Nick descubrió que no podía soportar la idea de pasarse toda la hora de la cena manteniendo una conversación civilizada e inocua con la mujer que acababa de poner su vida patas arriba; así que, en lugar de bajar a cenar con el resto de la familia, salió de casa por la cocina y aprovechó el desvío para procurarse un trozo de pastel de carne para él y un hueso para Solvig. La perra se había arrancado el vendaje y parecía estar como nueva, lista para dar un largo paseo hacia el norte, a través de Camden Town y luego por los campos hasta Highgate Hill. Una vez allí, Nick se apoyó en una cerca, se comió su trozo de pastel y recordó la historia de Dick Whittington. Fue allí donde el joven Dick, descorazonado y abandonando la ciudad, oyó las campanas de Saint Mary-le-Bow tocando su destino: «Regresa, Whittington, tres veces alcalde de Londres». El joven volvió sobre sus pasos y descubrió que su gato lo había convertido en un hombre rico. Se casó y guió el destino de la ciudad hacia el futuro.
El sol se disponía a desaparecer tras el horizonte y la ciudad, aún pequeña según los estándares del siglo XXI, empezaba a brillar entre las sombras alargadas del crepúsculo, atravesada por el río que serpenteaba entre sus calles como una cadena de plata. La gran cúpula de la catedral de San Pablo, eternamente cubierta de hollín, parecía el pecho redondeado de un ganso gris, y los otros campanarios, sus crías con los picos apuntando hacia el cielo. Nick le rascó la frente a Solvig, que agradeció el gesto con un suspiro.
Dick Whittington, Nick Davenant… ¿Podía él, Nick, ser llamado de nuevo por la ciudad que tanto amaba, el Londres que ahora se extendía a sus pies? El viento llevaba consigo la conversación discordante de decenas de campanas tañendo al mismo tiempo por toda la ciudad. ¿Podían decirle cuál era su futuro? Escuchó con atención, pero no eran más que campanas. Supuso que no hacía falta que le hablaran, puesto que él ya conocía el futuro de Londres.
Allí abajo, en el Parlamento, los lores probablemente seguían enfrascados en sus discursos, pero el marqués de Blackdown no estaba entre ellos. Muy pronto aquellos edificios medievales que ahora reflejaban los últimos rayos de sol del día serían pasto de las llamas. Nick no recordaba por qué, pero podía ver la imagen que Turner había plasmado en su cuadro como si lo tuviera delante.
—«Entonces cayó fuego de Jehová —le recitó a la ciudad— y consumió el holocausto, la leña, las piedras y el polvo».
Nick pensó en el Blitz y en la imagen en tres dimensiones de la cúpula de la catedral de San Pablo que Ahn le había mostrado. La cúpula, destrozada. Y luego… la Empalizada.
Una bandada de golondrinas revoloteaba sin rumbo fijo por el cielo. Le separaban unos ocho kilómetros de Berkeley Square.
—Vamos, Solvig —le dijo Nick a la perra.
El enorme animal se levantó del suelo, con el hueso sujeto entre los dientes con firmeza. Claramente, pretendía llevarlo de vuelta a casa. Nick buscó la bellota en el bolsillo. Las campanas seguían tocando.
Julia no quería cenar ni tampoco hablar con nadie. Tampoco quería ver a Nick, al menos no aquella noche. Necesitaba pensar.
Informó a Bella de que le dolía la cabeza, le pidió que se disculpara en su nombre y se encerró en su dormitorio. Fuera, la tarde era espectacular; si hubiese estado en el campo, habría salido a pasear o a montar con Caléndula bajo la luz dorada del crepúsculo y las primeras sombras alargadas que anunciaban la llegada de la noche.
En vez de eso, tuvo que conformarse con dejarse caer en una butaca junto a la ventana y contemplar las ramas de los árboles a través del cristal. Los pájaros empezaban a prepararse para pasar la noche. Julia descubrió que los árboles, al igual que la ciudad, estaban poblados por distintos tipos de personajes. Gorriones descarados, urracas altaneras y tórtolas elegantes. Los observó durante un buen rato revolotear de un lado a otro, recorrer las ramas con gesto arrogante y discutir sobre cuestiones de una importancia más que evidente que solo eran comprensibles para los pájaros, o eso suponía ella.
Se acurrucó en la butaca, cansada como si hubiera dado un largo paseo. No tenía ni idea de que hacer el amor fuera una actividad tan física. No sabía por qué, pero siempre lo había imaginado como algo contenido, restringido a las partes más íntimas, del mismo modo que escribir se limitaba a la mano. Creía que el resto del cuerpo, y quizá también la mente, simplemente se desconectaban, se dormían, hasta que todo acababa. Qué equivocada estaba. Nick le había besado la parte trasera de las rodillas. Ella había explorado su cuerpo con las manos y con los labios. Se había cogido a sus hombros, a su trasero, a sus fuertes brazos como si le fuera la vida en ello, gritando su nombre mientras se rompía en mil pedazos.
