—Julia no es un experimento. Es un ser humano.
¿Nick había dicho su nombre? Julia abrió los ojos. Estaba oscuro y en algún punto a su izquierda ardía una hoguera. Seguía tumbada sobre la pila de heno, en el granero. Alguien había encendido un fuego, justo en el centro del edificio. Tenía que haber un agujero para el humo en el tejado, pensó Julia, casi como si estuviera soñando. Podía sentir una suave brisa, pero estaba tan cómoda… Todavía le pesaba la cabeza, y le dolía, pero mucho menos que antes.
Nick y sus amigos estaban sentados alrededor del fuego, hablando. Julia podía ver la cara de Nick con toda claridad. Se había afeitado y parecía él otra vez, aunque tenía el pelo alborotado y la camisa abierta en el cuello. Su amigo, el hombre atractivo, estaba a su lado; al tercero no podía verlo porque estaba sentado de espaldas a ella, su silueta recortada sobre las llamas. Parecía una reunión agradable y Julia pensó en unirse a ella, pero cuando levantó la cabeza, sintió un dolor agudo y la volvió a bajar.
—Por supuesto que no es un experimento. —El rostro del francés parecía extrañamente distante y vacío de emociones, pero su voz transmitía frustración, como si no fuera la primera vez que explicaba aquello—. Al menos, no creemos que deba ser tratada como tal. Somos de la opinión de que deberíamos enseñarle a utilizar su don, a ella, a ti y a cualquiera que sea capaz de saltar en el tiempo.
—Llevo semanas escuchando lo mismo, pero nadie dice cómo se llevaría a cabo esa formación —protestó Nick—. ¿Cuándo empezaría?
—Su tutora es Alva, Nick. Debería aprender de ella.
El tal Bertrand posó la mirada en Nick.
—¿A eso se refería cuando me dijo que la convirtiera en mi amante? ¿A que le pidiera que fuese mi tutora? Discúlpeme por el malentendido. En mi mundo las putas y las maestras no son lo mismo.
Julia abrió los ojos como platos, sorprendida. Nick estaba furioso. ¿Le habían dicho que se hiciera amante de la señorita Blomgren? ¿Quién? ¿El apuesto pero frío francés? No tenía sentido.
—El sexo no era más que una tapadera, Davenant, para engañar a Arkady y a los demás. Podía acostarse con Alva o no hacerlo, según les apeteciera a los dos. ¿No se da cuenta de que lo que orquestamos en Fleet Street fue un doble engaño? Tenía que fingir que espiaba para el Gremio, cuando en realidad debía visitar a Alva para que lo instruyera en la manipulación del tiempo. —Una mueca de impaciencia ensombreció el hermoso rostro del francés, pero enseguida la reprimió—. Su orgullo no me interesa, Nick, ni es asunto mío. Me preocupa un problema mucho más importante. Ese problema se llama Julia Percy y está allí tumbada, por suerte aún con vida. Si usted está impaciente por empezar con su formación, imagine lo que debe de ser para ella. Usted sabe que quiere aprender más, pero ella ni siquiera es consciente de que su supuesto abuelo la tuvo engañada todos estos años. Desde que era una niña, la estuvo observando, intentando averiguar cómo hacía lo que hacía. Tan pequeña y con un don tan increíble. Pero en cuanto a iniciarla en los misterios de su increíble don… —El francés clavó la mirada en el fuego—. Bueno, digamos que prefirió mantenerla al margen, ignorante e inerte como una piedra. Siempre respetaré a Ignatius Percy. Fue un gran ofan y un gran maestro, pero lo que hizo es imperdonable.
Julia escuchaba con atención; el corazón le latía desbocado. ¿Su supuesto abuelo? ¿La había engañado? ¿Siempre había sabido que tenía un poder, que era capaz de manipular el tiempo? Pero si no había sido capaz de hacerlo hasta después de su muerte. La primera vez había sido el día en que evitó que Eamon le cortara el cuello. Siempre lo hacía el abuelo. Siempre. Y, de todas formas, ¿por qué era tan importante su don? Los tres hombres parecían formar parte de un grupo llamado ofan. También ellos tenían el poder de jugar con el tiempo. ¿Por qué el suyo era tan especial?
