger la cuenca perfecta de una pipa que había desenterrado con el pie. Justo cuando sus dedos se cerraban alrededor de la suave pieza de arcilla, sintió un cosquilleo en la nuca. No estaba solo.
Decidió tomarse su tiempo. Se incorporó con la pipa en la mano y la hizo girar entre los dedos. Estaba en mejor estado de lo que le había parecido a primera vista; solo le faltaba un trozo de la boquilla. La observó con admiración como la pequeña reliquia de su época que era y luego la dejó caer al suelo. Se dio la vuelta y miró disimuladamente la ribera del río. Hombres y mujeres de todas las edades se dirigían con aire decidido hacia sus respectivos trabajos. Otros, apoyados en la barandilla, contemplaban la ciudad que se levantaba al otro lado del río. ¿Sería alguno de ellos un espía del Gremio? Se fijó en una joven pareja de turistas asiáticos; la mujer miraba hacia la catedral de San Pablo, el hombre sostenía su iPhone en alto. También había un corredor tomándose un descanso y bebiendo de una botella roja, y un trío de adolescentes, vestidos con uniformes escolares y fumando.
Fue entonces cuando lo vio. No en la ribera, sino inmóvil en medio de la escalera que bajaba al río. El cabello era el mismo, castaño y abundante, y el cuerpo, grande y corpulento, también. Esta vez llevaba un absurdo traje de tres piezas de color verde pálido, con unos pantalones por debajo de las rodillas, calcetines de color mostaza, zapatos marrones de piel… y unas enormes gafas de aviador con efecto espejo.
El señor Mibbs.
¿De verdad creía que podía pasar inadvertido? Nick no daba crédito a lo que veía. Claro que quizá su intención no era esa, porque cuando se supo descubierto, ni siquiera se molestó en desviar la mirada. Nick estuvo a punto de levantar una mano y saludarlo, pero la mirada impenetrable de aquel hombre, oculta tras los cristales de las gafas, le recordó lo que había sentido la primera vez que lo vio en Chile, hacía ya muchos años. Y la forma en que Leo le había advertido que no se acercara a él y lo que luego le había contado sobre Mibbs y los bebés robados.
Nick se volvió de nuevo hacia el río. Entonces Leo tenía razón y Mibbs era una especie de oficial del Gremio. Probablemente un policía, o un espía, aunque difícilmente podría pasar desapercibido. Tenía un gusto terrible para la ropa.
Bueno, pues si quería seguirle, no sería él quien se lo impidiera. Nick no tenía intención de volver a Saint James’s Square, al menos no de momento. Ese día le apetecía ser el alumno díscolo. Mibbs podía mirar si quería.
Aquella noche, Julia aprovechó para practicar su recién descubierta habilidad. Se encerró en su dormitorio y esperó a que el servicio se fuera a dormir. Luego encendió cinco velas y las repartió por la estancia para poder medir el alcance de su poder. Se subió a la cama, sujetando otra vela entre las manos, y durante unos segundos se limitó a observar el temblor de las seis llamas. Solo entonces les pidió que se detuvieran.
Julia sintió que una emoción incontenible le recorría el cuerpo, una sensación burbujeante que rezumaba por cada poro de su piel como leche hirviendo. Se dejó llevar por la alegría y, subida en la cama, bailó y saltó y giró sobre sí misma, levantando en alto la vela cuya llama parecía sacada de un cuadro, con el pelo suelto y flotando alborotado a su alrededor.
—«¡Me bebo el aire!»
Levantó un dedo con aire dramático y reinició el tiempo, empezando por la vela que estaba más cerca de la puerta y siguiendo con las demás, una a una. Después se tumbó sobre la cama, con la mirada clavada en el techo, mientras el tiempo fluía a su alrededor. Tenía el alma paralizada por el miedo. Aquello era magia, y de la seria.
