Julia estaba sentada con expresión ausente, y Bertrand y Nick se hallaban los dos de pie, uno apoyado en la repisa de la chimenea y el otro con los brazos cruzados sobre el pecho. De Leo no había ni rastro. El conde Lebedev (su abuelo, aunque Julia se negaba a admitir aquella realidad más de un segundo seguido) la estaba observando con un desagrado más que evidente.
—Supongo que creo en su inocencia —dijo—, pero aquel día había alguien más en el castillo Dar, Nick. Un ofan.
—Le aseguro, Arkady —intervino Bertrand—, que seguiremos investigando. Puede dejarlo en nuestras manos y regresar a casa con Alice.
Arkady frunció el ceño. Julia podía sentir su frustración, pero no levantó la mirada. La última hora había sido un auténtico calvario. Fingir. Así que eso era lo que se sentía al esconder la verdad; una verdad, esta vez sí, conocida. Estaba tensa y le faltaba el aliento, porque comprendía lo que estaba ocultando, lo mucho que se estaban jugando.
Lebedev la había cosido a preguntas y más preguntas sin piedad, y ella había respondido como lo que se suponía que era, una joven sobreprotegida y confundida al saberse el blanco de tantas atenciones. Aquel día en Londres había huido de él porque le daban miedo los fantasmas. No sabía nada de cuartos secretos ni de mirillas. ¿Una mirilla no era un tipo de galleta? Su pregunta le había arrancado una carcajada al conde y, por un momento, Julia creyó que se libraría fácilmente.
Pero entonces Arkady la había sometido a la prueba definitiva. Había detenido el tiempo y, supuestamente, también a ella.
Había estado practicando durante los tres días de trayecto desde el granero medieval en el que habían pasado la primera noche. Abandonaron el carruaje allí, vendieron los caballos que sobraban y cabalgaron hacia el oeste, durmiendo al raso como bandoleros. En cada parada aprovechaban para practicar. Cualquiera de los tres congelaba el tiempo y Julia tenía que conseguir congelarse a sí misma. Era algo aterrador, una sensación cercana a la muerte, como si el tiempo sencillamente se terminara. No lo consiguió hasta el segundo día por la tarde, en algún lugar cerca de Sherborne. Cuando recuperó la conciencia, Leo y Bertrand se estaban felicitando y Nick la miraba fijamente, blanco como una sábana. En cuanto vio que parpadeaba, la abrazó con fuerza y la besó. Luego se apartó de ella, se puso bien los puños de la camisa y la felicitó con un tono de voz forzado y poco natural.
Los ofan le aseguraron que aquello era un signo más de lo poderoso que era su don, que podía entrar y salir del río como ella quisiera. Practicaron una y otra vez hasta que Julia dominó la técnica por completo.
Así pues, en cuanto sintió que el ruso ralentizaba el tiempo, se dejó arrastrar por él, sintió que perdía la conciencia y se perdía en la nada.
Cuando volvió en sí, Lebedev se estaba poniendo los guantes. Nick le enseñó tres dedos disimuladamente, que significaba que había estado inconsciente durante media hora mientras hablaban de ella. Por suerte, había pasado la prueba; el conde creía su versión y estaba convencido de que no era más que otra joven tonta y consentida del condado de Devon, donde llovía seis de cada siete días.
Julia reprimió las ganas de levantarse y ponerse a bailar por toda la estancia, y permaneció inmóvil, con la misma sonrisa insípida pegada en la cara. Había engañado a Lebedev. Casi era libre.
—Señorita Percy.
Julia levantó la mirada y se encontró con los ojos azules del conde Lebedev llenos de lágrimas. La fuerza de sus sentimientos, de su dolor, la golpeó como una potente ráfaga de viento.
