La multitud esperaba a los lores a las puertas del Parlamento. Nick, que iba en el centro del grupo de aristócratas, vio a la gente acercarse a los que abrían la comitiva.
—¿Qué ha votado, milord?
Si el interpelado se negaba a responder o confesaba su voto positivo, la muchedumbre silbaba y abucheaba, pero le permitían pasar a través de la masa hostil sin hacerle un solo rasguño. Hasta que el duque de Kirklaw cometió el error de responder airadamente.
—¡He votado a favor de la Ley del Maíz y ustedes son un hatajo de salvajes!
La multitud lo levantó en volandas y se lo fueron pasando por encima de las cabezas. Con sus ropas blancas, negras y grises, y vociferando con la boca continuamente abierta, el duque parecía una caballa retorciéndose en lo alto de un montón de pescados muertos. Cuando por fin lo bajaron, su trasero aterrizó sobre un montón de excrementos de caballo, y tuvo que levantarse del suelo por sus propios medios. A su alrededor se hizo el silencio, hasta que por encima de las cabezas de los presentes estalló una carcajada rotunda y poderosa que procedía de la boca de un posadero de físico portentoso, cuya testa se elevaba por encima de las de todos los presentes y que llevaba el delantal cruzado en el pecho como si fuera una bandera. Otras carcajadas se unieron a las del posadero y las burlas se fueron extendiendo por todo el gentío allí congregado a la velocidad de la pólvora; de pronto, la ola de risas estalló contra el pecho de Nick, que lanzó su propia carcajada retumbando contra las paredes de la calle. Miró a su alrededor y vio que a los propios lores les estaba costando contenerse, e incluso la luna, mientras se encaramaba por el cielo aún iluminado por los últimos rayos del sol, estaba inclinada en un gracioso ángulo.
Cuando le tocó responder a Nick, anunció a la muchedumbre que él había votado en contra de la ley. Su respuesta fue recibida con vítores y consiguió abrirse paso a través de todos los presentes con la agilidad y la rapidez de una patata caliente. Cuando por fin emergió al otro lado de la turba, con la ropa arrugada y sin sombrero, se dirigió hacia Whitehall siguiendo el entramado de callejones y, desde allí, siguió hacia Pall Mall. Las paredes estaban cubiertas de efigies en tiza de Castlereagh y de Robinson ahorcados, o representaciones de la cabeza del segundo sobre una bandeja; de pronto, recordó que Robinson, el hombre que había introducido la Ley del Maíz en el Parlamento, vivía en Berkeley Square y aceleró el paso; pero al llegar a Pall Mall se encontró con otra extensión de la muchedumbre. Aquellos hombres y mujeres no estaban contentos; se alejaban de Mayfair con el rostro gris y la expresión seria.
—¿Qué ha pasado? —le preguntó Nick a un anciano.
—Dos muertos en Berkeley Square —respondió el hombre, repasando el atuendo desgarbado pero elegante de su interlocutor—. ¿Es usted noble?
—Sí, pero he votado en contra de la ley. ¿Quién ha muerto? Por favor, dígame qué ha pasado.
—Un joven y una viuda. Les han disparado esos malditos soldaditos de plomo desde las ventanas de la casa de John Robinson.
—¿Una mujer?
El hombre lo miró fijamente, mientras la muchedumbre no dejaba de pasar junto a ellos.
—¿Dice que ha votado en contra de la ley? Seguro que cree que eso lo convierte en un héroe. Bueno, pues respóndame a esto: ¿qué pasaría si conociera a esa mujer y la encontrara muerta en el suelo?
Se dio la vuelta y echó a andar.
—¡Espere! —Nick lo sujetó por el brazo—. Yo…
El hombre se quitó la mano de Nick de encima.
—Oh, no, milord. No se esfuerce, no hay nada que decir. Dos personas han muerto en Berkeley Square y el único bien que puede derivarse de esa tragedia es que la marea se vuelva contra usted y los de su calaña. Vuelva a casa corriendo con su mujer y sus hijos. Seguramente estarán temblando como ratones asustados bajo la mesa de caoba del comedor.