A la luz del fuego, el rostro de Nick parecía preocupado.
—Si hubiera sabido todo lo que sé ahora sobre Julia, no habría dudado en contárselo —dijo—. Desde el minuto uno, la primera vez que nos volvimos a ver. Le habría explicado hasta el último detalle y creedme cuando os digo que no había muchos detalles que contar. —Miró a sus amigos—. Entiendo que también estéis preocupados por Julia. Estáis preocupados porque creéis que es el talismán, pero yo la conozco. Lo que siento por Julia es…
De pronto, se quedó en silencio y bajó la mirada hasta sus manos.
Sus dos compañeros permanecieron callados, esperando a que continuara, pero no lo hizo.
Rodeada por aquel silencio ensordecedor, Julia sintió que algo pesado dejaba de oprimirle el pecho, algo que ni siquiera sabía que estaba cargando hasta que desapareció. Y no era por Nick; era por los tres. Sabían que ella era el talismán, sabían que estaba en peligro, eran sus amigos. Podía dejar de fingir.
El hombre que había permanecido en silencio hasta entonces habló. Su acento sonaba mecánico, pero melódico al mismo tiempo.
—Con el entrenamiento adecuado, debería ser capaz de ocultar su don con pericia en lugar de con ignorancia. Le contaremos la verdad sobre sí misma y el peligro que corre, tanto por parte del Gremio como del señor Mibbs. Averiguaremos en qué consisten exactamente sus poderes, pero será ella quien nos lo cuente. Luego le enseñaremos a actuar como si no fuera verdad. En cierto modo, seguiremos con la política de ocultación total de Ignatz, pero con una diferencia básica: Julia sabrá que está ocultando algo. Sabrá qué es exactamente lo que está ocultando y cómo hacerlo.
—Ayer por la noche, antes de salir de Londres, Alva dijo algo así —recordó Nick—. Algo sobre encontrar la manera de fingir.
—Sí, fue idea de Alva.
Pero Julia ya no estaba prestando atención. Tenía la mirada clavada en el humo que salía de la hoguera y que iba ascendiendo lentamente hacia la oscuridad que se ocultaba tras las vigas del techo. Estaba entre amigos. Ya no tenía que guardar el secreto. Pero el abuelo… Cerró los ojos y se enfrentó a sus miedos. Ya no tenía sentido ignorar la verdad. Su abuelo le había negado saber más sobre sí misma. Le había mentido. Durante toda su vida. Todo ese tiempo había sido capaz de manipular el tiempo. Desde que era una niña. Sabía que los hombres que se sentaban alrededor de la hoguera tenían razón; podía sentirlo en la punta de los dedos, a lo largo de la columna, incluso en la raíz del cabello. Los conocimientos estaban ahí, a su disposición, seguramente porque siempre habían estado ahí. Era como ellos, pero más poderosa. Era el talismán, pero no porque hiciera más fuerte a su abuelo, sino porque era fuerte por sí misma. Y el conde se lo había ocultado.
Había detenido el tiempo antes de su muerte, ahora era consciente de ello, y de pronto sentía que siempre lo había sabido, pero que la certeza se había mantenido fuera de su alcance, como un sueño que uno acaba de olvidar. Ocurría cuando estaba enfadada o tenía miedo, cuando sus emociones eran especialmente intensas. Había sido ella quien había detenido a Eamon y a sus caballos hacía tantísimos años, cuando solo tenía cuatro. Lo había vuelto a hacer cada una de las veces que lo disfrazaban para reírse de él. Ahora lo recordaba, cómo la hacía rabiar y ella respondía mirándolo fijamente. La sangre le zumbaba en los oídos y Eamon permanecía inmóvil bajo su atenta mirada. En cada una de aquellas ocasiones, su abuelo estaba allí, preparado para fingir que había sido él quien había congelado a Eamon solo por diversión.
