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El enorme avión sobrevoló Londres, giró en un ángulo de 180 ºC y siguió la línea del Támesis. Nick podía ver bajo la tenue luz del amanecer la Isla de los Perros cubierta de enormes edificios de cristal, el New Globe, la catedral de San Pablo blanca y resplandeciente, el London Eye, el palacio de Westminster, la Battersea Power Station… Siguió el serpentear del río, antiguo y conocido, a través de las nuevas urbanizaciones, Kensington, Wimbledon, la gigantesca extensión de la City. Volvía a Inglaterra, rompiendo una de las reglas cardinales del Gremio por orden expresa de la regidora Gacoki en persona. Llevaba consigo unas cuantas mudas, un pasaporte azul de Estados Unidos y, guardado en el bolsillo interior de la chaqueta, el citatorio directo. No pensaba quedarse mucho tiempo.

La regidora le estaba esperando en la terminal de llegadas con Arkady Altukhov, su enigmático y más bien reservado esposo.

—Es todo un honor, regidora Gacoki —dijo Nick en cuanto tuvo los fríos dedos de la regidora entre los suyos.

La última vez que le había estrechado la mano había sido en el mercado de pescado de Santiago de Chile. Leo estaba con él. A Nick le dio sensación de velocidad, como si se precipitara de espaldas al vacío. Habían pasado casi diez años desde entonces. ¿Dónde estaría su brillante amigo pocumtuk? ¿Qué aspecto tendría ahora con treinta años? ¿Estaría muerto? Nick recordó aquella última noche, la discusión que habían mantenido en el coche. Se había comportado como un cabezota y un estúpido, pero seguro que Leo se lo habría perdonado; si estuviera vivo, habría encontrado la manera de retomar el contacto. ¿Y qué demonios estaba haciendo, dándole la mano a la mujer que quizá había ordenado la muerte de su amigo Leo?

—Gracias por venir —dijo Alice, como si el citatorio directo fuera una invitación para una fiesta—. Y, por favor, tutéame. Ya conoces a Arkady… —continuó, señalando al hombre que esperaba a su lado.

El marido de la regidora le dio la mano como si aquello fuera un concurso de fuerza. Era un hombre ruso alto, con el cabello cano y, en general, bastante parco en palabras. Nick lo conocía de vista de las convenciones, pero nunca había hablado con él y no sabía nada de su vida.

—Bienvenido de nuevo a Inglaterra, señor Davenant —lo saludó Altukhov con un acento muy pronunciado.

Alice observó la bolsa de lona y cuero que colgaba del hombro de Nick y luego lo miró de arriba abajo.

—¿Solo has traído eso?

Nick le dio unas palmaditas a la bolsa y contempló el continuo ir y venir de pasajeros que se arremolinaban a su alrededor.

—No tengo intención de quedarme.

A Arkady se le escapó la risa, pero Alice se cogió del brazo de Nick y lo guió hacia la escalera.

—Tenemos mucho de que hablar. Ven. ¿Alguna vez has montado en helicóptero?

Miró a Nick con una sonrisa en los labios, como si él fuese un niño y ella lo llevara a montar en poni por primera vez.

A Nick la experiencia le pareció emocionante. Sobrevolaron la ciudad zumbando como una avispa, con las orejas cubiertas por unos enormes cascos y observando las calles, el tráfico y la gente que correteaba por debajo de ellos. Ahora todo aquello le parecía normal: los coches, los autobuses, las mujeres vestidas con pantalones, las luces eléctricas y los edificios altos. El helicóptero descendió y se posó suavemente sobre la azotea de un edificio del South Bank, y en cuestión de minutos se vio subiendo en un ascensor con Alice hacia lo alto del rascacielos conocido como The Shard. Arkady había desaparecido.

Cuando las puertas del ascensor finalmente se abrieron, Nick se encontró en una amplia zona de recepción con las paredes de mármol blanco y los suelos negros del mismo material. En el centro se erigía una mesa enorme, ocupada por un joven muy atractivo.

—Hola, Badr —lo saludó Alice—. Agua para mí, por favor, y una pinta de cerveza para Nick.

—Pero si aún es muy pronto —protestó Nick.

—Ah, pero quiero verte tomar tu primera cerveza inglesa después de tanto tiempo. Siempre procuramos que sean de elaboración artesanal, de grifo. Cuidamos mucho las condiciones de almacenaje. Creo que hoy toca la Old Peculier de Theakston, ¿verdad, Badr?

El joven asintió con una sonrisa en los labios, pero Nick rechazó la oferta sacudiendo lentamente la cabeza.

—No, gracias.

—Acéptala, aunque solo sea para hacerme feliz. ¿Cuántos años hace que no la pruebas? ¿Diez?

—Trece. Pasé tres años en España antes de saltar en el tiempo, ¿recuerdas?

—Ah, sí. España. Trece años. Seguro que no te quedarás con las ganas por una cuestión sin importancia como la hora del día.