Nick se abrió paso a través de aquella marea humana dominado por un miedo incontenible. Cuando por fin llegó a Berkeley Square, vio que su casa estaba intacta. La plaza estaba casi vacía. La verja que rodeaba la casa de Robinson estaba doblada y rota por varios sitios, y los trozos tirados sobre la escalera de la entrada. Las puertas estaban abiertas de par en par y había restos de muebles rotos por toda la calle. Debajo de la ventana del salón se había reunido un grupo de gente, alrededor de dos formas que descansaban en el suelo; Nick podía ver el brazo de la mujer asomando por un extremo del abrigo con el que alguna alma caritativa la había tapado.
Inclinó la cabeza, pero el gesto de respeto estaba vacío de significado; solo se le ocurría pensar en que, gracias a Dios, Julia estaba a salvo en casa.
Smedley esperaba junto a la puerta para recoger el sombrero y la capa de su señor, pero no había sombrero que recoger, lo cual despertó la preocupación del mayordomo. ¿Se había comportado la turba con violencia? Smedley se alegró al escuchar que no. Quizá el señor se había dado cuenta ya de que Berkeley Square no había corrido la misma suerte. La muchedumbre de campesinos había ignorado la casa, pero la situación no había sido agradable. Por suerte, la señorita Percy ya se había retirado a su habitación cuando se produjeron los tiros y ni sus hermanas ni su madre habían llegado a presenciar la violencia; los jóvenes árboles de la plaza parecían plantados por manos de ángeles para evitar que tuvieran una buena visión de lo sucedido. Las señoritas y la señora habían seguido el ejemplo de la señorita Percy; todas las mujeres de la casa estaban en la cama. Por otro lado, al señor le alegraría saber que el conde Lebedev había regresado justo en el peor momento y que le estaba esperando en la biblioteca.
Nick consiguió quitarse al mayordomo de encima y se dirigió hacia la biblioteca. Cuando abrió la puerta, fue recibido por una nube de humo. Arkady estaba sentado en una de las sillas que había junto a la chimenea con un cigarrillo negro de filtro dorado colgando de los labios. No se levantó, ni siquiera miró a Nick ni respondió a su saludo. Alzó una mano con gesto lánguido y la dejó caer. Nick se encogió de hombros y se dirigió hacia el aparador para servirse una copa de coñac.
Solvig apareció por la puerta de la biblioteca y olisqueó el humo de la estancia, moviendo las cejas. Luego pasó al lado de Arkady sin ni siquiera mirarlo y se tumbó delante del fuego.
—Es un perro enorme —murmuró finalmente el conde, con el cigarrillo aún colgando de los labios—. ¿Tuyo?
—Mmm —asintió Nick, mientras se servía el coñac—. Hace poco que la tengo. No preguntes de dónde la he sacado.
—En Rusia tenemos perros de estos. —Arkady le dio una calada al cigarrillo—. Para luchar contra los osos. Tienen una fuerza increíble y son muy leales. Una vez vi uno en Turquía; persiguió y mató al lobo que se había estado comiendo las ovejas.
Nick se apoyó en el aparador y disfrutó del olor del coñac y de los cigarrillos. Le recordaba… ¿a qué? ¿Al pasado o al futuro? Olió otra vez. Algo no estaba bien. El olor que desprendía el cigarrillo de Arkady no era… limpio. Negro con el filtro dorado.
—Ese cigarrillo que te estás fumando aún no se ha inventado, Arkady —le dijo Nick—. Solo por si no te habías dado cuenta.
Arkady levantó la mano con la que lo sostenía y lo observó como si fuese una piedra preciosa.
—Es un Sobranie Black Russian. Los fumo cuando estoy enfadado. Son perfectos para cualquier siglo. ¿Quieres uno?
Se sacó la caja del bolsillo y le hizo un gesto a Nick con ella, pero sin mirarlo a la cara.
—No, gracias. No quiero conocer el sabor de tu ira.
Arkady siguió mirando fijamente el fuego que ardía en la chimenea, perdido en sus pensamientos mientras hacía rodar el cigarrillo entre el índice y el pulgar.
