Era como si tuviera el cráneo roto y el resto del cuerpo hecho añicos. El ruido era tan ensordecedor que no podía ni pensar y, cuando levantó la mano para tocarse la cabeza, sintió náuseas.
Un brazo la ayudó a incorporarse; de pronto, se oyeron unos golpes, como si alguien llamara a la puerta. El ruido ensordecedor se fue apagando lentamente, y también el continuo bamboleo. Julia abrió los ojos a una oscuridad casi completa, pero incluso la ausencia de luz le provocó un pinchazo insoportable. Volvió a cerrar los ojos. Algo olía a rancio, a moho y a cerrado, tan fuerte que volvió a sentir náuseas.
Se abrió la puerta y alguien la levantó en volandas y la sacó al exterior. El aire frío le provocó un dolor agudo en la cabeza que rápidamente desapareció. Respiró una bocanada de aire limpio, intentó abrir los ojos, se inclinó hacia delante y vomitó. Alguien le limpio la cara con un gesto brusco y le acercó una botella a los labios.
—Bebe.
Eamon. Era la voz de Eamon. Julia intentó recordar, incluso mientras bebía el horrible coñac templado que le habían puesto en los labios. ¿Por qué estaba con Eamon? Lo último que recordaba era a sí misma caminando por la calle, huyendo de alguien… ¿De quién? ¿De Eamon? No podía ser… Alguien la perseguía, alguien siniestro… De pronto, la cabeza empezó a darle vueltas y sintió que un remolino de oscuridad la engullía. Dio vueltas y más vueltas, hasta que en el centro del remolino vio una carita de nariz respingona rodeada de púas… un erizo. El animal abrió la boca y le dijo, con la voz de su abuelo: «Finge».
Contramaestre ya no era el caballo joven de antaño y Nick tampoco estaba tan en forma como lo había estado en España, la última vez que había tenido que montar campo a través durante horas. En cuanto a Jemison, su caballo apenas era capaz de mantener el galope unos minutos, y muy de vez en cuando. Así pues, tres horas más tarde, seguían montados a lomos de sus respectivas monturas, avanzando tranquilamente en lugar de galopar ventre à terre al rescate. Por suerte, Eamon no llevaba monturas frescas (según monsieur LeCrue, los caballos ya iban cubiertos de sudor antes incluso de partir y, a aquellas horas de la noche, no le resultaría fácil encontrar quien se los cambiara), así que los pobres animales, además de con su propio cansancio, cargaban con el peso de un viejo carruaje, de un cochero, de una joven y de un conde grande, corpulento y muy muy loco.
Ah. Nick y Jemison redujeron la marcha. Un poco más adelante, un carruaje se había detenido al margen del camino, desierto en ambas direcciones. Desde donde estaba, Nick no podía ver los caballos que tiraban de él, pero sí a dos personas de pie junto al carruaje. Entornó los ojos y trató de fijar la mirada. Era una noche muy oscura y, a pesar de la luna, no conseguía distinguir nada más.
La figura más grande estaba subiendo a la más pequeña de nuevo al carruaje. Tenían que ser ellos. Nick sonrió. La pequeña estaba de pie, lo cual significaba que Julia estaba viva, aunque la otra la había levantado en volandas. Quizá Eamon le había administrado algún tipo de droga, el muy canalla. Sería complicado marcharse de allí con una mujer drogada montada en la silla. Nick y Jemison hablaron entre susurros y decidieron que, si los caballos no estaban totalmente agotados, abandonarían a Eamon en la cuneta y le robarían el carruaje entero.
Aprovecharon para comprobar las pistolas mientras el carruaje maniobraba para volver al camino. Luego esperaron en silencio.
El carruaje partió a buen ritmo, lo cual significaba que Eamon había conseguido encontrar un recambio para los caballos, a pesar de la hora.
—Se lo robaremos —dijo Nick—. Usted adelante al carruaje y deténgalo; yo esperaré detrás y me encargaré de sacar a Eamon.
Jemison estaba de pie sobre los estribos, estirando las piernas.
—¡Maldita sea, me duele el trasero! ¿Cómo pudimos recorrer España de punta a punta sin una sola queja?
Nick sonrió.
—¿Tiene las pistolas preparadas?
—Sí.
Jemison se sentó de nuevo en la silla y chasqueó la lengua para arrear a su montura. Era un animal muy llamativo, cubierto de manchas negras sobre un fondo blanco; difícilmente el caballo de un asaltador de caminos. Sin embargo, debían conformarse con lo que tenían. Nick lo vio dirigirse hacia un lateral del camino, cubierto de hierba, y trotar en silencio, ganándole terreno poco a poco al pesado carruaje.