Al principio, le pareció divertido guiar a Mibbs por la ciudad. El tipo era, cuando menos, persistente; mientras Nick vagaba por las calles de Londres sin rumbo fijo, redescubriendo la que había sido su ciudad, él se mantenía en todo momento a una manzana de distancia. Podía ver su reflejo en los escaparates de las tiendas, con los brazos siempre en paralelo al cuerpo y las gafas reflejando el brillo del sol. A veces se olvidaba de él durante diez o quince minutos. Al fin y al cabo, estaba en Londres y había muchas más cosas a las que prestar atención antes que a un matón del Gremio vestido con un traje ridículo.
Sin embargo, Nick no tardó en darse cuenta de que Londres ya no era su ciudad. Muchos edificios de estilo georgiano seguían en pie y muchos otros habían desaparecido, arrancados como dientes por las bombas o por sus sucesores victorianos. Los que aún permanecían en pie ya no los usaban como casas; era como si nadie viviera en el centro de la ciudad, aunque la zona parecía estar siempre repleta de gente. Nick cortó por Seven Dials y, de pronto, tuvo una revelación: aquella nueva ciudad que se alzaba a su alrededor hacía mucho tiempo que había olvidado a Nicholas Falcott, marqués de Blackdown, y Nick Davenant solo era un turista más entre otros tantos miles. Entró en una cafetería atestada de gente y se abrió paso como pudo hacia el mostrador para pedir una salchicha envuelta en hojaldre y una variedad de café con leche que respondía al nombre de «flat white». Pagó con los puntos que tenía acumulados en su tarjeta de fidelidad de Amtrak y, mientras la máquina de café gorgoteaba, no pudo evitar preguntarse si alguna vez volvería a ir a la estación de Penn para coger el Vermonter, si volvería a cruzar el río y a atravesar el bosque a bordo de aquel tren que siempre lo llevaba hasta su casa.
Después del desayuno, dejó de reparar en todo lo que había desaparecido, incluso en lo que aún seguía en pie, para centrarse en el presente, en el siglo XXI, y apreciar Londres por lo que era ahora y no por lo que había sido en el pasado. De vez en cuando, una placa azul le informaba de dónde había vivido alguna personalidad importante de su generación, pero el listado de sus logros no solía coincidir con la información que él manejaba. Sonrió al leer que William Lab, a quien él recordaba corriendo a todas horas detrás de las faldas de las criadas, había sido primer ministro en 1834. Se imaginó a sí mismo enviándole un mensaje de texto a través de los siglos: «Lol! eres pm!». Y recibiendo otro como respuesta: «1834 mola!».
Siguió paseando por la ciudad en dirección norte, en paz consigo mismo y con el mundo. El Londres de su época se extendía más o menos hasta allí y luego todo eran aldeas encantadoras y campo abierto. Cómo se alegraba de no haber estado presente durante las décadas de expansión victoriana. Ahora toda aquella arquitectura petulante y rojiza transmitía una antigüedad venerable y un tanto decadente. Nick pensó, no sin cierta malicia, en las dos o tres generaciones de británicos que habían seguido a la suya, y por quienes había sentido una abierta antipatía desde el mismo momento en que saltó hacia el futuro. Ahora eran todos pasto de los gusanos en el cementerio de Highgate. Se colocó bien los puños de la camisa y aceleró el paso. Tenía ganas de caminar; quizá podría ir a hacerles una visita. Luego se tomaría una pinta de cerveza en el primer pub que encontrara y volvería a casa de Alice y Arkady justo a tiempo para el té. Empezó a tararear en voz baja «Jolly Jack the Rover», una canción de su época: «Here I am one and still will be, who spends his days in pleasure! My tailor’s bill is seldom filled; he’s never took my measure!».
Pero cuando llegó a Euston Road, fue como si se topara con una pared.
