7

Nick no tardó en aprender a detectar cada vez que Arkady o Alice paraban el tiempo. Ya no podían cogerlo desprevenido, aunque lo ponían a prueba constantemente. Podía sentirlo incluso desde otra habitación o al otro lado de la casa. A esa distancia, no se veía atrapado en el aura de sus manipulaciones, pero sabía que no muy lejos de donde estaba alguien había alterado el flujo del tiempo. Era como nadar en un río y sentir una corriente distinta a un par de metros sin estar dentro de ella.

Así fue como lo describió una noche durante la cena y a Alice se le iluminó la mirada.

—Sí. ¿Recuerdas cuando te cogí de la mano y te dije que el tiempo es como un río?

—¿Le cogiste de la mano? —Arkady le lanzó una mirada asesina a su mujer—. ¿Eso cuándo fue?

—Bah, tú cierra la boca —replicó ella. Se inclinó sobre la mesa y gesticuló en dirección a Nick con un trozo de lechuga colgando del tenedor—. El Río del Tiempo. Parece que fluye en una sola dirección, lenta e inexorablemente; y, sin embargo, hay corrientes opuestas y remolinos, aunque al final y en términos generales, eso no importa: el río desemboca en el mar. Los que conocen el río, y quienes lo usan, saben que se mueve siguiendo patrones complejos, patrones que podemos utilizar e incluso modificar. Nuestros propios miembros nadando en la corriente alteran su curso. No obstante, no podemos cambiarlo durante mucho tiempo y tampoco podemos cambiar la verdad última: el río acabará desembocando en el mar.

—Una imagen preciosa, Alice —dijo Nick—, pero ¿qué intentas decirme?

—Y ¿qué pasa con lo de cogerse de la mano? Quiero saberlo —murmuró Arkady.

Alice se volvió hacia su marido con los ojos en blanco y luego sacudió lentamente la cabeza.

—En serio —dijo, mirando a Nick y señalando a Arkady con un gesto de la cabeza—, a veces pienso que no vale la pena.

Nick se recostó sobre el respaldo de la silla e hizo girar el anillo en su dedo.

—Sí, tu mujer me cogió de la mano —dijo, dirigiéndose a Arkady—. ¿Qué piensas hacer al respecto?

El ruso se encogió de hombros.

—Matarte.

Nick levantó la copa a modo de saludo, Arkady hizo lo propio y ambos bebieron.

Mientras tanto, Alice masticaba la lechuga que colgaba del tenedor con un gesto aburrido en la cara. Tragó, se limpió las comisuras de los labios con la servilleta y apoyó los codos sobre la mesa.

—Caballeros, si han terminado con su ritual de reafirmación masculina, me gustaría seguir con mi ponencia sobre el tiempo y los ríos.

Arkady gruñó y hundió el tenedor en su ensalada.

—Soy todo oídos —dijo Nick, extendiendo las manos.

—En unas orejas preciosas, por cierto —bromeó Alice y, mientras bebía, miró a su marido por encima de la copa.

Arkady levantó los ojos del plato.

—Esta noche me las pagarás.

—Genial. Ahora estate callado. —Alice puso fin al tonteo con Nick y concentró toda la atención en él—. La historia de los seres humanos es como un río —empezó—. Millones de almas viviendo y amando y trabajando y luchando y muriendo a lo largo de los siglos, empujando la historia frente a ellos en un flujo poderoso hecho de pequeñas partículas. Toman decisiones, sufren y disfrutan de sus pasiones. Algunos son brillantes o poderosos o ricos, o simplemente tienen suerte y consiguen cambiar, consiguen tomar un desvío en el río, un leve cambio de rumbo. Otros cambian pero para peor, seguramente más a menudo que los demás, pero al final es el poder del río, el fluir de sus aguas lo que los hace avanzar.

—Te sigo —dijo Nick.

—Luego está ese factor extraño y sin explicación que somos nosotros, el Gremio. La gente que puede saltarse el curso del río, o más bien moverse hacia delante y hacia atrás… —Guardó silencio, como si pensara—. Más como uno de esos insectos que caminan sobre el agua que como una gota.

A Arkady se le escapó la risa.

—No soy un insecto.

—No —convino Alice—. Tú dirías que el tiempo es como un harén de mujeres hermosas y tú, el ladrón que se cuela en él por las noches. Pero esta es mi teoría y en ella somos como insectos sobre el agua. Podemos deslizarnos sobre la superficie del río, pero nada de lo que hagamos puede cambiar su curso, su inexorable discurrir hacia el mar.

—Pero todos empezamos con un salto —dijo Nick—, ¿no es cierto?

