Julia permaneció tres días dentro de casa, tal como Eamon le había ordenado, aunque podría haber salido por la puerta principal en cualquier momento, camino de los establos. Si hubiese tenido dinero para mantenerse, habría ensillado un caballo y se habría marchado de allí, pero como no lo tenía (ni lo tendría hasta al cabo de tres años), había optado por obedecer, al menos hasta que se le ocurriera un plan más viable. Aprendió a controlar su temperamento delante de Eamon. Cuando le preguntaba dónde estaba el talismán, algo que ocurría no menos de diez veces al día, ella levantaba la mirada de lo que estuviera haciendo y respondía con voz calmada que no lo sabía. Eamon había ordenado al servicio que pusiera la casa patas arriba. Revisaron los baúles del desván, sacaron las botellas de los estantes de la bodega, buscaron en la cocina, en los dormitorios vacíos, en la armería, en la perrera. Tenían orden de enseñarle cualquier objeto que les pareciera poco común, o especialmente bonito, o viejo, o del extranjero. Tras dos días de intensa búsqueda, el estudio estaba repleto de objetos extraños. En una esquina, todas las piedras del abuelo, organizadas por tamaño. Otra esquina estaba ocupada por un montón de libros de aspecto antiguo y misterioso. El resto era una miscelánea de objetos, rescatados por toda la casa y también por los jardines. Una redecilla bordada de hacía tres generaciones. El cráneo de un tejón. Un mechón de cabello cano atado con un lazo negro y podrido. Un escarabajo. El guante de una armadura. Una hebilla hecha de pasta de vidrio tintada de negro. Eamon se sentaba entre todos aquellos objetos como Job sobre su montón de estiércol, cada vez más furioso y llamando a Julia a gritos. Cuando ella aparecía por la puerta del estudio, le exigía que revisara las nuevas adquisiciones de la colección. Un día, por ejemplo, le preguntó si alguna vez había visto a su abuelo con una caja de marfil para las agujas. ¿El dibujo de la tapa no era un símbolo mágico? ¿Una especie de runa mística?
—No —respondió ella con la voz pausada que había aprendido a utilizar con él—. Lo siento, pero es la primera vez que la veo.
—Maldita sea, podría ser esto perfectamente. Podría ser esto y no tengo forma de saberlo ni de acceder a sus poderes. —Eamon levantó el cilindro lleno de agujas, lo inspeccionó desde todos los ángulos y lo lanzó con rabia a la otra punta de la habitación. Luego miró a Julia y exclamó—: ¡Fuera de aquí!
Julia se levantó en silencio y salió del estudio con paso firme y pose regia, pero en cuanto la puerta se cerró tras ella, fue corriendo hacia su habitación. Se encerró en ella y, sin apenas molestarse en apartar la silla, se sentó frente a su escritorio y redactó una carta para lady Arabella Falcott, una amiga de la infancia. Bella se había criado muy cerca del castillo Dar y ahora estaba pasando una temporada en Londres. La carta de Julia era apasionada, con casi todas las frases subrayadas, y terminaba con una súplica de ayuda.
Unos minutos después de terminarla, Julia decidió quemarla. No podía abusar de los Falcott de aquella manera. La marquesa, que siempre había destacado entre la sociedad londinense, se había recluido en casa tras la muerte de su hijo varón en España. Clare, la hermana mayor, se había quedado para vestir santos. Pero Bella siempre había querido escapar de la casa Falcott. En cuanto se quitó el luto por su hermano, empezó a insistirle a su madre para que la llevara a Londres durante la temporada. Finalmente, la marquesa había cedido, pero Bella ya tenía veintiún años, demasiados para una debutante, y si solo iba a poder vivir una temporada, tenía que aprovecharla al máximo. Cargar con una amiga pobre y además en pleno luto no le iba a acarrear más que problemas.
Se hizo la hora de la cena. Eamon tenía la mirada clavada en su plato mientras empujaba la comida con el tenedor de un lado a otro, convirtiéndola en una masa irreconocible. Julia lo miraba fijamente con aire analítico. Era un hombre repugnante, de eso no cabía la menor duda, pero estaba bastante segura de que no era peligroso. El verdadero peligro residía en su reputación.
El círculo social de la zona estaría dispuesto a perdonar una o dos semanas de irregularidades domésticas mientras el nuevo conde se instalaba, pero ya habían pasado diez días desde la muerte de su abuelo y la casa seguía cerrada a los visitantes. Los primeros rumores no tardarían en aparecer.
Eamon levantó la mirada del plato y la sorprendió observando.
—Un penique por tus pensamientos, gatita —le dijo—. ¿Estás pensando en el talismán?
—No, primo. Estoy dándole vueltas a mi reputación.
Él agitó el tenedor en el aire.
—Nimiedades.
—Te diviertes bromeando sobre ella, primo, pero también debería preocuparte.
Eamon chasqueó los dedos.
—Esto es lo que pienso de tu valiosa reputación, prima. Por mí como si acabas en la picota.
Apartó el plato a un lado. Fue entonces cuando Julia sintió que algo se partía. Era el hilo que sostenía su paciencia, que se había ido tensando con el paso de los días.
—Eres un bastardo —le espetó, bajando la voz.
Él recibió el insulto levantando su copa.
—¡Una estocada al fin! Aunque demasiado fácil de bloquear. Mis padres estuvieron casados tres años antes de que naciera yo. Puestos a dudar de legitimidades, tienes claramente las de perder, querida. El enano de tu padre va y se casa con una plebeya en Escocia. No hay testigos en la boda. —Se encogió de hombros—. Nadie llega a ver a tu madre. Y luego casualmente los dos mueren en un accidente de camino a casa.