Cerró los ojos. Su cuerpo estaba cansado, pero si había algún cambio, era más emocional que físico. Estaba tranquila, tanto en cuerpo como en espíritu.
Sin embargo, aquella calma no podía durar. Nick le había dicho que la quería y ella se lo había creído. No solo eso, le había correspondido con la verdad, porque los dos sentían lo mismo; pero él seguía ocultándole cosas y ella a él. De hecho, entre los dos acumulaban una larga lista de secretos. Nick era un viajero del tiempo atrapado entre una amante ofan y un maestro del Gremio. Los dos, amante y maestro, estaban buscando el talismán. ¿Y Julia, su supuesta enamorada Natural? Julia sonrió para sus adentros, abrumada por la ironía de la situación: ella era el talismán que todos buscaban y Nick no lo sabía.
Julia se acurrucó aún más en la butaca. Toda aquella situación era un misterio que tenía que resolver, pero no aquella noche. Sintió que se quedaba dormida; la satisfacción de su cuerpo y de su mente había ganado a la confusión que le nublaba el pensamiento.
Algo más tarde, había menos luz en el dormitorio; Julia abrió de nuevo los ojos. Había estado soñando. Nick y ella estaban en el cuarto de los arreos, en los establos de la casa de los Falcott. Él estaba buscando su almohaza favorita y ella le preguntaba por qué no dejaba que los mozos se ocuparan de cepillar a los caballos. Nick le respondía que en su nueva vida se había acostumbrado a hacerlo todo él mismo. Estaba desesperado y no dejaba de lanzar los aperos por todo el cuarto, decidido a encontrar lo que estaba buscando. Cuando por fin hallaba la herramienta, del tamaño de la palma de la mano, se daba la vuelta triunfante para enseñársela, pero no era una almohaza para peinar a los caballos, sino un pequeño erizo acurrucado en su mano. Julia se acercaba para ver mejor al animal, que se estiraba entre las manos de Nick hasta revelar una nariz minúscula y dos ojitos pequeños y brillantes. La miraba fijamente y le decía, con la voz de su abuelo: «Después serás oficialmente huérfana».
Julia se desperezó, sin dejar de pensar en el sueño. Su abuelo era todo un erizo, de eso no le cabía la menor duda, y ella era huérfana. Lo era desde los tres meses de edad. Tanto su padre como su madre estaban muertos. Entonces ¿por qué su abuelo había dicho «oficialmente»? Julia pensó en ello y a punto estuvo de quedarse dormida otra vez… De pronto, se incorporó en la butaca de un salto. Su abuelo había utilizado aquellas palabras exactas justo antes de morir. «Serás oficialmente huérfana…». ¿Y si «huérfana» era una palabra clave para ofan? ¿Y si lo que su abuelo había querido decir era que sería oficialmente ofan? Al fin y al cabo, las dos palabras eran muy parecidas en inglés (orphan y ofan) y compartían la misma raíz latina, orphanus, lengua por la que su abuelo siempre había sentido una pasión especial. Él también era capaz de manipular el tiempo. ¿Conocía a esa gente, a los ofan? ¿Era uno de ellos?
Julia se puso en pie y desvió la mirada hacia la ventana del dormitorio. «Finge —le había dicho su abuelo—. Finge y confía en que los ángeles velen por ti. Serás oficialmente ofan». ¿Era un mensaje en clave? Finge ser lo que no eres. No le digas a nadie que eres el talismán. Encuentra a los ofan y deja que ellos velen por ti.
La señorita Blomgren era ofan.
El cielo se había oscurecido unos cuantos tonos más. Los pájaros de los árboles estaban más tranquilos. En toda la ciudad, las campanas señalaban las siete en punto de la tarde. A Julia le encantaban las campanas, la forma en que cada una tenía su propia voz, única e inimitable. «Mi América encontrada: Terranova».
Varios mundos nuevos acababan de aparecer en el horizonte de Julia.
Y las campanas seguían tañendo.
Julia se quedó despierta hasta tarde pensando en su madre, a la que no solía dedicarle demasiado tiempo, en la señorita Blomgren y en los ofan… Pero, sobre todos ellos, Julia pensó en Nick Davenant. Se quedó dormida en algún momento, no recordaba cuándo, después de que la vela de la mesilla se consumiera… y ahora ya era de día, y seguramente muy tarde, porque el servicio había encendido la chimenea mientras ella dormía y de los troncos ya solo quedaban ascuas. Julia recordó que Nick y ella habían planeado encontrarse después del desayuno para contárselo todo. Y ella se había quedado dormida.