Nick, por su parte, hizo girar el coñac dentro de la copa. No le gustaba ver allí a Arkady, no tan pronto. Esperaba contar con más tiempo para aprender de Alva antes de tener que enfrentarse otra vez al Gremio. Llevaban días estableciendo las bases de su mal llamada relación, paseándose por fiestas y dejándose ver por toda la ciudad. La única hora que habían tenido para hablar, Nick la había aprovechado para contarle su historia a Alva. Ella se había mostrado especialmente interesada en la parte del señor Mibbs, al igual que había sucedido con el Gremio. Nick se lo había explicado todo, también lo que Mibbs le había dicho a Leo y cómo su amigo le había advertido que no se acercara. Alva parecía fascinada. ¿De verdad se había metido en sus emociones? ¿Y había usado ni más ni menos que la desesperación? ¿Por qué creía él que le había preguntado a Leo por los niños robados? Incluso se había planteado la posibilidad de que existiera una conexión entre las preguntas de Chile y el incidente frente al Hospital de Huérfanos. Nick se había encogido de hombros y había respondido que él creía que los ofan y el Gremio sabían más sobre Mibbs y sus obsesiones que él mismo. Al fin y al cabo, era evidente que Mibbs dominaba sus habilidades, mientras que él, como mucho, era capaz de mantenerse en el momento presente aferrándose a una bellota imaginaria.
Ahora Arkady había vuelto y Nick no había tenido tiempo de descubrir nada más. ¿Y si el conde había averiguado de algún modo que Nick le había dado la espalda definitivamente al Gremio?
Arkady continuaba fumando como si se encontrara solo en la biblioteca.
Nick bebió un trago de coñac.
Arkady dibujó una serie de anillos con el humo.
Nick volvió a beber.
Arkady le dio una calada al cigarrillo.
Nick suspiró. No tenía más remedio que sacar él el tema. Pues vaya.
—¿Vas a contarme por qué estás enfadado?
Al principio, el conde no dijo nada y Nick se percató de que llevaba el cabello lacio y la ropa cualquier cosa menos limpia. Cuando por fin volvió la cabeza, vio que tenía los ojos inyectados en sangre.
—Dame —dijo, y le hizo un gesto con la mano para que le diera su copa cuanto antes. Nick obedeció y Arkady inclinó la cabeza hacia atrás y la vació de un solo trago—. He descubierto muchas cosas en Devon —continuó—. Muchas cosas. Sobre tu ratoncita, Julia Percy. Sobre su primo, el imbécil del conde. Y sobre su abuelo. Su querido abuelo, Ignatius Percy, que casualmente falleció hace apenas unas semanas. Qué oportuno.
Arkady lanzó la copa al fuego y la observó impasible mientras estallaba en mil pedazos.
A Nick le sorprendió la reacción de Arkady. No le gustaba la actitud taciturna e irascible del ruso.
—¿Qué has descubierto?
—La pregunta es mucho más material que eso, mi pequeño monaguillo. ¿Qué he encontrado?
Nick se encogió de hombros, impaciente.
—No tengo ni idea.
—Mira. —Arkady señaló hacia el escritorio—. Te lo he dejado todo ahí para que lo veas.
Nick se dirigió hacia su escritorio y encontró unos papeles en los que había estado trabajando junto con una fotografía, una pluma y un tintero, un cubo de Rubik… Necesitó un momento para que sus ojos, tan desubicados en el tiempo, se sorprendieran ante aquella mezcla de objetos antiguos y modernos.
—¿Qué demonios…? —Cogió la foto. Era una instantánea un tanto gastada de una mujer preciosa que le sonreía a la cámara. Tenía los mismos ojos azules de Arkady—. ¿Es…? —Se dio la vuelta para mirarlo y lo encontró todavía sentado, esta vez con los ojos cerrados—. ¿Es Eréndira?
El reloj que descansaba sobre la repisa de la chimenea siguió marcando el paso de los segundos. Por fin, Arkady abrió los ojos y los enfocó lentamente en Nick.
—¿Si esa es mi hija? No. Mi Eréndira era un ser vivo, una mujer brillante y apasionada. ¿Ese trozo de papel que tienes ahí? Eso es una fotografía. Un truco de la luz que intenta capturar un momento en el tiempo.
Nick miró la foto. Así que aquella era la hija de Arkady, largamente perdida y finalmente muerta.
—¿Dónde la has encontrado?
En lugar de responder a la pregunta, Arkady señaló con la mano hacia el cubo de Rubik que había sobre la mesa.
—¿Has jugado alguna vez con uno de esos?
—Últimamente no.
—Inténtalo. Descubrirás que eres capaz de resolverlo en menos de un minuto.
—Sí. Recuerdo haberlo resuelto un par de veces en el futuro. —Nick lo cogió del escritorio. Hacía muchos días que no tocaba nada de plástico y se le hizo raro que pesara tan poco entre sus manos. Lo dejó de nuevo junto a la fotografía—. ¿Todas estas cosas las has encontrado en Devon? ¿En 1815? ¿Qué relación hay entre ellas? ¿Qué tienen que ver con el castillo Dar?