Nick no pudo reprimir una sonrisa ante aquel intento absurdo de manipular su voluntad, y todo para conseguir que se tomara una cerveza.

—Que sea media pinta, por favor.

Badr asintió y desapareció por una puerta. Alice guió a Nick por un largo pasillo hasta una enorme sala de reuniones, cuyo centro estaba dominado por una gran mesa rodeada de sillas. Sobre la mesa, había un jarrón de cristal con no menos de cincuenta tulipanes blancos cuya función era aliviar la sobriedad corporativa de aquel espacio pero que, en realidad, no hacían más que alimentarla. Una de las paredes de la sala era toda de cristal. Nick se acercó a ella y contempló en silencio la ciudad que se extendía a sus pies.

Badr reapareció con el vaso de agua para la regidora y media pinta de una cerveza de aspecto inmejorable para él. Nick la probó; estaba deliciosa. De hecho, en toda su vida no había probado nada más rico que aquella media pinta.

—¿La cerveza ha mejorado en los últimos dos siglos?

—Han mejorado muchas cosas. Por favor, ponte cómodo, Nick. Y gracias, Badr, eso es todo.

El joven los dejó a solas. Nick se sentó y la regidora hizo lo propio en la primera silla de uno de los lados largos de la mesa.

—El Gremio es más de lo que tú conoces.

—Ah. —Nick permitió que una leve nota de sarcasmo tiñera su voz—. ¿Quieres decir que es más de lo que les contamos a los niños? ¿Más que un club social para pijos?

Alice no pudo reprimir una tímida sonrisa.

—Mucho más.

Nick tomó un trago de cerveza mientras observaba a la regidora. Al parecer, estaba esperando a que él dijera algo, así que decidió tomar el control de aquella situación tan extraña.

—¿Qué hago aquí? ¿En Londres, ni más ni menos, donde se supone que tenía prohibido venir?

—Dame la mano —dijo Alice, ofreciéndole la suya.

Llevaba el mismo anillo que le había visto en Chile, el de la piedra amarilla en el centro. Alice le cogió la mano, le dio la vuelta y observó detenidamente las líneas que recorrían la palma.

—¿Me vas a leer el futuro?

Ella sonrió y trazó la de la vida con una uña corta y de manicura impecable. Nick sintió un escalofrío que le subía por el brazo hasta la base del cráneo.

—El tiempo —dijo la regidora finalmente— es como un río. Fluye en una única dirección. —Posó la yema del dedo en la intersección entre la línea del corazón y la del destino—. ¿O quizá no?

—Te estoy perdiendo el respeto por momentos, Alice. ¿Qué será lo siguiente? ¿Me sacarás una bola de cristal?

Nick sentía que el dedo de la regidora se había detenido en la encrucijada de su vida.

—Esta mano ha hecho muchas cosas.

—¿Puedes ver el pasado escrito en las líneas?

—No —respondió ella, y le golpeó dos veces con la punta del dedo en el centro de la palma—. No sé casi nada de quiromancia, pero sí de ti. —Le soltó la mano y se acomodó en su silla—. Y sé cosas porque, como regidora del Gremio, tengo más información a mi alcance de la que puedes imaginar. Además, resulta que se me da bien leer a la gente y tú llevas tu pasado escrito en la cara y por todo el cuerpo. Como hacemos todos.

—Cuando dices que he hecho muchas cosas con las manos, ¿te refieres a matar?

—Has matado, ¿verdad? En España.

—Sí.

—Pero también has hecho muchas otras cosas.

Nick levantó su vaso.

—He bebido —dijo.

Alice asintió.

—Y has hecho el amor.

Tomó otro trago de cerveza. No tenía intención de responder a aquella pregunta.

—Has escrito cartas y las has sellado con ese anillo.

Nick observó su anillo. El emblema de su familia brillaba bajo el sol de la mañana.

—¿De qué estamos hablando realmente, Alice? ¿Por qué me habéis hecho venir? ¿Queréis que me convierta en una especie de sicario?

—¿Crees que el Gremio tiene sicarios a sueldo?

—Pues claro que sí. —Pensó en Meg y en Leo—. No me trates como a un niño.

Alice suspiró y miró por encima del hombro de Nick como si allí hubiera algo que le llamara la atención. Por un momento, sus ojos parecieron extrañamente vacíos, ausentes, hasta que de pronto volvieron a posarse sobre los de él.

—Mira afuera, Nick —le dijo.

Él levantó la mirada y ahogó una exclamación de sorpresa. El cielo era distinto. El sol estaba más alto y se veían algunas nubes donde antes no había ninguna. Parecía una hora más tarde. Nick examinó la habitación a su alrededor. Sobre la mesa, junto al jarrón, descansaba un pétalo de tulipán que antes no había estado allí.

—¿Qué me has hecho? —preguntó, levantándose de repente de la silla. Bajó la mirada hasta su media pinta de cerveza, la levantó y la olió. Desprendía el olor soso y apagado de las bebidas que han reposado demasiado—. ¡Maldita sea! Con lo mucho que la estaba disfrutando.