Puso los pies en el suelo y vio que alguien le había dejado una nota por debajo de la puerta. Era un papel doblado por la mitad. Julia lo recogió, sabiendo que era de Nick. No se equivocaba.
Le habían informado de que ese sería finalmente el día escogido por los lores para votar la Ley del Maíz. Sentía enormemente posponer sus planes con Julia, pero tenía que ir al Parlamento y votar en contra. Seguro que ella estaba de acuerdo en que no era necesario vestir las ropas formales del día del juramento solo para oponerse a lo inevitable; escucharían sus inútiles protestas como hombres civilizados, aunque fuese vestido de calle. Si doblaba la hoja por la línea de puntos y seguía el procedimiento previamente acordado, él firmaría encantado su condición de enfermo de nostalgia por la forma en que su cabello caía como una cortina alrededor de su rostro cuando lo besaba: Nick. En cambio, si creía que no podía seguir las instrucciones, no le quedaba más remedio que firmar de otra manera, con una rúbrica repleta de florituras: Blackdown.
Entre las líneas escritas con tinta negra, había varias líneas de puntos diminutos dibujados con otra tinta más pálida y acuosa; eran las instrucciones para doblar la hoja y convertirla en un planeador. Julia consideró las opciones. Aquella era su primera carta de amor, pero solo si la quemaba. Si no lo hacía, no sería una carta de amor.
Sacudió lentamente la cabeza y empezó a doblar el papel.
El día pasó despacio. A Clare le preocupaba la posibilidad de una revuelta, pero no se atrevía a decirlo en voz alta delante de la marquesa o de Bella, ambas demasiado volátiles para encajar los conocimientos de Clare sobre lo que podía ocurrir. Bella sabía que su hermana le estaba ocultando algo y que le molestaba hablar de la posible revuelta, de modo que sacaba el tema tan a menudo como podía. Los sirvientes también estaban preocupados. Golpeaban las piezas de porcelana sin querer y se les caían los cubiertos de plata al suelo, provocando la ira de la marquesa, que al final decidió retirarse a su dormitorio, después de declararse incapaz de soportar su dolor en un día tan hermoso como aquel.
Y no le faltaba razón: el día era espectacular, pero nadie sugirió la posibilidad de salir a pasear y tampoco recibieron ninguna visita. Berkeley Square estaba extrañamente desierta. Gunter ni siquiera había abierto sus puestos; ese día no habría helados para nadie. Los carruajes seguían dentro de los establos y las mujeres de medio mundo habían decidido que aquel no era el mejor día para pasear sus mejores galas bajo los árboles.
Sobre las cuatro de la tarde, Clare y Julia, que estaban de pie junto a una de las ventanas del salón, vieron que el mayordomo de una de las casas del otro lado de la plaza salía y desmontaba con sumo cuidado el llamador de la puerta.
—Cobardes —murmuró Clare—. No han salido de la ciudad. Sé a ciencia cierta que dentro de cuatro días organizan un baile. —Se dio la vuelta—. Nos estaría bien empleado si esta noche acabáramos todos reducidos a cenizas.
En aquel preciso instante, Bella entró en el salón y anunció que era la hora del té, y que si Clare insistía en seguir actuando como si no estuviera a punto de estallar una revolución, entonces lo más sensato era llevar la farsa hasta sus últimas consecuencias y tomar el té, como siempre. Clare frunció los labios y prefirió guardarse sus sentimientos.
Después de la cena, Julia se escapó al salón del primer piso, donde dedicó media hora a escribirle una carta a Pringle. Era una misiva alegre sobre la moda en Londres desde la óptica de una joven dama de luto que raramente salía de casa, pero Julia sabía que el pobre Pringle se moría de ganas de conocer cualquier detalle. Mientras escribía las últimas frases, se dio cuenta de que la plaza, normalmente muy tranquila, de pronto no lo parecía tanto. Desde donde estaba, podía oír voces procedentes de la calle. Se levantó de la mesa y se acercó a la ventana.
Berkeley Square se estaba llenando de gente, hombres y mujeres que aparecían por los accesos del norte y del este. Hablaban en voz baja, pero sus rostros denotaban la seriedad y la concentración de quien observa el fuego que consume una casa hasta los cimientos. Pasaron frente a la casa de los Falcott; se dirigían hacia algún punto al otro lado de la plaza. Julia los observó desde la ventana con la frente apoyada contra el cristal; eran tantos que no podía ver dos veces un mismo rostro, pero en todos ellos se podía leer, aunque solo fuera durante un segundo, las historias de sus vidas.
