39

—Querida.

Julia levantó la mirada, sorprendida. Parecía que habían pasado horas desde que había visto matar a dos personas a escasos metros de ella, desde que había perdido a Jem Jemison entre la multitud que abarrotaba Berkeley Square, desde que se había sumergido a ciegas en la maraña de calles de Soho con la esperanza de encontrar Soho Square ella sola. Al principio, había avanzado con la masa que regresaba a su barrio, pero rápidamente se habían ido dispersando para volver a sus casas, dejando las calles desiertas a su paso. Ahora el anciano de aspecto amable al que había decidido seguir con la esperanza de que la guiara hasta algún lugar seguro se había dado la vuelta y le dirigía la palabra.

—¿Señor?

Julia intentó mostrarse segura de sí misma.

El anciano era un hombre menudo y delgado, mucho mayor de lo que a Julia le había parecido en un primer momento. Tenía la piel arrugada y los ojos hundidos.

—¿Por qué me sigue? He recorrido las mismas calles dos veces para ponerla a prueba. ¿Es que pretende robarme? Le aseguro que no tengo dinero —dijo el anciano, con una sonrisa franca en los labios.

—Oh, no, señor. Lo siento. Me he perdido, ¿sabe? E intentaba parecer más segura de mí misma, por eso le seguía. He pensado que, si parecía que iba con usted, nadie me molestaría.

El anciano inclinó la cabeza hacia atrás y se echó a reír, una risa joven que no se correspondía con su apariencia frágil.

—Eso tiene gracia. Como si yo pudiera defender a una pulga. Y dígame, querida, ¿adónde intenta ir una joven bien vestida como usted a estas horas de la noche? Haré todo lo que pueda por ayudarla.

—A Soho… Soho Square —respondió Julia tartamudeando.

Él la observó muy serio.

—¿De veras? Está bien, la llevaré hasta allí. Venga, cójase de mi brazo.

Partieron cogidos del brazo por las calles de Londres. Mientras caminaban, el anciano le habló de lo mucho que se había degradado el barrio a lo largo de su vida. Se llamaba Roland LeCrue y, sí, su nombre delataba su origen francés. Hacía más de un siglo, su abuelo, un hugonote, había cambiado la Francia católica por la Inglaterra protestante y se había comprado una bonita casa en Soho, que por aquel entonces era un barrio francés. Monsieur LeCrue aún recordaba los días en que el francés era la lengua que más se hablaba en las calles, ¿se lo podía imaginar? Ahora, sin embargo, él era el único francés que quedaba. Los aristócratas que vivían en Soho Square cuando él era un niño habían vendido sus propiedades y se habían mudado, y ahora el barrio era un lugar sucio y decadente.

—Son tiempos difíciles —dijo, mientras clavaba su bastón en una pila de harapos y sacudía lentamente la cabeza—. Ahora una joven como usted debe recorrer estas calles temiendo por su vida. Todo cambia —dijo, y guardó silencio.

Julia le apretó el brazo.

—Nunca he temido por mi vida —le aseguró—. Y usted me está ayudando mucho. Es un auténtico cavalier. Gracias, monsieur. Merci.

Plus ça change, plus c’est la même chose. —El anciano le dio unas palmaditas en la mejilla—. Que las jóvenes como usted encuentren siempre la ayuda y el respeto que desean. Y mire. Ya hemos llegado. Soho Square. —Extendió sus escuálidos brazos—. Voilà.

Julia se volvió hacia él y le ofreció la mano.

—Le doy las gracias desde el fondo de mi corazón.

Monsieur LeCrue le estrechó la mano mientras le dedicaba una mirada inquisitiva.

—Ah, pero no quiere que la acompañe hasta la puerta, ¿verdad? ¿No quiere que vea en qué casa entra? —El anciano asintió—. No importa, querida. Lo entiendo. Y no la juzgo. Que Dios la bendiga.

Hizo una pequeña reverencia algo anticuada y se marchó.

Julia observó la plaza. ¿Qué casa era? Siguió la fila de mansiones desparejadas hasta que vio la fachada amarilla. Sí. Frente a la puerta, esperaba un carruaje grande y antiguo tirado por cuatro caballos sudorosos. Parecía que acababan de llegar de un viaje largo y difícil, y ahora por fin podían descansar. Julia esperaba que el final de su historia fuese igualmente feliz.

Respiró profundamente y se preparó para suplicarle cobijo a la amante de su amante.

Nick y Solvig estaban en el corazón de Soho. El animal iba arrastrando a su amo por todas las calles del barrio; parecía que había encontrado un rastro, pero Nick empezaba a perder la esperanza de que fuese el de Julia. Podía estar en cualquier sitio. La ciudad, que la noche anterior le había parecido tan pequeña e insignificante desde Highgate Hill, ahora era como la madriguera interminable de un conejo. Julia podía estar en cualquier estancia de cualquier casa, en cualquier calle ruidosa. Podía estar viva, muerta, agonizando, sufriendo o asustada…

Apartó aquellos pensamientos de la cabeza y se concentró en Solvig. Se abría paso entre la suciedad con el hocico, sin dejar de gruñir para darse ánimos a sí misma. De vez en cuando, miraba a Nick y luego retomaba la búsqueda. ¿No habían pasado ya por aquel cruce?