—Sí. Toda persona capaz de manipular el tiempo empieza desviándose de su trayectoria. Saltando. Saltamos y volvemos a emerger en otro punto, más adelante. Normalmente nos tiene que pasar algo muy drástico para que saltemos. Nuestras vidas han de estar en peligro. Casi siempre el detonante es la guerra. Luchamos en ella, como te ocurrió a ti, o nos vemos involucrados de algún modo. También puede ocurrir, aunque es menos habitual, que nos consuma una tristeza insoportable o sintamos la necesidad de quitarnos la vida. Levantamos el cuchillo, pero en lugar del valor que se necesita para hundir la hoja en nuestro pecho o para enfrentarse a la muerte, recurrimos a esta otra habilidad, a esta especie de don, de talento. Y saltamos varias décadas hacia el futuro, o varios siglos. A veces incluso algún milenio.

—Entonces es un talento.

—Sí.

Nick pensó en ello por un instante. Aquello era algo que llevaba dentro, pero no podía encontrarlo. Arkady y Alice sabían utilizarlo, pero él no. Volvió a hablar, observando detenidamente la reacción de la regidora.

—Entonces, eso es todo para la mayoría de nosotros. El Gremio nos da un montón de dinero, nos facilita la vida, y no podemos volver a manipular el tiempo nunca más.

Alice empujó una almendra tostada de un extremo del otro de su plato.

—La mayoría no volvemos a manipular el tiempo, pero podríamos hacerlo, solo que no lo sabemos.

—Porque el Gremio se asegura de que no lo sepamos. —Nick aún recordaba lo mucho que el carnicero franco había insistido en que no se podía volver atrás en el tiempo. Nadie podía hacerlo, era imposible, le había dicho. Recordaba la simpatía del hombre ante sus primeros espasmos de dolor—. ¿Ricchar Hartmut sabe que sí podemos ir hacia atrás?

—¿Ricchar Hartmut? —Alice inclinó la cabeza a un lado, buscando aquel nombre en su memoria—. El franco. ¿Fue él quien te recibió cuando saltaste?

Nick asintió.

—¿Lo sabe?

—No. —Alice miró a Nick; la expresión de su cara se volvió repentinamente seria—. No tiene autorización de seguridad. Y ya sé lo que estás pensando.

—Que tenéis a un hombre honesto y bien intencionado contando vuestras mentiras por vosotros.

—Ricchar es un buen hombre. Y sí, cuenta nuestras mentiras.

—¿Cómo podéis vivir con ese peso en la conciencia?

—Sin ningún problema. Se trata de preservar la seguridad de nuestros miembros y la del propio devenir de la historia. Es política.

—Política.

Ella asintió.

—¿Era política cuando ordenaste matar a Leo Quonquont y a Meg O’Reilly?

—¿A quiénes?

Nick entornó los ojos. ¿Alice le estaba mintiendo?

—Dos amigos míos que estaban conmigo en Santiago. Los conociste. ¿Recuerdas que nos viste a Leo y a mí en el mercado? ¿Esperando a que Meg saliera del lavabo?

—No, lo siento. No lo recuerdo. Llevo una vida muy ajetreada.

—Claro. —Nick posó la mirada en su ensalada, que seguía intacta en el plato. Estaba aderezada con una vinagreta de frambuesa, un mejunje moderno que simplemente había sido incapaz de tolerar—. Bueno, da igual si los recuerdas o no. La cuestión es que al día siguiente habían desaparecido.

Alice intercambió una mirada con Arkady.

—Leo Quonquont y Meg O’Reilly. ¿Él era el nativo americano que aprendía idiomas tan rápido? ¿Y ella, la irlandesa que siempre tenía hambre? Sí, ahora me acuerdo de ellos. Recuerdo haber oído que se habían marchado del complejo. Lo siento.

—Oíste que se habían marchado. ¿Y te pareció bien? ¿No los mataste?

—Por supuesto que no. —Alice le sostuvo la mirada; su rostro parecía sereno y confiado—. Esto no tiene que ver con ellos, ¿verdad? Creíste que los habíamos matado y aun así no dijiste nada. Has aceptado el dinero del Gremio durante años, has llevado una vida acomodada. ¿Qué es lo que te molesta en realidad?

Nick se reclinó en su silla y se frotó los ojos con la base de la palma de la mano. Alice tenía razón, maldita sea. No estaba enfadado por lo de Leo y Meg, o al menos no más de lo habitual. En realidad, le molestaba que el Gremio hubiera alterado la paz y la tranquilidad de su vida. No había nada que le apeteciera más que recuperar la comodidad y la sencillez de la vida que se había construido para sí mismo con el dinero del Gremio. La casa de Vermont, la granja Thruppenny, el loft del Soho, su colección de amantes. Quería olvidarse de Leo, de Meg, del Gremio, de todas aquellas nuevas revelaciones, olvidarse de la posibilidad de regresar a su época. Quería olvidar el pasado, olvidar…

Pero era imposible olvidar la guerra. Las pesadillas lo perseguían a través de los siglos. Y la joven de los ojos oscuros. Ella también estaba siempre allí, no importaban el cuándo y el dónde.

