Habían pasado dos días desde que Eamon se había enfrentado a Julia en el estudio, tiempo que él había dedicado a proferir todo tipo de amenazas. Sin resultado, por supuesto, y era porque Julia no tenía ni idea de qué podía ser el talismán de su abuelo o dónde estaba escondido. De hecho, ni siquiera creía en su existencia y le daba gracias a Dios por ello. Era fácil guardar un secreto que ni siquiera conocía.
—Eres una maldita bruja, Julia —gruñó Eamon durante el almuerzo tres días después de la escena del estudio—. Tienes al servicio comiendo de tu mano. La comida no vale nada, las sábanas de mi cama siempre se quedan cortas y la chimenea inunda el dormitorio de humo todas las noches. Se han ocupado de dejar bien claro que me desprecian y te prefieren a ti. Pero escúchame bien, Julia: tus amiguitos de abajo no pueden protegerte. Vas a ayudarme a encontrar el talismán, quieras o no.
—Primo, te aseguro que nunca he visto un talismán en esta casa ni he oído al abuelo mencionar la existencia de uno. Las ocasiones que le vi jugar con el tiempo fueron siempre por diversión, para hacerme feliz cuando estaba triste o enfadada.
Eamon la miró con desdén.
—Pero lo sabías, lo viste con tus propios ojos. ¿Qué hacía exactamente? Cuéntame otra vez cómo funcionaba.
Julia suspiró y repitió nuevamente el mismo relato que su primo ya había escuchado varias veces durante los últimos días.
—Nada que yo pudiera ver. Cuando estaba seguro de tener toda mi atención, me guiñaba un ojo y empezaba la diversión.
—Pero ¿qué hacía exactamente? ¿Hacía algo diferente con las manos o con los ojos?
—No, nada de eso.
Al escuchar lo de los ojos, Julia sintió un escalofrío porque tenía claro que lo que hacía su abuelo, fuera lo que fuese, tenía que ver con la mirada. Se concentraba en algo pequeño, ignorando el espacio a su alrededor, y luego focalizaba toda la atención sobre algún objeto insignificante. Era entonces cuando Julia sentía una especie de cosquilleo detrás de las orejas a medida que el tiempo aceleraba o se ralentizaba. No había ningún talismán a la vista. Simplemente era algo que su abuelo sabía hacer.
Eamon no dejaba de darle vueltas.
—Seguro que miraba hacia algún punto o quizá sostenía algo en la mano. ¿Decía algo? ¿Alguna palabra? ¿Como una especie de hechizo?
—No. Sencillamente… lo hacía.
—¡Maldita sea! —Eamon se levantó de la silla como una exhalación, pasó al lado de Julia de camino a la puerta y con un sonoro portazo la cerró tras de sí. Sin embargo, un segundo más tarde la puerta se abrió de nuevo y apareció la cabeza de su primo—. Julia, a partir de ahora no saldrás de la casa bajo ningún concepto. Nada de montar a caballo ni de pasear por los jardines. No abandonarás esta casa hasta que aparezca el talismán.
—Sí, primo.
Eamon cerró de nuevo la puerta y Julia se despidió de él, esta vez sí, con un gesto sumamente grosero.
Arkady y Nick estaban sentados en sendas butacas de piel frente a la chimenea de la casa de Mayfair que el ruso compartía con su mujer Alice. En el pasado, aquella había sido la residencia londinense del duque de Kirklaw. Nick se había fumado un puro con el joven duque en aquella misma estancia la noche antes de partir hacia España, y también habían compartido un par de botellas de coñac importadas ilegalmente desde Francia. El salón y su decoración apenas habían cambiado desde entonces, y Nick no podía evitar cierta sensación de vértigo al saberse sentado allí nuevamente, con otra copa de coñac añejo en la mano y otro puro a medio fumar esperando en el cenicero. Aun así, vació su mente de distracciones e intentó concentrarse en lo que estaba haciendo.