Y luego estaban los últimos minutos de su vida. El abuelo había acelerado el tiempo para morir antes de que Eamon llegara, aunque en realidad no había sido él. Estaba demasiado débil, agonizando, y la había animado a hacerlo. Julia recordaba a su abuelo concentrando toda la atención en el polvo, cómo había sentido su poder mientras las motas flotaban suspendidas en el aire. Sin embargo, no había sido el poder de su abuelo el que había sentido, sino el suyo propio, acelerando la muerte de su único ser querido. De pronto, se le llenaron los ojos de lágrimas y se derramaron mejillas abajo. En los últimos segundos de su vida, su abuelo la había usado y le había ocultado la verdad. La había manipulado para que lo matara, para acabar él con su propia vida. ¿Cuál era la diferencia? Ninguna.
Su querido abuelo. Julia sintió que caía, que se precipitaba al fondo de un pozo de ira y rabia contenidas, un pozo cubierto por una gruesa capa de dolor en forma de escarcha.
Era imperdonable, tal como había dicho Bertrand.
Y, sin embargo, al tiempo que las lágrimas rodaban por sus mejillas, su calidez y su sabor salado la devolvieron a la realidad. La carne y sus errores, el amor y sus límites. El viejo granero la rodeaba y sus enormes bloques de piedra reflejaban la luz titilante de la hoguera. Julia respiró el olor de la madera quemada, del heno, de las gallinas… el olor del ahora. Por debajo del momento presente, podía sentir los engranajes del tiempo, las estaciones que se habían sucedido en aquel lugar año tras año, las cosechas remontándose cada vez más atrás… Suspiró y subió de nuevo a la superficie que era el presente. Estaba en un viejo granero, acompañada de tres hombres que se definían como ofan. En los últimos instantes de su vida, su abuelo le había dado las claves que necesitaba. Le había dicho que fingiera y que, al final, acabaría siendo ofan.
Quizá había compartido con ella el conocimiento justo para protegerla y para que, llegado el momento, pudiera salvarse a sí misma. Tal vez la confianza y las claves sugeridas eran más poderosas que las instrucciones. El conde no le había dicho quién era, no la había preparado para la verdad. Y Julia se daba cuenta ahora de que, en realidad, le había hecho un regalo de valor incalculable. No le había dicho quién era, no había dictado los términos y límites de su vida. Había preferido que fuera ella quien lo hiciera.
Julia abrió los ojos. De pronto, tenía la cabeza más despejada y el dolor había desaparecido.
—De todas formas, usted es el regidor de esta época —estaba diciendo Nick—. ¿Por qué no puede terminar con esto? ¿Por qué no puede decirles a Arkady y a los demás que dejen en paz a Julia?
—Podría hacerlo y lo haré —respondió Bertrand—, pero Julia tiene que estar dispuesta, al menos al principio, a fingir que no es nadie importante. Tenemos que enseñarle a resistir las pruebas. Arkady está tras la pista y el señor Mibbs podría volver en cualquier momento, en cuanto descubra que Jemison no es más que un Natural especialmente valiente. Por el bien de todos, Julia debe aprender a fingir.
—Pobre Julia —dijo Nick—. Conocer la verdad después de tanto tiempo e inmediatamente tener que ocultarla.
Se hizo el silencio alrededor de la hoguera. Un tronco se asentó y envió una nube de chispas hacia el techo. Fuera, un búho ululaba.
Julia habló.
—Estoy despierta —dijo.
Y siguió despierta, toda la noche, mientras los demás dormían. Al alba, bajo las primeras luces del día, descubrió que el tejado del granero no solo tenía un agujero, sino que faltaba la mitad y que las enormes vigas que lo cruzaban solo sostenían un trozo de cielo teñido de rosa. No se había movido en toda la noche, acurrucada bajo las mantas y sobre un lecho de paja. Los cuatro viajeros se había repartido en círculo alrededor de la hoguera, y Nick había dormido a sus pies. En algún momento de la noche, Nick había deslizado una mano bajo las mantas y se había cogido a su pie desnudo. Habían dormido así el resto de la noche, como si Julia fuese una cometa y él sujetara el hilo para que no se escapara, arrastrada por las corrientes de aire.