—¿Cómo hiciste fortuna, lord Falcott? ¿A qué se dedicaba el marquesado?

Nick apartó las manos de los ojos y miró a Alice, un tanto confuso.

—Aparcería. Alquilábamos la tierra a los campesinos. ¿Qué tiene eso que ver con el Gremio?

—¿Aparcería? ¿En serio? Eras un hombre muy rico, milord. ¿Hiciste todo tu dinero gracias a las tierras?

—No lo sé. Hace mucho tiempo que no pienso en ello. —Nick se encogió de hombros—. Los años de la guerra fueron buenos para la aristocracia. Estábamos aislados del mundo, así que el precio del maíz subió rápidamente. ¿Aparte de eso? Inversiones. Comercio, supongo.

Alice dejó el tenedor sobre la mesa con un sonido metálico.

—¿Inversiones dónde? ¿Comercio con qué? ¿Azúcar, por un casual?

Nick se incorporó en su silla.

—Nunca tuve esclavos, Alice.

—¿Estás seguro de eso? —preguntó ella, arqueando las cejas—. ¿No tenías ningún tipo de inversión en las Indias Occidentales? Vamos, milord. ¿A qué distancia está la casa de tu familia de Bristol? ¿Me estás diciendo que eras marqués en Devonshire y abolicionista al mismo tiempo? No me mientas, Nick, porque lo sé todo de ti, tanto del presente como del pasado. Te aprovechaste de la esclavitud, aunque solo fuese de forma indirecta. Ahora lo sabes, pero, lo que es más importante, entonces ya lo sabías.

—El comercio de esclavos fue abolido en 1807 —murmuró Nick—. Todo el mundo sabía que la esclavitud británica terminaría pronto…

—¿Gracias a ti? ¿Gracias a tus esfuerzos?

—Ese argumento no es justo. —Nick se colocó bien los puños de la camisa y apoyó las manos a ambos lados del plato, listo para levantarse de la mesa en cualquier momento—. Créeme cuando te digo que he sufrido por mis errores. Además, ¿qué tiene que ver la esclavitud con el Gremio? ¿Intentas decirme que soy más culpable yo por haber nacido noble que tú por mentir? Eres la regidora, puedes escoger si quieres decir la verdad o no.

—Tú eras marqués, podrías haber elegido diversificar tus inversiones. Podrías haber ocupado tu asiento en la Cámara de los Lores en lugar de salir disparado a una guerra que no te necesitaba para nada. Podrías haber trabajado con Wilberforce y los abolicionistas para conseguir que las cosas cambiaran. En vez de eso…

Nick se dejó caer contra el respaldo de la silla y levantó una mano en alto.

—Por favor. —Guardó silencio un instante—. Permíteme que me declare culpable. Entonces era un aristócrata. El título no era más que un peso heredado y yo no estuve a la altura, Alice. No estuve a la altura. La jodí y salí corriendo. También escapé de la guerra cuando salté. Me comporté como un cobarde. Escapé hasta este futuro estéril. Siento no haber sido abolicionista. Siento no ser tu hombre, Alice, porque no lo soy.

Ella frunció los labios, cogió el tenedor de la mesa y se llevó el último bocado de ensalada a la boca. Después de tragar, se limpió con una servilleta y miró a Nick a los ojos.

—Quizá cuando regreses y seas de nuevo el marqués de Blackdown, se te presente la oportunidad de convertirte en nuestro hombre. La posibilidad de… —Hizo una pausa—. ¿Arreglar las cosas, aunque sea a pequeña escala? Pero recuerda: el río discurre siempre hacia el mar. No podrás cambiar las cosas que ahora se te antojan terribles. No podrás evitar comer azúcar hecho por esclavos, ni vestir camisas cosidas por mujeres que se dejan literalmente los ojos bordando el lino que tanto te gusta. No podrás conceder a tus hermanas el derecho a voto ni enviarlas a la universidad. No podrás cambiar el desarrollo de la industria que acabará destruyendo el sustento y el modo de vida de los arrendatarios, y tampoco podrás evitar la contaminación que matará los peces de tus arroyos. Tendrás toda esta información y lo harás lo mejor que puedas con los conocimientos que has ido acumulando. Intentarás proteger lo que amas y a quienes amas. Pero también tomarás decisiones que irán contra tus principios. Contarás mentiras; sí, milord, mentiras. Al igual que hago yo.

Alice le sostuvo la mirada durante un buen rato. Luego se volvió hacia su marido y cambió visiblemente de tema.