De pronto, oyó la puerta del salón y se dio la vuelta. Eran Bella y Clare; estaban allí porque aquella estancia tenía las mejores vistas sobre la plaza. Las hermanas ocuparon una ventana, Julia otra.
—Todo el barrio de Soho está ocupando las calles de Mayfair —dijo Clare—. Se están preparando.
—¿Qué piensan hacer? —preguntó Bella, sin apartarse de la ventana; por lo visto, las dos hermanas volvían a dirigirse la palabra.
—No lo sé, dejar bien claro su descontento. Atacar las casas de los políticos que han votado a favor de la Ley del Maíz.
—¿Nuestra casa también?
—No lo sé. —Clare miró a Julia—. ¿Sabes qué tenía pensado votar Nick?
—Sí —respondió Julia, sorprendida por el poder de deducción de las hermanas; al parecer, daban por supuesto que Julia conocía todos los secretos del alma de Nick—. Está en contra de la ley.
—¡Gracias a Dios! Sabía que no podía estar tan ciego.
Clare cogió a su amiga de la mano y la sujetó con fuerza.
—Me pregunto hacia qué casa se dirigen —dijo Bella.
Justo en aquel preciso instante, Julia lo sintió. Un cosquilleo en la nuca, como si le subiera la sangre a la cabeza. Un leve temblor en el aire que la rodeaba.
Alguien estaba manipulando el tiempo.
Alguien lo estaba ralentizando hasta detenerlo.
Quienquiera que fuese, estaba cada vez más cerca. Julia podía sentir que el tiempo se congelaba cada vez más cerca. Era una sensación parecida a un dolor de huesos.
El día anterior, había conseguido hacerse la paralizada con éxito. Claro que aquello había sido en la cocina de la señorita Blomgren, en un sótano oscuro, mientras Peter la distraía con su diatriba y teniendo en cuenta que lo último que la amante de Nick podía sospechar era que la amiguita de Bella era capaz de controlar el tiempo. Aquel truco no funcionaría allí, en aquella estancia rebosante de luz. Si alguien entraba por la puerta, vería a dos mujeres aparentemente convertidas en piedra y a una tercera aguantando la respiración e intentando no moverse ni un milímetro. Vería sus dedos temblando entre los de Clare y lo sabría al instante. Sabría que ella era el talismán.
El aura del desconocido las alcanzó. Julia miró a Bella y vio que sus ojos no se movían.
Apartó la mirada de aquella horrible visión y corrió hacia la puerta. La abrió y asomó la cabeza al pasillo. No había nadie, pero podía oír los pasos subiendo lentamente por la escalera.
¡La puerta al fondo del pasillo, la que daba acceso a la escalera de servicio! Corrió con todas sus fuerzas, sin dejar de mirar por encima del hombro, tiró del pomo intentando no hacer ruido y, tras cruzarla, la cerró detrás de ella. Dio media vuelta, se agachó y miró por la cerradura.
Era el ruso, que por fin había vuelto de Devon. La estaba buscando. Seguro que ya sabía que Julia era el talismán. Iba a por ella.
Estaba probando una puerta tras otra. Casi todas estaban cerradas, pero en cuestión de segundos se daría cuenta de que la del salón estaba abierta y que las hermanas Falcott estaban junto a la ventana, inmóviles como muñecas de cera, con los dedos de Clare cerrados alrededor de una mano que ya no estaba allí.
Y la puerta de la escalera de servicio no tenía llave.
Julia se incorporó, respiró profundamente y empezó a bajar la escalera tan rápido y tan en silencio como pudo. No tenía abrigo, ni sombrero, ni dinero, pero sabía que tenía que salir de allí cuanto antes. Desaparecer. Podía sentir que le latía el corazón en el cuello y por un momento creyó que iba a vomitar. «Finge. Serás oficialmente ofan. Finge».
Al llegar al piso inferior, lejos del salón y del conde, aceleró el paso; para cuando llegó al sótano, sus pies volaban de un escalón a otro. Abrió la puerta del establo y vio los cuatro caballos todavía unidos a un carruaje lleno de barro. Los animales estaban sudando y de sus lomos se elevaban volutas de vapor. El ruso los había llevado hasta el límite en su afán por llegar cuanto antes. Julia pasó junto a los caballos y a los sorprendidos mozos de cuadras.
—¡Por favor, no le digan que me han visto!
Salió corriendo por la puerta del establo, se dirigió hacia el río de hombres y mujeres que desembocaba en la plaza, y dejó que la multitud la arrastrara.