—Ignatz Vogelstein.
La voz de Arkady transmitía un desprecio genuino por aquel nombre.
Nick cogió aire, aunque solo superficialmente. De modo que Arkady había descubierto que lord Percy era también el famoso ofan.
—Fui al castillo Dar —explicó el conde— esperando encontrarme con un ofan desquiciado. El tal Eamon, el nuevo conde, está loco, sí. Tan loco como ese pájaro de agua, ¿sabes cuál te digo? Ese que se ríe.
—El somorgujo.
—Sí. Pues está igual de loco, pero no es el ofan que creía que me iba a encontrar. En su lugar, he descubierto a otro ofan. Muy poderoso, pero… muerto. Ignatz Vogelstein, el jefe de las investigaciones en Brasil. El asesino de mi hija. ¡El hombre al que llevo tantos años esperando poder estrangular con mis propias manos! —Arkady levantó los dedos, largos y pálidos, con el cigarrillo sujeto entre los dientes—. Siempre he soñado con el día en que diera con él y pudiera matarlo, pero ya está muerto. Se me ha escapado.
—¿Darchester mató a tu hija? No me lo creo. Lo conozco desde que era niño. Era un viejo cascarrabias pero inofensivo.
—Ah, ¿eso crees? —Arkady señaló a Nick con el cigarrillo—. Antes de desaparecer después de la muerte de mi hija, tu viejo cascarrabias era un hombre de mediana edad. Un tipo poderoso. Un líder, un maestro, un profeta. Eréndira era joven y brillante, ¿y él? Él la sedujo. No como se seduce a una amante, no, sino como su maestro. Tenía un grupo ofan en Brasil, una especie de comité de expertos para intentar pasar a través de la Empalizada y descubrir sus secretos. Robó las mejores mentes jóvenes del Gremio y también de los ofan. Experimentaban con el poder. Y mi hija era la más fuerte de todos ellos. Un día consiguió atravesar la Empalizada. Trabajaban todos juntos, pero Eréndira fue la escogida para pasar al otro lado. Vogelstein la estaba cogiendo de la mano y la soltó. ¿Cómo pudo soltarla? Mi hija se perdió…
Arkady guardó silencio. No podía seguir.
—Y murió —añadió Nick con delicadeza.
—Sí —susurró Arkady—. Apareció al otro lado del mundo y en un siglo diferente. Estaba tan asustada, tan destruida, ¡que encontró a Vogelstein, no a mí! —Arkady tiró el cigarrillo a la chimenea y se cubrió los ojos con las palmas de las manos—. Pero a él aún le quedaba algo de humanidad. Me dijo dónde podía encontrarla. Eréndira pasó los últimos instantes de su vida en mis brazos. —Las lágrimas se colaban entre los dedos de Arkady—. ¡Ni siquiera podía hablar! Cuando murió, fui a buscarlo para acabar con él, pero había desaparecido. Nunca volví a saber de él. —Arkady bajó las manos; los ojos le brillaban con un azul eléctrico—. El muy cobarde desapareció, monaguillo, ¡puf! Como una voluta de humo.
—Y apareció en Devon.
—Sí. Ahora sé que se escondió en Devon. Todo este tiempo fue un conde georgiano, lord Ignatius Percy. Ignatz Vogelstein, ese era su nombre ofan. Después de huir de Brasil, retomó su vida de aristócrata. Se hizo viejo en su escondite, como el conde de Darchester, y finalmente murió.
—¿Por qué es tan importante eso ahora?
—Porque Ignatz no desistió, por supuesto que no. Todos estos años siguió investigando. Sabía que existía un talismán y lo buscó. Puede que incluso lo encontrara. El loco de Eamon, incluso él sabía de su existencia. ¡Creía que era ese estúpido cubo! Pero Ignatz se llevaba algo entre manos en el castillo Dar y no estaba solo en su empeño.
—¿Qué quieres decir?
—¿Qué crees tú que quiero decir? —El conde se levantó de la silla hasta que su cabeza quedó por encima de la de Nick—. ¿Dónde crees que está esta noche tu pequeña Julia Percy, Nick?
—En su habitación. Se ha acostado pronto —respondió Nick.