—Milord.

Una mano se posó sobre su hombro y Nick se dio la vuelta, tirando de la correa de Solvig para que se detuviera.

—¡Jemison!

El hombre estaba demacrado.

—Está buscando a la señorita Percy —le dijo.

—¿Cómo lo sabe?

Jemison miró a Nick de arriba abajo.

—¿Qué ha votado, milord?

—En contra.

—Ah. —Frunció el ceño y asintió—. Su hermana se alegrará.

Nick lo cogió por el brazo.

—Si me tiene alguna estima por el tiempo que compartimos como soldados, por favor, dígame qué sabe de Julia.

—La he visto. En Berkeley Square. Estaba entre la gente, ataviada únicamente con un fino vestido negro. Me ha contado algo sobre que tenía que huir. Le he dicho que se quedara a mi lado, que yo la ayudaría, pero justo entonces se han oído los disparos…

—Sí, los dos muertos.

—Asesinados por hombres de escarlata —dijo Jemison—. Al oír el primer disparo, me he puesto delante de la señorita Percy y le he dicho que se agarrara a mi cinturón; la muchedumbre volvía sobre sus pasos y nos empujaban hacia atrás. Entonces se ha oído el segundo disparo y he sentido que la gente nos separaba. Me he dado la vuelta y he visto que la señorita Percy estaba corriendo, que no podía hacer otra cosa, empujada por la primera oleada de gente. He intentado seguirla, pero ha desaparecido por una de las calles que dan a la plaza, en dirección a Soho. Llevo buscándola desde que la muchedumbre se ha dispersado.

Nick no pudo evitarlo. Cogió la mano de Jemison y la estrechó con fuerza.

—¡Gracias!

Jemison apartó la mano de la de Nick y retrocedió.

—No lo hago por usted. Y ahora que sé que también la está buscando, es mejor que nos separemos. Hay gente que me necesita.

Le dio la espalda y se dispuso a alejarse de allí.

—¡No, Jemison! —Nick habló sin pararse a pensar lo que decía—. Los dos de Berkeley Square están muertos. Yo… Julia necesita su ayuda.

Por un momento, pareció que Jemison se quedaría allí inmóvil, de espaldas a Nick, pero entonces se dio la vuelta.

—Me pregunto si sabe qué más se ha muerto esta noche en esa plaza, además de los dos pobres desgraciados que han caído bajo las balas.

Nick dio un paso adelante. Era más alto que Jemison y más ancho de espaldas, pero sabía que su antiguo compañero de armas tenía una voluntad fuerte y dúctil como un látigo, y una habilidad inquebrantable para hacer siempre lo debido.

—Le necesito, Jemison —dijo Nick—. Tenemos que encontrar a Julia. No solo porque está en peligro… —¿Cómo explicarlo? Nick miró fijamente al hombre que le había visto desaparecer bajo la espalda del soldado francés—. Jemison —continuó—, quiero…

Jemison, con los ojos brillantes a pesar de la oscuridad, no dijo nada.

—Quiero explicarle lo que me pasó en Salamanca —dijo Nick, retomando sus palabras— y necesito que me crea.

—Soy un hombre racional. No creo en demonios.

—Cuando el dragón se abalanzó sobre mí, viajé en el tiempo hacia el futuro —le explicó Nick con un hilo de voz—. Doscientos años. Un grupo de… —Guardó silencio mientras buscaba las palabras adecuadas—. Un grupo de aristócratas de todas las épocas controlan el flujo del tiempo como si fuera dinero. Controlan quién puede viajar y quién no, incluso quién puede saber que el tiempo es maleable. ¿Me sigue?

Jemison parpadeó. La expresión de su rostro no había cambiado ni un ápice desde que Nick había empezado su increíble confesión.

—El propio curso de la historia está amenazado por un poder desconocido que emana del futuro. Y Julia…

Al llegar a aquel punto, Nick hizo una pausa.

Jemison dejó que su mirada se elevara por encima de los tejados hasta la luna, que cabalgaba, enigmática y plateada, en lo alto del cielo.

—Julia —dijo—. ¿Qué pasa con Julia?

Los ojos negros de Jemison se clavaron en los suyos, pero Nick no pudo leer nada en ellos.

—Julia también es capaz de manipular el tiempo —observó Nick—, pero está sola; ni siquiera sabe que yo también tengo ese don o que sé que ella lo tiene. Está huyendo de un hombre que espera encontrarla y quizá matarla. Por eso no podía volver a casa. La mano de Dios la ha arrancado de su lado esta noche y ha evitado que la llevara de vuelta a casa, a las garras del hombre que la estaba esperando. Tal vez sea una señal de que es una mujer con suerte. Tal vez no le haya pasado nada.

Jemison seguía callado, con las manos hundidas en los bolsillos del abrigo. Su rostro no mostraba ninguna emoción, ni amistosa ni hostil.

Solvig resopló, impaciente por retomar la búsqueda.

—No me cree —dijo Nick, y suspiró—. Está pensando que perdí la cordura en la guerra.

Jemison sonrió con la misma calma que si Nick acabara de describirle la teoría de la gravedad.

—Al contrario, milord. Le creo completamente.