Una pared de miedo que lo dejó sin voz y ahogó las notas de la canción en su garganta. Podía ver los tejados en forma de pagoda de la Biblioteca Nacional al otro lado de la calle, pero el corazón le latía fuera de control y el pánico le impedía mover las extremidades. Retrocedió un par de pasos, tambaleándose e intentando respirar, y de repente el miedo se desvaneció como la niebla.
Miró por encima del hombro y allí estaba Mibbs, unos metros más atrás, inmóvil en medio de la acera y con la misma expresión ausente en la cara.
Se había quitado las gafas.
Nick le dio la espalda rápidamente y dirigió la mirada de nuevo hacia la estación de Euston. Cogió aire y lo expulsó varias veces hasta conseguir una especie de calma tensa, casi eléctrica. Cuando el semáforo se puso en verde, avanzó.
Y recibió el impacto paralizante del miedo, exactamente igual que antes.
Retrocedió sobre sus pasos y vio que los peatones que esperaban junto a él se dirigían hacia la biblioteca y lo dejaban esperando solo en el semáforo. Parecían perfectamente felices, con sus portátiles colgando del hombro: académicos camino de la biblioteca dispuestos a pasar el día entre montañas de libros sobre el pasado.
Era Mibbs quien le impedía avanzar con su horrible mirada. Aquello no era A Hard Day’s Night y Nick no encabezaba una entretenida persecución por las calles de Londres. Mibbs era quien mandaba y Nick ni siquiera se había dado cuenta de que quien tiraba de la correa era él.
Se frotó la nuca y miró disimuladamente por encima del hombro. No llevaba las gafas. Bien. En lugar de cruzar la calle, giró por Euston Road y siguió caminando como si nada, mirando a su alrededor con el mismo interés de antes pero con toda la atención puesta en el hombre que lo seguía.
Así que el Gremio podía manipular su voluntad gracias al control mental. Leo ya se lo había advertido hacía casi diez años en Chile. Nick se sentía como si le hubiesen abierto el cráneo por detrás para incrustarle una sonda en el cerebro.
Decidió poner a prueba su teoría de la jaula invisible intentando cruzar Euston Road en el siguiente semáforo. La estación de Saint Pancras estaba allí mismo, con su fachada gótica como sacada de una revista de decoración. Si consiguiera llegar hasta ella, podría huir, coger el primer tren que saliera hacia Francia. Se recreó en la idea, la alimentó con imágenes de quesos refinados, buenos vinos y hermosas mujeres… Y cuando el semáforo se puso en verde, intentó bajar a la calzada. Pero no. Fue como si más allá del borde de la acera se abriera un abismo. Retrocedió un par de pasos y sonrió en dirección a Mibbs. El tipo era capaz de controlar sus movimientos, de acuerdo, pero Nick no le daría la satisfacción de verle sudar.
Esperó a que el resto de los viandantes cruzaran el semáforo y luego giró hacia el sur por Judd Street, sin dejar de mirar de reojo a Mibbs, quien se había vuelto a poner las gafas de sol y avanzaba detrás de él a una distancia prudencial.
Interesante. Otra vez las gafas. ¿Lo estaría guiando hacia algún punto en concreto o solo intentaba que no saliera de la puñetera zona de tráfico restringido?
Al llegar al final de Hunter Street, se detuvo un momento y esperó a que Mibbs le indicara por dónde debía seguir, pero esta vez no sintió nada. De acuerdo, entonces podía pasear a su antojo, pero siempre dentro de unos límites. Seguro que Arkady y Alice le estaban esperando en Saint James’s Square y Mibbs, que era algo así como el equivalente a una valla eléctrica, tenía que asegurarse de que no se alejara demasiado. Humillante, sin duda, pero al menos su vida no corría peligro. Se dio la vuelta y levantó las manos en alto para que Mibbs, que estaba a unos tres metros de distancia, supiera que se rendía. Podía verse reflejado en los cristales de las gafas, pequeño y beligerante. Volvió a girar sobre sus talones.