Se miró las manos y el anillo de cobre que ahora llevaba en el meñique de la mano izquierda. El anillo de su madre… pero no de la madre que siempre había creído tener. Una madre y un padre desconocido, y un nuevo abuelo… un abuelo ruso que le resultaba aterrador y al que odiaba. Un abuelo que quería matarla. Giró el anillo hasta que el ojo dentro del círculo fue visible. Lo había fabricado otro antepasado suyo al otro lado del océano, alguien en quien jamás había pensado, cuando los europeos ni siquiera sabían que la Tierra es redonda o que medio mundo se encontraba hacia el oeste, más allá del horizonte.
Medio mundo.
Julia cerró los ojos. Su antepasado era p’urhé… Ni siquiera era capaz de recordar el país en el que había vivido, pero su existencia significaba que Julia no era la hija legítima ni la descendiente de un conde. De hecho, ni siquiera pertenecía al siglo XIX. Su madre había sido una mujer, según las palabras de Bertrand, poseedora de un valor fuera de lo común y una inteligencia sin igual, la misma mujer que había visto en el extraño retrato que Eamon le había enseñado y a la que había llamado mulata. Significaba que Julia había nacido en el futuro, en un futuro terrible, y que su madre había muerto probablemente para salvarla de él, no sin antes depositarla en las manos de su querido y brillante maestro, Ignatz Vogelstein, conde de Darchester… Su abuelo. Julia cerró los puños ante aquella palabra. «Abuelo». ¿Cuánto sabía Ignatz Vogelstein? ¿Qué le había ocultado?
Los cuatro se habían quedado hablando hasta tarde, alimentando el fuego con leña fresca para mantenerse calientes. Julia había pasado esas horas tumbada entre las piernas de Nick, arropada entre sus brazos y con la cabeza apoyada sobre su pecho. Había descubierto cosas terribles, pero también muy reveladoras, porque para ella hacer preguntas y recibir respuestas era algo completamente nuevo.
Le explicaron qué eran el Gremio y el Río del Tiempo, y cómo se podía saltar en ambas direcciones a lo largo de su curso. Descubrió qué hacía el Gremio y qué aspiraban a hacer los ofan, qué había ocurrido con el señor Mibbs y con Jem Jemison, y Nick le dijo que tenía que aprender a saltar para ir tras su compañero de armas. Bertrand comentó que aquello era ridículo, y Nick le espetó que no había discusión posible al respecto.
Dedicaron buena parte del tiempo a hablar de la infancia de Julia y, entre los cuatro, reconstruyeron los trucos de su abuelo para ocultarle su poder. Ella les explicó lo que era capaz de hacer y todos se mostraron muy sorprendidos. Por lo visto, su don era más especial de lo que habían imaginado. Hasta entonces, tanto el Gremio como los ofan creían que era imposible acelerar o hacer retroceder el tiempo sobre sí mismo, algo que Julia ya había hecho, sin entrenamiento y sin haber saltado ni una sola vez.
Se lo hicieron repetir varias veces: el día en que había hecho retroceder el tiempo sentada a la mesa con su primo y este había vuelto a la silla retrocediendo sobre sus propios pasos; o aquella otra vez, en el lecho de muerte de su abuelo, en la que él había acelerado el tiempo… no, ella había acelerado el tiempo para precipitar la muerte de su abuelo y evitarle así la presencia incómoda de Eamon. Se ofreció a hacerles una demostración allí mismo, pero al intentarlo empezó a dolerle la cabeza, así que decidieron dejarlo para otro momento y concentrarse en trazar un plan que le permitiera fingir que no era más que una simple muchacha, sin ninguna relación con el talismán o con los ofan. Una Natural. Bertrand la miró con sus hermosos ojos verdes y le advirtió de que se preparara para absorber una gran cantidad de conocimientos, y en muy poco tiempo. Aprovecharían los días de trayecto hasta Blackdown para decidir un plan y enseñarle todo lo que tenía que saber.