Cuando Jemison llegó a la altura de su objetivo, Nick arreó su montura y salió tras él. Vio a su compañero tirar de las riendas y levantar la pistola; no gritó para detener a los caballos, pero estos se detuvieron igualmente, momento que Nick aprovechó para acercarse a la puerta y golpearla varias veces con el puño.
—¡Eamon! ¡Muéstrese!
Eamon sacó la cabeza por la ventana; su boca estaba abierta de par en par.
—Bonita noche —dijo Nick—. Baje del carruaje cuanto antes y deje a Julia dentro.
Los ojos de Eamon amenazaban con desprenderse de sus cuencas.
—¡Antes muerto! —Desapareció por la ventanilla y se oyó su voz estridente gritando—: ¡Reanude la marcha!
Pero el cochero no hizo nada. Nick levantó la mirada y vio que Jemison todavía tenía al pobre hombre encañonado.
—¡Eamon! —exclamó, y llamó de nuevo a la puerta—. Salga ahora mismo. Somos dos y estamos armados…
La puerta se abrió con tanta violencia que Contramaestre retrocedió asustado y se levantó sobre las patas traseras. Nick sujetó las riendas con una mano mientras que con la otra sostenía la pistola. Eamon se había apeado del carruaje agitando dos pistolas en el aire, una en cada mano.
—¡Déjeme! —gritó—. ¡Déjeme o juro por Dios que le disparo aquí mismo!
Contramaestre bajó las patas delanteras al suelo, pero siguió haciendo cabriolas. Nick intentó controlarlo tirando de las riendas, al tiempo que con la otra mano amartillaba la pistola. De pronto, vio que Eamon levantaba una de las suyas y le apuntaba directamente a la cabeza.
—¡Déjeme en paz!
Clavó el talón de la bota en el flanco de Contramaestre y el caballo dio un salto hacia delante justo en el preciso instante en que la pistola de Eamon estallaba. Oyó la bala pasar junto a su oreja; se volvió sobre la silla y apuntó a Eamon mientras este levantaba la otra pistola.
Las dos armas se dispararon al mismo tiempo y el aire se llenó de chispas y de humo. Contramaestre relinchó y Nick sintió el pánico del animal, pero aun así lo obligó a girar describiendo un círculo y dirigirse hacia el carruaje; Eamon estaba tirado en el suelo con una bala incrustada en el pecho.
Nick saltó al suelo y se quedó junto a su caballo hasta que este se tranquilizó. Solo entonces aseguró las riendas a la manilla de la puerta del carruaje y bajó la mirada hacia Eamon.
Estaba estirado boca arriba, agonizando, con una mano revoloteando sobre su pecho como una mariposa y los ojos vidriosos bajo la escasa luz que proyectaba la luna.
Nick pasó por encima de él y se montó en el carruaje. Julia estaba allí, inconsciente, estirada sobre los asientos como una muñeca rota. Pero respiraba. Le palpó la cabeza buscando el punto en el que Eamon le había propinado el porrazo. Allí estaba, un bulto alarmante.
Le acunó la cabeza un instante entre sus brazos, odiando profundamente la forma en que se balanceaba de un lado a otro. Buscó el pulso en el cuello: era fuerte y constante. Por un momento, hundió la cara en su cabello y respiró su delicioso aroma. Todo iba a salir bien.
Se aseguró de que estuviera cómoda en el asiento y se bajó del carruaje.
Eamon permanecía inmóvil y en silencio, con la mirada perdida por encima de la cabeza de Nick, en el cielo. De entre sus dedos brotaba sangre. Jemison, el cochero y los caballos que tiraban del carruaje también estaban en silencio; el único sonido lo hacía Contramaestre al masticar ruidosamente la hierba que crecía en los márgenes del camino.
—Estoy acabado —susurró Eamon pasado un momento.
—Sí —asintió Nick con brusquedad—, eso parece.
—Nunca descubriré el secreto. Ella sabía de qué se trataba. Lo sabía…
—El talismán no es para usted, Eamon. No habría podido utilizarlo.
—El ruso vino a casa y luego se marchó —dijo Eamon; su voz había recuperado un poco de fuerza—. Lo seguí, sabía que iba a por Julia y Julia es mía. Fui a casa de la amante del viejo para encontrar su dirección. Y allí estaba Julia, caminando por la calle. Voy a casarme con ella y me dirá…
Se desplomó de nuevo sobre el suelo, con la boca abierta y sin comprender por qué salía toda aquella sangre entre sus dedos.
—Se está muriendo —le recordó Nick, esta vez con un tono de voz más compasivo—. Necesito saber si tiene una última voluntad, un mensaje que quiere que entregue en su nombre.
No obstante, Eamon se estaba ahogando, y la sangre no dejaba de brotar de la herida. Nick se apartó e inclinó la cabeza; no quería que la última visión del conde fuese la cara de su asesino.