—No, no. —El conde le sonrió desde las alturas—. No está en su dormitorio. Por eso me alegro de que tengas a la otra mujer. Así no se te romperá el corazón del todo cuando te lo cuente.
Nick se puso en pie sin darse cuenta de lo que hacía.
—Arkady… no juegues conmigo.
—Tu vieja amiga de la infancia. —Arkady abrió las manos—. La pequeña y hermosa Julia. La pobre huerfanita. Se ha ido.
Nick sintió que se quedaba sin respiración y que todo su mundo se contraía en un diminuto e insignificante punto.
—¿Qué hora es? —Arkady miró el reloj de la repisa de la chimenea—. ¿Las nueve en punto? Se ha marchado a las siete con la gente que ocupaba la plaza. Acabo de comprobarlo yo mismo… —Abrió la cajetilla, sacó otro cigarro y lo agitó en el aire, sin encenderlo—. Pero… ¡puf! Se ha escapado, igual que su abuelo.
—¡Arkady, hay una revuelta ahí afuera! ¡Una mujer ha muerto en la plaza! ¡Podría ser Julia!
—No es ella. Lo he comprobado. La mujer que ha muerto es pelirroja.
—¿Por qué ha huido?
Nick escuchó su propia voz como si procediera de algún lugar lejano.
—Porque —respondió Arkady, mientras sacaba un Zippo del bolsillo— es una ofan. Yo venía a buscarla y ella ha huido.
Con un suave movimiento, abrió la tapa del mechero y lo encendió. Luego acercó el cigarrillo a la llama, le dio fuego y se recostó en la silla.
Nick observó la demostración de autocomplacencia de Arkady en silencio, intentando no hacer nada, solo conservar la calma. Sintió que su mente cambiaba a modo de combate y se concentraba en los problemas más inmediatos. El primero era el propio Arkady y cómo engañarlo para sacarle información.
—Oh —dijo, con un tono de voz cargado de sarcasmo—, resulta que ahora la señorita Percy es una ofan, ¿no? ¿Primero el conde desquiciado y luego esta adorable criatura?
Arkady lo señaló con el cigarrillo.
—Es la nieta de Ignatz. A veces el don es hereditario. Mi hija lo tenía y lo mismo sucede con tu Julia. Nos estaban observando, Nick, el día que fuimos todos al castillo Dar. No fue el estúpido de Eamon quien me plantó cara, fue otra persona. Alguien muy poderoso pero sin formación. Encontré un cuarto secreto. Vi las velas, los agujeros en la pared. Podía olerse la manipulación del tiempo en el aire, créeme. ¿Quién se escondió allí? Puse a prueba a los sirvientes y no pudo ser ninguno de ellos. Lo cual significa que fue Julia Percy o tu hermana, la soltera.
—Estás loco.
Arkady negó con la cabeza.
—Oh, no. Aquel maldito conde sí que está loco, pero ¿yo? Yo solo estoy muy enfadado. Cuando llegue a Londres esta noche la busco, me digo. Paro el tiempo de camino, me digo. Si descubro que respira o que parpadea, que sigue viva en un momento del tiempo que yo he detenido… entonces lo sabré con seguridad.
Arkady se llevó el cigarrillo a los labios y le dio una calada larga y profunda. Nick observó cómo la punta se ponía roja al consumirse.
—Y ¿qué ha pasado?
Arkady expulsó el humo lentamente y tiró la ceniza sobre la alfombra de Axminster.
—Que soy tonto —respondió el conde, encogiéndose de hombros—. La otra noche durante la cena tendría que haberlo sospechado, pero es que me encandiló. Esos ojos oscuros… ¡Por un momento estuve a punto de echarme a llorar! Y hoy tampoco he pensado. Si es ofan, puede sentir que me acerco. Por eso se ha escapado. En el salón estaban tus hermanas paralizadas, pero ni rastro de Julia. Ha percibido mi presencia y se ha escapado por la escalera de servicio y luego a través del establo. He reiniciado el tiempo y les he dicho a tus hermanas que la pequeña Julia se había retirado a su habitación y he salido a buscarla, pero hay mucha gente en la calle y los disparos…
Se encogió de hombros.