—Descríbeme la sensación otra vez —dijo.
Arkady hizo girar el puro entre los dedos pulgar e índice.
—El tiempo se va ralentizando a tu alrededor. Hasta que se detiene. A menos que seas capaz de notarlo, tú también te irás ralentizando con él. Eso es malo. Es lo que les pasa a los Naturales. Tú no eres uno de ellos. Tienes que aprender a sentirlo, a distinguir la sensación. Cuando lo consigas, cuando seas capaz de hacerlo, nunca te quedarás atrapado. Seguirás despierto, no paralizado.
—Pero ¿cómo puedo aprender a sentirlo si no tengo ni idea de qué se siente?
—¡Eres inglés! No tienes imaginación. Te lo describiré para que lo entiendas. ¿Recuerdas la primera vez que deseaste a una mujer?
Nick suspiró; la situación no dejaba de ser curiosa. Si algo había aprendido a lo largo de la tarde era que al viejo ruso le gustaban mucho las metáforas sexuales.
—Sí —respondió—, pues claro que lo recuerdo.
—Descríbeme la sensación.
Nick intentó recordar aquel día.
—Tenía diez años —empezó.
—Todo un hombretón —interrumpió Arkady, llevándose el puro a la boca.
Nick reprimió el impulso de poner los ojos en blanco y continuó.
—Estaba escondido en la lechería, detrás de una montaña de cubos que había que reparar. Mi hermana Clare y yo estábamos jugando al escondite. Hacía mucho calor, pero en la lechería no entraba el sol y la temperatura era muy agradable. De pronto, se abrió la puerta y yo asomé la nariz pensando que sería mi hermana, pero era la lechera. Traía dos cubos llenos de leche colgados del yugo que sujetaba sobre los hombros. Llevaba un corpiño apretado…
—Sí, sí —intervino Arkady, inclinándose hacia delante—. En Rusia era igual por aquella época, con las lecheras y sus corpiños apretados.
—¿Eres de mi época?
—Sí. —Arkady miró a Nick fijamente—. Y de tu misma clase social, lord Blackdown.
Nick fue incapaz de ocultar su sorpresa. El carnicero había sido el último en pronunciar aquel nombre y aquel título en voz alta, y ahora Arkady volvía a utilizarlos, si no exactamente con respeto, sí con una especie de reconocimiento.
—¿Cómo… cómo debería llamarte yo a ti?
—¿Me estás preguntando mi nombre? ¿Mi nombre de nacimiento?
Nick no podía disimular la impaciencia.
—Ya sé que es de mala educación preguntarlo, pero por el amor de Dios, Arkady, estoy aquí sentado, de vuelta en Londres, esperando a que el Gremio me envíe otra vez a mi época. Cada vez que respiro, estoy rompiendo una nueva regla. Lo único que te pido es que me des toda la información necesaria para sobrevivir a esta aventura. Puede que tu nombre de pila sea parte de esa información.
Arkady formó un anillo con el humo del puro. Nick lo siguió con la mirada mientras ascendía tembloroso hacia el techo y se desintegraba. Le dio una calada al suyo, pero no intentó hacer ningún truco; no estaba de humor. Arkady se llevó otra vez su puro a la boca y, cuando habló, el humo salió entre sus labios con cada palabra.
—Cuando saltaste, se te permitió conservar el anillo.
—Sí.
Nick se miró la mano.
—A mí también. —Levantó la mano y le enseñó un anillo coronado con un rubí. La piedra era tan grande que parecía una herida en la huesuda mano de Arkady—. El Gremio nos escogió desde el primer momento.
—Pero ¿cómo podían saberlo?
—Somos aristócratas. El poder atrae al poder. Al Gremio le gusta tener líderes entre sus filas.
—Pero yo renuncié a mi título. A mis tierras. A mi nombre.