Julia no daba crédito a lo que estaba escuchando.
—¿Cómo te atreves a poner en duda el honor de mis padres? Sus muertes fueron una tragedia. ¡El abuelo les había dado su bendición! Lo que insinúas es ridículo.
—Yo no insinúo nada, Julia. —Eamon bebió de su copa y luego la dejó con cuidado sobre la mesa—. Eres tú. Yo me limito a darte la razón. Tu reputación es frágil, más de lo que crees. Lo más probable es que ya sea demasiado tarde para salvarla.
—No puedes tenerme prisionera para siempre, primo. Has de designar una carabina cuanto antes. Y luego debes, debemos, aceptar visitas e invitaciones, y mostrarnos sociables en público o ambos acabaremos convirtiéndonos en parias.
Eamon puso los ojos en blanco.
—Los parias de Devon. Mi querida gatita, ¿a quién le importa? Pronto encontraré el talismán y seré más rico que Creso. Me casaré con un diamante y la gente se pegará por los recortes de mis uñas. ¿Y tú? —Abrió los ojos como platos, fingiendo una preocupación que era evidente que no sentía—. ¿Qué pasará entonces contigo? —preguntó, y se metió un trozo de pan en la boca.
Julia no respondió, pero dejó que todo el desprecio que sentía hacia él fuese bien visible en su rostro.
—Yo te lo diré. —Eamon habló con la boca llena, escupiendo una lluvia de trozos de pan—. Te echaré por la puerta de una patada como se echa a las prostitutas, y me da igual si lo eres o no.
Julia tomó un sorbo de vino y se sorprendió de la firmeza de su pulso y de que no se le cayera la copa al suelo.
—¿Quieres encontrar una esposa aristócrata? ¿Quién te querrá, primo? Todo el mundo dirá que has estado viviendo en pecado con tu propia prima. Peor aún, dirán que la abandonaste como a un perro cuando te decidiste a pescar una esposa rica. Apuesto a que las jóvenes casaderas de la zona tienen mejores opciones que tú.
Eamon dejó el tenedor y el cuchillo sobre la mesa con un sonoro golpe.
—¡Soy el conde de Darchester! —gritó—. ¡El conde de Darchester! Cualquier mujer estaría encantada de aceptarme como esposo. Cuando encuentre el talismán, podré escoger a la que quiera.
Julia hizo girar la copa entre sus dedos con gesto descuidado.
—Pero ¿y si no lo encuentras? Y no lo encontrarás porque no existe. ¿Qué harás entonces? —Observó el brillo apagado de las velas reflejado en el cristal tallado de la copa—. Al fin y al cabo —continuó—, ¿quién es el conde de Darchester? ¿Es conocido en Londres? ¿Es influyente en cuestiones políticas? ¿Es apuesto? ¿Es lo suficientemente importante para sobrevivir al escándalo de una supuesta relación con la nieta de veintidós años del difunto conde? —Julia bebió de su copa y miró a Eamon por encima del borde. Luego continuó, esta vez con un tono de voz más suave—: Creo que la respuesta a todas esas preguntas es un no contundente, primo. De hecho, estoy convencida de que el conde de Darchester es un hombre horrendo de mediana edad, sin clase ni carrera suficiente para convencer ni a un cerdo.
Había ido demasiado lejos, podía verlo en los ojos de su primo, que parecían estar a punto de saltar de sus cuencas. De repente, fue como si todo se pusiera en movimiento. Eamon se levantó de la silla y corrió hacia ella, con el cuchillo de trinchar en la mano y enseñando los dientes. Julia se puso en pie de un salto, pero ya lo tenía encima. La echó sobre la mesa, tirando la vajilla de porcelana al suelo y rompiéndola en mil añicos. Ella miró a su alrededor, pero no vio a ningún miembro del servicio en la estancia. Gritó con todas sus fuerzas, pero Eamon le tapó la boca con la mano y apoyó el cuchillo contra su garganta. Podía sentir la hoja hundiéndose lentamente en la carne. La cara de Eamon estaba a escasos centímetros de la suya.
—Debería haberte matado aquel día en el estudio —le susurró.
Le olía el aliento a vino y a pescado, y los labios le colgaban, blandos y cubiertos de saliva. Julia lo miró a los ojos y se concentró en la oscura profundidad de sus pupilas. El cuchillo se iba hundiendo en su cuello con una lentitud desesperante. De pronto, notó una sensación húmeda sobre la piel del cuello, como una gota deslizándose lentamente, y sintió que se le subía la sangre a la cabeza. ¿A qué venía aquel silencio? Y ¿por qué los ojos azules de Eamon parecían fijos en un punto? Fue entonces cuando reparó en el candelabro que colgaba de la pared, detrás de él: las llamas no se movían. Tenía que ser su abuelo, que había detenido el tiempo para salvarle la vida desde el más allá.
—Abuelo —susurró Julia, tratando de no moverse para que el cuchillo no se clavara más—. Estoy aquí.
Pero no recibió ninguna respuesta. Estaba sola. Con sumo cuidado, cogió la mano de Eamon y la hizo girar hasta que el lado romo del cuchillo descansó sobre su cuello. El tiempo se había detenido, pero su abuelo seguía muerto y no volvería jamás. Respiró profundamente y luego fue soltando el aire poco a poco, mientras una repentina sensación de lucidez se extendía por su cuerpo y su mente.
—Soy yo —susurró al rostro inmóvil de Eamon—. Yo soy el talismán.