Al final, Bertrand anunció que ya habían hablado suficiente sobre temas serios, que ahora tocaba celebrarlo. Si no recordaba mal, llevaba una botella de vino en las alforjas. Hubo vítores y luego la botella pasó de mano en mano. Nick y Leo rememoraron algunas de sus aventuras en la escuela del Gremio, en Sudamérica, entre ellas su triunfo en un concurso de canciones de algo llamado «los ochenta». Por lo visto, habían vencido gracias a una canción titulada «Islands in the Stream». Julia quería escucharla y no tuvo que insistir mucho para que Nick y Leo se levantaran y la cantaran. Estaba convencida de que tendría una letra subida de tono, pero resultó ser muy bonita, con una melodía y un ritmo muy inteligentes. Por desgracia, Bertrand parecía decidido a ahogar las voces de los cantantes con sus gruñidos y sus risas. Quizá era por la forma de cantar de la pareja, inclinados hacia delante, con un puño a la altura de la boca y sin dejar de mirarse a los ojos. Cuando terminaron, le pidieron a Julia que cantara algo y ella, sin pararse a pensar lo que hacía, se entregó a una interpretación fuera de tono de «Gude Wallace». Al principio, su público escuchó en silencio, pero Julia siempre había sido incapaz de cantar sin desafinar, por lo que Nick y Leo no tardaron mucho en taparse los oídos. Después de tres estrofas, Bertrand se apiadó de ella y se le unió. Tenía una voz potente y muy hermosa, dulce como la miel, y con alguien a quien seguir Julia también mejoró notablemente. Cuando se apagaron las últimas notas, Julia se acomodó de nuevo entre los brazos de Nick, los demás regresaron a sus puestos alrededor del fuego y todos observaron las llamas en silencio, inmersos en sus propios pensamientos.
—¿El señor Mibbs quiere llevarme con él al otro lado de la Empalizada?
Julia lanzó la pregunta al aire y sintió una marea de emociones contradictorias: miedo, tristeza, esperanza e ira.
—No lo sabemos —respondió Leo, pasados unos segundos.
—¿No lo sabéis o es tu forma de decir: «No tomes prestados los problemas del mañana»?
—«No tomes prestados los problemas del mañana» —murmuró Bertrand—. Ignatz lo decía a diario.
—Sí, a diario —asintió Julia, y se dio cuenta de que su voz escondía una nota de amargura.
—Tiene todo el derecho del mundo a odiarlo por todo lo que le ocultó —dijo Bertrand—. A mí también me enfurece, pero no puedo olvidar que asimismo fue un gran hombre. Me salvó la vida y luego me enseñó a vivirla.
—Hábleme de él. —Julia se inclinó hacia Bertrand—. De Ignatz, no de Ignatius.
Bertrand también se inclinó hacia ella, de modo que, en cierta manera, aquella era una conversación solo para ellos dos.
—Tiene usted muchas cosas de él, Julia Percy, sobre todo teniendo en cuenta que no les unía ningún vínculo de sangre.
—Tengo su genio —dijo Julia.
Bertrand sonrió.
—Eso es un regalo y una maldición.
—Lo sé.
El francés removió los troncos que ardían en la hoguera.
—Ignatius Percy era el segundo hijo del conde de Darchester. Saltó cuando tenía diecinueve años, durante la masacre de Devil’s Hole. Por lo visto, tenía a los guerreros seneca detrás y las cataratas del Niágara delante. Todo muy dramático.
A Leo se le escapó una carcajada.
—No fue una masacre —apuntó—, fue una batalla. Y el campo de batalla estaba a unos cinco kilómetros de las cataratas.
Bertrand inclinó la cabeza en dirección a Leo.
—Batalla —dijo, y se volvió hacia Julia con una sonrisa—. La verosimilitud de la historia es lo de menos, lo importante es que Ignatius saltó y apareció en el estado de Nueva York de 1930. El Gremio no detectó su presencia y él no tardó en contactar con los ofan, quienes le enseñaron cómo volver a su época. Su hermano mayor murió y él se convirtió en conde. Vivió a caballo entre su época natural y el Brasil de finales del siglo XX, donde trabajó con su anfitrión ofan de aquel entonces. Sin embargo, viajó por todo el río. La primera vez que lo vi fue en la Inglaterra de 1530; por aquel entonces, Ignatius rondaba los veintiocho años. Más adelante tuve oportunidad de conocerlo mejor en Brasil, con cuarenta. Para mí, sin embargo, solo había una diferencia de dos años.