Tras el último estertor de Eamon, Nick se dirigió hacia la cabecera del carruaje. Jemison aún tenía la pistola levantada y encañonaba al cochero.
—Ha muerto —le dijo—. Se ha terminado.
Pero Jemison no se movió. Los caballos parecían esculpidos en piedra.
Nick sintió que se le erizaba el vello de la nuca y levantó la mirada lentamente hacia el hombre que ocupaba el pescante. Tenía la mirada perdida a lo lejos, pero cuando volvió la cara y los hombros, su rostro, ancho y pálido, se materializó ante sus ojos como las velas de un barco fantasma.
Era el señor Mibbs.
Nick levantó la otra pistola y disparó, pero la bola de plomo se detuvo a quince centímetros de la nariz de Mibbs y permaneció allí un instante, suspendida frente al rostro inexpresivo de su némesis. De pronto, Mibbs levantó una mano y la cogió del aire. La examinó, la mordió y se la lanzó a Nick, que la atrapó en pleno vuelo. Era como la mitad de la bellota de grande y mucho más pesada. Nick la dejó caer al suelo y permaneció inmóvil, desarmado y extrañamente tranquilo, mientras su adversario se bajaba del carruaje.
Mibbs llevaba un ridículo abrigo de cochero, pretencioso y con muchas capas superpuestas, y un sombrero demasiado pequeño y alto. El color de ambas prendas era difícil de distinguir bajo la luz de la luna, pero parecía una especie de amarillo o naranja brillante. Los botones eran del tamaño de platos.
—¿Puedo preguntarte —dijo Nick— por la dirección de tu sastre? Tu estilo es ¿cómo lo diría? Interesante.
Mibbs dio un paso al frente sin apartar la mirada de Nick, que enseguida volvió a sentir aquella insoportable desesperación… Se aferró a la imagen de Julia en el carruaje, de la bellota descansando en el fondo de su bolsillo, pero podía sentir el poder de Mibbs arrastrándolo como la resaca.
—Estoy buscando a un bebé —dijo Mibbs.
Hablaba con un acento americano genérico, suave y confiado, casi amistoso. Sus ojos, sin embargo, empujaban a Nick hacia atrás, hacia el fondo… De pronto, perdió la concentración y parpadeó; Mibbs se acercó aún más y levantó una mano para tocarlo…
Con un esfuerzo titánico, Nick se lanzó sobre él y ambos cayeron al suelo. Mibbs se quedó sin respiración; el aire salió de sus pulmones como un grito ahogado. Nick sintió su aliento en la cara y, de repente, se dio cuenta de que los caballos habían vuelto a la vida.
—¡La bolsa o la vida! —gritó Jemison.
Mibbs, con la cara roja por el esfuerzo, se retorció debajo de Nick como una serpiente. El marqués le puso las manos alrededor de la garganta y le gritó a su compañero:
—¡Le ha congelado en el tiempo! ¡Sujete a los caballos y, haga lo que haga, no mire a este hombre a los ojos!
En cuanto vio que Jemison saltaba de su caballo, concentró toda la atención nuevamente en Mibbs.
Estaba completamente inmóvil entre sus manos, sin intención de luchar por su vida. Parecía más el espectro de una serpiente que un hombre; mientras Nick arrancaba la poca vida que quedaba en aquel cuerpo flácido, sus ojos lo observaban con la misma inexpresiva desesperación que Nick había visto en ellos cada vez que Mibbs se había cruzado en su camino.
Entonces abrió las manos y cogió aire como si el estrangulado fuera él.
—¿Dónde está el bebé? —insistió Mibbs, sin intentar levantarse del suelo, sin ningún cambio en su comportamiento, como si nada hubiera pasado, como si Nick no acabara de tratar de aplastarle la tráquea.
—No hay ningún bebé —respondió Nick, llevándose una mano a la garganta.
Mibbs levantó una mano y le acarició la cara con gesto paternal.
—¿Quién es el talismán, amigo? ¿Es la chica del carruaje? Está inconsciente. No he podido acceder a sus emociones.
—El talismán no existe —susurró Nick, a pesar de que sentía una necesidad cada vez más imperiosa de decir la verdad.
Nick sabía que lo que estaba experimentando eran en realidad los sentimientos de Mibbs, porque sus propias emociones le pedían a gritos propinarle un buen puñetazo en la cara. En vez de eso, era incapaz de recordar nada que no fuera la verdad: Julia era el talismán.
—Dímelo, amigo —insistió Mibbs, y Nick abrió la boca, dispuesto a decir no sabía qué.
Sin embargo, fue la voz de Jemison la que se oyó.
—Yo soy el talismán. Yo soy el bebé que busca, pero ya crecido.