¿Por dónde seguiría? Estaba frente a Guilford Street… Guilford Street… Intentó recordar el nombre.
¡Guilford Street! El Hospital de Huérfanos. Tenía que estar allí.
Sin embargo, cuando miró a la izquierda, vio que el muro que rodeaba los jardines había desaparecido. Cruzó la calle, sin dejar de mirar en todas direcciones. No solo el muro, también los imponentes edificios que albergaban los dormitorios y el pabellón central que los unía habían desaparecido. Nick siguió la verja de hierro forjado que delimitaba lo que ahora era un parque hasta llegar a la entrada. Allí seguía la pieza central del conjunto, un pórtico de mármol que, en su momento, se levantaba entre las dos enormes verjas de metal de entrada al recinto; una reliquia solitaria del monumento más imponente erigido gracias a la benevolencia de sus conciudadanos del siglo XVIII.
El Hospital de Huérfanos siempre había sido la obra de caridad preferida de su madre. Nick aún recordaba el día en que se había montado con ella en el imponente carruaje de los Blackdown (él, con apenas siete u ocho años; su madre, espectacular como siempre, ataviada con una enorme peluca) para acudir a la jornada de visita del centro y ver a los niños limpios y colocados en formación, listos para recibir a sus benefactores. Hacia el final de la visita, ya habían visto a unas cuantas mujeres llevando a sus hijos hasta aquella misma entrada. Por aquel entonces, el mármol estaba decorado con una rosa de los vientos y frente a ella había un hombre que se encargaba de recibir a los pequeños. Las madres tenían que meter la mano en una bolsa de tela y sacar una bola coloreada. Dos mujeres extrajeron bolas negras y tuvieron que llevarse a sus hijos. La tercera sacó una blanca y el hombre le cogió a su bebé de los brazos con una ternura que dejó a Nick fascinado. La mujer dejó un botón negro con su recién nacido para identificarlo en caso de que algún día las cosas le fueran mejor y pudiera ir a recuperarlo.
Cuando la mujer se alejó, la madre de Nicholas se acercó al hombre de la entrada y le preguntó si el bebé tenía nombre. Él le explicó que todos los niños recibían un nombre nuevo al ser aceptados en el centro, y la madre de Nick dijo que aquel bebé tenía que llamarse Nicholas, «por mi hijo, que algún día será marqués». Cogió a su hijo de la mano y lo obligó a acercarse. «Acércate a ver a tu tocayo». El cabello del bebé, tan rubio que casi parecía blanco, se arremolinaba alrededor de su cabecita como una nube esponjosa, exactamente igual que la peluca de su madre. Nick se echó a reír al verlo. Su madre le preguntó por qué se reía y, cuando se lo contó, tampoco ella pudo contenerse. Luego esperaron a que el hombre anotara el nombre del bebé en un libro enorme: Nicholas Marquess (botón negro).
Ahora Nick volvía a estar en el punto exacto en el que Nicholas Marquess había perdido a su madre y conseguido un nombre nuevo, y Nicholas Falcott había hecho reír a su madre, la única ocasión que él recordara en la que había compartido una broma con ella. Una broma cruel y, sin embargo, ellos se sentían tan bien consigo mismos yendo a ver a los huérfanos. Leyó el cartel que adornaba la sencilla verja metálica por la que ahora se entraba al parque: CORAM’S FIELDS: PROHIBIDA LA ENTRADA A ADULTOS SI NO VAN ACOMPAÑADOS DE UN NIÑO.