—Sí, sí. —Arkady agitó una mano en el aire y el rubí brilló como si fuera un ojo—. En tu cabeza, sí. Te convertiste en el hombre del pueblo, en el plebeyo, en Nick Davenant. Sin embargo, el Gremio siempre lo ha sabido. Eres Blackdown. Han dejado que creyeras que formaba parte del pasado, pero ellos nunca lo han olvidado.
Nick se había alegrado de que le permitieran conservar el anillo. ¿Seguía pensando lo mismo?
—¿Y tú? ¿Qué clase de aristócrata eres? ¿Qué título ostentas? ¿Príncipe? ¿Zar?
—Soy el conde Lebedev.
Nick inclinó la cabeza en un viejo gesto de respeto entre iguales.
—Lebedev.
Arkady respondió al saludo con una media sonrisa.
—Encantado de conocerte, Blackdown, pero ¿de verdad te parece que creo en esta cosa, en esto de la aristocracia? Conozco el futuro, no soy estúpido. Me alegro de ser conde cuando es algo bueno para el Gremio. Y tú te alegrarás de ser marqués.
—Si tú lo dices…
Viejos gestos, viejos títulos… Nick estaba un poco mareado.
—Lo digo. Lo sé. Tendrás que resistirte a la felicidad que te produce ser marqués. De hecho, ese marqués que te espera en el pasado intentará devorarte. Tendrás que enfrentarte a él. Yo estaré de tu lado en esa lucha. —Extendió las manos—. Voy contigo. A 1815.
—¿Tú también vienes?
—Sí. —Arkady se reclinó en su butaca y juntó los dedos, formando una especie de pirámide—. ¿No te alegras?
—No me alegro de nada que tenga algo que ver con todo este embrollo.
—Cuánta amabilidad. Te alegrarás, te lo aseguro. Mientras tanto, Nicholas Falcott, marqués de Blackdown, tenemos que conseguir que te acostumbres de nuevo a tu viejo nombre y tu vieja personalidad.
Arkady había pronunciado aquellos nombres, nombres que una vez habían sido los suyos, tres veces en cuestión de un minuto. Y en aquella estancia, ni más ni menos, la misma en la que Nick había pasado su última noche en Londres antes de partir hacia España. Antes de romperle el corazón a su madre. Antes de destruir todo su patrimonio. Antes de arruinar las vidas de sus hermanas. Antes de condenar su pobre alma a los fuegos del infierno en Badajoz.
Cuando volvió a hablar, la voz de Arkady sonó mucho más dulce.
—¿Podemos volver a la historia de la adorable lechera?
—La lechera. Sí. —Nick cogió aire, lo expulsó y apartó las sensaciones negativas de su mente—. Era una muchacha encantadora, con una delantera generosa. Entró en la lechería, dejó los baldes de leche en el suelo y se quitó el pañuelo que le cubría el pecho. El corpiño era de corte bajo, pero el pañuelo lo cubría todo, ya me entiendes.
—Sí, te entiendo perfectamente.
—Se lo quitó y sus pechos se derramaron por encima del corpiño. Incluso se le veía parte de un pezón. Utilizó el pañuelo para secarse el sudor de la cara y luego se quedó allí de pie, abanicándose con la mano, disfrutando del frescor de la lechería. Tenía las mejillas sonrosadas. De pronto, se inclinó para rascarse el tobillo y sus pechos se salieron directamente del corpiño. Yo estaba a medio metro de ella, agachado al nivel de su pecho, y fue como si el mundo se pusiera patas arriba. Me embargó una sensación que nunca había experimentado, como si me subiera la sangre a la cabeza o algo así.
—¿Hiciste algo?
Arkady se llevó el puro a la boca.
—No. Por supuesto que no. Solo tenía diez años.
—Yo habría aprovechado la oportunidad. Me habría dicho a mí mismo: «Esta es mi oportunidad para aprender más cosas».
Nick bebió un trago de coñac y observó a Arkady por encima del borde de la copa. El ruso, larguirucho y desgarbado, tenía la cabeza inclinada hacia atrás y estaba haciendo anillos de humo otra vez, visiblemente absorto en su propia fantasía.