Nick comió un poco de su asquerosa ensalada y se dejó embargar por la tristeza mientras escuchaba la animada conversación de Alice y Arkady, sin prestarle demasiada atención. Habían visto una reposición de School for Scandal la semana anterior y no podían dejar de discutir sobre las mejores partes.

Julia permaneció unos segundos bajo el filo del cuchillo. ¡Ella era el talismán! Desde el principio, había sido el elemento que canalizaba todo el poder de su abuelo. De pronto, podía parar el tiempo ella sola. Si el conde lo hubiera sabido, quizá le habría explicado más cosas. Tragó saliva y sintió la presión del lado romo del cuchillo sobre el cuello. «Finge», le había dicho su abuelo. Finge que no eres el talismán, el talismán que ni siquiera sabes que eres.

El abuelo la había dejado sola, sumida en la más absoluta de las ignorancias, y ahora sentía dolor, rabia y pánico arremolinándose en su pecho.

No sabía qué debía hacer para reiniciar el tiempo, y cuando consiguiera averiguarlo, tampoco sabría cómo evitar que Eamon, que se limitaría a retomar la escena donde la habían dejado, le cortara la garganta.

Podría zafarse del cuchillo y escapar, y dejar que el tiempo se reiniciara solo. Pero entonces Eamon sabría que ella era el talismán y, cuando eso ocurriera, Julia no tendría control suficiente sobre sus poderes y no podría congelar el tiempo cada vez que su primo intentara atacarla.

Podría robarle la cartera. En aquel preciso instante, sin pensárselo dos veces. Robarle la cartera y algunas piezas de plata de la familia para venderlas. Cogería un caballo de los establos y huiría. Quizá se las apañaría para reunir el dinero suficiente con el que abandonar el país y establecerse en América o en Italia.

Pero ¿por qué tenía que ser ella la que huyera? No había hecho nada malo.

También podría matarlo. Allí y en ese momento. Coger el cuchillo y atravesarle el corazón.

Giró levemente la cabeza y miró por la ventana, hacia el crepúsculo. El viento mecía las copas de los árboles. El tiempo solo se había detenido allí, en aquella estancia, tal como sucedía cuando lo hacía su abuelo. Una pausa o una aceleración localizadas de solo unos segundos de duración. ¿Durante cuánto tiempo podría retener el curso del tiempo? Tal vez se reanudaría por sí mismo en cualquier momento y, a pesar de sus esfuerzos, acabaría muriendo a manos de su primo.

Piensa, Julia, se dijo a sí misma con decisión, piensa en una solución. Lord Percy tenía la habilidad de parar el tiempo, pero también de acelerarlo. Era precisamente lo que había hecho en su lecho de muerte para precipitar el desenlace. ¿Sería posible hacer lo contrario? ¿Retroceder en el tiempo, como la lana que lentamente vuelve a su madeja, hasta un segundo antes del momento en que había ofendido a Eamon tan gravemente? Quizá no era posible. Su abuelo no lo había hecho nunca, al menos no en su presencia, pero valía la pena intentarlo.

Julia respiró hondo y volvió a concentrarse en las pupilas inmóviles de su primo.

—Retrocede, retrocede —susurró.

Pero no pasó nada. Soltó el aire lentamente e intentó recordar la sensación cuando su abuelo jugaba con el tiempo. El conde siempre se concentraba en nimiedades, como las motas de polvo que flotaban en el aire. Julia cerró los ojos y ralentizó el ritmo de su respiración. A continuación, los volvió a abrir y posó la mirada en la pequeña pagoda que decoraba el papel pintado de las paredes, justo bajo uno de los candelabros. Abuelo, pensó, recordando su rostro sonriente y la forma en que le guiñaba el ojo antes de hacer uno de sus trucos.

Allí estaba. Julia sintió aquella extraña sensación en la base del cráneo y luego el tiempo empezó a dar marcha atrás, pesado, reticente, como una pareja de bueyes obligados a retroceder después de abrir un surco en el suelo. Pero estaba pasando. Era como mirar a través del cristal empañado de una ventana. Eamon se apartó de ella y retrocedió por el lateral de la mesa hasta su silla.

Julia cerró los ojos, aliviada, y sintió que el tiempo reanudaba su movimiento lineal. Se llevó las manos al cuello y se tocó la garganta. La herida había desaparecido y tampoco quedaba rastro alguno de la sangre. Volvió a abrir los ojos. Eamon empujaba la comida por el plato con la ayuda del tenedor. Levantó la mirada y la sorprendió observándolo.

—Un penique por tus pensamientos, gatita —le dijo—. ¿Estás pensando en el talismán?

—No —respondió ella, y partió un medallón de carne por la mitad.