Nick se tragó su miedo, tal como había aprendido a hacer en España durante los ataques. Apartar el miedo a un lado y respirar tres veces hasta conseguir pensar un plan infalible. Tres respiraciones calmadas antes de pasar a la acción. Al final de la primera, ya sabía que tenía que engatusar a Arkady para que creyera que estaba de su lado. Al final de la segunda, supo que tenía que llegar como fuera hasta Alva y conseguir su ayuda sin que Arkady lo supiera. Y al final de la tercera…
Nick contuvo aquella tercera respiración y sintió que se le aceleraba el pulso. La contuvo hasta que sintió la necesidad de jadear. No se le ocurrió nada. Soltó el aire con un largo y silencioso suspiro. Cogió aire por cuarta vez. Aquello no era España. Julia estaba sola en la calle, rodeada de gente en el Londres de 1815, sin un arma con la que defenderse, sin una sola moneda… Sin saber muy bien por qué, pensó en la fina suela de sus zapatos.
Arkady lo observaba detenidamente.
—Veo que tienes sentimientos encontrados, Nick, no te puedes esconder de mí. Eso es porque sigues enamorado de ella.
—No estoy enamorado de ella —mintió Nick—. Me preocupa su bienestar, por ella y por el Gremio. Y estoy intentando pensar, tío, así que cállate. —Nick masticó cada palabra para tratar de no gritarlas—. Tenemos que encontrarla y traerla de vuelta. Por el Gremio.
—Por supuesto que sí. —Arkady se llevó el cigarrillo a los labios, pero lo volvió a bajar antes de darle una calada—. Y cuando dices el Gremio, Nick, espero que seas sincero. Espero que tu nueva novia, la adorable leona de melena dorada, y la antigua, el pequeño ratoncito escurridizo, no hayan conspirado para convertirte en ofan.
—Cállate y déjame pensar.
Arkady inclinó la cabeza.
—Por favor, milord, piense.
Nick le dio la espalda al conde y clavó la mirada en el fuego. Piensa. ¿Julia podía manipular el tiempo? ¿Sería verdad? Y si era así, ¿bastaría para mantenerla a salvo? Pero ¿cómo podía tener aquel poder? Nick respiró profundamente a pesar del miedo que todo lo paralizaba y pensó en su amante. Si Julia había huido de Arkady era porque creía que eso era lo más seguro para ella, y si era ofan entonces sí tenía defensas. Nick no tenía más remedio que confiar en sus decisiones e idear un plan que dejara a Arkady al margen.
A sus pies, Solvig no dejaba de roncar en sueños. Estaba tumbada sobre un costado y su morro y sus patas no dejaban de estremecerse. Estaba cazando algo en sueños. Cazando… ¡cazando! Solvig era un perro de vigilancia nefasto, pero quizá sí sería capaz de cazar.
—Solvig —dijo finalmente en voz alta. La perra se despertó y sus enormes ojos castaños se posaron en los de Nick. Se levantó pesadamente del sueño y apretó el hocico contra la mano de su amo, que se volvió hacia Arkady—. La perra —le dijo—. Ella se encargará de encontrar a Julia.
Arkady cruzó los brazos.
—Es posible. Tenemos que darle algo de la chica para que se impregne de su olor. Podría funcionar. Salgamos inmediatamente.
—Tú no. No puedes venir conmigo, Arkady. Por el amor de Dios, te tiene miedo. En cambio, en mí sí confía. Tengo que ir yo solo.
Arkady frunció el ceño.
—Confía en ti, ¿eh? Pero ¿y yo? ¿Cómo sé que la traerás de vuelta contigo?
—La vida de la chica está en peligro. La prioridad tiene que ser encontrarla. Te prometo que, en cuanto dé con ella, te la traeré. Puedes hacerle pasar tus pruebas de detección de ofan. Creo que descubrirás que no es más que una muchacha adorable de Devonshire, parecida a cualquier otra.
—No. Es ofan. O peor. Lo que me hizo en la mesa durante la cena… la forma en que consiguió que confiara en ella. Jamás había visto nada semejante. Es verdad, siempre he sido susceptible a las mujeres hermosas, pero esta Julia Percy no me atrae. Es demasiado joven, demasiado inocente, no como tu encantadora hermana…
—¡Oh, por favor! —Nick chasqueó los dedos para llamar a Solvig—. ¡Ya basta! Ve a la casa del Gremio en Fleet Street y espérame allí. En cuanto encuentre a Julia, me reuniré allí contigo.
—¿Con la chica?
Nick apoyó la mano en la cabeza de Solvig.
—Te veo más tarde en Fleet Street.