—Recuérdame por qué te estoy contando esto.
Arkady inclinó la cabeza a un lado para mirar a Nick.
—Intento describirte la sensación. No sabes cómo es. Como un niño no sabe qué se siente al desear a una mujer. Entonces, un buen día lo descubres y no se te olvida nunca más. Al principio, no puedes controlarla; es, ¿cómo decirlo?, ingobernable. Llega cuando llega. Pero enseguida aprendes a dominarla, a hacer que aparezca y desaparezca a tu antojo. Aprendes a gobernarla, ¿entiendes?
—Entonces ¿se parece al deseo? ¿Alguien cerca de mí manipula el tiempo y yo pienso: «Maravilloso. Me apetece echar una cana al aire»?
—No. Estás tergiversando mis palabras a propósito. Es como… como si tropezaras y pensaras: «¡Oh! Me caigo». Solo que no te caes. O como si estuvieras tomando una copa y te dijeras: «¡Vaya! Si bebo un solo trago más, todo empezará a girar a mi alrededor». Pero no bebes más y la habitación se queda como está. ¿Lo entiendes?
Nick le dio una calada al puro y no respondió. Sexo, alcohol, tropezones. Empezaba a pensar que aquel viejo ruso había llevado una vida mucho más interesante que la suya.
—¿Recuerdas lo que sentiste cuando viajaste en el tiempo? —preguntó Arkady, dispuesto a intentarlo otra vez.
—Sí. —Nick recordaba a Jem Jemison luchando cerca de él, el momento en que sus miradas se habían encontrado, la caricia áspera de la tierra en los dedos mientras intentaba hallar algo a lo que sujetarse. Recordaba la frialdad en los ojos del francés y luego la horrible sensación de saberse empujado hacia delante, a ciegas, arrastrado por una manada de caballos salvajes—. Fue como si una fuerza tirara de mí, a toda velocidad y sin control.
—Exacto. Es la misma sensación de la que te hablo, solo que mucho mucho más pequeña. Más suave, más delicada. Alguien cerca de ti está jugando con el tiempo. Tú te das cuenta, lo notas; es como un pequeño tirón en el estómago. Una presión en los oídos. Tú saltaste muchos años; el tirón, la presión en los oídos fue mucho más fuerte. Te estabas salvando la vida a ti mismo. Crees que fue un accidente, una extraña anomalía que te llevó del campo de batalla al futuro. Pues no, fuiste tú. Fue como un don, algo dentro de ti que te estaba salvando. Pero tú no tenías control sobre lo que estaba sucediendo, sobre esa especie de don. Te cogió desprevenido, como un niño cuando sueña con una mujer y, cuando despierta, descubre que…
Nick levantó una mano.
—Por favor, Arkady. ¿Es posible continuar esta conversación sin hacer continuas referencias al sexo?
—Pero ¿por qué? Todo está relacionado con el sexo. Es la pulsión humana más poderosa de todas.
Nick suspiró.
—Tantos años en América han acabado estropeándote —continuó Arkady, señalándolo con el puro—. Pareces un cura remilgado. Recuerda cómo eras antes, Blackdown. ¿Te habrías negado a hablar conmigo de mujeres? ¿Me habrías dicho: «Me da vergüenza hablar contigo de mujeres»? No. Lord Blackdown habría dicho: «Arkady, somos amigos. Bebamos coñac, fumemos puros y hablemos de mujeres».
—Pero no estamos hablando de mujeres, sino de detener el tiempo. Aún no estoy muy seguro de qué tiene que ver todo esto con una lechera.
Arkady se levantó de la butaca y miró fijamente a Nick desde la perspectiva que le confería su altura.
—Esta habilidad tiene mucho que ver con la sensualidad. Es cálida. Hacer que el tiempo se detenga a tu antojo es como acariciar a una mujer hermosa y sentir cómo se rinde.