Nick apoyó la mano en la verja; quería sentir el frío del metal entre los dedos. Vio los campos de fútbol vacíos, los árboles desnudos sin sus hojas. Al parpadear, se dio cuenta de que tenía los ojos llenos de lágrimas. De repente, notó una enorme presión en el brazo y fue como si sus sentimientos perdieran pie: se tambaleó al filo de un abismo de desesperación infinita que lo chupaba con mucha fuerza hacia el fondo… Sintió que le arrancaban hasta el último ápice de felicidad con una facilidad pasmosa… Y entonces gritó…
Se sujetó con ambas manos a los barrotes de la verja. Su campo de visión se estrechaba por momentos, se oscurecía, y un terrible vértigo le nublaba la mente. A lo lejos, en algún punto indeterminado, el eco cada vez más débil del placer, claro y cristalino como las voces de los niños… Si pudiera atravesar aquellos barrotes de hierro…
Con un último esfuerzo, conjuró la mirada de ojos tranquilos y oscuros… tranquilos y oscuros… e intentó enfocar la suya. De repente, justo a su lado, vio el rostro de Mibbs. Notó el aliento de Mibbs en la cara. La mano de Mibbs en el brazo. Lo sujetaba al borde del precipicio con la misma facilidad con la que sujetaría una araña sobre el fuego, y sus ojos se clavaban en los de él como un tizón ardiendo. En cualquier momento, el fuego chamuscaría el fino hilo, lo partiría en dos…
Y, de pronto, estaba jadeando y maldiciendo, incluso antes de darse cuenta de que alguien le había tirado un vaso de agua fría en la cara. Se revolvió y consiguió quitarse las manos de Mibbs de encima.
—¡Mierda! —exclamó, parpadeando con fuerza para eliminar el agua de sus ojos—. ¿Qué ha sido eso?
Se refería a aquella pena aplastante, al contacto con las manos de Mibbs.
Para cuando por fin consiguió volver en sí, Mibbs ya había desaparecido al otro lado de la calle y una joven japonesa intentaba secarle la cara, sin dejar de disculparse con un agradable acento extranjero. Había tirado el bolso al suelo y vaciado el contenido de una botella de agua por la cabeza de Nick, y ahora se debatía entre secarle la cara y recoger sus pertenencias de la acera, mientras el imbécil de su novio, que no paraba de reírse, le hacía una foto.
Nick se arrodilló y empezó a recoger las cosas de la chica.
—Lo siento mucho —se disculpó ella, y se agachó a su lado.
—No pasa nada. —Nick le devolvió un callejero alfabético de bolsillo—. Lo necesitaba. No me encontraba muy bien.
La chica cogió el callejero y sonrió. Era preciosa, pero más importante que eso, llevaba sombra de ojos brillante, y los objetos que ambos recogían del suelo eran todos contemporáneos: un móvil, un puñado de bolígrafos… Mientras ella lo guardaba todo en el bolso, Nick sintió que a él también lo devolvían a la época a la que pertenecía, al siglo XXI, y su corazón fue calmándose.
Ah. Un paquete de pañuelos de papel.
—¿Puedo? —Nick cogió uno y se limpió el agua de la cara, sin poder apartar los ojos del novio, que seguía con el numerito de la cámara—. Tu novio es un gilipollas —le dijo a la chica mientras ella se inclinaba hacia delante para recoger una moneda de una libra que había rodado entre los pies de Nick.
Ella se rió y levantó la mirada. Era incluso más guapa de lo que le había parecido en un primer momento.
—Es mi hermano —dijo.
—Vaya, ¿en serio?
—Sí.
Nick le devolvió el bolso, se incorporó y le ofreció una mano para ayudarla.
—La próxima vez que vengas a Londres, búscate un compañero de viaje mejor.
La chica se levantó, pero no le soltó la mano inmediatamente. Nick le sonrió y sintió que se le volvía a llenar el alma de sensaciones agradables. Aquella desconocida le acababa de dar todo lo que necesitaba solo con la calidez de su mirada, tan distinta a la de Mibbs, terrible y fría como el hielo.
—Gracias —dijo, y se despidió con una reverencia, como un marqués.
Se incorporó y siguió a la chica con la mirada, mientras ella se alejaba junto a su hermano discutiendo con él en japonés.
Luego se dio la vuelta y buscó al señor Mibbs.
Había desaparecido.