Alice se recostó en su silla y sonrió.

—Yo paro el tiempo y tú te preocupas por una cerveza.

—¿Que has parado el tiempo? ¿Qué quieres decir con eso? ¿Se puede saber qué demonios quieres decir con eso?

—Siéntate, Nick.

Obedeció. Tenía ganas de vomitar, pero apretó los dientes y miró a la regidora, a la espera de una explicación. Ella se inclinó sobre la mesa y empujó la media pinta de cerveza mesa abajo.

—He parado el tiempo —repitió, y esta vez su voz sonaba más tajante, más profesional—, aunque solo en esta sala y solo para ti. Durante casi una hora. He aprovechado para hacer varias cosas durante ese tiempo: he escrito unos correos electrónicos, he hecho una llamada. Luego he reiniciado el tiempo y a ti con él. Es algo parecido a darle al botón de pausa en un iPod y luego al de reproducción.

—Pero… creía…

Nick no supo cómo continuar. Sabía, incluso antes de terminar la frase, que gran parte de las cosas en las que creía hacía un momento, hacía una hora como mucho, estaban a punto de revelarse como un montón de tonterías a cuál más infantil.

—Creías lo que el Gremio quiso en su momento que creyeras —dijo Alice—. Que habías viajado en el tiempo hace diez años y que eso era todo. Pero ahora, Nick, el Gremio te ha concedido el Nivel Uno de seguridad. Te necesitamos y necesitamos que sepas un poco más.

Nick tragó saliva.

—¿Por qué yo?

Alice agitó la mano en el aire como si intentara espantar a un mosquito.

—Ahora no te preocupes por eso. Te necesitamos por varias razones que tienen que ver con tu pasado; pero, para que nos seas de utilidad, antes tienes que saber más cosas sobre el Gremio, sobre ti mismo y sobre lo que eres capaz de hacer. Descubrirás cosas que podrían afectarte o ponerte furioso.

—Creo que podré soportarlo —le espetó Nick con cierta brusquedad—. Por el amor de Dios, si he viajado doscientos años hacia el futuro y he rehecho mi vida desde los cimientos.

La regidora recogió una gota de agua que se deslizaba por el lateral de su vaso y dibujó una línea ondulada sobre la mesa.

—Tienes toda la razón, y además lo has hecho admirablemente. —Levantó la mirada—. ¿Recuerdas la primera regla del Gremio? ¿Y la segunda?

—No hay retorno.

—Exacto, esa es la primera y también la segunda regla del Gremio. Pero las reglas… —Guardó silencio un instante—. ¿Cómo es eso que dicen? Que están para saltárselas.

La regidora le sonrió, esperando que comprendiera lo que intentaba decirle.

Nick le devolvió la mirada. De pronto, se dio cuenta de que no quería saber nada de lo que Alice acababa de revelarle. Cuando finalmente se decidió a hablar, lo hizo poco a poco, casi en voz baja, para evitar ponerse a gritar.

—Me habéis traído a Londres, rompiendo la segunda regla del Gremio, para decirme que la primera también es una patraña.

—En pocas palabras, sí. —Alice sonrió ante su propia ocurrencia—. A menos que sea al revés. Yo siempre he pensado que la primera regla se refiere al espacio y la segunda al tiempo, aunque supongo que el orden de los factores no altera el resultado.

Nick la miró fijamente, sin oír lo que decía.

—Entonces, sí se puede volver atrás en el tiempo —dijo finalmente, cuando la voz de Alice se desvaneció.

—Sí.

De pronto, Nick perdió los nervios y dijo muchas cosas de las que en el futuro no se sentiría orgulloso. Hubo muchas palabrotas y el jarrón de tulipanes acabó estampado contra la ventana.

Unos minutos más tarde, Nick estaba de pie junto a la ventana, contemplando la ciudad y tratando de recuperar la compostura. Cuando por fin se dio la vuelta, Alice estaba escribiendo un mensaje en su iPhone.

—¿Qué me vais a hacer?

La regidora dejó de escribir, esperó hasta escuchar el sonido que anunciaba que el mensaje había sido enviado y luego levantó la mirada.

—No te vamos a hacer nada. Esto no es más que una invitación. ¿No te gustaría volver a ver a tu madre? ¿Y a tus hermanas?

—Están muertas.

Nick se percató de la amargura que desprendía su voz. Aquella mujer que le doblaba la edad acababa de atravesarle el corazón con un hierro ardiendo. Llevaba diez años viviendo al límite del tiempo, diez años llorando la pérdida de su familia, enfadado consigo mismo, culpándose de lo sucedido y odiándose.

—Están muertas ahora —dijo Alice—, pero no en el pasado. ¿Me estás diciendo que no quieres volver a verlas?

—Maldita seas.

Nick cerró los ojos y apretó los puños con rabia.

—Esto es algo positivo, Nick —insistió Alice con una sonrisa en los labios—. Te estoy diciendo que puedes volver al pasado.