—¿Su abuelo alguna vez…? —Las lágrimas se derramaron mejillas abajo—. ¿Alguna vez le habló de una joven brillante? ¿Una joven con unas habilidades increíbles? Fue su maestro, hace mucho mucho tiempo. Ella no se parecía en nada a usted. Era…
Ni siquiera fue consciente de lo que estaba haciendo. Se puso de pie, movida por el dolor que el conde sentía por su hija muerta, por la madre de Julia, y dejó que la abrazara y sollozara con la cara enterrada en su pelo. Podía sentir su dolor hasta en el último centímetro de su cuerpo. Las lágrimas de Lebedev le caían en la frente y en las sienes, y se mezclaban con las suyas. Se estaba transformando en aquel hombre que respondía al nombre de Arkady, el padre de su madre, que había perdido a su hija y ya nunca volvería a estar completo. Cuando por fin se separó de ella, disculpándose y enjugándose las lágrimas, Julia salió corriendo de la estancia y cerró la puerta tras de sí de un golpe. Apoyó la espalda contra la fría superficie e intentó recuperar el aliento. Todavía podía sentir la presencia del conde al otro lado de la puerta, aferrado a su alma.
Alguien la cogió de la mano. Era Leo, que estaba escuchando detrás de la puerta.
—Cógete a mí —le susurró—. ¡Cógete a mí!
Julia lo miró sin verlo realmente, y se sujetó primero a su mano y luego a sus hombros. ¡Ahora era a Leo a quien sentía! Aquel terrible dolor que se escondía en su interior… Julia se dejó caer de rodillas al suelo, aterrorizada.
—¡No! —exclamó él, y la ayudó a levantarse—. Basta, Julia. No intentes entrar en mí. Busca en tu interior. Encuentra algo a lo que aferrarte. Busca en tu interior.
Julia cerró los ojos, respiró profundamente y concentró toda la atención en sí misma. Los brazos de Leo, que al principio parecía que la sujetaban directamente del alma, eran ahora como un andamio en el que apoyarse. Podía oír el latido de su propio corazón ralentizándose y también la frecuencia de su respiración. La atracción que la arrastraba hacia el interior del salón parecía cada vez más lejana, hasta que, de repente, desapareció.
Levantó la mirada. Leo se apartó, sonrió y se llevó un dedo a los labios.
—Chis. Ya ha pasado todo —le susurró—. Estás bien.
—Sí. —Julia también susurraba—. ¡He sentido tus emociones!
Leo asintió.
—Y yo he sentido que entrabas en las mías.
—¿Es parte del poder? —preguntó ella.
—No, no tiene nada que ver con tu don.
—Pero… puedo forzar mis sentimientos en otras personas. Lo hice una vez con el conde Lebedev y otra con Jemison. Puedo hacer que otros sientan lo mismo que yo. ¿Tú también sabes hacerlo?
—No. —Leo frunció el ceño—. Nadie puede. Excepto…
Leo frunció los labios y dejó la frase a medias.
—¿Excepto quién? Dímelo.
—El señor Mibbs.
—Pero… ¿qué significa eso? —susurró Julia.
Leo bajó la mirada al suelo y luego la volvió a levantar. Cogió la mano de Julia y la apretó.
—Eso tendremos que descubrirlo.
Estaba lloviendo. Leo y Bertrand estaban jugando a los dados, y Bertrand iba ganando. Leo no dejaba de parlotear sin descanso. Los dados eran un juego muy interesante. Era algo complejo… y aún podía serlo más. ¿No pensaba así Bertrand? A Leo le recordaba a un juego pocumtuk para cuya maestría se necesitaba toda una vida de práctica. ¿Quizá Bertrand querría aprender a jugar? Se jugaba con piedras en lugar de dados, pero bastaba con imaginar que se tenía una piedra en la mano…
Bertrand le ordenó que hiciera el favor de callarse.
Julia estaba sentada junto a la ventana mirando a través del cristal. Estaba un poco desanimada. Había pasado un día desde que Arkady se había marchado, y Nick y Julia no habían tenido ni un solo momento para estar a solas. Y encima ahora estaba lloviendo.
De pronto, Nick se levantó y, desperezándose, anunció que iba a dar un paseo hasta el castillo Dar. La lluvia no le importaba. ¿A alguien le apetecía ir con él? Y miró directamente a Julia.
—A mí —dijo Leo desde la mesa de juegos—. De todas formas, estoy perdiendo.
—Usted no va a ningún sitio. —Bertrand le pasó los dados—. Seguirá apostando su fortuna conmigo.
—Pero me apetece salir de casa.
—Tire los dados.
Leo miró a Nick y luego a Julia.
—¡Oh! —exclamó—. Ya veo. Está bien. Veo tus diez, maldito francés.
Y tiró los dados con la práctica de quien lo ha hecho un millón de veces.