Nick se arrellanó en su butaca.
—Está bien —dijo—. Aquí yo no soy más que un alumno.
No podía creer que aquel hombre fuera el marido de Alice Gacoki. Sin embargo, en los pocos días que llevaba conviviendo con ellos, había descubierto que en privado Alice era una mujer muy distinta de la regidora fría y controladora que él conocía. No le dejaban salir de la casa («Mientras sea posible, tienes que seguir obedeciendo las reglas del Gremio»), de modo que todos los días comían los tres juntos. Alice era una cocinera peculiar. Solía recitar poesía inglesa o cantar en kikuyu mientras se movía por la cocina. De vez en cuando, también le gustaba escuchar Los Archer, el culebrón radiofónico de la BBC, en el viejo aparato de radio que descansaba sobre el alféizar de la ventana, aunque eso significara ahuyentar a Nick de la cocina. Además era una jugadora de póquer implacable y una gran bebedora. Coqueteaba continuamente con su marido y él, a su vez, veneraba a su bella y poderosa mujer. Nick comprendía al fin por qué Arkady no solía asistir a los actos oficiales del Gremio y, cuando lo hacía, se mantenía en un segundo plano, en silencio y con aire misterioso. El ruso era un hombre incorregible.
—Esta vez, cierra los ojos, Blackdown —le dijo Arkady, colocándose junto a su butaca—. Voy a detener el tiempo. Intenta sentirlo.
Nick cerró los ojos. La habitación estaba en silencio, excepto por el crujido de la madera que ardía en la chimenea. Llevaban toda la tarde repitiendo el mismo proceso una y otra vez, y Nick aún no había conseguido sentir nada. En el intervalo de tiempo que iba entre un segundo y el siguiente, Arkady aparecía al otro lado de la estancia como por arte de magia, o movía de sitio el puro de Nick, o alimentaba el fuego de la chimenea hasta hacerlo rugir. Pero esa vez Nick ni siquiera lo intentó. Dejó que su mente retrocediera hasta la voluptuosa imagen de la lechera y la escena que no le había contado a Arkady. Al inclinarse para rascarse el tobillo, la joven había descubierto a Nick mirándola con la boca abierta, pero en lugar de gritar o de taparse el pecho, simplemente le había sonreído. «Hola», le dijo. Luego se incorporó y se volvió a tapar con el pañuelo, tomándose su tiempo en el proceso. Nick nunca supo si la chica había utilizado su belleza conscientemente para atormentarlo o si no había visto en él más que a un niño inocente. La cuestión era que la escena del pañuelo había alimentado los sueños de Nick durante años. La joven se había tomado su tiempo sujetando la tela al corpiño, recolocándola, asegurándose de que estuviera perfecta. El proceso había sido infinitamente más erótico que cuando se lo había quitado, quizá porque esta vez ella era consciente de que estaba siendo observada. De pronto, se dio la vuelta y desapareció, dejando a Nick solo y cambiado para siempre, una persona totalmente distinta del niño que se había refugiado en la lechería en busca de un escondite.
—¿Nick?
Nick suspiró y abrió los ojos.
—¿Qué es diferente? —preguntó, mirando a su alrededor.
—Mira el fuego.
No se movía, como si fuera una fotografía.
—Levántate, Nick. Estás en un instante detenido en el tiempo, conmigo.
Nick se levantó lentamente. A su alrededor, la quietud era absoluta. El reloj se había detenido. Las cortinas, mecidas por una suave brisa, parecían congeladas. Abajo, en la calle, los coches circulaban como siempre, pero en aquel salón el tiempo no solo se había detenido, sino que era como si no existiera. Arkady sonreía con gesto triunfal y algo más, una especie de orgullo de maestro.
—¿Qué has sentido? Cuéntamelo.
De pronto, Nick se echó a reír a carcajadas, con tanta intensidad que tuvo que volver a sentarse en su butaca.
—Arkady, maldito truhán. Estaba pensando en sexo.