—¿Es de ahí de donde procedes? ¿Del siglo XVI?
Leo parecía ansioso por obtener una respuesta, pero Bertrand se limitó a mirarlo de reojo antes de centrarse de nuevo en Julia.
—Como iba diciendo, pasé algún tiempo con él en el Brasil del siglo XXI, que no es una buena época para los ofan. Es la era de la informática y el Gremio es especialmente poderoso. Resulta muy complicado escapar de sus tentáculos. Además, tras la desaparición de Eréndira, tu madre, más allá de la Empalizada, Ignatz se desmoronó. Era un hombre muy apasionado, dominado por sus deseos, sus amores y su dolor. Perdió el control completamente.
—¡Era de las cosas que más me gustaban de él! —Julia sintió el calor de la hoguera en la cara y se dio cuenta de que se había acercado aún más a Bertrand—. No se le ocurra decir que su apasionamiento era una de sus debilidades.
—Yo no he dicho eso. —La mirada de ojos verdes del francés actuó a modo de bálsamo y Julia retrocedió—. Hay muchos tipos de personas, Julia, muchos. ¿Cree que, como yo soy de una determinada manera, me permito el lujo de juzgar a los demás?
—No lo sé. No lo conozco.
—Nadie conoce realmente a Bertrand Penture —intervino Leo—. ¿Ofan o Gremio? ¿Amigo o enemigo? ¿Hombre o máquina? ¿Cuáles son sus orígenes? ¿En qué cree?
Los ojos de Bertrand no se apartaron ni un segundo de los de Julia. Había dicho que Ignatz le enseñó a vivir. A ella su abuelo le había enseñado a vivir de espaldas a la vida. Los dos habían aprendido lecciones muy diferentes del mismo hombre. Ambos lo querían y ambos sentían la enormidad de su traición. Pero por mucho que tuvieran en común, por mucho que le hubiera visto reír e incluso hubiera cantado con él, no había nada en el hermoso rostro de Bertrand que le sugiriera que podía ser su amigo. Julia se sabía afortunada de estar entre los brazos de Nick, de tener sus piernas a ambos lados. Afortunada por la forma en que sus respiraciones se acoplaban.
—La visión de Ignatz era realmente hermosa —continuó Bertrand—. Una comunidad de ofan trabajando juntos para aprender más sobre el poder de viajar en el tiempo, para atravesar la Empalizada y estudiar sus secretos. Pero no pudo seguir adelante. Alva y yo estamos trabajando para establecer una comunidad similar aquí, en la Inglaterra de 1815. Las catacumbas de Alva debajo de Soho Square son conocidas en todo el río como un lugar de tránsito seguro, pero precisamente por eso, porque son conocidas tanto por los ofan como por los miembros del Gremio, no podemos establecernos allí. Soy el regidor del Gremio, lo cual me permite ocultar nuestras actividades, pero si queremos expandirnos, necesitamos una propiedad. —Sus ojos reflejaron la luz que emitía la hoguera—. Una muy concreta.
Por un momento, se hizo el silencio, únicamente interrumpido por la suave música cristalina del fuego, que empezaba a apagarse.
Una propiedad. Julia pensó en el castillo Dar. El hogar que tanto había amado… y donde se había perpetrado el engaño. Recordó la piedra de su abuelo que representaba el contorno de un pájaro. Su vida solo había sido eso, la representación del castillo Dar, una copia fiel al original, pero vacía de contenido.
En medio de la nada, alrededor de una hoguera, en un granero con el techo roto: aquel era el lugar en el que por fin había despertado. Allí, en ese sitio, en ese momento, por fin era consciente de lo que podía hacer y de quién era.
—¿El castillo Dar me pertenece? —preguntó, rompiendo el silencio—. Eamon está muerto. ¿O es que mi abuelo tampoco se tomó la molestia de adoptarme?
Bertrand sonrió.
—Es usted muy inteligente, Julia. Como su madre. Ignatius invirtió mucho esfuerzo y energía en intentar desheredar a Eamon para poder convertir el castillo Dar en una fortaleza ofan. Por desgracia, no lo consiguió, lo cual significa que, con la muerte de su primo, la propiedad pasa a usted, la nieta del conde. No tuvo necesidad de adoptarla porque desde el primer momento se aseguró de que usted fuera su nieta ante los ojos de la ley. Falsificó documentos que supuestamente demostraban que su hijo se casó con una escocesa. Por si le interesa, la boda de su padre y el nacimiento de su primera hija legítima fueron registrados en una pequeña iglesia de Prestonpans. A todos los efectos, usted es la única heredera de lord Percy.
—Y el castillo Dar es mío.
Bertrand asintió.
—En ese caso, se lo vendo. —En cuanto dijo las palabras, sintió que se quitaba un último peso de encima—. No lo quiero.
Bertrand le sonrió.
—Gracias, Julia, pero no es el castillo Dar lo que necesitamos. —Julia vio al francés levantar la mirada hasta encontrar los ojos de Nick—. Es la mansión Falcott.
Julia sintió que el cuerpo de Nick se tensaba alrededor del suyo.
—¿Cómo dice? —preguntó Nick con un hilo de voz—. Me ha parecido que me estaba pidiendo mi casa.
—Eso es —respondió el francés—. La mansión Falcott es perfecta para nuestras necesidades.
—Julia le acaba de ofrecer el castillo Dar. Es el doble de grande que la casa Falcott.
—No importa. Necesitamos su casa y ninguna otra.
—¿Por qué?
Bertrand miró a Nick, un tanto molesto.
—Eso no es asunto suyo. Deme Blackdown, Davenant.
El cuerpo de Nick se relajó, pero no hasta el extremo de no mostrar interés.
—Le recomiendo un documento cuya lectura encontrará muy interesante, Penture —dijo, con una sonrisa en los labios—. Se llama Carta Magna y fue diseñada precisamente para impedir que un rey advenedizo pudiera exigir las tierras de sus lores.
—Pero yo no soy rey —replicó Bertrand—. Y, desde una perspectiva ofan, usted tampoco es lord.
—Ah, pero ese es el problema —dijo Nick, sin poder contener ya la risa—. Si yo no soy lord, Blackdown deja de pertenecerme. La hacienda está unida al marquesado, así que, si yo dejo de ser marqués, tampoco puedo cedérsela exactamente por el mismo motivo. Yo solo soy el usufructuario temporal del título, que pasará a mi primogénito, si es que algún día ese pobre niño llega a existir. Y si lord Blackdown muere sin heredero, las tierras pasan a mi hermana Clare. Créame, conozco sus planes para la propiedad y no tienen nada que ver con los ofan. —Nick levantó las manos en alto con las palmas hacia arriba—. Ya ve, no tengo nada, regidor. Soy un hombre pudiente pero sin posibles.
Bertrand lo miró fijamente desde el otro lado de la hoguera, bajo la atenta mirada de Julia. Saltaba a la vista que algo lo consumía por dentro. ¿Era rabia lo que le torcía el gesto o era…?
Bertrand echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada. Su rostro, siempre severo, era ahora el de un rufián sonriente.
—¡Es usted más listo de lo que aparenta, Nick Davenant! —Miró a Julia y sonrió—. Acepto su oferta, Julia Percy —le dijo—. Tendremos que conformarnos con la segunda mejor opción y comprar el castillo Dar por… ¿quince mil libras?
—Que sean veinticinco mil.
—Hecho.
Julia sintió que Nick la abrazaba con fuerza. Se dio la vuelta para sonreírle y fue recibida con un beso en los labios. Bertrand, por su parte, se tumbó de nuevo en el suelo, sin dejar de negar con la cabeza.
—«El cielo mismo rige con amor el orden de las cosas —recitó, dirigiéndose a la oscuridad—. El dinero compra bienes, las mujeres son asunto del destino».
—Por el amor de Dios, Bertrand —exclamó Leo—, ¿de verdad es necesario echarle un jarro de agua fría encima a cualquier emoción humana?